- LA BATALLA DE GARGANDELOM -
Zuliet observó con horror la escena frente a sus ojos: un grupo de argandeses marchando en fila, humillados y derrotados. La tristeza de sus rostros y el temblor de sus manos le partieron el corazón. Era como si ya estuvieran muertos en vida, marchando hacia la muerte sin ninguna esperanza.
Las lágrimas inundaron los ojos de Zuliet, que lloró desconsoladamente. Su empatía con los frustrados argandeses la destrozó por dentro. Ni cuenta se dio cuando sus lágrimas cayeron sobre el general de los arnosteis y tampoco notó cuándo el general subió el farallón a gran velocidad. Solo pensaba en Velarión y en cuál habría sido su destino. De repente, sintió un dolor agudo en su corazón que la dejó sin sentido. Maxnioct demostrando toda su ira y frustración, le había clavado su espada en la espalda a Zuliet con tanta fuerza, que el suelo de la montaña soltó un gritó mudo, mientras la sangre y las lágrimas de la chica se mezclan en la tierra.
Tres días después, Zuliet despertó rodeada de argandeses. Miró su pecho y vio una nueva cicatriz junto a la anterior. Sus amigos no sabían qué había pasado, solo recordaban que los arnostei habían quedado inconscientes y sus cadenas habían caído cuando luz intensa los rodeo. Durante su huida por suerte la encontraron y se reunieron con aquellos que habían escapado a Argandú. Siendo lo más triste para todos, el tener que procesar la noticia de la muerte de Augreol y Velarión.
Entonces Zuliet tomó una decisión. Ya no negaría el propósito para el cual fue diseñada. Los argandeses, impacientes por arribar al final del camino, esta vez no la dejarían ir sola. "No podemos atacar, pero sí defendernos y defenderte", le prometió Bilaur y todos los argandeses asintieron. Juntos avanzaron por las montañas, al amparo de la fe, vibrando por la expectación.
Finalmente, divisaron la ciudad de Gargandelom, rodeada por un ejército de arnosteis. Todo estaba infectado por las tinieblas del traidor. La luz que solía santificar sus muros y calles ahora luchaba por sobrevivir. Las paredes estaban manchadas de sangre plateada y las torres se retorcían como si gimieran en la obscuridad.
Infiltrados, Zuliet y su minúsculo ejército, avanzaban a través de la ciudad, sintiendo cómo su interior se quebraba ante tanta destrucción. Sin embargo, ella no se detuvo a lamentarse, estaba enfocada en su propósito. Llegó al centro de la ciudad, donde se elevaba el palacio del encargado de los sueños, y vio las puertas abiertas. Desde lejos, vio a muchos argandúes atrapados en el sueño estaban tendidos en el suelo, mientras los guardias arnosteis los azotaban por diversión. La rabia inundó a Zuliet, y atacó sin piedad a cualquier que se interpusiera en su camino hacia el Gran Patrian. Con su espada en mano, se abalanzó sorprendiendo a los guardias arnosteis, quienes no pudieron hacer frente a su furia. Los sonidos de la lucha y la alarma resonaron por toda la ciudad mientras los argandeses se unían a Zuliet en la lucha por la libertad.
Al final, solo seis llegaron vivos con ella al palacio. Pudieron morir todos, sobrepasados por los numerosos números de los arnosteis, pero el diseño de estos no era el ser soldados y su cansancio ya era milenario. La velocidad y destreza de los argandeses, junto a su diseño, marcó la diferencia aquel día. Si los argandeses hubieran podido eliminar a los arnosteis, sin duda alguna ellos hubieran ganado sin sufrir pérdidas. Sin embargo, solo pudieron defenderse y proteger a la Libertadora, siendo verdaderos escudos defensores sus amigos argandeses, quitando ante ella los golpes de las armas, usando muchas veces sus cuerpos como escudos. Observé a uno de ellos resistir más de cien heridas antes de caer y a otros recibir más de setenta antes de morir, pero aun así, no se detenían. Todos estaban decididos a morir si era necesario con el fin de recuperar su honra, la libertad y honrar al Gran Patrian.
Para media noche, llegaron al salón del trono, que se había convertido en una zona de guerra. Zuliet avanzó entre sus enemigos, sus ojos alertas a cualquier peligro y su corazón latiendo con fuerza. Ya en el salón, Zuliet y los argandeses heridos se encontraron solos ante el trono corrupto por el Amo de los Sueños. Bilaur y los otros cinco se quedaron detrás para proteger la puerta mientras Zuliet miraba el rostro arrogante y tenebroso del traidor. El Amo de los Sueños estaba sentado en el trono, con la Espada de la Fidelidad en su mano, contaminada y manchada de la sangre de los Patrianes. Zuliet sostuvo su espada firmemente, mientras el traidor amenazaba su vida con un gesto de la espada. Mientras las miradas de ambos se enfrentan en una batalla espiritual, Junto a Nectolofer yacen muertos los doce Patrianes, como si la intención del traidor hubiera sido decorar el salón con los cadáveres.
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