Capítulo 8
A las ocho en punto María salió de su habitación ataviada con un vestido azul que le favorecía mucho, lista para su cena con Gregory. Aunque intentaba mantenerse confiada y tranquila, su presencia comenzaba a generarle aquella exaltación en el estómago que a veces le dificultaba el respirar. Él ya estaba aguardando por ella. Sus ojos la observaron con interés, aunque prefirió no elogiarla. Estaba hermosa, pero ese comentario dicho a una no-sobrina le resultaba, dadas sus circunstancias, un tanto inadecuado. Le brindó su brazo y bajaron juntos en el ascensor.
María le echó una ojeada, Gregory era muy guapo. Amaba su perfil y aquella manera en la que se peinaba el cabello. Su inmaculado traje le dotaba de una gran sobriedad y elegancia. Era un hombre que rondaba los treinta años, pero incluso estaba más atractivo de lo que ella recordaba.
Una vez en el restaurante, fueron recibidos como: “el señor Hay y su sobrina”, pues Gregory había dejado dicho que ese era el vínculo que los unía. De alguna forma estaba buscando proteger la reputación de María.
Se sentaron a la mesa, uno frente a otro, sin saber bien qué decirse. Eran extraños, aunque se conocieran desde hacía años y estuvieran en la misma familia sin tener un verdadero vínculo de sangre.
―Le he mandado un cable a Prudence para decirle que ya estás conmigo. ―Fue Gregory quien rompió el silencio.
―Me alegra que la haya tranquilizado. Siento mucho la angustia que le causé a mamá, pero no creí que mi tío la pusiese al corriente tan pronto de la situación.
―Se desentendió de cualquier responsabilidad respecto a tu persona. Eso fue lo que hizo. Todavía me cuesta hallar el motivo por el cual actuó de esa manera. ¿Por qué sacarte de casa cuando había asumido un compromiso frente a tus padres? ¡Ha sido muy irresponsable de su parte!
―Mi tío no es mala persona ―respondió María―, pero tiene un temperamento muy vivo. Además, es muy poco liberal y yo lo soy mucho.
―¿Puedes contarme qué sucedió? ―Un garzón se acercó para servirles el vino que Gregory había seleccionado para esa noche.
―Mi prima y yo deseamos ingresar en la Universidad. Mi tío se opone, sobre todo porque su deseo es que Claudine se case pronto. Aún son pocas las mujeres que estudian, y mi tío no comprende nuestra ansia de conocimiento. Me acusó incluso de haberle metido esas ideas a mi prima en su cabeza. Lo cierto es que las dos lo deseamos, pero Claudine no es capaz de enfrentarlo y yo lo hice.
―Eres muy valiente.
Ella se encogió de hombros, recordando el difícil momento.
―La valentía me duró muy poco. Luego de la cachetada que me propinó me sentí impotente y a la vez vulnerable ―reconoció.
―¡No puedo concebir que te haya pegado! ―los puños de Gregory se cerraron encima de la mesa―. No tolero a los hombres que maltratan.
―Yo tampoco. Por eso no me disculpé con él y acepté marcharme de casa. ¡No podía disculparme por algo que no era un error!
―Lo comprendo. Debo decir que tu prima Claudine estaba muy preocupada por ti. A ella le habían informado que viajaste a Ámsterdam. Ignoraba lo que había sucedido realmente y quedó horrorizada cuando lo descubrió. Me comprometí con ella en avisarle cuando te encontrara.
―Le enviaré una nota mañana mismo. ¿Entonces fue a casa de mi tío a preguntar por mi paradero?
―Así fue. Sin embargo, él no estaba. Fue una casualidad que descubriese dónde hallarte.
―Imagino que haya sido Bertine quien le informara ―consideró María en voz alta.
―¿Es el ama de llaves? ―Ella asintió―. Pues no, no fue ella. De hecho, me aseguró que desconocía dónde te encontrabas. Fue el conductor de tu tío quien mi indicó el camino cuando estaba a punto de marcharme sin éxito alguno.
―¡Qué extraño! ―exclamó asombrada―. Fue Bertine misma quien me recomendó alojarme con los Colbert e intercedió para que me recibieran.
―Sí, realmente es extraño ―aceptó Gregory pensativo―. Tal vez tuviera algún reparo en darme la dirección sin consultarte antes. A fin de cuentas, como has dicho, no soy tu verdadero tío…
Los ojos de Gregory brillaban al decir esta última frase. Logró su cometido pues María se ruborizó al instante, aunque en esta ocasión no dijo nada. Los interrumpió el servicio llevándoles el relevés, un aperitivo de ceps a la bordelesa: setas guisadas con vino blanco de burdeos y hierbas aromáticas con mantequilla para ella y otro de langostinos a la parisina en salsa mayonesa para Gregory. Comieron en silencio, degustaron el entrante, el cordero a las finas hierbas como segundo plato y una porción de tarta como postre.
Gregory miró a María; su rostro iluminado por las velas le parecía cada vez más bonito. Tenía esa mezcla de lozanía que daban sus cortos años, pero también una madurez que lo impresionaba. ¿Cómo aquella muchachita había sido capaz de enfrentar a su tío y mudarse fuera de casa sin procurar en ningún momento la ayuda de su familia? Se alegraba de haberla encontrado a tiempo, pero debía reconocer que era una mujer valerosa, decidida, algo que siempre le llamaba la atención en las féminas. De pronto se detuvo al comprender lo que aquello podría significar… Era un pensamiento peligroso, porque María era hija de Prudence, y estaba bajo su protección. Mirarla como la mujer que era podía ser un tamaño desatino. ¿Por qué no recordar a la niña de Ámsterdam cada vez que tuviese el impulso de admirar a la hermosa dama del presente? Ojalá su hermana llegara pronto a París para relevarlo de la posición que había asumido respecto a María. Algunos días más en su compañía y tal vez perdiera la cordura.
―¿Sucede algo? ―le preguntó ella al advertir su mirada absorta.
―No, nada ―respondió él saliendo de su ensoñación―. ¿Podemos subir ya?
―Por supuesto. ―María se puso de pie. Gregory la escoltó hacia el ascensor una vez más en silencio―. La comida ha estado deliciosa.
―También me ha agradado. ¿Qué tal con los Colbert?
―Era buena y espero que les haya gustado lo que les preparé para esta noche. Justo hoy decidí cocinarles, como muestra de gratitud, pero jamás imaginé que no probaría bocado alguno. ¿Quién iba a decirme que compartiría la cena con usted?
―¿Es algo demasiado asombroso? ―Llegaron a su piso.
―Lo es, más si pensamos que estos no eran sus planes ayer.
―No me lo recuerdes. ―Rio él abriendo la puerta de la suite.
María se dejó caer en el sofá. Había comido mucho, sin embargo, no podía contener sus deseos de conocer más acerca de Gregory.
―¿No extraña a la señorita Preston? ―preguntó de pronto.
―Todavía no me ha abandonado la sensación de que me la toparé de un momento a otro, eso sucede cuando uno se acostumbra por mucho tiempo a la otra persona ―le confesó tomando asiento también―. Y aunque por supuesto que la recuerdo, me siento más ligero desde que tomé la decisión. Sé que he hecho lo correcto.
―¿Fue una relación larga?
―Cinco años ―respondió.
María permaneció en silencio. Había sido bastante tiempo, y al parecer Gregory no había sido fiel durante aquellos años, a juzgar porque en el 97 había tenido un romance con Valerie. Aquello no lo dijo, por supuesto, pero se preguntó si Gregory podría sentir amor y mantener una relación estable y fiel con alguien.
―No es poco tiempo ―reconoció ella―, pero tampoco es toda la vida.
Había algo de reproche en su voz, al menos Gregory lo percibió así.
―No he encontrado a nadie para compartir toda la vida, pequeña María ―le contestó con cariño, aunque la miraba de una manera escrutadora y algo inquietante.
―¿Ni tan siquiera Anne? ―se atrevió a preguntar una vez más.
―¡Santo Dios! ―exclamó riendo―. ¿De dónde viene todo esto?
Ella se encogió de hombros, había sido osada con su conversación, pero no pretendía detenerse. El destino había hecho su parte al unirlos otra vez, y ella necesitaba conocerlo más a fondo.
―¿Es casualidad que Anne y la señorita Preston posean extraordinarias aptitudes vocales?
―Dios… ―Gregory volvió a sonreír, pero se masajeó las sienes. Creía que le estallaría la cabeza―. Anne es incomparable ―aseguró después―, sobre todo si el punto de comparación es Nathalie. La conociste lo suficiente como para comprender que su carácter dista mucho de convertirla en una mujer virtuosa. Anne jamás se hubiese comportado contigo de manera tan odiosa.
―Es cierto. Aunque intuyo por lo que me dice que tiene a Anne en muy alto concepto. ―No podía evitar experimentar celos respecto a la soprano una vez más.
―Anne es una mujer maravillosa, pero siempre supe que no era para mí ―se sinceró―. Era demasiado perfecta en todos los sentidos, y yo la admiraba, con esa idolatría que, en definitiva, no es amor sino más bien capricho. No sé si pude haberme o no enamorado de ella, porque cuando descubrí que mi hermano ya lo estaba, me hice a un lado oportunamente. Tampoco me pesó mucho hacerlo, así que con el tiempo me he convencido de que lo nuestro jamás hubiese prosperado. Anne estaba buscando matrimonio, y yo no estaba pensando en casarme. Es curioso, María, que tres años después vuelvas a hablarme de Anne… ―le dijo él de pronto.
Ella se sorprendió mucho. Era cierto que tres veranos atrás, en el despacho de su padre, ella le había insinuado también aquel episodio de su vida amorosa. ¿Cómo era posible que Gregory no lo hubiese olvidado?
―¿Todavía recuerda nuestra conversación?
―Cada palabra ―afirmó, volviendo a mirarla con fijeza―. Me pareciste una niña muy inteligente, lo cual me sorprendió. Quizás por eso se me haya quedado guardada aquella charla. ¡Y pensar que todo comenzó cuando te golpeé con la puerta!
María rio un poco, pero la felicidad de que Gregory recordara aquello no la había abandonado. ¡Ella tampoco olvidaba aquella noche!
―Me dolió un poco, pero lo disimulé ―le confesó ella al cabo de tanto tiempo.
―En mi defensa diré que no tenía idea de que pudiese haber alguien a esa hora en el despacho. ¿Recuerdas lo que me dijiste? Estabas leyendo los diarios, y me hablaste de que ojalá pudieras leer uno escrito solo por mujeres. Imagino que ese sueño se haya hecho realidad ahora que colaboras para La Fronde.
―He tenido una oportunidad que aún no me creo. Se lo debo sobre todo a la señora Colbert. En mi primer día en su casa me invitó a una reunión feminista y allí conocí a las más impresionantes y brillantes mujeres. A partir de entonces me abrieron la posibilidad de colaborar, y la entrevista a la señorita Preston fue mi primer trabajo.
―Estoy orgulloso de ti ―le dijo de corazón―, y sé que tu profesora también lo estaría. ¿Cómo es que se llamaba?
―La señorita Manon Dubois ―le recordó ella.
―Cierto. La señorita Dubois. ¿No has vuelto a verla?
―No, no la he vuelto a ver. Hace un año intenté localizarla, pero no pude dar con su paradero.
―Es una pena.
―Así es.
―¿Qué piensas hacer cuando lleguen tus padres? ―le interrogó él―. Imagino que intenten persuadirte de regresar a Ámsterdam.
―No quisiera regresar, al menos no por el momento. Me he enamorado de París, y ahora que he comenzado a trabajar para La Fronde me encantaría seguir haciéndolo. También están mis aspiraciones de ingresar en la Universidad. Y Claudine ―añadió―, no quisiera separarme de mi prima. Hace años que somos muy unidas.
―Lo comprendo. Yo mismo me he sentido atraído por los encantos de París, aunque no he podido disfrutarlo a plenitud. Ni siquiera he podido visitar la Exposición.
―Yo tampoco ―apuntó ella.
―He admirado los edificios, las nuevas construcciones y el impresionante espacio que se ha abierto para la ciencia, el arte y la técnica. La Exposición ha sido un magnífico cierre para el siglo que termina.
―Más bien un preludio para el que comienza ―le hizo ver María con su habitual inteligencia.
―Tienes razón. Sin embargo, por otra parte, me temo que sea una empresa demasiado ambiciosa y que no rinda todos los frutos que se esperaba con ella. Ojalá no genere más pérdidas que beneficios. ¡Es costoso mantener los alquileres de los espacios, apostando únicamente por las ganancias de un difícil público! No todas las personas que quisieran podrán disfrutar de ella.
―Quedarán, no obstante, obras para la posteridad, como el puente Alejandro III. Es mi favorito.
―También el mío. Quedará igualmente el Grand Palais y el Petit Palais ―prosiguió él―, y el mundo recordará esta época que estamos viviendo, del mismo modo que la torre de hierro ha permanecido en su sitio desde hace once años.
―La Torre de Eiffel.
―Así es. ―Gregory le sonrió. Le resultaba muy agradable hablar con ella de temas diversos. Con Nathalie aquello no era posible. Ella se interesaba por otras cosas y apenas tenía paciencia para escuchar lo que a él le resultaba interesante.
―¿Entonces se quedará un tiempo aquí?
―No sé exactamente cuánto, pero me gustaría permanecer un poco más. Como te comenté, mis hermanos vendrán muy pronto. Edward y Anne pasarán un buen tiempo en la ciudad. Incluso tengo entendido que la duquesa los acompañará.
María admiraba a la Duquesa de Portland, la abuela de Anne. Era una mujer fascinante, liberal e independiente. Escritora de gran reconocimiento, quien además había fundado un museo de arte y un colegio en Essex.
―¡La duquesa! ―exclamó―. Hace muchos años que no la veo. Me encantará saludarla, aunque no pensé que vendría, a sus años.
―Ya conoces los ánimos de nuestra querida lady Lucille, quien está estupenda a sus más de setenta años. Lo cierto es que no quiere perderse el París de la Exposición, y, por otra parte, sé que no desea pasar mucho tiempo lejos de Anne y de los muchachos. Les ha tomado un gran cariño a los gemelos.
―Lo imagino. Usted debe ser un tío muy consentidor.
―Por supuesto ―sonrió satisfecho―, los adoro. También ellos me impulsan a permanecer más de lo previsto. Soy un tío muy orgulloso. La vida me ha premiado con ellos y con la dulce pequeña de Georgiana.
―A ella no la conozco ―reconoció.
―Georgette es encantadora. ―Su rostro evidenciaba una ternura muy grande―. Tiene dos años y es idéntica a Georgie.
―Me encantará conocerla. He disfrutado mucho de escucharlo hablar así de sus sobrinos, ¡no sabía que podía ser tan sensible! ―Su comentario era mitad elogio y mitad crítica. Gregory así lo percibió, por lo que no pudo evitar reír.
―La edad me ha hecho un hombre más sensible, María. Creo que me estoy poniendo viejo.
―¡Es un hombre muy joven todavía! ―replicó ella.
―Me place tu elogio ―se ruborizó un poco―, más viniendo de una joven a la que aventajo en doce años de experiencias.
―Soy muy madura ―se defendió ella.
―Lo sé, pero no dejas de tener dieciocho años. Con la edad se piensa con mayor rigurosidad sobre el futuro, sobre todo porque tenemos menos tiempo para equivocarnos. Tal vez por eso supe que era momento de dejar el pasado atrás y cambiar mi vida. ―No entendía por qué hablar con ella le parecía tan sencillo y gratificante.
―¿Eso significa que al igual que sus hermanos está pensando en casarse y tener hijos?
Gregory rio.
―Puede ser ―admitió―, pero para ello necesitaría encontrar lo que hasta ahora no he hallado. Te confieso que siempre me he sentido celoso de mi hermano Edward por la manera en la que ama. En dos ocasiones lo he visto enamorado, y ese sentimiento, al menos en ese grado de desesperación y apasionamiento, yo no lo he experimentado nunca. Puede que haya pasado parte de mi vida buscándolo, pero no lo he sentido jamás.
María se estremeció ante tan fuertes confesiones. Tenía frente a ella a un hombre desconocido: un Gregory tan abierto y humano que le era difícil reconocer en él a aquel seductor de años atrás.
―Dios, no puedo creer que te haya dicho esto… ―se lamentó él un poco avergonzado.
―Me alegra que me lo haya dicho. Solo puedo desearle que, al igual que sucedió con lord Hay hace cinco años, encuentre a su Anne.
Gregory sonrió ante la expresión que había utilizado.
―No soy tan optimista, pequeña María, pero espero que tengas razón ―le respondió mirándola a los ojos.
Ella se estremeció con aquella mirada, deseando desde el fondo de su corazón ser algún día esa “Anne” al que él amara. Sin embargo, sabía que era momento de retirarse, ¡habían compartido demasiadas cosas!
―Es algo tarde ya, creo que es mejor que me retire.
―La noche en París está comenzando, pero haces bien. ―Gregory se puso de pie y le dio un casto beso en la frente que la tomó desprevenida―. Buenas noches, pequeña María.
―Buenas noches… ―La joven temblaba aún cuando se separó de él.
Gregory se quedó un rato más, solo, compartiendo una copa de coñac. Reflexionaba acerca de su vida. Había llegado a un punto de su existencia donde vivir como hasta entonces no le satisfacía como antes. Le encantaría encontrar a alguien con quien compartir su futuro, como lo habían hecho Prudence, Edward, y Georgiana. De los cuatro, él era el que permanecía soltero. Por un tiempo su libertad le había parecido lo más importante, defendiéndola a toda costa frente a los deseos de su familia de que sentara cabeza pronto. ¿Por qué atarse a una mujer el resto de su vida cuando podía disfrutar de varias? Y si bien había disfrutado mucho y vivido intensamente en los últimos tiempos, se comenzaba a sentir hastiado de que aquella forma de existencia tan vacía, tan fútil.
Ahora comprendía mejor a Edward cuando se disgustaba con él ante la manera que estaba invirtiendo su tiempo, sin dejar ninguna huella, sin hacer nada provechoso por los otros. Aquello comenzaba a mortificarle cada vez con más frecuencia. Edward había llevado una vida política intensa y fructífera, se hacía responsable de los negocios, y había formado una familia. Georgiana también había hallado la felicidad conyugal, a la par que despuntaba como compositora. Su marido no era un completo inútil, todo lo contrario, era un hombre brillante que diseñaba barcos. Había tenido el privilegio de subir a bordo del Imperatrix, inspirado en el amor que James sentía por Georgie, el cual era una maravilla de la técnica. Por último, estaba Prudence, quien se había realizado como madre y esposa; Johannes también era un emprendedor, capaz de forjarse una fortuna propia… Ante este panorama, Gregory se sintió como la oveja negra de su familia, un hombre sin propósitos, que solo vivía de sus rentas y de los dividendos que los negocios familiares le generaban. Esa noche, en la soledad de su suite en París, Gregory supo que debía darle un vuelco a su vida para poder sentirse orgulloso de sí mismo.
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