...Aliados en el juego
La frialdad del agua me caló hasta los huesos, como cien cuchillas clavándose simultáneamente por todo mi cuerpo. Ni siquiera podía gritar porque el aire había abandonado mis pulmones.
—¡Oriana! —Creí escuchar mi nombre, pero veía el mundo como a través de un lente desenfocado.
A pesar de que el chaleco me mantenía a flote, la rigidez de mis músculos por el insoportable frío hacía que me fuera imposible moverme. Estaba paralizada.
De repente sentí un fuerte tirón en una de las mangas de flotación de mi chaleco, antes de que unas enormes manos capturaran mi rostro tenso.
—¡Oriana, reacciona! Trata de respirar. —A pesar del temblor en la voz, la orden me dio la tranquilidad suficiente para tratar de recuperar el ritmo normal de mi respiración.
El pecho me dolía, pero los esfuerzos estaban dando resultado.
Cuando la imagen se hizo más nítida, distinguí el rostro de Daniel, cruzado por la preocupación, a pocos centímetros del mío. Sus ojos estaban fijos en mis labios que debían de lucir tan violáceos y temblorosos como los suyos.
—¿Ya estás bien?
—Sssí… más o menos -–balbuceé con un incontrolable castañeo de dientes.
—Bien, vamos a darle la vuelta al kayak.
Decirlo era más fácil que hacerlo. El agua fría hacía que nuestros movimientos fueran más débiles y torpes, y la corriente del río impulsaba la embarcación junto con los remos hacia el claro por el que habíamos venido. A pesar del dolor intenso en los brazos, apoyé a Daniel con un último esfuerzo coordinado que consiguió al fin enderezar el kayak.
—Bien —dijo Daniel con la respiración errática, haciéndole un amarre a los remos con una de las cuerdas del kayak—. Sube tú primero, Oriana. Yo haré el contrapeso.
No lo pensé ni un segundo. Solo quería ponerme a salvo del frío.
Sujeté con fuerza el borde del kayak e ignorando el dolor de mis extremidades, me impulsé hacia adelante hasta conseguir tener casi todo mi cuerpo fuera del agua. Respiré aliviada cuando logré sentarme sobre la superficie y sacar mis piernas entumidas de aquel infierno helado. En contraste con la temperatura del agua, el aire casi se sentía cálido.
—Ya, Daniel, sube tú ahora.
Pero debí imaginarme que no funcionaría. El peso de su cuerpo hizo que el kayak volviera a desequilibrarse, y el resultado fue desastroso. No pude mantenerme dentro de la embarcación y volví a ser engullida por las frías aguas.
Lo intentamos unas dos veces más, pero el resultado siempre era el mismo.
—¡Ay cojones! —grité de frustración y horror—. ¡Voy a morir! ¡Me voy a congelar! ¡O me va a tragar un cocodrilo!
—Oriana, cálmate. —El rostro de Daniel era una mezcla de ofuscación y asombrosa serenidad, aunque su piel estaba muy pálida.
—Okey, vamos a intentarlo otra vez.
—Espera, Oriana. Vamos a caer de nuevo. Déjame pensar en algo.
Observé con angustia cómo examinaba el paraje a su alrededor y luego volvía a centrar la vista en el kayak con el ceño fruncido. Sabía lo que estaba pensando porque yo había llegado a esa misma conclusión.
A pesar de la cercanía de las dos orillas, la tupida vegetación hacía que el acceso a tierra fuera prácticamente imposible desde el agua. La única manera de salir de allí era remando en el kayak o… recurriendo a nuestro lado más kamikaze y nadando hasta encontrar un sitio más accesible por el que ascender.
Apoyé la frente en el costado del kayak y apreté los párpados.
—Perdón —dije con un hilillo de voz—. Lo echo… a perder todo siempre. A lo mejor… tienes razón. A lo mejor sí quiero llevarte la contraria siempre. —El frío hacía que los engranajes de mi sentido común se congelaran—. Porque a lo mejor solo quiero que… me mires de otra forma.
Listo. Ya lo había dicho. Ahora sí tendría que morir aquí.
No quería abrir los ojos. No quería enfrentarme a su gélida mirada.
Después de un devastador silencio, volví a escuchar su voz grave.
—Vuelve a subirte, Oriana. Esta vez no vamos a fallar.
Lo miré a los ojos y me sorprendió vislumbrar un extraño brillo en ellos.
—¡Sube! —me apremió.
Hice lo que me pedía, aunque sin muchas expectativas de éxito. ¿Qué pretendía Daniel?
Una vez arriba, agarré con fuerza el costado opuesto al lado por el que iba a subir Daniel para hacer el contrapeso, pero tuve un mal presentimiento al no sentir la usual desestabilización del kayak. Cuando volteé a verlo, él estaba desatando los remos.
—¿Qué estás haciendo?
No respondió. Simplemente me tendió uno y luego el otro.
—¿Por qué me estás dando esto? Sube.
—No —dijo con un tono resuelto que me dio escalofríos—. Rema hasta la orilla de la montaña. Yo voy a nado.
—¡¿Qué?! ¡¿Te volviste loco?! Yo no voy a irme sin ti —Algo me oprimía el pecho. Algo que no tenía que ver con el frío.
—Vamos a volver a caer, Oriana. Yo puedo aguantar más el frío que tú. No pierdas más tiempo y adelántate.
—¡¡Que el DiCaprio no te pega nada, infeliz, sube!!
En ese momento reparé en una de las ramas que sobresalía de un árbol de la orilla. Por la menor exposición al agua, conservaba más fuerza en mis brazos que en mis piernas, por lo que si lograba asir la rama, podría evitar caer otra vez.
Agotando mis últimas reservas de energía, extendí mi brazo todo lo que pude hasta que logré prenderla.
—Sube ahora, Daniel. No me voy a caer.
Por fortuna, no puso reparos y reptó hasta el interior del kayak. La inclinación hizo que casi me precipitara de nuevo a las aguas, pero me aferré con fuerza a esa rama como a un clavo ardiendo. Me mordí el labio cuando sentí un doloroso tirón en uno de los tendones de mi brazo y conté mentalmente unos segundos que me parecieron eternos.
Hubo un caos a mis espaldas y de pronto el kayak se estabilizó. ¿Había funcionado? Contuve la respiración. Una voz cálida derritió la capa de hielo sobre mi piel.
—Ya estoy arriba, Oriana. Vámonos de aquí.
Solté un suspiro de alivio y casi sin pensar le tendí uno de los remos.
No había tiempo que perder. Debíamos escapar de aquella selva acuática lo antes posible antes de que sucediera otra desventura. Ignoré el dolor en el brazo izquierdo y seguí remando hasta que llegamos a una orilla, que en esos momentos me pareció como la entrada al huerto del Edén.
Pisar la tierra otra vez me supo a gloria. Con mucha torpeza, me desabroché las correas del salvavidas y me despojé de él, mientras Daniel hacía lo mismo con el suyo.
Me quedé unos segundos mirándolo. Lucía agotado. Su pecho subía y bajaba al compás del mío. Las gotas de agua resbalaban por su cabello oscuro y le corrían por los costados de la cara o seguían su camino por las largas pestañas hasta morir en el vacío. ¿Por qué? ¿Por qué me había puesto a mí por delante de sí mismo?
No pensé mi próximo movimiento. Si lo hubiera pensado no lo hubiese hecho.
Acorté la distancia que nos separaba, me puse de puntillas y me fusioné con él en un abrazo. La sensación fue algo extraña. En contraste con la frialdad de su ropa húmeda, sentí una reconfortante calidez emanando de su cuerpo. No quería abandonar sus brazos, no quería apartar mi rostro de ese sitio seguro entre su cuello y su hombro; porque sabía que en cuanto retrocediera unos pasos el hechizo se rompería.
—Gracias. —Era la única palabra que podía contener todas las demás emociones.
Sentí la vibración de su sonrisa.
—¿Tengo que caerme al agua y hacer una escena de Titanic para merecer que me des un abrazo?
Me obligué a apartarme de él.
—¿Qué pasa? ¿Tan necesitado estás de un abrazo? —fingí un tono burlón, aunque por dentro estuviese temblando.
Él se limitó a ofrecerme una de sus incompletas sonrisas y centró la atención en su ropa húmeda. Con un movimiento ágil, se quitó su suéter negro, dejando al descubierto la herencia de la que un Dios punitivo nos había privado a todas las mujeres.
“Mierda, Oriana, lo abrazaste antes de tiempo” —me reprendí mentalmente.
—Deberías quitarte la ropa mojada también, aunque sea el suéter.
Lo sopesé un segundo. El agua estaba mil veces más fría que el aire, y tenía toda la ropa pegada al cuerpo, pero no me agradaba la idea de exponerme de esa manera.
—Mejor espero a llegar al campamento. No estamos lejos.
No esperé su confirmación y comencé a abrirme paso entre la espesura, sin siquiera voltear para comprobar que me seguía.
Dios mío. Para colmo de males juraría que cuando intentábamos subir al kayak había dicho cosas en voz alta que no debía, pero todo era como una nebulosa ahora.
Con manos temblorosas, extraje el mapa, o los restos del mapa mojado, de debajo del suéter. Poco más de un kilómetro nos separaba de la base del campamento, a diferencia de los tres kilómetros y medio que hubiésemos tenido que recorrer de haber ido por el otro lado del río; aunque teniendo en cuenta de que casi morimos en el acto, ya no me parecía tan buena idea el haber intentado cortar camino.
Después de unos cuantos resbalones, y uno que otro sobresalto por extraños sonidos de animales a lo lejos, logramos divisar lo que parecían unas tiendas de campaña con unas banderas. Habíamos llegado.
Estaba claro que los administradores no esperaban que entráramos por este lado del campamento porque voltearon a vernos con caras de desconcierto. Además de Zalazar y Tania, solo había otra pareja en el área de ganadores.
—¡Felicitaciones!
Miré hacia atrás porque no podía creer que el fornido administrador se estuviese refiriendo a Daniel y a mí.
—¿Quiénes? ¡¿Nosotros?!
—Sí, ustedes. Son la tercera pareja vencedora. Por favor, pasen por el área de ganadores y esperemos al resto de las parejas para dar el anuncio oficial.
—Nah, mentira. —Chasqueé la lengua—.¡¿De verdad que ganamos?! —quise confirmar.
—Sí, señora, usted y su esposo.
Cuando salí del estado de estupefacción, me giré hacia Daniel e hice un gesto infantil de triunfo con las manos en alto. Él puso los ojos en blanco pero no pudo evitar sonreír.
Volver a ser abrazada por ropa seca fue el mayor de los premios. Zalazar nos dio la enhorabuena y nos extendió una invitación para la cena de hoy que no dudamos en aceptar. Poco a poco fue llagando el resto de los competidores con claras señales de agotamiento y hubo una pequeña ceremonia en la que el administrador anunció nuestros respectivos lugares, aunque sin hacer ninguna mención al dichoso premio.
—Bueno, ¿y cuál es la ganancia de todo esto? Espero que sea algo grande porque casi me muero en un río. —Mi comentario suscitó las risas de los demás.
—Supone bien, señora Robinson, las recompensas para los tres lugares son muy buenas —informó—. Pero me temo que deberán esperar hasta la cena de hoy para saber de qué se trata.
Al menos no fui la única que soltó un bufido de frustración.
—No obstante —continuó—, queremos felicitarlos por el buen trabajo en equipo. Solo las parejas equilibradas y sincronizadas pueden tener éxito en un desafío como este.
Luché porque no se me escapara una risa. Daniel y yo. “Equilibrio” “Sincronía”. Este señor no tenía la más mínima idea.
***
—¡Achú! Hah —Me limpié la nariz con un pañuelo.
La actividad de hoy me había sacado de circulación. Me miré al espejo solo para comprobar que mi piel estaba blanca como el papel, excepto por la nariz roja de payaso a causa del resfriado. El brazo todavía estaba un poco resentido y en los próximos días mi vientre estaría cubierto por hematomas violáceos.
Daniel me había dejado sola por unas horas, así que ¡Aleluya!, tenía la habitación completamente para mí.
Estaba tan a gusto en la ducha calentita que estuve tentada de poner el colchón debajo y quedarme ahí a dormir. Envolví mi cuerpo con el suave albornoz de seda rosa chicle y me refugié debajo de las mantas. El dolor de cabeza se me había pasado un poco, así que tomé la tableta de la mesita de noche para probar un poco de suerte con la escritura, pero mi inspiración estaba muerta. Todavía quedaban dos horas para la cena de hoy y mi cuerpo no tenía ganas de moverse de la cama.
Di un respingo cuando la puerta del cuarto se abrió y mi gesto instintivo fue cubrirme más con la manta. Daniel entró en la habitación sosteniendo una bolsa naranja como las de los comerciales de comida.
—También podrías tocar la puerta antes de entrar.
Él se acercó a la mesita de noche haciendo oídos sordos a mi comentario, y comenzó a depositar sobre ella todo lo que encontraba en la bolsa.
—Esto es un inhalador para tu congestión nasal; estos son unos caramelos para la tos, pero solo si tienes tos, no te los vayas a comer como si fueran caramelos normales, que te conozco; estas... son unas pastillas que me dio la recepcionista, dice que son para el dolor de cabeza.
Miré con recelo esto último. Sí, claro, la recepcionista. La coqueta recepcionista a la que le encantaría que yo saliera de su camino para tener vía libre con Daniel.
—Ah, y esto es para que te quedes tranquila por un rato.
Sentí la genuina alegría de una niña pequeña cuando reconocí el envoltorio que sacó de la bolsa: un paquete de cheetos.
—¡No puede ser! —Cedí muy fácil a la tentación y se lo arrebaté de las manos como un mapache hambriento.
Él me dedicó una sonrisa cansada pero satisfecha y se alejó de la cama para desprenderse de un poco de ropa. Volvía a exhibir esa extraña faceta tierna y dadivosa. Este hombre terminaría por provocarme una neumonía emocional con sus constantes cambios de humor.
A las 3:30 podía comportarse como un cascarrabias insufrible y a las 3:45 aparecerse con un paquete de… Un momento. ¿Cómo sabía que me gustaban los cheetos? Estuve a punto de preguntarle, pero cerré la boca cuando recordé la vez en que él nos había pillado a Kevin y a mí abriendo un envoltorio en plena área de trabajo. Por su culpa recibimos una amonestación de incumplimiento de normas.
—¿Entonces qué? ¿Tengo que estar enferma para que me consientas así? —lo provoqué con las mismas cartas que él había usado antes.
Una escueta sonrisa fue lo único que recibí antes de que cambiara despreocupadamente su suéter por una prenda más cómoda.
—Hoy no iremos a la cena —dijo sin mirarme.
—¡¿Qué?! No, no, ya me estoy sintiendo mejor, de verdad. Dentro de una hora voy a estar como nueva…
—No, Oriana, estás hecha polvo —Lucía agotado. La prueba de hoy también le había quitado las fuerzas a él—. Vamos a quedarnos esta noche y a descansar. Ya dije que nos trajeran la cena más tarde.
Se sentó en el borde de la cama con los antebrazos reposando en sus piernas. Desde mi posición solo podía ver su tonificada espalda. Parecía más meditabundo que de costumbre.
—¿No ves un poco extraño que él nos haya invitado a ese viaje en el ferrocarril, casi sin conocernos? —formuló con una voz áspera.
Una sensación de pesadez se alojó en mi estómago.
—Pero... tú aceptaste la invitación.
—Sí, porque no podemos perderle la pista. Y en teoría debería de ser un golpe de suerte que nos haya invitado, pero no deja de parecerme extraño, como si nos la estuviera poniendo muy fácil.
—¿Te refieres a…? —Estudié su perfil pero no pude detectar ninguna emoción—. ¿Piensas que sea una trampa o algo? No lo creo, Daniel. De todos modos no hemos hecho nada. Hasta ahora ha sido como si fuéramos un matrimonio común y corriente, así que no puede sospechar…
—No hemos hecho nada… todavía —me aclaró y se inclinó un poco hacia atrás para mirarme—. Me preocupa que tú veas esto como unas vacaciones y ya. Te recuerdo que estamos aquí por algo.
—Yo lo sé. No me lo tienes que recordar. —Traté de que mis palabras sonaran convincentes. No quería volver a poner sobre la mesa mis inseguridades y el hecho de que estaba un poco arrepentida de haber aceptado esta misión.
Su expresión se suavizó.
—Bueno, ya no le demos más vueltas por hoy. —Se levantó del colchón y rodeó la cama para acostarse a mi lado.
Estaba con la guardia baja, así que le cedí el lado derecho del colchón. Tomó el control remoto de la mesita y encendió la tele. A simple vista, parecíamos un cuadro perfecto de una pareja feliz que tiene como rutina acurrucarse en la cama para ver el programa del domingo comiendo cheetos. Era un cuadro de mentira.
—¿Qué quieres ver? —preguntó con la vista fija en la pantalla. El cambio de un canal a otro proyectaba unas etéreas luces sobre su bello perfil.
—Algo que me haga feliz —respondí, llevándome otro cheeto a la boca.
Él pasó de largo por varios documentales sobre mascotas y autos hasta dar con uno de mis filmes favoritos: 50 primeras citas.
—Déjala, déjala, deja esa. —Le di golpecitos en el brazo con el dorso de la mano—. Esa me gusta.
Por un momento pensé que me iba a ignorar, pero alzó el volumen y devolvió el control a la mesita de noche.
“Qué bacteria de río se había colado en su cerebro hoy”.
Me liberé de esa capa defensiva que siempre tenía con él y me recliné en el espaldar de la cama para disfrutar de una actividad tan cotidiana como íntima. Incluso di rienda suelta a mi faceta “emocionalmente desestabilizada por dramas románticos ficticios” y pegué un gritito en la escena de los waffles. El rostro de Daniel pasó del asombro a la jovialidad.
De vez en cuando lo miraba de soslayo. Llevaba un suéter gris que se amoldaba muy bien a su fornido pecho. Respiré hondo y me zampé dos cheetos de un bocado para calmar mi ansiedad. Qué manta ni qué manta, yo quería taparme con el cuerpo de él.
—Oriana, por favor, contrólate —Daniel me quitó el paquete de las manos y tardé un poco en darme en cuenta de que se refería a los cheetos y no a mis hambrientas miradas.
Él se llevó uno a la boca, pero no me devolvió el paquete. El muy sádico lo retenía en su mano para controlarme las dosis. No tenía ánimos para protestar, así que volví a centrar la atención en la pantalla que ahora mostraba la tierna escena del beso entre Adam Sandler y Drew Barrymore. Un suspiro instintivo se me escapó, seguido de la sonrisa ligera de Daniel.
—¿De qué te ríes?
Me lanzó una mirada fugaz y meneó la cabeza con un mohín de despreocupación.
Odiaba cuando no contestaba a mis preguntas y optaba por hacerme gestos ambiguos. Hice un largo recorrido con la vista por su fornido cuerpo hasta llegar a sus pies. Si la vida fuera justa, lo hubiera dotado con unos pies de orco, pero la vida es una jodida hija de puta.
Hice un gesto mecánico para tomar un cheeto pero no pude alcanzar el paquete. Mi vista estaba clavada en unas atléticas piernas. Unas atléticas piernas que me moría por separar para tomar con mi boca lo que había entre ellas. Malidita sea, lo deseaba. Mi mente pasaba de una imagen a otra. Quería torturarlo con la lengua y luego rodear su erección con mis labios hasta llevarlo al límite y tragarme toda su esencia.
Los cheetos estaban fuera de mi alcance y cambié la vista para descubrir el origen del problema. Daniel, sin que me diera cuenta, los había apartado de mí, y ahora me miraba con una sonrisa taimada. La rabia me cegó y solté lo primero que me vino a la mente.
—¡Dame acá el paquete, Daniel. Quiero chupar…!
“Mierda”.
—Eh… que diga… quiero cheetos. Cheetos es lo que quiero —traté de remediarlo pero el mal ya estaba hecho, o más bien, dicho. Mi podrida mente conectó los cables que no eran.
La sonrisa de Daniel fue mi premio Rotten Tomatto a la “mayor insensatez jamás dicha”.
—¿Qué quieres chupar?
Dios mío. Me hubiese venido de perlas un ataque de estornudos para tener tiempo de pensar lo que diría, pero los benditos estornudos jamás llegaron.
—Nada. Es que estaba pensando en mi novela, la que estoy escribiendo, la de mafiosos y esas cosas… ¿te acuerdas? —me justifiqué pobremente y le arrebaté el paquete.
Hubo un incómodo silencio en el que solo se escuchó la carcajada de Drew Barrymore desde el televisor. La voz de Daniel me sacudió como una descarga.
—O sea que… ¿te pones a pensar en tu novela erótica cuando estás conmigo? ¿Qué pasa? ¿Soy tu fuente de inspiración o…?
Su arrogancia y descaro fueron la gota que derramó el vaso.
—¡Se acabó! —Me arrodillé en el colchón para ponerme a una altura mayor, sobreponiéndome a la flojera de mis piernas—. ¡Fuera de mi cama!
—¿Ah, ahora es tu cama? —Se notaba a leguas que se estaba deleitando con la situación.
—Sí, sí, mi cama y bien. Yo de buena gente te la estaba prestando pero ya me arrepentí. Así que… Tun Turún tun —Chasqueé los dedos y le señalé el suelo—, te toca piso de nuevo hoy, nene.
Para imponer mi voluntad, comencé a empujarlo hacia el borde de la cama, ignorando el dolor en el brazo. Él me ahorró los penosos esfuerzos levantándose por su cuenta, pero de pie volvía a superarme en altura. La tregua de hoy no nos había durado ni un día.
—¿Y por qué soy yo el que tiene que dormir en el piso? Deberías ser tú la que durmiera ahí, en el piso frío, y apagar la calefacción. Eres tú la que está caliente.
La sangre me hirvió en las venas y el dolor de cabeza retornó.
—¡Grosero, odioso, patán, poco hombre…! —Estampé mi puño en su pecho para reafirmar cada insulto.
Su rostro cambió de la diversión a la molestia y, sin darme tiempo de reaccionar, volteó el marcador a su favor. Me tomó por la cintura y me hizo caer sobre el colchón sin ninguna delicadeza. Frustró mi intento de incorporarme haciendo fuerza con su cuerpo sobre el mío y abriéndose paso entre mis piernas hasta que no tuve más opción que rodear con ellas su cintura. Casi le di una cachetada, pero él me lo impidió inmovilizando mis muñecas sobre el colchón a ambos lados de mi cabeza.
—¡Maldito, Daniel, suéltame! —Mi voz sonó demasiado débil.
Acercó sus labios a mi oído y su aliento me provocó una ráfaga de escalofríos.
—¿Por qué? ¿Ahora tienes miedo? —Su tono era una mezcla entre amenaza y provocación.
No podía creerlo. No podía creer que estuviera en esta situación con Daniel.
Mi pecho subía y bajaba aceleradamente. La tela de mi cobertor era tan fina que estaba segura de que él notaría la excitación en mis senos. El contacto entre nuestros cuerpos era demasiado íntimo y podía sentir un calor abrasador, que no sabía si provenía de él, de mí, o del monstruo de lujuria que estábamos creando.
—¿Miedo…? ¿De qué? —dije con dificultad.
—Dijiste que podías separar la ficción de la realidad, Oriana —Mi nombre quedó demasiado sexy en esos torturadores labios que exploraban mi cuello—. ¿Tienes miedo de que las historias que te calientan… se hagan realidad?
Arqueé ligeramente la espalda y un gemido escapó de mi garganta. A estas alturas, ya no tenía sentido que yo ocultara lo que él me hacía sentir. Mis piernas hicieron presión para atraerlo más a mí pero ahora era él quien se resistía a juntar sus caderas con las mías, lo que me frustraba aún más.
Tuve un espasmo cuando sus dedos tocaron la piel desnuda de mi pierna, y ascendieron con extrema lentitud hasta el pliegue de mi muslo cerca de mis bragas. Acompañaba la tortura de los dedos trazando un camino de suaves mordiscos en mi cuello.
—¿Quieres que pare? —El susurro contra mi cuello me hizo estremecer.
No contesté. No podía. ¿Qué se suponía que debía responder? "Sí, pero... no"
Él detuvo el ataque sobre mi cuello y me enfrentó, aún reteniendo mis manos. Entonces, lo que vi en sus ojos hizo que yo tuviera que girar la cabeza para escapar de una mirada… oscura y hambrienta. ¿Sería posible que…?
Su fuerte mano me apresó la cara y me obligó a hacerle frente otra vez.
—Mírame, Oriana.
Hice lo que me pedía, pero cuando su rostro estuvo a pocos centímetros del mío, tuve una inoportuna comezón en la nariz.
—¡Achú! —No pude reprimir el estornudo.
—Mierda. —Daniel se apartó de mí limpiándose la cara con el dorso de la mano.
—Lo siento —Pero al instante me retracté—. No, mejor dicho, no lo siento. Te lo mereces por cabrón.
Él se levantó de la cama dejándome con una sensación de vacío y sin agregar nada más se internó en el baño, asumía que para quitarse los gérmenes de la cara.
Me quedé sola en la habitación. Mi corazón todavía palpitaba demasiado fuerte y sentía un hormigueo en mi zona íntima. No podía pensar con claridad. Ni siquiera estábamos actuando esta vez. ¿Por qué Daniel me había hecho esto? Mi mano vagó hasta la zona de mi cuello, al lugar donde hace solo unos segundos habían estado sus labios. Estaba más confundida que antes. ¿Había hecho esto solo para torturarme, para jugar conmigo? ¿Pero qué persona tan cruel y fría podría hacer algo así? Además, sus ojos…
Unos golpes en la puerta de la habitación me trajeron de vuelta a la realidad. Le eché un vistazo al televisor y vi que estaban pasando los créditos de la película.
La insistencia de los golpes me obligó a levantarme de la cama con un ligero mareo y un flaqueo en las piernas. Cuando abrí, la cautivadora sonrisa de Cristian hizo que recobrara un poco las fuerzas.
—¿Qué hay? —me saludó—. ¿Interrumpo algo?
—Hola Cris, no, no te preocupes.
—¿Puedo?
—Sí, sí, pasa.
Cristian empujó una mesita de servicio hasta el interior de la habitación con lo que suponía que fuera nuestra cena.
—Yyyy aquí está su festín. Oye, me… supe que te sentías un poco mal —Se veía sinceramente preocupado.
—Sí, tengo un poco de resfriado, por la actividad de hoy, pero no es nada grave, o eso espero —contesté soplando la nariz en un clínex.
—Ah, tú verás que mañana ya estás en talla otra vez. —Alzó el pulgar—. Y para que levantes las defensas… toma. —Me ofreció dos papelitos en los que estaban dibujadas unas burbujas.
—¿Qué es esto? —pregunté, tomándolos con recelo.
—Como no pudieron ir a la cena de hoy, el administrador me pidió que se los trajera. Es el premio por ganar el tercer lugar.
—¡¿En serio?! ¿Qué es?
—Bueno, en realidad esos tickets son simbólicos. El premio es un reservado en el jacuzzi del hotel, solo para ti y tu marido.
Miré horrorizada los “inocentes” tickets y tuve que hacer un esfuerzo por no estrujar el papel delante de Cristian.
Una sesión de jacuzzi con Daniel, a solas. Casi se me escapa una risa loca. Esto no podía ir a peor.
Próximo capítulo 🔥❄🔥
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