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"El colombiano"

                           🎙❤🎙
 
   “No te enamores del mujeriego”, “no te enamores del chico malo”, “no te enamores del hombre casado”… Nadie te advierte nunca que no te enamores del chico homosexual, porque está claro que en la estadística de fracasos amorosos, el número de mujeres descerebradas que cometen ese error es tan bajo que ni siquiera amerita una advertencia.

  Lucía abatido cuando aseguró que no me había mentido. Pero sus gestos y reacciones probaban que no era indiferente a mí. ¿Cuál era la verdad, si es que había una?

  Terminé de subirme el cierre de las botas y alcé las puntas del cuello del abrigo para cubrirme las zonas expuestas. El dolor de cabeza inhibido durante el día retornó como una molesta punzada que no hacía más que agudizar mi mal humor.

  Tomé una última bocanada de aire antes de exponerme a la frialdad nocturna. Fuera cual fuera la verdad, yo no merecía que me tratara así, solo porque él era incapaz de definir sus propios sentimientos. Estaba cansada de ser la torpe, de dejarme arrastrar por mis emociones, de hacer siempre el ridículo por querer obtener una respuesta suya. Porque tras ese magnetismo y atracción que ejercía en mí, también subyacía una capa de envidia: Yo también quería ser racional y segura de mí misma como él.

  Las maderas del camino crujían resentidas bajo mis pies, y los astros en el cielo parecían cada vez más lejanos e inalcanzables. Suspiré. En una batalla entre una persona racional y una emocional… perdía yo. Siempre perdía yo.

  Apresuré el paso hasta la terraza del hotel con el aire frío lastimándome la cara.

—¿Problemas en el paraíso?

  Di un respingo al escuchar la voz ronca, y entorné los ojos irritados para localizar la fuente del sonido.

Camuflado por las sombras, el sujeto estaba inclinado sobre la baranda de la terraza, contemplando el paisaje nocturno.

  Dudé en si acercarme, porque era como andar por un campo plagado de minas, así que me mantuve a una distancia prudencial: Lo suficientemente lejos para evitar el peligro, y lo suficientemente cerca para detallar que a pesar de su postura despreocupada, había cierta rigidez en su cuerpo.
 
—Perdona, iba tan pensativa que no lo vi cuando pasé.

—Descuide usted, pues.

  El impostado acento colombiano me rechinaba en el oído, aunque ya no estaba contaminado con el tono egocéntrico y altanero. No sabía si considerarlo un motivo de alivio o de alarma; probablemente lo segundo.

  Le echó un último vistazo a un punto en la lejanía antes de encararme. Era más alto de lo que había imaginado y su ancha espalda formaba una cortina que me guarecía del viento:

—Creo que empezamos con el pie izquierdo, señora Robinson. Quiero enmendarlo. A fin de cuentas, seremos compañeros de viaje. Oí que Zalazar la invitó a Fairbanks.

—... Sí, así es.

  Guardó silencio, como esperando a que agregara algo. Las sombras eclipsaban parcialmente su rostro y un crucifijo plateado resaltaba sobre la tela negra de su suéter, como una tétrica metáfora de la doble moralidad.

  —El mejor momento para ir a Fairbanks es en esta época del año —comentó con aparente desinterés—. Aunque a la gente de sangre caliente como usted y yo, el frío siempre nos cobra factura.

   Puede que mi paranoia me engañara, pero creía haber percibido un deje intencionado en sus palabras. Un nudo estranguló con fuerza la boca de mi estómago. ¿Sospecharía de mi lugar de origen, así como yo sospechaba del suyo? ¿El acento me había delatado? Se dice que el mundo es un pañuelo; que dos compatriotas son capaces de reconocerse aunque se encuentren en el otro extremo del mundo. Esperaba que fuera un mito.

—¿Usted ha estado allí? ¿En Fairbanks? —Asumí el rol de entrevistadora. Hacer las preguntas me daba poder sobre mi interlocutor, y a mi ojo entrenado no pasó desapercibida su fugaz mueca de disgusto por el cambio de roles.

—... Solo una vez. Cuando llegué a este país.

Hubo un incómodo silencio que yo interrumpí:

—No había tenido ocasión para decírselo pero lamento lo de la bebida el otro día. Parecía un traje costoso.

  Él soltó una carcajada que podría haber provocado una avalancha en algún lugar lejos de allí.

—No se preocupe. No es como si usted me hubiese arrojado la bebida a propósito. —Y ahí iba otra vez ese tonillo insinuante que me ponía los pelos de punta.

—No, claro que no. —Intenté mostrarle mi mejor sonrisa cómplice.

—Empecemos de nuevo pues. —Me ofreció la mano, para mi genuino desconcierto—. Mi nombre es Martín Ríos.

—El mío es… Raquel… Raquel Robinson.

—Es un placer conocerla, señora Robinson. —Se llevó mi mano a los labios con un ademán sorprendentemente galante—. Es usted una mujer espléndida.

—Gracias, pero no creo estar a la altura de semejante halago.

  Su labio se torció en lo que parecía una sonrisa.

—Creo que se está viendo a través de un espejo empañado, Raquel. Y espero que su esposo sea consciente de la mujer que tiene a su lado. Cualquier otro haría hasta lo imposible para no verla con esa cara tan triste.

Esta vez, mi sonrisa fue amarga y sincera.

—Debo irme. —Aproveché mi supuesta incomodidad ante el tema de mi “marido” para escapar de allí.

—Descanse. Será un viaje largo.  

  ¿Comentario inocente o amenaza? Hice un asentimiento y caminé hasta la entrada del hotel, con la sensación de haber tenido la conversación más insólita y escalofriante de mi vida.

                               ***

    Ni siquiera esperé su permiso. Entré sin llamar en la habitación… nuestra habitación, y dirigí mis pasos al baño, haciendo descomunales esfuerzos por ignorar la figura sentada en el borde de la cama.

  Mierda. Me había refugiado tan rápido en el baño que ni siquiera había escogido ropa seca de la maleta. Otra estupidez agregada a la lista. Solté una risa sardónica. Tanto que me había reído con Kevin leyendo las estupideces que hacían las protagonistas en las novelas de romance. Tenía muy merecido que alguien se burlara de las mías ahora.  
      
Saboreé el alivio cuando liberé mis pechos del ajustado bikini y me enfundé en uno de los albornoces que algún buen asistente había tenido el acierto de colocar en una percha fuera de la ducha.

  Dibujé en el espejo empañado un corazón roto mientras me lavaba los dientes y lo borré con la manga del albornoz antes de salir.

Él ya estaba acostado boca arriba con una mano sobre el pecho. La última noche había descubierto que esa era su forma de quedarse dormido.

  Bordeé la cama para tumbarme en el lado opuesto del colchón sin apenas mirarlo y solté un suspiro cuando me dejé caer vencida. Dándole la espalda, palmeé la almohada y acomodé la mano debajo para descansar la cabeza en el mullido montículo.

—¿Podemos hablar…?

—No —respondí de inmediato—. Tuviste miles de oportunidades para hacerlo, y no lo hiciste. Ahora soy yo la que no tiene deseos de escucharte.

Como no intentó rebatir, agregué:

—Y si lo que te preocupa es la misión, puedes estar tranquilo. No haré nada que pueda afectarnos. Por si no lo sabes, mi vida también está en juego.

Silencio. Silencio absoluto. Si verdaderamente hubiese querido arreglar las cosas hubiera insistido más. Me tragué la decepción y esperé a que llegara el sueño. Hubiese deseado tener un dial para cambiar la frecuencia y escoger qué soñar, porque estaba segura de que, muy en contra de mi voluntad, esa noche soñaría con él.

                                 ***

   —¡Pero si son mi pareja favorita!

“Fingir sonrisa en tres, dos, uno…”

—Hola, Tania. —Le di un beso en la mejilla.

—Estás pálida hoy, cariño. ¿No te has mejorado del resfriado?

—Sí, sí, ya estoy bien. Es que no pude dormir bien, por el viaje de hoy.

  El lobby estaba atestado de excursionistas que también emprenderían el itinerario a la estación de ferrocarril, y de ahí hacia las congeladas tierras de Fairbanks. Daniel y yo habíamos llegado unos minutos tarde, como siempre.

—Temíamos que se hubiesen echado atrás con lo del viaje —comentó Zalazar.

—No, claro que no —dijo Daniel, capturando mi mano—. Mi esposa y yo siempre hemos querido hacer este periplo. Solo que tuvimos varios… inconvenientes que nos retrasaron.

Con “inconvenientes” se refería a que a Don Puntualidad y a mí se nos habían quedado pegadas las sábanas. Pero si eso hubiera sido todo, no sería tan grave. La cereza del pastel de desgracias había sido que al parecer mis sueños fueron tan… cálidos, que amanecí abrazada a su cuerpo y con la pierna encima de su erección mañanera. Qué bonito. De verdad. Mi vida era lo más parecido a un cuento de hadas.

  Cristian apareció en mi campo de visión y fue la excusa perfecta para zafarme de la mano de mi compañero, aprovechando que Zalazar y su esposa intercambiaban unas palabras con uno de los guías, y le di alcance en unas pocas zancadas.

—¿Y esto? —Me enlacé a su brazo tostado y musculoso—. ¿Nos vas a acompañar?

  Su genuina sonrisa era una de las pocas cosas que conseguían transmitirme tranquilidad en medio de tanto caos.

—Pues resulta que sí, belleza. ¿Qué te parece? Voy a darme pista viéndote por más días. —Una sombra cruzó su rostro cuando agregó—: El Señor Zalazar necesitaba a alguien que fuera del servicio del hotel y me lo propuso a mí. Y bueno, solo van a ser cuatro días como máximo.

  Me alegraba que nos acompañara, pero al mismo tiempo, me daba un poco de lástima por el chico. Cristian prefería permanecer alejado de gente como Zalazar, pero ni siquiera él era tan valiente para rechazar el ofrecimiento de un hombre que jamás aceptaría un no por respuesta.

—Hum… ¿estás seguro de que no me estás persiguiendo? —dije a modo de broma para apartar la sombra de su rostro.

—Bueno, eso también. —Volvió a sonreír.

De pronto sentí un escalofrío recorriéndome la columna vertebral cuando me percaté de los dos pares de ojos pendientes a cada uno de nuestros movimientos, y no sabría decir de cuáles tuve más miedo. Si de unos orbes negros y maliciosos que evocaban una extraña conversación en la terraza la noche anterior, o de unas opacas esmeraldas que nos estudiaban con extrema atención, como queriendo predecir nuestros próximos pasos. Puede que solo tuvieran curiosidad o recelo por las personas que los acompañarían en esta travesía, pero algo me decía que Zalazar no iba a ser el mayor de mis problemas en ese viaje al fin del mundo. 

                               ***

  El ferrocarril de Alaska era la atracción favorita de los turistas, y no era para menos; la romántica idea de beber vino y comer galletas en el interior de un tren mientras veías pasar a través de la ventanilla el cambiante paisaje nevado como si fuera el rollo de una película, cautivaba a muchísimos extranjeros que se aglomeraban en la estación como enormes bandadas de pájaros.

  Nada más descender del autobús, un asistente nos escoltó hacia el vagón de doble piso reservado exclusivamente para Zalazar y sus acompañantes.

  El interior era un puñetazo directo al ego de un pobre. Debía de ser una docena de veces más grande que mi apartamento y estaba divido en espaciosos compartimentos que correspondían a elegantes habitaciones con camas empotradas; una cocina y un minibar; un salón de reuniones en el segundo piso con las mejores vistas a través de las ventanas con tecnología de doble cristal; y largos pasillos, de esos en los que se hallaba al cadáver en las novelas de misterio. Pero lo que me dejó muda y tiesa no fue el lujo y el despilfarro...

  Crucé miradas con Daniel, y por su expresión preocupada supe que debía de haber concluido lo mismo que yo. Zalazar, Tania, Berto, Martín, Cristian, dos chicas del personal, un muy reducido grupo de escoltas, Daniel y yo, éramos las únicas almas en aquel vagón.
   
—Pónganse cómodos.  —Zalazar se volteó hacia nosotros y extendió los brazos—. La aventura apenas comienza.

  El chirrido del mecanismo de arranque me taladró los oídos.

Si de casualidad, gracias a unas copitas de más, a un descuido, o a un exceso de confianza, Zalazar cometía la imprudencia de revelarnos una parte de sus planes, no habría muchas personas en las que recaería la sospecha si esa información saliera a la luz en los medios informativos. Este vagón era una perfecta ratonera. Y Daniel y yo teníamos que jugar nuestras cartas con cuidado si no queríamos ser los próximos cadáveres tirados en el pasillo.

                                 ***

—Hay aproximadamente un millón de renos aquí en Alaska, lo cual no es un número para nada despreciable…

Apenas escuchaba las palabras del guía porque estaba obnubilada por la espléndida visión de un desfile de renos a solo unos metros del autobús de excursión. La primera parada del tren había sido el parque Denali, una de las mayores reservas naturales de Estados Unidos, y un paraíso lleno de vida en su más puro estado salvaje.

La experiencia real más parecida a esta fue la que tuve en el Zoológico Nacional de mi país: En aquella ocasión, se había cortado la luz en todo el recinto, y las compuertas, que solo funcionaban con electricidad, nos dejaron atrapados en el foso de los leones. Una historia para contar a mis hijos y a mis nietos.  

Daniel se me había adelantado tomando el puesto cercano a la ventanilla.

—¿Qué? ¿Querías ponerte aquí? —preguntó, al parecer percatándose de mi cara de envidia.

—No, no. Estoy bien —mentí.

Uno de los renos, el que aparentaba ser el líder de la manada, se separó del grupo y se acercó a la ventanilla de Daniel.

—Los renos de esta reserva no están acostumbrados a ver humanos. —Seguía diciendo el guía, mientras el resto de los pasajeros se ponía en pie para ver al animal más de cerca. Zalazar y Tania estaban sentados delante de nosotros y también parecían impresionados—. El parque es tan grande que es poco probable toparse con una manada como esta. Considérense afortunados.

  Justo cuando le iba a pedir a Daniel que me cediera su puesto cerca de la ventana, el reno hizo algo que me disuadió de hacerlo: Arrojó con fuerza el aire por las fosas nasales directo a la cara de Daniel, lo que provocó la inevitable carcajada de todos los excursionistas, incluyéndome.

—Perdón —dijo el guía entre la vergüenza y los deseos de unirse a las risas colectivas—. Ellos son bastante impredecibles.

Apretando los labios, Daniel sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió la cara.

Todas mis frustraciones del día anterior se evaporaron como por arte de magia. Ese reno era mi nuevo héroe.

—Debes de haberte portado muy mal, cariño —no resistí la tentación de provocar a Daniel—. Papá Noel lo debe de haber enviado a escupirte la cara.

—Muy graciosa, amor mío —me siguió el juego—. Me recuerda a alguien con un resfriado el otro día.

—Ja ja —respondí con sarcasmo.

Habiendo dejado en claro su punto, el reno volvió a reunirse con los demás.

—Ese ejemplar de ahí… —continuó el guía— es el macho de la manada. En los meses de septiembre hasta noviembre vuelven a la fase de cortejo. Sostienen cruentas luchas y el ganador acaba apareándose con toda la manada. 

—¿Y cómo se aparean los renos? —preguntó uno de los turistas.

—Como casi todo el reino animal —explicó—. El macho emite unas vocalizaciones para atraer a la hembra y si ella está interesada se acerca y se produce la interacción, que puede incluir olfateos y roces. En ese proceso el macho tiene una erección y...

—¡Uy, me recuerda a alguien anoche!—comenté en voz baja mientras el guía seguía con su disertación.

Daniel se tensó.

—Te dije anoche que lo habláramos —me susurró entre dientes.

—No me daba la gana de hablarlo.

—Entonces no seas tan inmadura de sacarlo ahora.

—Mejor inmadura que mentirosa.

  La última palabra, pronunciada en un tono más alto, hizo que Tania se girara sorprendida para vernos:

—¿Pasa algo por aquí atrás? —preguntó.

—No, no. —Meneé la cabeza.

  Pero su rostro de decepción por mi intento de excluirla del tema hizo que me lo pensara mejor:

—O bueno sí. Sí pasa algo.

Ella se inclinó, picada por la curiosidad y yo le regalé el dramón de novela que buscaba:

—¿Qué harías si tu esposo se excitara con otra mujer?

A Tania se le descolgó la mandíbula y Zalazar también volteó a vernos.

—Eso no fue lo que sucedió, vida mía —refutó Daniel.

—¡¿Ah no?! ¿Entonces yo estoy ciega?

—Tampoco he dicho eso. Malinterpretas las cosas.

Los ojos de Tania iban de uno a otro como hipnotizados.

—Hah, y ahora encima malinterpreto las cosas. Estabas empalmado, nene, em-pal-ma-do, como un tronco mientras cuchicheabas quién sabe qué guarradas con la recepcionista del hotel.

—Eso es imposible.

—¿Por qué es imposible?

Me miró a los ojos y la profundidad que vi en ellos me desconcertó:

—Porque yo nunca podría excitarme con una mujer que no fueras tú.

  La réplica murió en mi boca antes de poder salir.

—Oh, por favor, Raquel, solo por esa declaración tan bonita, yo le perdonaría el desliz. —Tania no dejaba de sonreír como una espectadora satisfecha.

—Me gustaría que conmigo aplicaras la misma lógica, querida —murmuró Zalazar plantando un casto beso en el dorso de su mano.

Ella lo miró con suspicacia, pero prefirió guardar silencio. Me hizo un último guiño cómplice antes de girarse para reposar la cabeza en el hombro de su marido.

  “Era solo parte de un libreto. Todas sus palabras bonitas lo eran” —intenté convencerme para no caer al abismo otra vez. Me recliné en el espaldar cruzándome de brazos y me sumergí en un silencio meditabundo.

  El resto del trayecto transcurrió en la calma más inusual, solo interrumpida por las exclamaciones de los turistas y por la aparición de algún que otro animal salvaje. Degustamos un almuerzo en una de las instalaciones del parque y regresamos al tren poco después del mediodía para reanudar el viaje. Estaba previsto que llegáramos a nuestro destino en horas de la tarde, pero la nieve sepultó los planes.

  A pocos kilómetros de Fairbanks nos fue informado que la vía del tren había quedado interrumpida tras una avalancha y las quitanieves demorarían varias horas en despejar el camino. Por nuestra seguridad, debíamos hacer una parada imprevista y esperar hasta el día siguiente para reanudar la marcha.

     Pasar la noche en un lujoso tren, con un hombre sexy y odioso al que tenía que llamar “mi marido”; una dama de la mafia obsesionada con los dramas románticos de Megan Maxwell; un peligroso capo de Miami; un supuesto cubano-colombiano religioso y delincuente, y un italiano que parecía más un rehén que un pasajero…

  Era como el inicio de un chiste negro que hacía reír a todos menos a mí.

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