Auroras boreales
“Si ves una aurora boreal con la persona que te gusta, significa que están destinados a estar juntos”. Recordar las palabras de la recepcionista del Seward me sacó una sonrisa.
En aquella ocasión no le di crédito a la frase. Ignoraba qué podía tener de especial ver una aurora boreal en compañía del amor de tu vida.
Las casetas acristaladas a nuestro alrededor, separadas de la nuestra por unos pocos metros de distancia, no concedían ninguna intimidad a las parejas o viajeros solitarios. Y por si la falta de privacidad no fuera lo suficientemente incómoda, un guardia de dos metros de altura con una expresión desabrida y enfundado en un grueso abrigo rondaba por todo el campamento de auroras velando porque se cumpliera el orden y que las parejitas no exhibieran comportamientos… indecorosos. Pero vamos, ¿a quién se le iba a ocurrir tener sexo en el interior de esta pecera, a merced de los mirones?
El espacio era reducido pero muy confortable y cálido. Habíamos esparcido por el suelo un burujón de mantas, colchas y almohadas. Las paredes de doble cristal ahuyentaban el vapor, regalándonos una espectacular vista de todo el cielo en el que aún no había rastro de las auroras boreales.
Zalazar y Tania eligieron una de las casetas más privadas de la zona. Berto y Martín habían preferido quedarse en la ciudad; así que, al menos por una noche, podía despejar mi mente de estrategias, mentiras y conspiraciones. Esta noche era para mí, y para la persona que tenía a mi lado.
—Nunca le había contado mi pasado a nadie, eres la primera.
Quien nos contemplara desde afuera, diría que éramos una de las tantas parejas de enamorados que habían recorrido kilómetros para jurarse amor eterno en este paraíso de película. Jamás adivinaría la naturaleza de la conversación que estábamos teniendo Daniel y yo.
—Y ni siquiera sé por dónde empezar una historia que no merece ser contada —confesó con una expresión incómoda.
Podía haberle dicho algo empático y políticamente correcto como “no tienes que contármelo si no quieres”, pero ¡ni coño! yo sí quería saberlo, así que opté por animarlo.
—Tú eres periodista. Sabes cómo empezar una historia.
Ladeó una sonrisa desganada.
—Supongo que es más fácil contar la historia de alguien más, que contar la propia. —Hizo una larga pausa, y casi pude escuchar los engranajes de su mente funcionando a toda velocidad. Cuando habló, su voz era una mezcla de cansancio y melancolía—. Yo era el orgullo de mi padre. Incluso antes de que yo cumpliera los 16 años, él estaba seguro de que yo seguiría sus pasos, que sería su relevo, y aprovechaba cualquier oportunidad para presentarme a sus amigos y socios de negocios, alardeando sobre lo prometedor que era su único hijo varón.
Sentado a mi lado, con los codos sobre las rodillas elevadas, y una mano aferrada a la muñeca de la otra, parecía relajado, pero a mí no me engañaba. Desenterrar esa historia suponía revivir un pasado que por alguna razón había querido sepultar.
—Y a mí lo único que me importaba era verlo feliz —continuó—, convertirme en todo lo que él esperaba de mí. Aprendí sobre negocios a temprana edad, aunque mi inclinación fueran más las letras que los números…
—Bueno, un poquito apegado a los números sí eres.
Su sonrisa genuina me llenó de una momentánea satisfacción.
—Sí, puede que todavía conserve algo de esa época —reconoció.
—... ¿Y entonces, qué pasó? —pregunté cuando las risas se apagaron.
—Pasó que todo se vino abajo —Fijó la vista en algo fuera de la habitación—. Y de la noche a la mañana pasé de ser su orgullo, a la mayor vergüenza de todas. Hasta ese momento yo no había sentido atracción por ninguna persona. Sí admiraba a unas cuantas mujeres, y otras me parecían atractivas, pero no más que eso. Mi padre me presentó a la hija de uno de sus amigos de negocios. Él nunca hacía nada al azar. Yo sabía que su intención era propiciar una futura alianza, y no tuve problemas en complacerlo.
<<Salimos varias veces, y mentiría si dijera que no me gustaba pasar el tiempo con ella, pero nunca pude verla con otros ojos. Aun sí, creo que hubiese podido ignorar lo que sentía, creo que hubiese podido seguir adelante con el propósito de mi padre, hubiese podido vivir en el engaño si eso lo hacía feliz, lo hubiese hecho… si no lo hubiera conocido a él>>.
—¿Él? —La pregunta escapó de mis labios.
Asintió.
—El hermano de mi supuesta futura esposa. Según ella, era la oveja negra de la familia, aunque nunca quiso revelarme por qué, y debía de ser cierto, porque todos evitaban mencionarlo, incluso mi padre; más tarde supe por qué. Al principio me lo topé de casualidad, una tarde en que pasé a buscar a su hermana para una cita. Se presentó en el vestíbulo y me hizo compañía hasta que ella terminó de alistarse. No vi nada raro en él, excepto por el hecho de que esa conversación de unos pocos minutos me había parecido más interesante que todas las que había tenido en mi vida. Entonces los encuentros dejaron de ser casuales. Parecía que cada vez que yo iba a su casa, él posponía todos sus planes para sentarse conmigo en el salón, y puede que para mí la mejor parte de la cita con su hermana era ese momento en el que estaba con él.
Hizo una pausa en la que vi su pecho ascender y descender con una exhalación.
Contuve el aliento, porque intuía lo que diría a continuación.
—No sé exactamente qué era lo que sentía por él. Pero en poco tiempo se convirtió en una persona muy importante para mí, en mi confidente, mi aliado... mi tabla de salvación. —Las venas de su mano se marcaron por la presión que ejerció en torno a su muñeca—. Pero mi padre lo supo. Supo de mi cercanía con ese chico y enloqueció.
—¿Tu padre? ¿Pero por qué? ¿Qué tenía de malo ese chico?
—Nada —apretó los labios—. No tenía nada de malo ese chico, excepto que a ojos de mi padre, y de la familia de él, la homosexualidad era un crimen.
—¿¡En serio!? —Solté un bufido— No puedo creerlo. Pero ¿qué clase de dinosaurios prehistóricos eran esa gente?
Él se encogió de hombros, como si no le importara, aunque el brillo acuoso en sus ojos revelaba la tristeza que se asentaba en el fondo de ellos.
—Eran... son familias muy conservadoras, y mi padre era un extremista, el peor de todos. Me prohibió volver a verlo, incluso a riesgo de romper relaciones con esa familia. Pero por primera vez, ya no era mi padre el centro de mi mundo. Ya no era él la persona a la que me desvivía por complacer. Mi mente estaba ocupada por otra persona.
Ignoré la sensación de incomodidad. No estaba segura de qué me hacía sentir escucharlo hablar tan bonito de una persona que no era yo.
—¿Y lo... —Me aclaré la garganta–, lo seguiste viendo, al muchacho?
—Sí —respondió sin titubeos—. Lo seguí viendo, a escondidas claro. Me dolía tener secretos con mi padre, pero más me dolía no verlo a él. En el fondo sabíamos que no duraría mucho pero jamás previmos las consecuencias. Su hermana nos descubrió un día y se lo contó todo a mi padre. Y él...
El silencio que hizo a continuación me heló la sangre, y de pronto todo cobró un doloroso sentido.
—La otra noche —me atreví a decir–, vi esas marcas en tu espalda...
Esbozó una amarga sonrisa. Daniel rara vez sonreía, y ahora lo estaba haciendo, para camuflar sus emociones.
—Lo que me hizo en la espalda fue su castigo más amable —dijo, sin siquiera reparar en mi cara de espanto—. Pero no vale la pena que te cuente los detalles más sórdidos. Tampoco duró mucho.
Aunque el instinto me empujara a actuar, me cohibí de posar mi mano sobre su hombro de forma compasiva, porque sabía que era lo que menos él querría recibir.
—Al final me fui de la casa —concluyó—. La única razón por la que no lo hice antes era porque no quería dejar a mi hermana ahí, a merced de ese tipo, y mi madre no tenía ni voz ni voto, era un cero a la izquierda; jamás intercedió por nosotros. Yo ni siquiera tenía dinero para mantenerme a mí mismo, menos podía hacerlo con mi hermana pequeña, así que tuve que irme solo. Me cambié el apellido y unos años después lo formalicé, porque no quería llevar nada que me recordara a él, y asumo que él también estaba feliz de no legar su apellido a un "pervertido" como yo... Fue duro al principio, pero pude conseguir un trabajo que me permitió salir a flote, y después conseguí una beca para estudiar.
—¿Qué edad tenías cuando abandonaste tu casa? —Tenía un nudo en el estómago.
—16. Pero no estuve solo. Mi... "amigo" me ayudó mucho al principio, al menos con el alquiler y los primeros gastos. Por un tiempo dudé de si había tomado la decisión correcta, pero después me deshice de todas las dudas. Al fin era libre, de mi padre, de su tiranía, de sus expectativas. No tendría que reprimirme más, y me daba igual no tener un centavo en el bolsillo. Viví la otra mitad de mi vida como quise, sin dar cuenta a nadie, y no me arrepiento de nada.
Guardó silencio, tal vez esperando a que yo agregara algo, y la verdad es que sí quería preguntar algo más, pero no sabía cómo. ¿Qué era yo para él entonces? ¿Cómo encajaba yo en el rompecabezas de su vida? No tuve que esperar mucho para saber la respuesta.
—Pero el destino me dio una patada en las bolas —sentenció, y me sobresalté al escuchar esas palabras saliendo de su boca erudita—. Y justo en ese momento en que creía conocerme bien, que ya nada podía sorprenderme, que tenía el control de cada aspecto de mi vida... entró en el elevador una Licenciada en Periodismo mal peinada, con unos zapatos de tacón que no eran de su talla y con una sonrisa que no saldría de mi mente en los próximos meses.
Una ola de calor me envolvió el cuerpo como una acogedora manta. No podía creer que estuviera escuchando esas palabras precisamente de él. Hubiese deseado tener una grabadora de mano para poder atraparlas y reproducirlas incontables veces junto a mi oído.
—Mi peinado y mis zapatos no estaban tan mal —fue lo único que pude decir, colocándome un mechón rebelde detrás de la oreja.
Se me quedó mirando con un brillo juguetón en los ojos. Al menos los residuos de tristeza se habían esfumado. Pero el nudo aún no se deshacía en mi estómago. Él pareció notarlo porque se inclinó en mi dirección.
—¿Qué quieres preguntarme, Oriana? ¿Qué quieres saber?
Me mordí el labio indecisa y pasé la vista a mi alrededor; las personas en sus cabañas se volvían manchas borrosas.
—¿Qué sientes en realidad por mí, Daniel? ¿Te gusto... físicamente, o solo es algo espiritual? —Me estaba haciendo un lío yo sola.
—¡¿Espiritual?! —Arqueó una ceja con aire burlón—. Sí, en realidad me encantan las capricornio.
—¡No me... —Le di un empujón— cojas para tus cosas, infeliz! Sabes perfectamente lo que quiero decir.
—¿Y qué es lo que quieres escuchar, Oriana? —Acercó su frente a la mía a pesar de mis forcejeos—. ¿Que eres literalmente la única mujer en el mundo a la que he tenido unas malditas ganas de besar? —Lo dijo tan próximo a mi boca que sentí el calor de su aliento, derritiendo mis defensas—. Porque es la verdad.
—¿Entonces por qué? —Interpuse mi mano entre su hombro y mi cuerpo, reforzando la barrera.
—¿Por qué qué? —insistió, pasando la vista de mi boca a mis ojos.
—¿Por qué me rechazaste, tantas veces? —Cerré los ojos y sentí que retrocedía un poco— ¿Por qué negaste lo que sentías por mí? Entiendo que tuviste algo con ese chico, entiendo que por mucho tiempo creíste que solo te gustaban los hombres, y también entiendo que yo llegué para... "crearte un caos" en tu mente, pero ¿tan grave era, enamorarte de mí, solo porque soy mujer?
Se pasó los dedos por el pelo, un gesto que solo lo había visto hacer cuando estaba llegando a su límite.
—Estar contigo... —Dejó escapar el aire como si lo hubiese retenido por mucho tiempo— era como cumplir la voluntad de la persona que más he odiado en mi vida. Cada vez que pensaba en ti, sentía como si él me estuviese dando palmaditas en el hombro por estar finalmente "haciéndolo bien".
Escuchar eso fue un puñal en el estómago.
—¡¿Tan importante es para ti ese señor...?!
—No es importante para mí —atajó con expresión sombría.
—Sí, sí lo es —me mantuve firme—. Sí lo es, si sigues basando tus decisiones en él, aunque sea para irle a la contraria. Perdona que te lo diga pero desde que me conoces, no has vivido tu vida tan "como has querido" que digamos. Y lo peor es que yo también he tenido que pagar el precio de tu indecisión.
—Ya no será más así. —Acunó mi mejilla en un gesto desesperado—. Te lo juro.
—¿Qué me juras? —Contuve la respiración.
—Que no volveré a hacerte daño. Que esta vez iré de frente contigo. Que no volveré a dejar que mi pasado me impida tener un presente contigo.
Apreté los párpados y dejé caer mi frente contra la de él. Estuvimos un rato en silencio hasta que cayó la última de mis defensas.
—Más te vale, Daniel —dije con los dientes apretados—. No soy una muñeca con la que puedes jugar y después soltar cuando tengas dudas. Si me vuelves a hacer algo como lo del jacuzzi...
Me elevó la barbilla con los dedos para mirarme a los ojos.
—No volverá a pasar.
Había convicción en su voz pero yo aún no conseguía librarme de las inseguridades.
—¿De verdad te gusto? —Necesitaba volver a escucharlo—. ¿De verdad sientes...?
La frase murió en mi boca porque Daniel me selló los labios con un beso. Solté un gemido de protesta pero él enredó sus dedos en mi cabello para no dejarme ir. Mi resistencia fue cediendo hasta que, vencida, cerré los ojos y me dejé invadir por la calidez de su aliento, el sabor dulce de sus labios y el toque experto de sus manos.
El gemido gutural que resonó en su garganta alimentó mi confianza, animándome a corresponderle el beso con la misma intensidad. No opuse resistencia cuando tomó una de mis manos y la llevó a su entrepierna. Jadeé al palpar la dura erección que se marcaba en su pantaloneta. Sus labios se apartaron un momento de los míos solo para buscar mi oído.
—Esta es mi respuesta más honesta —susurró mientras frotaba mi mano contra su miembro que reaccionaba al estímulo engrosándose todavía más por debajo de la tela.
Enderecé la espalda por la ráfaga de excitación, aunque me obligué a ser consciente de dónde estaba y aparté la mano.
—Espera, Daniel, que nos pueden ver. —Mi sonrisa facilona hacía que mi intento de ser racional y de poner distancia no sonara para nada convincente.
Eché un vistazo a mi alrededor. Para mi sorpresa, varias personas se habían acercado a las paredes acristaladas de sus respectivas cabañas para ser testigos del espectáculo de la noche que afortunadamente no éramos Daniel y yo: Unas colosales cortinas de tonos de verde y violáceo danzaban en el cielo, conformando un hipnótico cuadro de singular belleza. Las auroras boreales.
Solo me percaté de que me había quedado embobada mirando el cielo cuando sentí la risa de Daniel cerca de mi oído.
—¿Qué? —indagué, propinándole un empujoncito.
Él sacudió la cabeza, todavía sonriendo.
—Nada, es que me gusta ver tu cara de chiquilla asombrada.
—¿¡De chiquilla...!? Eso sonó un poco pedófilo, señor maduro.
Su carcajada hizo revolotear mariposas en mi estómago.
—Igual a mí... —Me mordí el labio antes de confesar—: Me gusta mucho verte reír. Te ves lindo. Lo malo es que no lo haces muy seguido.
Sus ojos desprendían un brillo risueño.
—¡Vaya! Voy a marcar en el calendario la fecha de hoy, como el día en el que Oriana González me dijo un cumplido.
—¿Perdona? Yo sí te hago cumplidos... —Aparté la vista con culpabilidad—, en mi mente al menos.
Sentí la mirada penetrante sobre mí como si pudiese adentrarse en mi cabeza y leer todos los pensamientos que había tenido de él.
—Ven aquí.
Parpadeé para ver su brazo extendido hacia mí.
—¿Eh?
—Siéntate aquí —repitió.
Me quedé boquiabierta tratando de procesar que Daniel me estuviese invitando a sentarme en el espacio entre sus piernas.
—Oye no, que hay gente.
—Todos están concentrados en las auroras.
Le arrojé una mirada desconfiada, aunque mi cuerpo traidor actuó por su cuenta, buscando un contacto más íntimo con el suyo. ¡Y vaya si era íntimo! Estar cerca era una cosa, pero que sus brazos me rodearan desde atrás, y que mi trasero presionara contra su erección todavía despierta, era otro nivel de intimidad.
—Recuéstate —me instó con una voz cargada de promesas.
—¿Te gusta mucho darme órdenes, eh? —A pesar de la queja, recliné mi espalda contra su pecho, reposando la cabeza en la curva de su hombro.
No contestó, pero percibí cerca de mi oído el aire que dejó escapar en su sonrisa. El corazón me latía demasiado fuerte, tanto que pensé que Daniel podría escucharlo.
—¿Estás cómoda? —Su voz me producía un cosquilleo.
Para provocarlo, me removí un poco, rozando su entrepierna.
—Uf, más cómoda que en el sofá de mi apartamento.
Eran pocos los momentos en los que Daniel y yo compartíamos risas. Ese fue uno de ellos.
Relajé los hombros para disfrutar del espectáculo de colores en el cielo, pero Daniel no me lo ponía fácil. Su mano se me había colado por debajo del suéter, y ahora sus dedos trazaban formas sobre mi abdomen, con suavidad, como desafiándome a intentar conservar la calma, mientras por dentro temblaba. Casi di un brinco, pero me contuve, cuando la áspera mano inició un ascenso hasta toparse con la tela de mi sujetador.
—Nos pueden ver —insistí casi por costumbre.
—No me importa. —Me mordisqueó el lóbulo de la oreja mientras acariciaba ocioso la curva de mi seno.
—¿Desde cuándo eres exhibicionista? —lo provoqué arqueando un poco la espalda—. Se supone que yo soy la de las ideas locas, y tú el que me dice que no deberíamos hacerlas.
—Pero tú me trastornas —Hundió la mano dentro del sujetador y se la llenó con uno de mis pechos, apretándolo codiciosamente—. Me vuelves loco.
El éxtasis me hizo apretar las piernas y elevar un poco las rodillas. Craso error. Él pareció notarlo porque las fijó como su próximo objetivo.
—¿Sabes qué es lo mejor de tus muslos? —susurró, acercando su mano libre a la separación entre ellos, sin interrumpir las caricias en mi pecho.
Me puse rígida. No me gustaban mis muslos. Eran la parte de mi cuerpo sobre la que me sentía más insegura.
—Que puedo meterme entre ellos, tan fácil. —Sus dedos penetraron con asombrosa destreza en ese espacio que yo siempre había querido tapar con vestidos largos.
Me mordí el labio para reprimir la sonrisa e hice un pobre intento de juntar aún más los muslos, pero ni con eso podía cortarle el paso a la mano de Daniel que acariciaba y apretaba la cara interna a su antojo.
—Maldito... —musité, dejándome tocar por él, permitiéndole que hiciera con mi cuerpo lo que quisiera.
El mundo a mi alrededor se desenfocó, y lo único que recepcionaban mis sentidos eran sus caricias posesivas, sobre mi pecho, y en mis piernas que temblaban por la expectación.
De pronto detuvo el avance de sus dedos en mis muslos, demasiado cerca del punto que los unía.
—¿Dónde me quieres, Oriana?
Gimoteé, estimulando su entrepierna hinchada con mi trasero.
—Yo... ahí abajo —alcancé a decir.
—¿Dónde? Dímelo —Gruñó.
Como única respuesta, tomé su mano derecha para guiarla hasta mi centro que demandaba su tacto. Escuché su sonrisa de satisfacción al tiempo que sus dedos rozaban mi intimidad por encima de la tela de mis shorts de pijama.
Dejé caer la cabeza sobre su hombro, presa de un cúmulo de emociones. En el cielo, las auroras formaban un caos psicodélico. Giré la cabeza para mirar a Daniel. Las luces acentuaban el efecto hipnótico de su mirada. Quería arrastrarlo conmigo a ese torbellino de emociones. Quería que fuera mío. Le agarré el cabello sin ninguna delicadeza y solté un gemido cuando sus labios se unieron a los míos.
Sabía que no tendríamos nuestra primera noche aquí; nos merecíamos algo mejor, un lugar privado donde podría devorarlo sin ningún recato, como tantas veces había fantaseado en sueños.
Cuando volví a ver las auroras en el cielo, experimenté una inquietud inexplicable, o al menos en aquel momento no pude ponerle palabras a esa extraña sensación.
Tenía sentido aquella expresión de la recepcionista. A lo largo de tu vida, podrías ir al cine con muchas personas, ir a tomar helado con varias de tus conquistas, o incluso tener sexo en la playa más de una vez, con personas diferentes. Pero avistar una aurora boreal... era uno de esos raros sucesos que solo vives una vez.
En el futuro, cuando viera una foto de auroras boreales, recordaría este momento... e irremediablemente recordaría a Daniel, para siempre. Y no sabía si la idea me hacía feliz, o me aterrorizaba.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro