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Capítulo 11

María se levantó bien temprano, mucho antes que Gregory lo hiciera. No lo esperó; le escribió una breve nota diciéndole que no se preocupara, que iría a dejar su artículo y luego a ver a Claudine. La verdad era que no deseaba encontrárselo. Luego de una velada tan íntima, con frases sugerentes y un intento de beso, María se sentía ofuscada. No dudaba de sus sentimientos, pero sí de las intenciones de Gregory. Ella lo conocía muy bien para saber que para él solo era un coqueteo, una atracción, un capricho más… ¿Era suficiente para iniciar una relación prohibida que probablemente terminara mal? ¿Y si se convertía ella en una señorita Preston para él? ¿En una Valerie? Tal vez Gregory no supiera amar, él mismo le había dicho que envidiaba esa capacidad de sus hermanos de entregarse a plenitud. ¿Qué le hacía pensar que con ella lograría llegar a ese punto?

Lo único que podía hacer era resistirse y esperar a que Gregory comprendiera la naturaleza de sus sentimientos. Si apenas era una atracción, sería pasajera. En cambio, si de aquellos días resultaba un amor como el que ambicionaba, ¡valdría la pena aguardar! Sin embargo, ¡qué difícil se le hacía ocultar de él cuanto sentía! La anoche anterior estuvo a punto de besarlo, pero recapacitó a tiempo. El recuerdo de Valerie después, le hizo recordar el pasado con dolor y darse cuenta que, en el camino a su corazón, debía obrar con inteligencia si quería salir victoriosa.

Llegó a la redacción de La Fronde a primera hora. Las muchachas, con sus uniformes verdes estaban entrando al edificio. Ella las siguió hasta el piso superior. Margarite ya estaba allí. Se alegró mucho al verla y la hizo pasar.

―Me alegra que hayas vuelto. ¡Ya está tu cheque!

―No es necesario que…

―¡Tonterías! Es un trabajo. Lo mereces. La entrevista salió muy bien, ¡felicidades! Estoy enterada por Michelle que has vuelto a tener el apoyo de tu familia, y aunque me alegro mucho de que eso sea así, espero que no suponga que dejes de colaborar con nosotros.

―Jamás lo haría ―respondió María―. No si me abren la posibilidad de seguir colaborando. Es por ello que he venido hoy…

―Si es respecto al cuento, te aseguro que saldrá muy pronto ―le comentó Margarite―. Probablemente esta semana.

―Me alegra mucho, pero no, no se trata de eso. He traído algo que escribí hace poco, inspirada por una reciente visita a la Exposición. Me preguntaba si podría ser de interés del diario…

María le entregó la carpeta que llevaba y la mujer le echó una ojeada, complacida.

―Me ha gustado mucho ―respondió unos minutos después, cuando terminó la lectura―. Lo publicaremos. La Fronde ya ha ofrecido algunos artículos sobre este tema, pero tus reflexiones son novedosas, y me parecen acertadísimas ante las nuevas críticas hacia La Parisienne.

―Muchas gracias, me alegra saber que podrá publicarse.

―Por nada, cariño.

Luego de recoger su primer pago, María se topó con alguien que no esperaba ver: Michelle. La mujer se alegró de verla y le dio un abrazo, María lo reciprocó, aunque recuerdos no tan buenos de su estancia la asaltaron, haciéndola rememorar, en específico, la agresión del despreciable Henri.

―He tenido noticias tuyas a través de mi sobrino, pero me alegra verte. ¡Te marchaste de forma tan intempestiva que ni siquiera pudimos despedirnos!

―Lo lamento mucho, le estoy muy agradecida por haberme acogido en su hogar. Por otra parte, debe estar al tanto de las circunstancias en las cuales me marché de su casa. Aunque hubiese querido despedirme, no era recomendable que permaneciera allí ―le contestó con sinceridad.

―Oh. ―Michelle se llevó una mano al corazón un tanto ofendida―. ¡Estoy convencida de que Henri no te hubiese hecho mal alguno! ¡Es inofensivo!

María se estremeció de la molestia al escucharla hablar en esos términos.

―Usted no estaba para presenciar su comportamiento, pero le aseguro que distaba mucho de ser inofensivo. ¿Por qué entonces Maurice lo confrontó? ¿Por qué se golpearon?

―Porque Maurice siempre ha tenido sus rencillas con él. ¡Celos de sobrino! ―añadió―. Te aseguro, no obstante, que no hay nada qué temer…

―Supongo que tenemos visiones contrarias de Henri y que sobre ese punto no nos pondremos de acuerdo. Sostengo cuanto le he dicho, lo cual no le resta en lo más mínimo al agradecimiento que siempre les tendré por su hospitalidad. Hasta luego. ―María no esperó su respuesta, y siguió andando.

El comportamiento de Michelle la irritaba en ocasiones. Siempre había sido amable con ella, gracias a su apoyo había conocido a las muchachas de La Fronde, pero había algo en su carácter que no le simpatizaba por completo. ¿Cómo podía defender a Henri? Su manera de simplificar el asunto la sacaban de sus casillas. No podía entender a las mujeres que justificaban el abuso ajeno, incluso propio. ¡Cuánto distaba su comportamiento del que se esperaría de una mujer que colaboraba para La Fronde!

📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕📕

La joven salió del edificio y tomó un autobús hacia el barrio de Passy. Sabía que por el horario su tío no estaría en casa, así que Bertine la hizo pasar con una enorme sonrisa en su rostro.

―¡Me alegro de volver a verte!

―A mí también.

―Sé que abandonaste la casa de Michelle… ―dejó caer la anciana.

En ese instante María recordó lo dicho por Gregory y se puso a la defensiva.

―¿Por qué le dijo al señor Hay que no sabía en dónde me encontraba?

Bertine se estremeció en el acto y su rostro se transfiguró. No esperaba que el señor Hay le dijera eso. Pensó que, luego de encontrarla, el asunto de su paradero se diluiría y no saldría a colación en ningún momento.

―Oh, María. ¡Te aseguro que no lo hice por mal! ―exclamó llevándose una mano al corazón―. Pensé que era mejor consultártelo antes de darle tu paradero.

―¿Incluso sabiendo que venía de parte de mi madre? ―insistió―. ¿Era preferible negarle mi dirección y que continuara en un sitio extraño?

―No seas malagradecida, niña ―objetó Bertine frunciendo el ceño―. Era preferible que continuaras bajo la atención de Michelle y no viviendo bajo el mismo techo de un hombre que ni siquiera es tu verdadero tío. ―María se ruborizó al escuchar esto―. Por otra parte, tu intención era que tu familia en Ámsterdam no descubriera lo sucedido, incluso me pediste que te guardara la correspondencia, ¿iba entonces a arriesgarme a decirle tu dirección a un caballero que para mí era desconocido? Mi intención fue siempre consultarte primero…

―Lo lamento, tiene razón. Lo que sucede es que mi estancia con los Colbert se volvió desagradable, y que gracias a la intervención del señor Hay, pude marcharme a tiempo.

―¡No tenía conocimiento sobre esto! ―Bertine se sorprendió mucho, pero no preguntó más. La llegada de Claudine puso fin a la plática.

Las primas salieron al jardín. María no pretendía permanecer por mucho tiempo, ya que no deseaba ser descubierta por su tío. Lo primero que hizo fue entregarle el libro de poesías que Maurice le enviaba.

―Me ha pedido que te lo entregue, me dijo que te lo había prometido.

El rostro de Claudine se encendió y tomó el libro en las manos. Dentro de él había un sobre con una carta.

―No pensé que lo cumpliría ―dijo mientras revisaba su contenido con manos temblorosas.

―¿Hay algo que debería saber?

―No lo sé. Paul lo llevó hasta Saint-Germain-des Prés y conversamos por el trayecto. ¡Maurice es un muy agradable! ―Volvió a ruborizarse al llamarlo por su nombre de pila―. Incluso le hablé de nuestro sueño de asistir a la Universidad y me pidió que no lo abandonara. Él es profesor.

―Sí, lo sé.

―Me agrada mucho ―confesó―, pero creo que es difícil que podamos volver a vernos…

―Quizás la vida los sorprenda y sea menos difícil de lo que ahora imaginas. ¿Piensas responderle? Es probable que yo pueda verlo con más frecuencia o facilidad que tú.

―Es cierto. Iré a dentro a leer esto y a escribirle una nota. ―Claudine desapareció con la carta en las manos y María sonrió.

Si aquel amor prosperaba, era cierto que se enfrentarían a muchos inconvenientes por el camino. Su tío se opondría, de eso no tenía la menor duda.

Al cabo de unos minutos, Claudine regresó con una carta y otro libro para Maurice. María le prometió que se lo entregaría en cuanto se vieran. Pese a sus deseos de continuar en su compañía, sabía que era momento de marcharse.

―¡No quisiera que te fueses! ―exclamó Claudine.

―Yo tampoco quisiera, pero prefiero no tentar a la suerte. No pretendo que el tío Jacques me encuentre aquí.

―Ni siquiera me has contado acerca de Gregory y tú…

María sonrió, aunque no estaba del todo feliz…

―No hay mucho más que contar. ―No pensaba contarle acerca de Moulin Rouge―. Él es encantador, a veces pienso que puede suceder algo entre nosotros, pero luego me gana la cordura y me aparto a tiempo. Gregory no está enamorado de mí y dudo que pueda enamorarse de alguien… Aunque asegure que desea cambiar de vida, yo no estoy tan convencida. Por otra parte, está nuestra familia en medio. ¿Por qué causar una pelea entre hermanos por un capricho? Si él en verdad me amara, estaría dispuesto a enfrentar a mi madre por su elección. Sin embargo, estoy segura de que lo suyo no pasa de ser una atracción pasajera, y su hermana no le perdonaría que me rompiera el corazón. Ante esas circunstancias, he preferido mantener la distancia cuanto me ha sido posible. ―Recordó la tentativa de beso, y cómo fue capaz de salir del difícil trance.

―Pienso que tienes razón. Antes de pasar por encima de algo tan sagrado como la familia, es preferible tener la certeza sobre sus intenciones. Para Prudence eres su hija, y en su posición de madre, es probable que prefiera estar de tu parte que de la de su hermano. Aún más conociendo sus debilidades de carácter… Juzgo prudente tu comportamiento.

―Gracias. ―María la abrazó. Esperaba continuar teniendo la prudencia que su situación precisaba. En ocasiones deseaba olvidarse de los otros y perder la cabeza… Con él.

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Gregory estaba de pésimo humor. María no solo lo había rechazado la noche anterior, sino que también había desaparecido temprano sin siquiera despedirse. A pesar de lo disgustado que estaba, su corazón dio un salto cuando la sintió llegar y se levantó a toda prisa del diván donde se encontraba. Ella entró en silencio, lo miró a los ojos y se sentó a su lado, dejando escapar un leve suspiro. Al parecer estaba cansada. Gregory tomó su mano por encima del diván, desechando cualquier vestigio de malhumor.

―¿Por qué te fuiste? ―preguntó con preocupación.

―¿No leyó mi nota?

―Sí, pero… Pensé que desayunaríamos juntos.

―Salí temprano para agilizar algunos pendientes ―le explicó ella, retirando su mano despacio―. Entregué el artículo en la redacción, debe salir publicado muy pronto.

―Me alegra saber eso.

―Luego fui a casa de mi tío, él se encontraba en el trabajo y fue por eso que me atreví a visitar a Claudine. Le llevé el libro que me entregó Maurice para ella.

―Comprendo. ―Gregory permaneció pensativo unos instantes―. ¿Todo está bien entre nosotros? ―se atrevió a preguntar.

―¿Por qué no lo estaría? ―María fingió tranquilidad, pero su corazón latía muy deprisa.

―Tengo la sensación de que anoche hice algo que te molestó…

María lo miró a los ojos, Gregory se notaba en verdad preocupado. No sabía qué leer en ella. Era probable que su comportamiento, otrora permisivo y atrevido, le hubiese hecho pensar que ella se sentía atraída por él. ¿Cómo hacerle ver que lo quería más que nunca pero que no deseaba arriesgarse por una relación que terminaría mal porque él no estaba enamorado?

―Todo está bien ―le respondió. Era imposible que le abriera su corazón. ¿Qué obtendría siendo sincera?

―De acuerdo. Me tranquiliza saber que no estás molesta conmigo. ¿Qué te parece si damos un paseo?

―Gracias, me gustaría.

Ella se levantó en dirección a su habitación. No podía negarse. Deseaba pasar tiempo a su lado. De lo contrario, solo le haría saber que algo sucedía y luego de una escena tan próxima en la víspera, no era desatinado pensar que era aquel beso nonnato lo que la perturbaba.

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No comprendía su estado de ánimo. Se alegraba de que María hubiese aceptado salir con él, pero por otra parte sus sentimientos eran extraños, complejos de entender incluso para sí mismo. Ya no estaba en posición de negar que ella le atraía sobremanera. Lo que intentó esconder en los primeros días, ahora era más fuerte que sus esfuerzos de dominar los deseos que ella le despertaba. María no era su sobrina, era una mujer hermosa con la que había convivido en los últimos días… Jamás se había sentido así antes, pero ignoraba a qué atribuir su comportamiento. ¿Era solo atracción, deseo? ¿Cariño, afecto? Gregory estaba en un hondo y profundo dilema…

En otro tiempo y con otra mujer, probablemente ya hubiesen pasado al siguiente nivel de su relación. Aliviar ese tipo de deseo le hubiese hecho comprender con mayor justeza la realidad de sus sentimientos. Frustrado como estaba, era muy posible que hiperbolizara su cariño por ella, creyéndose más involucrado de lo que en realidad estaba. Sin embargo, seguir adelante con sus deseos era en extremo peligroso. María era una mujer muy joven, inexperta, y para colmo de males era la hija de Prudence. Seducirla acarrearía el desprecio de sus hermanos y María terminaría con el corazón roto porque, ¿él estaría dispuesto a proponerle matrimonio?

¡Jamás en toda su vida se había sentido dominado por esa idea! Las mujeres de las que se rodeaba no aspiraban a ello, ni él se sentía en el deber moral de reparar falta alguna. Ninguna de las mujeres con las que había estado en su juventud había sido tan pura como María. Él siempre había sido un amante más, un hombre nuevo en sus vidas… Sabía, no obstante, que ella era otro tipo de mujer, y que incluso aunque le correspondiese, estaría esperando de él una conducta que no estaba seguro de poder ofrecerle. Por más que se sintiera seducido por su cabello rojizo, sus expresivos ojos grises y aquella personalidad tan cautivadora, él no pretendía enterrar su libertad por unos días de placer…

Llegar a esa conclusión, en cambio, no le era fácil. Algo en él quería sublevarse ante tamaña idea. Ojalá pudiese sentirse digno de ella. Ojalá pudiese ser capaz de enamorar a María sabiendo que su relación terminaría en matrimonio. ¿Acaso Edward, su recto hermano, no había tenido intimidad con Anne antes de casarse? Aquello lo había sabido por casualidad, y sorprendido sobremanera en su momento. Sin embargo, la diferencia entre ambos era notoria: Edward siempre deseó casarse con Anne, pero él… ¿Habría llegado su momento de entrar voluntariamente al matrimonio? Por más deseo que María le inspirase no estaba seguro de caer en aquella trampa.

Tras un tiempo de debate consigo mismo, María y él se marcharon a su paseo en un coche. El silencio estuvo presente durante todo el trayecto, hasta que la joven comprendió a dónde habían llegado: era un edificio de fachada modernista, inmenso, muy cerca de la Sorbona y en el corazón del Barrio Latino. Allí radicaban los almacenes de Le Bon Marché, la catedral de la moda femenina en París.

―¿Qué estamos haciendo aquí? ―preguntó asombrada.

―Compras ―respondió con tranquilidad―. ¿No dijiste anoche que deseabas estar mejor vestida?

María se ruborizó, un tanto avergonzada.

―Dijo que mi ropa estaba bien.

Gregory le sonrió y le acarició la mejilla por un instante; continuaban en el coche.

―Para mí siempre estarás hermosa, pero deseo complacerte en ese aspecto para que jamás tu atuendo te haga dudar de tu belleza.

María bajó la cabeza. ¡Cuando Gregory le hablaba de aquella manera, sentía que podría perder la cordura y arrojarse a sus brazos!

―Estudié por años en un colegio ―se justificó―, por tanto, no tuve muchos compromisos sociales. Por otra parte, mi tío es muy sobrio en su vestir y así se ha comportado en cuanto a nuestro guardarropa. Creo que, como es viudo y un caballero, le da poca importancia a lo que Claudine y yo usemos.

―Te repito que la belleza de una mujer no está en su ropa. ―Su pecaminosa mente concluyó diciendo que más bien se hallaba debajo de esta. Sin embargo, un comentario como aquel no podría exteriorizarlo frente a ella.

―Jamás me he creído una mujer bonita, más bien lo contrario. Soy consciente de que mi aspecto ha mejorado un poco en los últimos años, pero no me considero bella. Es probable que haya tenido frente a sí a rostros más hermosos que el mío, como el de la señorita Preston, por ejemplo. ―O Valerie, pensó para sus adentros, aunque también se calló.

Gregory se sorprendió ante aquella reflexión y lo que podría significar que ella se estuviese comparado con su amante. María, al parecer, también comprendió su desliz, pues enrojeció aún más, si acaso era posible.

―No vuelvas a compararte con ella ni con nadie ―le respondió con seriedad―, porque no valdría la pena un ejercicio de esa clase. Nathalie o cualquier otra mujer que pudiera conocer saldría perdiendo frente a ti.

Sus palabras le parecieron tan sinceras que sus manos comenzaron a temblar. ¿Qué le estaba queriendo decir? El propio Gregory no comprendía el alcance de lo dicho, incluso estaba asustado por lo que le decía, pero se obligó a continuar.

―Eres… Eres maravillosa ―se atrevió a decir, mientras le tomaba la mano por un instante―. Lozanía, inteligencia, belleza, pureza… Tantas virtudes en una sola persona que, en efecto, dudo que alguien, a mi juicio, pueda igualarte.

Gregory la miró con fijeza, María retuvo la respiración. Pudo haber sucedido cualquier cosa de no ser porque la interrupción del conductor quebró la escena. El hombre estaba preocupado porque no hubiesen bajado, y se acercó a preguntar si deseaban ir a otro sitio. El rostro de incomodidad de Gregory era más que notorio, pero terminó bajándose del vehículo y ayudando a salir a María.

―Compra lo que gustes ―le dijo él cuando entraron al inmenso recinto. María no sabía por dónde comenzar.

―No necesito mucho.

―No hemos venido hasta aquí por un par de vestidos ―respondió él―, sino por mucho más que eso. Renovaremos tu guardarropa.

Ella se azoró ante lo que decía.

―¡Por supuesto que no! ―replicó―. ¡Es mucho dinero!

―El dinero no es un problema.

―Greg, recuerde que yo no soy su madre, ni su hermana ni…

―Ni mi amante. ―Fue él quien completó al fin aquella conocida frase con naturalidad―. Ya lo sé ―respondió mientras le acariciaba por otro instante la sonrojada mejilla―. Eres mi pequeña María, pero eso vale mucho para mí. Si te hace sentir mejor, luego ajustaré cuentas con tu padre.

Aquello, en efecto, la tranquilizó, aunque por supuesto que Gregory no hablaba en serio. ¡Era un obsequio para ella! Se encargó personalmente de que María fuese atendida por varias empleadas, quienes las llevaron a las tiendas más exclusivas. Les había dejado dicho que no se preocuparan por el dinero, que él asumiría los gastos, pero que quería un ajuar completo… “Las prendas más finas y elegantes de la Bon Marché”, fueron sus palabras.

Mientras esperaba, se sentó en un café a tomar una bebida, llenándose de paciencia. Debía reconocer que era la primera vez que hacía eso por una mujer. A las otras les había dado dinero, pero, ¿acompañarlas a sus compras? ¿Pagar tanto de una vez? ¡Jamás! Sin duda era inquietante que María lograse eso en él. Era la primera vez que convivía con alguien que le atraía sin que sucediese nada entre ellos; no era habitual que saliera tanto con nadie, mucho menos a los sitios a los que había acudido con María… ¿Habría alguna otra primera vez a causa de ella? Tal vez. Porque sin duda no recordaba estar tan perdidamente… Gregory interrumpió sus pensamientos, ¿qué palabra debía utilizar? ¿Atraído? ¿Apasionado? ¿Enloquecido? Se le ocurría otra, pero era demasiado grande y atrevida. Así que, hundiendo sus sueños de amor, trascurrió el tiempo intentando pensar en otra cosa.

María tardó casi dos horas. Llegó con muchos paquetes, otros serían enviados directamente al hotel pues era imposible que cupiesen todos en el coche. Dos empleados le ayudaron a llevar las cajas hacia el vehículo.

―¿Le he arruinado con tanto gasto? ―preguntó María avergonzada luego de que él pagara unos cuantos billetes.

Gregory sonrió.

―Por supuesto que no. Incluso esperaba que fuera más…

María, a pesar de ser una joven sencilla, no podía negar que estaba ilusionada con sus nuevas prendas. Gregory, con su generosidad, había satisfecho su poca vanidad. No es que ella deseara cambiar demasiado, sino que moría de curiosidad por notar la reacción de él cuando la viese usando algo nuevo. Esa misma noche, para la cena, se estrenó un traje burdeos que se ceñía a su figura en los sitios precisos; aquel color combinaba con su cabello y resaltaba la blancura de su piel.

Gregory se quedó realmente impresionado cuando la vio. No era la primera vez que la admiraba, pero aquella noche María parecía una mujer distinta. ¡Era elegante y distinguida! ¡Cuán diferente le parecía de las féminas con las que había compartido en los últimos años! Se acercó a ella, embelesado, le besó la mano y le expresó lo hermosa que estaba.

―La tarde ha valido por completo la pena ―le confesó todavía prendado de su refinamiento.

Ella, ruborizada, le sostuvo la mirada. Necesitó de algunos segundos para responder:

―No puedo quejarme, ha sido en extremo generoso con algo que, más que nada, me beneficia a mí. Gracias.

Gregory negó con la cabeza.

―La ropa la utilizarás tú, pero el gusto de mirarte es todo mío ―confesó.

―O mío ―replicó ella―, cuando me admire frente al espejo o del resto de las personas que me conozcan.

―Es cierto, pero al hacer estas compras solo he pensado en nosotros. En ti, por la felicidad que podría darte y en mí, por el placer que me brindaría a mí mismo. ¿Nos vamos?

Ella asintió. Las mariposas revoloteaban en su estómago cada vez con más fuerza, al punto de acabar con cualquier vestigio de apetito.

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