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Capítulo III: "Estoy para serviros"

Al día siguiente, lara Bricinia fue a buscarlo a sus aposentos. Iba seguida de dos hombres que Karel reconoció del día anterior, durante el paseo vespertino por los jardines: Uno era el ayudante del gran ministro del Tesoro y el otro, uno de los escribas del departamento de Asuntos del Reino.

Durante toda aquella mañana, lara Bricinia, en compañía de los dos funcionarios y una enorme torre de pergaminos y libros, estuvo poniendo al corriente al príncipe de la administración del reino y su organización política.

Un cuarto de vela de Ormondú después, el joven debía hacer grandes esfuerzos por mantenerse atento y más aún despierto. Tantos nombres, rutas comerciales, enemigos y aliados se le confundían en la mente, que semejaba un gran recipiente con sopa de sigma.

Por la tarde, de nuevo, el joven príncipe se unió al paseo vespertino de su padre, sus ministros y consejeros.

Pensar que aquella rutina debía continuarla, quién sabía por cuánto tiempo, le provocaba dolor de cabeza.

La noche del segundo día de haber comenzado sus nuevos estudios políticos, como les llamaba su madre, el príncipe Arlan fue a verlo en sus aposentos después de la cena.

—¡Bendiciones, hermanito! —le saludó con una sonrisa torcida. En la mano llevaba una botella que, por el aroma, Karel adivinó era vino de pera.

—¡Bendiciones para ti también! —le respondió el joven príncipe inclinando levemente la cabeza.

El cuarto hermano se sentó en el amplio diván y dobló una pierna sobre la rodilla contraria, extendió los brazos en una actitud relajada.

—Me han dicho que desaprovechas tus mañanas estudiando política y finanzas. Karel, Karel, hazle caso a este sabio hermano. Supón que mi gordura es equivalente a mi sapiencia. —El tercer príncipe soltó una carcajada estrafalaria en respuesta a su propio comentario—. Debes aprovechar los días de paz y divertirte. La guerra se acerca y cuando padre te envíe a ella, de nada te servirá conocer de qué se encarga cada departamento real o cómo se administran los tributos de las provincias. —El robusto príncipe dio un gran trago directamente a la botella antes de continuar—. Así que vine a acabar con tu misantropía. Me he apiadado de ti y te arrastraré de nuevo a la diversión.

Los ojos de Karel se abrieron sorprendidos al notar en la mano de su hermano dos antifaces: uno negro y otro blanco. 

Al igual que la primera vez acudieron al «Dragón de fuego», como se llamaba el elegante burdel, en un carruaje corriente carente del blasón oficial, de manera que, si alguien los veía, no pudiera relacionarlos con la familia real.

El par de hermanos se dirigió al reservado de Arlan y desde allí, entre vino exquisito y sabrosos canapés, se dispusieron a mirar el espectáculo. Esta vez dos delgadas jóvenes fueron las bailarinas que abrieron la presentación. La decoración del escenario recordaba la primavera, los cuerpos cimbreantes de las mujeres semejaban el movimiento de las flores mecidas por el viento, incluso era posible inhalar su dulce perfume.

Era una puesta en escena elegante, delicada y sensual. Las jóvenes bailaban de manera espléndida y seductora, sus caderas se bamboleaban, sus brazos invitaban, moviéndose etéreos, creando figuras hermosas con sus cuerpos. El corazón de Karel latía rápido, pero no por lo que veía, sino por lo que esperaba ver.

—¿Qué te pareció hermanito? —le preguntó el príncipe Arlan inclinándose un poco en su dirección cuando el baile terminó—. A que te provoca aspirar el delicioso aroma de esas tiernas florecillas. ¿Sabes? Hoy me siento generoso. Ten. —El robusto joven le depositó en la mano un monedero de piel. Cuando Karel lo tomó, el contenido repiqueteó, estaba repleto—. Escoge la chica que quieras.

Karel lo contempló estupefacto. Lo que había temido desde el principio, ahora sucedía. Su hermano esperaba que yaciera con una mujer.

—No me mires con esa cara de asustado, parece que se te van a salir los ojos. —El príncipe soltó una carcajada—. No me agradezcas, es solo que siento pena por ti. ¡Ah, hermanito! ¡En manos de lara Bricinia! Y ya sé que es tu madre, pero ella puede ser muy agobiante. Así que antes de que te mate de aburrimiento o lo haga nuestro padre y sus afanes de grandeza, este benevolente hermano te hará conocer la gloria. Por cierto, no tienes que decirme quién será la elegida. —Arlan le mostró otra bolsa de piel—. También yo disfrutaré esta noche.

Las últimas palabras del príncipe fueron silenciadas por el salvaje ritmo de los tambores y las panderetas. El corazón de Karel comenzó a latirle en la garganta. Desde atrás de la cortina bermellón apareció la esbelta figura andrógina de cabello negro que tanto deseaba como temía ver.

Igual que la vez pasada, el hermoso joven inició su danza al ritmo de los tambores, pero esta vez lo hacía solo y sin ningún arma en la mano. El pantalón y la sobrefalda eran de un rojo sangre que contrastaba de manera impactante con la blancura del torso desnudo y con la obsidiana del brillante pelo, que se movía, voluntarioso, en respuesta a los embriagantes pasos de su dueño.

Karel seguía, hipnotizado, cada movimiento elegante y fuerte, semejante a los de un inquietante lince de las montañas o como si luchara con un enemigo invisible. Su imaginación comenzó a arder. En su mente era él ese adversario quien buscaba acorralarlo, cortarle las salidas, que se rindiera ante él.

El rostro de Lysandro mostraba una expresión fiera y amenazante. Verle era sentir el peligro de la lucha y a la vez fantasear con el sabor que tendría la victoria. Él mezclaba de una manera que antes jamás vio la ligereza y hermosura del baile con la fuerza y la intimidación de una batalla.

La inquietante representación terminó demasiado rápido para el embeleso del cuarto príncipe. Quería más de los movimientos, de la mirada salvaje, de los jadeos extenuados.

Ajeno a los ojos verdosos que lo seguían sin perder detalle de cada gesto, el sudoroso bailarín hizo una reverencia y desapareció detrás de la cortina bermellón.

Otra danza dio inicio, muy diferente, más delicada y femenina, protagonizada por la hermosa joven llamada Gylltir. Al parecer era ella la joya del local, pues ante su salida el público masculino enloqueció en aplausos y vítores.

Mientras la chica dorada bailaba y todos los hombres contenían el aliento, Karel no hacía sino repasar en su mente una y otra vez el baile de Lysandro. El peso del talego de cuero en su mano le tentaba. Tenía el antifaz negro protegiendo su identidad y su hermano le había prometido discreción. Sería un tonto si no aprovechaba la oportunidad. Tal vez Arlan tenía razón y la muerte se encontraba a la vuelta, muy deseosa de estrecharlo en sus lúgubres brazos.

Tomó una decisión.

—Hum, esto, Arlan. —Se inclinó en dirección del tercer príncipe—. ¿Con quién tendría que solicitar a alguna de las chicas?

Una gran sonrisa se dibujó en los labios gruesos de Arlan cuando fijó en él sus alegres ojos castaños.

—¡Bien, hermanito! ¡Has tomado la mejor decisión! Pero te diré algo para que no te hagas ilusiones: ¡Está noche Gylltir es mía!

—No te preocupes. Escogeré cualquier otra.

El príncipe Arlan asintió sin perder la sonrisa.

—Escoge a Omnia. Ella es muy dulce con los primerizos. ¡Porque tienes cara de que esta será tu primera vez! —El príncipe se rio de manera escandalosa antes de hablar de nuevo—: Mira, allá está Sluarg, es quién agenda a las chicas. Ojalá tengas suerte, a veces muchas ya están apartadas con antelación.

—¿Es el dueño? —preguntó Karel al observar al hombre que su hermano le señalaba, grueso y moreno, sentado solo en una mesa muy cerca del escenario.

El príncipe Arlan se rio.

—¿El dueño? ¿Cómo crees? Míralo, no es más que un esperpento. A veces pienso que se cree igual a nosotros. No, él es únicamente el protector de los esclavos, el kona encargado. El dueño es una mujer, ella sí que es elegante y refinada. Todo esto está decorado a su gusto. Es ella, desde las sombras, quien organiza los espectáculos y compra a «sus protegidos».

—¿Una mujer?

—Así es. He llegado a suponer que podría ser mi madre o la tuya. —Arlan rio—. Solo alguien como ellas podría ser tan atrevida en este país de hombres. Pero nadie sabe quién es, al igual que todos, cuando aparece lleva una máscara. Ah, pero no te entretengas, ve, ve con el espantapájaro de Sluarg y pide a tu favorita.

El príncipe Arlan empujó con suavidad a Karel, alentándolo a apartar la cita. El joven príncipe inhaló profundo como si el aire pudiera infundirle valor. Avanzó dubitativo entre mesas pobladas de hombres enmascarados que reían y bebían, algunos disfrutando de espectáculos privados, pues en varios reservados las jóvenes bailaban solo para ellos.

Pasos antes de su destino, el terror lo invadió. Yacer con otros del mismo sexo era algo prohibido no solo entre sorceres, sino en Vergsvert también, aunque fuera por diferentes motivos.

Pero el antifaz lo protegía y el dinero lo respaldaba.

Esa era una oportunidad que debía aprovechar.

Caminó sin pensarlo mucho y se plantó frente al tal Sluarg.

—¡Su Señoría! —El obeso hombre moreno se inclinó ante él con maneras afectadas y un tanto grotescas—. ¿Tenéis alguna petición?

Karel tragó. Aún estaba a tiempo de arrepentirse. Dar media vuelta y regresar. Volver a su vida insulsa. Levantarse al alba y memorizar rutas de comercio y nombres de agentes tributarios, pero cumpliría con lo que se esperaba de él: ser un príncipe respetuoso de la ley, un sorcere digno, enfocado únicamente en el fortalecimiento de su magia.

—¿Y bien, Su Señoría?

—Lysandro —susurró.

—¿Cómo decís?

El príncipe carraspeó.

—¿Está disponible Lysandro?

El hombre enarcó las cejas y Karel se arrepintió de lo que estaba por hacer, pero antes de que pudiera dar la vuelta y escapar, Sluarg le contestó:

—Es costoso.

Claro que era costoso, estaba prohibido. Aun así, Karel le mostró el talego repleto de sacks de plata. El hombre moreno sonrió dejando ver su encía, prácticamente solitaria.

—Bien, Su Señoría. El joven estará listo en breve. Acompañadme.

Karel tragó grueso y volteó en dirección a su hermano. Este le veía con una gran sonrisa, levantó el pulgar en señal de asentimiento. El joven príncipe se preguntó si tendría la misma expresión de saber a quién había comprado.

Siguió al hombre obeso por un estrecho pasillo al final del cual se encontraba una puerta, la abrió y ambos entraron a una antecámara. Sluarg señaló un amplio sillón cubierto de pieles.

—Esperad acá, Su Señoría. Informaré a Lysandro que es requerido.

El hombre atravesó una cortina de bambú y cuentas de colores. A pesar de que Karel aguzó el oído, no pudo escuchar nada. Luego de lo que tarda una brizna de paja en consumirse al fuego, Sluarg regresó.

—Su Señoría, podéis pasar.

Ante las palabras del hombre, el corazón del príncipe retumbó, casi podía jurar que el otro escuchaba el furioso palpitar. Tomó aire por la nariz y entró.

El interior estaba cálido. Era una estancia ni tan pequeña, ni tan grande, sin ventanas. En un rincón había dos sillones cubiertos de vellones de lobo y una mesa de madera; En otra esquina, un gran arcón; un estante con algunos libros y pergaminos y recostada de la pared, una cama de dos plazas. Sentado en la orilla se encontraba Lysandro.

Verlo bailar era una cosa y tenerlo a pocos pies de distancia, otra. En la primera podía simplemente fantasear con algo imposible. Allí, en ese momento, la fantasía cobraba tintes de aterradora realidad.

El joven bailarín se levantó, lo observó con una pequeña sonrisa y ojos entornados. Aún continuaba maquillado. El cabello negro se derramaba aderezado con pequeños anillos de bronce, enarcaba su pálida cara ovalada hasta desplegarse en los hombros desnudos.

Lysandro vestía igual que durante su actuación: el pantalón y la sobrefalda roja y en su pecho desnudo la gruesa cadena que se anudaba en una gargantilla de bronce.

—Su Señoría —le saludó inclinando la cabeza—, ¿deseáis beber algo? Tengo vino de pera y licor del Templo de los Reyes.

Karel no acostumbraba a beber fuera de las comidas, pero en ese momento pensó que un trago de algo fuerte sería una excelente elección. Carraspeó en un intento porque la voz no se le quebrara.

—Vi, vino de pera.

Las blancas manos de dedos largos se pasearon entre las botellas. El joven príncipe no estaba seguro, pero le pareció que lo hacía con deliberada lentitud, como si supiera que él estaba hechizado por el movimiento de esas pálidas manos.

El joven bailarín se le acercó y le entregó la bebida en una copa de plata. Karel se dio cuenta de que en el dorso de la diestra había una marca grabada: una «E» y debajo lo que parecía una flama.

El joven fijó en él una mirada inexpresiva, su sonrisa, aunque hermosa, también estaba vacía. El rostro maquillado acentuaba la sensación de encontrarse delante de un muñeco, y por alguna razón eso disgustó al príncipe. Se llevó la copa a los labios y bebió casi todo en un solo trago. De inmediato el calor del licor se extendió por su cuerpo, relajándolo.

—Disculpad mi atrevimiento —le dijo Karel, más calmado por el efecto del vino—, pero ¿podéis quitaros el maquillaje?

Lysandro no varió la expresión cuando contestó.

—No es atrevimiento, Su Señoría. Estoy para serviros. ¿Deseáis también que me desvista?

El príncipe se atragantó con la saliva. Y más porque la pregunta fue pronunciada con voz suave, melódica, pero sin ninguna inflexión.

—No, no, por favor. Solo el maquillaje.

El joven se inclinó en señal de dócil obediencia y caminó hasta la mesa a un lado de la cama, dónde tenía la palangana. Mientras Lysandro se quitaba la pintura, Karel se preguntó de nuevo qué estaba haciendo él allí y otra vez le asaltaron las ganas de irse de una buena vez.

Apuró lo que quedaba de la copa. Cuando Lysandro se volvió y mostró su cara sin maquillaje, al cuarto príncipe se le cortó la respiración. Ya había notado que era hermoso, pero ver sus verdaderas facciones desprovistas de la pintura vulgar superaba las expectativas. La piel lucía más blanca, como seda de araña lisa y suave. Los ojos negros relucían cuál obsidiana, cubiertos por largas y tupidas pestañas. El pómulo derecho lo marcaba un pequeño lunar que, con arrogancia, rompía la perfección de ese rostro de alabastro y lo hacía todavía más interesante.

Karel parpadeó varias veces antes de recuperar el habla.

—Se, sentaos. —Y le señaló un pequeño sillón a su costado—. Bebe conmigo, por favor.

—Gracias.

Lysandro se sirvió. El joven príncipe lo observó apurar todo el contenido de un solo trago, como si fuera agua. Se preguntó si tal vez se encontraba nervioso, igual que él. Pero desechó el pensamiento al recordar que el bailarín estaba acostumbrado a ese tipo de reuniones.

—Esta es la segunda vez que os veo bailar. —Empezó a hablar Karel para romper el hielo, aunque no tenía muy claro qué era lo que en realidad deseaba del encuentro. El joven asintió sin variar su expresión, bellamente vacía—. Lo hacéis muy bien. ¿Os enseñan a bailar aquí?

Las cejas largas y negras se contrajeron apenas.

—No, Su Señoría.

Karel permaneció en silencio esperando a que el joven continuara, pero al ver que no lo hacía decidió preguntar.

—Entonces, ¿quién os enseñó?

—Es un baile creado por mí.

—¡¿Cómo es posible?! —preguntó el joven príncipe asombrado—. En vuestros pasos se nota que poseéis técnica en el uso de la espada.

Lysandro parpadeó varias veces, sus ojos se desviaron a la copa vacía.

—¿Puedo? —preguntó señalando la jarra de vino. El príncipe asintió. Después de servirse y de nuevo beber un gran trago, continuó con su escueta explicación—. Su Señoría es muy generoso al considerar que existe algo como una técnica en mis burdos pasos. Tal vez sea de tanto imaginar como lucharían los grandes hombres como Su Señoría, que he conseguido imitarles.

Karel torció el gesto en una mueca de ligero disgusto. El halago le desagradó. Era una frase genérica que tal vez le decía a cuántos lo visitaban después de la función. Pero ¿qué esperaba? Él se lo había dicho, estaba allí para complacerlo, aunque fuera con mentiras.

—¿Cómo sabéis que soy un gran hombre? Bien puedo ser un timador o un asesino.

Por primera vez en esa noche, Lysandro le dedicó una sonrisa que transmitía algo de vida y mucho de sarcasmo.

—¿Acaso no lo son todos los grandes hombres de nuestro reino? Eso no los hace ser menos importantes, ¿o sí? —El atrevimiento de su respuesta desconcertó a Karel, quien frunció el ceño. El joven bailarín bajó la mirada en señal de arrepentimiento—. Por favor, disculpad mi osadía. A veces no sé comportarme.

El cuarto príncipe sonrió.

—Creo que tenéis razón. En esta época la grandeza se mide de acuerdo a los logros militares y tales no existen sin haber matado, o engañado. De acuerdo a ese razonamiento, sin embargo, os equivocáis.

El joven de cabello negro le miró con ligera sorpresa y Karel se maravilló observando cómo, poco a poco, iban emergiendo emociones reales en ese hermoso rostro.

—Nunca he matado a nadie —explicó con una sonrisa el príncipe—, tampoco he timado a nadie. Así que, mi joven amigo, de acuerdo a vuestra definición, no soy un gran señor.

Karel rio divertido, ya sentía menos ansiedad y para su deleite, Lysandro amplió la sonrisa.

—No sé si debo disculparme —le dijo el joven de cabello negro—. Tengo la impresión de que he dicho algo incorrecto.

—¡Oh, no! ¡Habéis dicho exactamente las cosas como son! Estoy consciente de que no soy alguien destinado a la grandeza —se explayó en su explicación Karel, asombrándose de su propia franqueza—, pero no me siento mal por eso, así que tampoco debéis hacerlo vos.

Se sirvió de nuevo vino. Cuando fijó los ojos en el joven a su lado lo halló mirándole con curiosidad.

—Me pregunto si, ¿no será incómodo eso? —El príncipe señaló la gruesa cadena y la gargantilla de metal en el cuello del bailarín. Lysandro suspiró antes de contestar.

—Uno se acostumbra.

—Si os incomoda podéis quitáosla y también podéis cubrir vuestro pecho si lo deseáis.

Los ojos negros de Lysandro parpadearon, su ceño se frunció, parecía intentar comprender lo que el príncipe le decía. Al cabo de lo que tarda en consumirse una brizna de paja en el fuego, se levantó. Desató el collar- cadena y buscó en el arcón una sencilla camisa de lino blanco. Karel sonrió al verlo, ya no parecía un muñeco, sino una persona.

Ambos continuaron conversando por un rato más sobre qué hacía grande a un hombre, hasta que Karel se sorprendió del rápido paso del tiempo. El joven príncipe se levantó.

—Bien, Lysandro, os agradezco por haber compartido vuestro tiempo conmigo.

El otro pareció de nuevo sorprendido.

—¿Os retiráis, mi señor? Pero, no hemos... Yo no he...

El joven se detuvo abruptamente. Por un momento, Karel trató de comprender qué trataba de decirle, cuando lo entendió se abochornó. Se despidió sin poder mirarlo a la cara:

—Me ha gustado hablar con vos. He pagado por toda la noche, así que podéis descansar lo que resta de tiempo hasta el amanecer.

El joven príncipe salió sin esperar respuesta. Caminó de regreso por el estrecho pasillo hasta dar con el gran salón del local. Aún estaba bastante animado a pesar de la hora avanzada. Con una extraña sensación de calidez en el pecho salió al exterior, rumbo al carruaje, a esperar a su hermano mayor.

***Hola hermosas personitas ¿qué tal? ya conocemos formalmente a Lysandro, nuestro protagonista ¿Qué les ha parecido?

El pobre Karel está totalmente flechado jejeje. ¿Será que Arlan se convertirá en su aliado en la conquista de Lysandro?

Hasta la semana próxima. ¡Que las flores de Lys desciendan sobre vuestras cabezas!

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