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Prólogo: Pacto, Muerte y Paraíso

7:37 A.M, viernes día 18 de septiembre, año 2023.

Primitivo:

Era un nuevo amanecer. 

El sol se elevaba desde lo profundo del horizonte, trayendo consigo una marea anaranjada, que tejía un cálido mosaico sobre las embravecidas aguas del mar. Las nubes de tormenta se habían disipado una hora atrás, casi como si de magia se tratara. 

Seguí sorbiendo el café, poco a poco, disfrutando de cada gota de la amarga bebida. Recostado sobre la barandilla de piedra, la mirada fija en el cielo, elevé una plegaria silenciosa. Tenía la esperanza de que, pese a mis pecados, el Señor me escuchase. 

Por un lado, daba las gracias por seguir vivo. De hecho, eso era lo único que llevaba haciendo meses, desde que me visitó aquel hombre de nuevo. En esta ocasión, se presentó sin el otro. Natural, puesto que a ese lo había matado. 

Sin embargo, su mensaje fue más que claro. 

Corrí a refugiarme a esta pequeña catedral, perdida en los confines del bosque, con el poderoso mar Cantábrico a mis pies. Y solo hice eso: rezar. Un poco más cada día, junto con penitencias, sobre todo desde que percibí el brote de aquel germen diabólico. 

La forma en que esa presencia oscura se adueñó del cuerpo de mi... Nieto. De ese maldito bastardo que me había quitado todo lo que una vez deseé, trayendo el Mal consigo. Siempre supe lo que era, lo que estaba destinado a ser. 

Pero nunca pensé que llegaría a verlo en persona. 

— Si te sirve de consuelo, lo hiciste lo mejor que pudiste — comentó la voz tras de mí. 

No tuve que volverme para saber de quién se trataba. Había estudiado cada manuscrito, cada copia de la Biblia, e incluso textos de otras religiones. 

Sabía que la cadencia de su voz se asemejaba a la de la persona poseída, con un matiz grave y perturbador. Era conocedor de su mirada asesina, de los ojos capaces de hacer que los más sórdidos pecadores se retorcieran de culpa. 

De la forma en que la realidad se plegaba en torno a su figura, capacidad heredada de su Padre, el mismo que había concebido la Creación. 

Por eso me giré y lo encaré sin miedo alguno. 

— Tengo que admitir que estoy impresionado — comentó Lucifer, una pizca de asombro empapando sus palabras. 

Sin lugar a dudas, había tomado completa posesión del cuerpo de Félix. 

Pequeños tatuajes negruzcos se arremolinaban sobre la pálida piel, contrastando con viveza sobre su inmaculada túnica, que le llegaba hasta la altura de las rodillas. Las blancas alas estaban desplegadas en todo su esplendor, abarcando varios metros, envueltas en un prístino y santo halo. 

Solo su mirada delataba al demonio en que se había convertido.

— ¿Qué es lo que te impresiona, Señor de las Tinieblas? — lo reté, dando un paso adelante, dejando de lado mi humeante bebida. 

Toleré su risa molesta, esa carcajada grotesca que logró que se me pusieran los pelos de punta. También su expresión cargada de desprecio, la de aquel que sabe que se encuentra ante un ser muy inferior a él.

Si mi plan funcionaba, su amanecer acabaría aquí y ahora. 

— ¿Por dónde podría empezar? Has dejado una estela de pecado tras de ti, Durand — comentó el Caído, dándome la espalda. Contemplaba la gran cruz de madera que pendía sobre el umbral de la puerta, con el ceño fruncido. 

Mis labios se afinaron.

— Solo hice lo que tenía que hacer — me defendí, reprimiendo la culpa, como tantos años llevaba haciendo. 

La risa de Satán se incrementó.

— Lo admito, tu inteligencia me sorprendió. Respetaste los términos del pacto, y mantuviste alejada a tu hija de todo y todos. La engañaste brindándole una ilusión de libertad, creyendo que serías capaz de burlar el destino. Lo admito, me fue muy difícil llegar hasta ella. 

— Pero lo conseguiste — gruñí, presa de la rabia. 

Aún recordaba la escena. 

Mi adorada hija, entrando al salón de casa, tomada de la mano de aquel muchacho. Un brillo insolente destellaba en el fondo de sus ojos azules. 

Tenía que ser ese maldito pelirrojo. 

Se presentó ante mí con la misma figura fornida, nariz torcida y mata indomable de cabello rojizo que hacía treinta años. Para ser concretos, cuando me ayudó a realizar el pacto que le daría vida a la muchacha a la que ahora había violentado. 

Y todo, para anunciarme que mi Lucía estaba embarazada. Que esperaba un maldito bebé, un hijo del Diablo. 

— Sería mentira si dijera que fue mérito mío — sostuvo el ángel, quitándole importancia a mi enfado con un gesto de la mano —. Seth me brindó toda su ayuda... Bueno, al fin y al cabo él es el padre de este cuerpo. De tu adorado nieto. 

Apreté los puños con fuerza, procurando no perder la calma. Si ahora fracasaba, todas las vidas que había arrebatado no servirían para nada. Los estudiantes del primer momento, los niños del orfanato...

Tenía que ceñirme al plan.

— Y pagó por ese pecado con su vida — contesté, con la mayor frialdad que pude reunir. 

— Fue muy astuto por tu parte imbuir las llamas del incendio con magia celestial... Pero lamento decirte que no puedes matar al Vástago del Tiempo. Él, al igual que su maestro, es inmortal. 

Mis ojos se desorbitaron. 

Por un instante, el corazón me falló, como si mi vida entera estuviese presta a detenerse en ese momento. La sangre dejó de fluir, e incluso el mar calló.

— E-entonces... ¿Seth no está muerto? — balbuceé, casi sin poder asimilar lo que estaba escuchando. 

Lucifer se volvió en mi dirección, sabedor de que al fin me había golpeado donde más me dolía. 

— Mucho me temo que no. Aquel incendio, ese fuego que provocaste para matarlo a este cuerpo y a él, el mismo que tomó la vida de tu amada esposa... Fracasó. 

Caí de rodillas, de pronto sin fuerzas para seguir. Carmen era mi vida, mi luz... Lo que hice, la forma en que mancillé mi alma y orgullo fue por ella. Para que volviera a sonreír y fuéramos felices de nuevo. 

Sin embargo, la cruel realidad era esa. Yo la maté. Y su muerte fue en vano.

— Claro que eso no fue lo único que intentaste... — prosiguió Lucifer, caminando en círculos a mi alrededor. Herida la presa, ya solo faltaba rematarla —. Torturaste este cuerpo, con la esperanza de que el alma demoníaca que lo protegía se debilitara lo suficiente como para matarlo. ¡Incluso trajiste a un exorcista del Vaticano! Aunque de poco te sirvió. 

Todo verdades. Hechos que recordaba demasiado bien. 

La risa endemoniada de mi nieto poseído, instándome a golpearlo, diciéndome que nunca lograría acabar con él. Sus lloros infantiles, que pasaban a convertirse en carcajadas burlonas.

— Luego, lo enviaste a aquella maldita escuela, rogando por que esa directora insolente hiciera su trabajo y le obligara a quitarse la vida. Incluso contrataste a ese ingenuo de Krysael, para que todo fluyera a la perfección. También falló. Tu vida no es más que un conjunto de fallos, querido abuelo — escupió el alado, con dulzura fingida. 

Con las pocas fuerzas que me quedaban, exhalé un suspiro de resignación fingido, y me obligué a expulsar unas escasas lágrimas, por más que estas se me hubieran acabado hacía años. Lucifer estaba convencido de que había ganado...

Era ahora o nunca.

— Entonces, ¿para qué has venido a ver a este anciano atormentado? — me lamenté, liberando la amargura contenida en el fondo de mi corazón —. Si solo soy un ser patético, un compendio de errores, ¿por qué te molestas en honrarme con tu presencia?

El alado me tomó de la barbilla, obligándome a hundir la mirada en sus ojos carmesíes. Una sensación de terror puro me asaltó, un miedo visceral que me heló los huesos y corroyó la poca alma que me quedaba. 

— Para matarte, por supuesto — dejó caer mi enemigo, como si tal cosa —. Durante años, te resististe a las condiciones acordadas, e hiciste todo cuanto estuvo en tu mano para evitar mi resurrección. ¿Crees que sería capaz de perdonar una ofensa semejante? La tuya será la primera vida que tome. 

Haciendo acopio de valor, comencé. 

Ante aquellos fieros y endemoniados luceros, me forcé a traer a la mente la imagen de Carmen sosteniendo a nuestra hija. Su sonrisa de felicidad al depositarla en su cunita, los cumpleaños que los tres pasamos juntos, la alegría inmensa de quien ve cumplido un milagro.

Ese recuerdo era todo lo que me quedaba. Era lo que había perdido... Y lo que debía vengar. 

— Lamento decirte que tu voluntad no se cumplirá — pronuncié, con firmeza, desasiéndome del agarre de Satán. Retrocedí, paso a paso, hasta que mi espalda chocó contra la barandilla de piedra, el mar embravecido a mis pies.

El Señor de las Tinieblas me miró largamente, tratando de descifrar el críptico significado de mis palabras. Tal y como era de esperar, lo entendió con mi siguiente frase... Y no le hizo demasiada gracia. 

— Mucho me temo que voy a ahorrarte el trabajo... Moriré bajo mis propios términos — concluí, esbozando una última sonrisa. 

Antes de saltar la baranda y lanzarme en picado a las turbias aguas del océano. 

Este me recibió como un viejo amigo, la blanca espuma arremolinándose en torno a mi ropa, las afiladas rocas rasgando sus tejidos. Mi respiración, la vida misma que me quedaba, condensada en unas pocas burbujas.

Dentro del agua, el mundo era diferente. Todo cobraba una perspectiva nueva, como si hubiera trascendido a una nueva realidad. Los sonidos llegaban amortiguados, y aquel escaso silencio hacía aflorar en mí el peso de los crímenes que cargaba.

Cómo, año tras año, mientras veía a mi hija crecer, el terror cobraba forma como si de su sombra se tratase. Esa alegría, la esperanza que abrigaba al verla, se tornaba cada vez más tenue, opacada por el miedo de que un día los términos del pacto se cumplieran. 

Con el tiempo, mi amor por ella se perdió. 

Sobre todo, cuando llegó a la adolescencia. Ese gozo quedó sepultado en lo más profundo de mí, al tiempo que asumía la misión que tenía entre manos, que había cargado desde entonces: impedir la resurrección del Mal. 

Tomé todas las medidas necesarias. Empleé el afecto que Lucía sentía por mí para manipularla emocionalmente, encerrarla en casa y no dejarle salir, ni tener contacto con nadie. Introducía calmantes en su comida, lo suficiente como para nublarle el juicio. 

Mi carácter afable fue sustituido, poco a poco, por una frialdad y un hermetismo que nunca antes había conocido. Carmen intentó hablar muchas veces conmigo, y al negarme, nos fuimos distanciando. 

La sorprendí llorando en soledad desde entonces, cada noche y mañana. 

Quiso dejarme durante años. Pero en el fondo, ella seguía enamorada del hombre que la encandiló en aquel club nocturno, el joven y pícaro Durand que le enseñó a montar a caballo, y le robó su primer beso en las cuadras. 

Lo que no sabía es que ese chico había muerto. Murió por intentar hacerla feliz, mas solo logró arrastrarla a un pozo sin fondo, uno en el que toda la humanidad podría caer. 

Todo dependía de este momento. 

Procuré no dejarme hundir por las corrientes del océano, aquellas que parecían arrastrarme, prometiéndome la efímera paz de la muerte. Sin embargo, aún no era mi momento de morir. No hasta que Él hubiera sido derrotado.

Tal y como esperaba, su intervención llegó segundos después. La iracunda silueta del Lucero del Alba se internó en las aguas, el batir de sus alas casi partiéndolas en dos. La mano del que otrora fuera mi nieto se me cerró en torno al cuello. 

Segundos más tarde, volvía a estar en la superficie. 

Boqueé con ansia, disfrutando de la sensación del oxígeno circulando por mi sangre. Aunque claro, era algo difícil teniendo en cuenta la fuerza con que Lucifer me presionaba la garganta, amenazando con partirme la tráquea en cualquier momento. 

— ¿Creías que te sería tan sencillo? — inquirió el alado, apretando los dientes de la rabia —. ¿De verdad pensabas que iba a dejar que te mataras? Métetelo en la cabeza, querido abuelo. Tu miserable vida me pertenece desde el momento en que cumplí tu deseo. Y acabará cuando yo lo diga.

A pesar de la situación en que me encontraba, no pude contener la sonrisa torcida que tomó forma en mi rostro. Al fin y al cabo, quizá mi antiguo yo no hubiera desaparecido del todo... A lo mejor, solo esperaba el instante idóneo para regresar, cuando la carga desapareciera. 

Y el momento había llegado. 

— Veo que sigues siendo el mismo que hace milenios, Luzbel — comenté, disfrutando de la mueca de desconcierto del Caído —. La arrogancia siempre será tu perdición...

No me pudo contestar. 

No antes de que extrajera el diminuto cristal de mi bolsillo y lo quebrara en mil pedazos. Sus delicados fragmentos quedaron sepultados bajo la espuma, despertando un ligero temblor que alimentó la esperanza que crecía en mi corazón, que había abrigado todos estos años.

Como un reflejo de mi alegría, los siete haces de luz se elevaron al cielo de golpe, procedentes del fondo del mar, rasgando las aguas a su paso. Se fragmentaron, adoptando la forma de mil hilos relucientes que se entrelazaron en torno al Diablo y yo. 

Hasta conformar la silueta de una reluciente jaula, en forma de estrella de siete puntas, imbuida del poder celestial que la sangre pura trae consigo. Cada sendero inmaculado se ramificaba, creando una sinuosa bóveda hermosa e implacable al mismo tiempo.

— Así que este era tu plan desde el principio, anciano... — masculló el Señor de las Tinieblas, casi sin poder creer lo que sus ojos veían. 

— Ahora ya no podrás escapar, pecador — escupí, pugnando por liberarme de su agarre —. Esta prisión celestial está diseñada para contener tu alma maldita... Debilitará tu nuevo cuerpo hasta hacerlo pedazos. 

Él no respondió al instante. 

Escaneó su nueva prisión palmo a palmo, en busca de cualquier debilidad. Sin embargo, ambos sabíamos que todos sus intentos serían en vano. Este hechizo era impenetrable, y estaba diseñado específicamente para contenerlo a Él. Su alma se volatilizaría al contacto con su superficie. No en vano fue la causa de su Caída original...

El conjuro que dio la victoria a la Corte Celestial, y permitió sellar a este ángel del mal en el Noveno Círculo del Infierno. 

— Veo que te has esforzado mucho — se limitó a comentar, fijando su atención de nuevo en mí. Procuraba aparentar tranquilidad, mas no podía negar el atisbo de ira que irradiaban sus ojos carmesíes —. ¿Pero has pensado en qué va a ser de ti? Asumo que te lanzaste al océano solo para atraerme hasta esta trampa... En la que estás conmigo. ¿Qué me impedirá matarte ahora?

Alcé la barbilla.

— Soy consciente de mis pecados. En el fondo, siempre supe que este momento llegaría. Estoy dispuesto a morir si con ello puedo acabar contigo. Será la forma de compensar todo el daño que hice...

— Y que sigues haciendo — me corrigió Lucifer, negando con la cabeza —. Este hechizo requiere de muchas vidas para llevarse a cabo. De sangre infantil, si mal no recuerdo. ¿A cuántos has matado, Durand? ¿Diecisiete, treinta y seis, tal vez?

Tragué saliva. 

Solo hice lo que debía hacer. Esos niños... Sus vidas servirían para un bien mayor. La imagen de sus rostros cadavéricos me perseguiría por siempre, sin importar lo que hiciera, o cómo tratara de justificarme. 

— La Profecía del Cierre es clara. Asúmelo, Satán: tu final ha llegado antes que tu inicio. Tu inmortal existencia toca a su fin. 

Paladeé cada palabra, sabedor de que mi muerte llegaría en cualquier momento, permitiéndome disfrutar unos segundos más de este triunfo. 

Contra todo pronóstico, Lucifer me observó con desprecio, para luego arrojarme de vuelta a la terraza de piedra de la catedral. Anonadado, mi espalda rebotó contra el duro suelo, dejándome allí tendido. 

Mis fuerzas me habían abandonado. 

— Permíteme que te aclare una cosa, Primitivo — comenzó el ángel, sus palabras cargadas de una frialdad homicida —. Esto es solo el principio.

Alcé la mirada, justo a tiempo para presenciar cómo todo por lo que siempre había luchado, todas las esperanzas que me había obligado a mantener, se desvanecían de un plumazo. Una escalinata de sombras emergió de la nívea prisión, al tiempo que el Señor de las Tinieblas daba un paso, luego otro...

Y atravesaba limpiamente los barrotes de la jaula.

— Imposible — gemí, esforzándome por ahogar un grito de frustración. 

Retrocedí a gatas, tratando de alcanzar la puerta de la catedral, de huir para poder trazar un nuevo plan, para poder... Vivir. Ya no deseaba nada más.

— ¿Dónde ha quedado toda esa valentía? — me interrogó Luzbel, entre risotadas de puro placer. Con un solo chasquido de dedos, sus alas y túnica se tornaron negras, al tiempo que sus tatuajes adoptaban el blanco. 

De sus afiladas plumas se desprendió un aura rojiza, pequeñas gotas de sangre putrefacta y condensada, que en cuestión de segundos hicieron pedazos la prisión que tanto había luchado por elaborar, tragándose su resplandor sin dejar rastro.

— Te dices a ti mismo que llevas años luchando por evitar mi resurrección, peleando contra el Mal con el tiempo como único testigo de tu lucha. Un mártir en toda regla — continuó el alado, con dolorosa ironía —. Sin embargo, lo cierto es que eres el único responsable de todo. Tú eres la causa de que hoy yo esté aquí. Tú provocaste la muerte de tu hija, y también la de tu esposa. Mataste a esos niños para dar vida a una idea descabellada... Y después yo soy la encarnación del mal, ¿cierto?

Supe que el final estaba cerca cuando me aferró el brazo, estampándome contra la pared. La piedra se quebró bajo mi espalda, al segundo en que dos clavos de un reluciente color rojo me atravesaban las palmas de las manos, echando a perder mis últimas posibilidades de escape. 

— Tengo tanto que agradecerte, Primitivo... Tú me has convertido en quien hoy soy. Al final, creíste poder desafiar al destino, pero no eras más que una burda marioneta que danzaba justo en la palma de mi mano. Y ha llegado la hora de cortar tus hilos. Mi amanecer, para ti será un ocaso. 

Me gustaría decir que le planté cara. Que le escupí y le reté a que acabara conmigo de la forma más dolorosa posible. Que no me importaban en absoluto sus amenazas, y partiría al otro mundo sabiendo que peleé hasta mi último aliento. 

— P-por favor... — fue lo único que llegué a pronunciar. 

Nunca me sentí más miserable, más patético e impotente que en aquel momento. La mejor palabra para describirlo era viejo. Inútil e inservible. Aquel que sabe que siempre jugó un papel menor en una obra que rebasaba los límites de su compresión, sin tener ninguna oportunidad de cambiar las cosas. 

— Tu vida ha terminado — sentenció Lucifer, segando mi existencia con el resplandor sangriento de sus ojos. 

El dolor se fue. El aliento también. Las nubes de tormenta regresaron, la lluvia resbalándome por el maltrecho cuerpo que me había soportado todos estos años. Mi nieto alzó el vuelo, perdiéndose en la distancia. 

Tan patética como mi vida. Esa sería la mejor manera de describir la muerte que experimenté en aquel momento. 

En efecto, segundos después morí. 

No obstante, hubo un cabo suelto. Un hecho en el que el Lucero del Alba nunca se paró a pensar, dado lo remota que eran las posibilidades de que algo así sucediera. Pero, ¿acaso no es en los tiempos de mayor oscuridad cuando suceden milagros?

La muerte nunca fue el final. Y eso lo supe cuando las puertas del Noveno Cielo se abrieron ante mis ojos. 

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