V - Una Espada Para Ereas
Ereas se lanzó a la cama agotado, aquel día había sido largo y tedioso. Por la mañana había tenido aburridas lecciones de matemática y literatura, seguido de un largo examen que estaba casi seguro que había fallado; por la tarde clases de botánica en el invernadero. Sin contar que había tenido que ayudar a limpiar, podar y clasificar cada una de las extrañas e impronunciables plantas y flores con las que contaba el maestro. Pensó que no acabaría nunca... que unas servían para infusiones relajantes, que otras para el reumatismo, que otras para la fiebre, que otras para la urticaria... ¿Qué rayos era urticaria? Se preguntaba. Estaba seguro que el maestro se lo había explicado por lo menos un par de veces y aun no lograba retenerlo en su memoria. Lo peor es que era evidente que terminaría preguntándoselo en un par de semanas volviéndoselo a repetir junto con un regaño. Y no es que fuera tan difícil recordarlo, sino que eran tantos los conceptos con los que apasionadamente le hablaba su maestro que siempre terminaba perdiéndose en la conversación... amaba a su maestro, pero ¿Por qué siempre tenía que estarle exigiendo tanto? Se sentía agobiado.
Se le estaban cerrando los ojos cuando la criada le tocó la puerta. Aun debía cenar y como estaba castigado debía hacerlo en la habitación. Ya ni siquiera podía abrir las ventanas, su madre había mandado a trabarlas por completo. Jamás podría volver a escaparse, se lamentó. Se levantó de mala gana, aunque a pesar del cansancio seguía teniendo hambre. Seguramente sería una muy buena cena. Hasta su dormitorio todavía se escuchaba como celebraban los primeros invitados el nacimiento de su hermano. Cómo deseó estar jugando con Didi allá abajo, pero ahí estaba en su jaula de oro soñando con poder disfrutar un poco más de la vida. Cuando abrió la puerta se llevó una sorpresa.
—¿¡Yunito!? ¿Qué...?
—¡Sssssshhh! —lo interrumpió el criado— Me las arreglé para intercambiarme con la señora de la cena —susurró extendiéndole la bandeja con la comida— Bajo el plato hay una pequeño mensaje de la princesa Didi —señaló retirándose a toda prisa y dejando a Ereas completamente desencajado.
Didi siempre se las arreglaba para manipular a Yunito, el pobre había sido castigado tantas veces por culpa de ella que Ereas no comprendía como es que aún no lo echaban de castillo. Aunque era un muy buen muchacho después de todo, seguramente todavía lo valoraban más por eso que por los errores que solía cometer. Después de todo, aparte de ser el tonto de su hermana nunca había hecho nada grave.
Ereas acarreó su cena hasta la mesita de su habitación sintiendo los embriagadores aromas de la carne especiada, olía exquisito. Habían sacrificado a varios animales para el consumo en honor a su recién nacido hermano, por lo que de seguro sería una semana de mucha carne y las más variadas y exquisitas preparaciones. Ojalá pudiera escaparse un ratito a la cocina junto a Didi a ver a... ¡Estaba castigado! Casi se le había olvidado. Suspiró hondo sintiéndose miserable por un momento. En seguida levantó el plato para ver qué era lo que le había dejado su hermana. Encontró un perfumado sobre rosa con una hoja de papel en su interior.
Hermanito querido:
Quería pedirte mis más sinceras disculpas por todo lo que pasó. No me gusta que estemos peleados. Solo quiero que las cosas vuelvan a ser como antes. Si me perdonas, por favor contéstame esta carta y te juro que jamás volveré a hacer lo que hice. ¡Estoy muy arrepentida!
Con todo mi amor, tu adorada hermana Didi.
"¡Rayos!" pensó Ereas "¿Qué podía decirle?" para él no había sido nada realmente, no había nada que perdonar. Suspiró un momento hastiado tratando de pensar en que escribirle, "¿Por qué tanto drama en el asunto?" se dijo a sí mismo. No podían ignorar lo que había pasado y ya, punto, sanseacabó ¡Todos felices! Pero no, ahí estaba tratando de pensar en que escribir. Tras un momento dubitativo terminó tomando papel y pluma.
Querida Didi:
Jamás podría estar enojado contigo. Te quiero mucho, mucho.
Ereas.
Alejó el papel un momento viendo su caligrafía y sin duda estaba bien escrito. ¿Tal vez encerrar en signos de exclamación el "Te quiero mucho, mucho"? se preguntó a si mismo... ¿O lo escrito será muy corto? se cuestionó... "¡Que va! ¡Así está perfecto!" se dijo convencido tras un momento. Esas dos frases lo decían todo, no necesitaba más. En seguida encerró el papel en el mismo sobre rosa dejándolo bajo el plato con asado que aún no empezaba a comer, seguía ahí tal y como se lo habían llevado. La criada vino después de una hora a buscar la bandeja con las sobras. Tras ello se quedó profundamente dormido.
Al otro día se despertó con las primeras luces del alba. El maestro esperó que concluyera su baño y su desayuno para luego llevarlo al templo a que rezara y entonara cánticos y plegarias de adoración al dios Thal por cerca de una hora. Al menos pudo ver a Didi a la distancia por un rato. No debía estarlo pasando mucho mejor, se dio cuenta. La habían obligado a usar vestido, cepillándole y recogiéndole el cabello de aquella forma que ella tanto odiaba mientras su maestra tutora la vigilaba atentamente para que no hiciera trampa al momento de cantar, debía pronunciar cada una de las estrofas sin excepción y con total armonía e integridad.
Una vez concluida la hora de adoración, el maestro Peter llevó a Ereas a uno de los despachos del templo donde el sumo sacerdote los estaba esperando para darle un prolongado sermón de lo importante que era obedecerle a los padres y del cuidado que debía tener con las malas influencias que podían llevarlo por la senda equivocada. Seguramente su madre se había encargado de arreglar todo aquello con el sumo sacerdote, Ereas pudo intuirlo. Aunque más que un llamado de atención, el anciano pareció más bien complacido de tener la oportunidad de hablar con el muchacho convidándole unas exquisitas galletas de avena y un buen sorbete azucarado... lo felicitó por sus prodigiosos avances en los estudios... y la verdad fue que el anciano terminó resultándole bastante agradable. Aunque con lo de la mala influencia pudo darse cuenta que se refería claramente a su hermana Didi. Sin duda todo aquello lo había arreglado su madre, no había otra explicación. Le hizo prometer que se portaría bien y luego lo despidió amablemente bendiciéndolo en nombre del misericordioso y benévolo dios Thal.
En cuanto Ereas salió del despacho del sumo sacerdote se encontró de frentón con su hermana Didi. Estaba seria y adoptando esa actitud de "correcta señorita" de la que solían burlarse cuando su tutora no podía escucharlos; erguida, con rostro altivo y hombros relajados; caminar como si fuera dueña de su propio tiempo y espacio... Parecía otra Didi sin duda. Su maestra vigilaba con rostro severo, que su pupila no se saliera ni un ápice de la norma... Y vaya que era mejor que no lo hiciera. La última vez que Didi se había atrevido a lanzar una de sus sonoras carcajadas en público su maestra la había castigado obligándole a practicar una tarde entera la manera correcta de reírse como "correcta señorita". Didi había quedado tan cabreada que después de eso pensó que jamás sería capaz de volver a reír de manera natural en toda su vida... ¡Y ay que fuera a reclamarle a su madre! Porque ella era capaz de hacerla practicar, en vez de una tarde, una semana entera, más unas debidas disculpas a su tutora por haber intentado pasar a llevar su autoridad. Ereas supuso que la muchacha estaba ahí por el mismo motivo que él, un prolongado discurso de obediencia y conducta orquestado por su mamá.
—Buenos días maestro Peter —saludó Didi de manera dulce mientras hacia una grácil reverencia tomando su vestido ligeramente de los lados con la punta de los dedos mientras sonreía y pestañeaba con suavidad— Un placer verlo por acá, maestro ¡Buenos días hermano Ereas! —repitió haciendo la misma reverencia una vez más.
Ereas sabía que aquella no era la verdadera sonrisa de su hermana, su sonrisa natural era mucho más amplia, dominante, sin embargo, su tutora parecía bastante complacida con lo que veía. Ereas, en cambio, prefería a la verdadera Didi, aquella que sonreía sin retener ni un milímetro de su perfecta y bien alineada hilera de dientes.
—Buenos días —contestó Ereas con una sonrisa más natural que la de su hermana.
—Buenos días maestro —saludó la tutora inclinando ligeramente su cabeza— ¿Ya está listo el muchacho? —preguntó un tanto sorprendida al ver a un más bien sonriente y mimado Ereas. De regañado tenía poco.
El maestro movió ligeramente la cabeza en señal de presentar sus dudas. Ciertamente el "llamado de atención" no había sido muy llamado de atención después de todo.
—Esperemos que sí —se excusó mirando por un instante la cara bonita de Ereas. Le dio unas cariñosas palmaditas en el hombro— ¡Este muchacho aún tiene muchas cosas que aprender sin duda! —agregó— Pero ya hallaremos el camino.
Fue en ese instante que Ereas lo notó. Didi lo miró disimuladamente por un segundo con una de esas picaras sonrisas que tan solo él conocía. Le señaló con la vista que mirara hacia abajo, a la parte baja de su espalda. Ahí, disimuladamente, meneaba un sobre que Ereas apenas si pudo notar. Seguramente Yunito se las había arreglado para llevarle aquella desabrida carta de respuesta que él le había escrito el día anterior y por lo que veía, su hermana ya le había preparado un nuevo mensaje. Ereas asintió ligeramente con una sonrisa.
En cuanto se retiraron Ereas tomó el sobre de las manos de su hermana con disimuló y para su suerte ni el maestro ni la tutora lo notaron. Peter debía ir a dejar a Ereas al campo de tiro para luego ocuparse de los asuntos de la enfermería, aquel hombre que habían hallado los muchachos en el bosque aun no despertaba y comenzaba a preocuparle. Sin duda un hombre de Lobozoth vistiendo una maltratada armadura de alto rango no auguraba nada bueno, tendría que ser extremadamente cuidadoso con el paciente para llegar al fondo de todo aquello.
Fue en la tarde, después de almuerzo, que Ereas se reencontró por primera vez con Taka. Acababa de terminar con sus labores en la huerta y el invernadero bajo instrucciones de su maestro cuando cruzando el patio de camino a su habitación escuchó el vigoroso silbido de una espada cortando el aire. Claramente venía del patio de entrenamiento.
En un principio se sorprendió, a esas horas del día era extraño que alguien tuviera práctica con la espada. Su hermano Ougín era quien mayormente ocupaba aquel espacio, sin embargo, sus entrenamientos siempre eran por la mañana. Por lo demás el incesante silbido de la espada era demasiado llamativo y poderoso como para provenir de su hermano. Jamás había escuchado algo así, al menos no a ese nivel. Por lo que curioso se acercó a ver qué pasaba.
Cuando se asomó se llevó una sorpresa. Ahí, en medio de patio, estaba aquel hombre que habían hallado moribundo en el bosque hacía unos días, lo reconoció por su fornida apariencia y una larga cicatriz que le recorría el rostro desde la sien hasta la mejilla. Era él sin duda, entrenaba concentradamente con la espada emitiendo movimientos tan veloces y coordinados que Ereas jamás había visto a otra persona ejecutarlos de semejante manera. Había maestría, gracia y una tremenda elegancia en cada uno de aquellos movimientos, pero a la misma vez dejaban en evidencia la tremenda brutalidad que aquel guerrero poseía. El gorgo no pudo menos que quedarse sorprendido, parecía casi imposible que tan hercúleo guerrero fuera capaz de moverse con semejante soltura. Era una especie de hipnótica y llamativa danza de la muerte ejecutada con milimétrica perfección... De pronto el extraño se detuvo bajando su espada y mirando a Ereas con una amplia sonrisa.
—Por fin te vuelvo a ver muchacho —dijo girándose hacia Ereas.
Estaba a torso desnudo, dejando ver su musculosa e intimidante figura. Ereas sintió miedo por un instante, no conocía a aquel hombre y por su aspecto y altura parecía una verdadera maquina asesina. Quiso salir corriendo.
—¡Oh, no! ¡No temas! —intentó retenerlo Taka soltando su espada mientras tomada una prenda de ropa de criado para cubrirse— Mira, soy Taka Riosanto —aclaró de la forma más afable que pudo— Y solo quería agradecerte —añadió acercándose con cautela hacia el aún asustado gorgo.
Ereas lo miro dubitativo, ¿Agradecer qué?
—Me han dicho que tú me has encontrado —continuó Taka de manera respetuosa.
El muchacho realmente era bonito y él diría que más... Mucho más... ¡Era hermoso! Jamás en su vida había visto a un ser con semejante perfección, parecía el éxtasis de un delirio místico, un verdadero dios encarnado. Se quedó embelesado un instante tratando de admirarlo cuanto pudo; sus orejas picudas, su respingada nariz, sus labios de bello color... no había defecto aparente. Ereas lo miró extrañado, sin comprender.
—Fue más bien gracias a mi hermana Didi —asintió Ereas comenzando a dejar de lado su timidez.
Taka podía entregarle el mundo si se lo pidiese, su voz le pareció más suave y agradable que el trino de un ave ¿Cómo era posible la concepción de tan prodigioso ser? Se preguntó. A ratos resultaba hasta molesto e injusto considerando toda la imperfección con la que debía cargar el común de las personas, toda la imperfección con la que debía cargar él.
—Pues asegúrate de darle las gracias de mi parte —sonrió Taka saliendo de su ensimismamiento— Sin ustedes seguramente sería un cadáver a un lado del camino.
Ereas sonrió deslumbrándolo con su perfecta y blanca sonrisa. Y entonces Taka supo que jamás querría irse de su lado, había nacido para proteger a aquel muchacho, estaba seguro... Y no lo malentienda lector, aquel deseo no fue para nada algo sexual o romántico, ni de cerca. Sino que fue algo más... Así como un padre se siente dispuesto a dar la vida por su hijo al que ama y como una madre se enamora de su retoño al primer instante de nacido, fue así como Taka sintió aquel día. Como comandante de la guardia real de Lobozoth Taka nunca había tenido hijos, pero en ese momento supuso que el sentimiento que le nació por aquel muchacho seguramente sería similar al que hubiera sentido por un hijo si lo hubiera tenido. No halló otra posible comparación que se asemejara, fue amor a primera vista.
—¿Dónde aprendiste a moverte de esa forma? —preguntó Ereas con curiosidad.
Hasta ese entonces, exceptuando el uso del arco, los padres de Ereas le habían prohibido acercarse a las armas alegando que aún no estaba en edad suficiente para su manejo. Pese a que su hermano mayor, Ougín, se había iniciado en aquel arte desde mucho más pequeño que él. A cambio lo tenían interiorizándose en variadas ramas de la ciencia, estudiando y analizando complejos textos filosóficos e instruyéndolo en avanzados ejercicios matemáticos que ni ellos mismos manejaban, a excepción del maestro Peter, por supuesto. Ougín con suerte había aprendido a leer, escribir, manejar la aritmética con eficacia y un poco más... y con ello a sus padres parecía tenerlos satisfechos, sin embargo, a Ereas, de menor edad, parecían exigirle mucho más en ese aspecto y extrañamente mucho menos en cuanto a asuntos de guerra... Ereas Jamás se había sentido atraído por el uso de la violencia en todo caso, pero Taka parecía manejar la espada con tal pulcritud que por primera vez sintió deseos de tomar una de ellas y ver que podía resultar de todo ello.
—Bueno... mi padre... —contestó entrecerrando los ojos— ¡Es lo que hago en realidad! ¡Vivo del manejo de la espada! ¡Es lo que mejor se hacer! —aseguró— ¿Te gustaría probar? —preguntó señalándole el inmenso arsenal con el que contaba el patio de entrenamiento.
—Mis padres no me dejan —se negó Ereas un tanto asustado. Ya tenía muy claro lo que significaba desobedecerles.
Taka lo miró extrañado. Aquello era extraño, a todos los chicos de la realeza le enseñaban a usar las armas desde muy corta edad, era la costumbre. Le pareció más bien que querían evitar lastimarlo o algo por el estilo. El muchacho claramente no parecía estar hecho para la guerra, aun así, a Taka le pareció un error. Aprender a defenderse era importante, más para alguien como aquel muchacho, había conocido a retorcidos hombres que matarían por echarle mano aunque sea por un instante a un niño tan hermoso como Ereas.
—Puedo hablar con tu padre —aseguró Taka sonriéndole— Yo te enseñaría gustoso.
—No creo que me dejen —se lamentó Ereas arrugando su respigada nariz.
Aun recordaba la tremenda discusión que se había armado solo porque quería montar a caballo. Erly estaba horrorizada de verlo tan pequeño cabalgando un animal por su propia cuenta que por poco no iba y lo amarraba a la montura para que no cayera. Seguramente se armaría tremendo problema si decía que quería manejar una espada. Sin olvidar que aún estaba castigado.
—¡Pero me encantaría! — aseguró.
Por primera vez le parecía algo atractivo. Aquella especie de danza que le había visto hacer a Taka realmente lo había dejado impresionado.
—Pues veré que puedo hacer —le sonrió Taka complacido— ¡Te aseguro que no tendrás mejor maestro que yo!
Tras todo lo sucedido durante aquella mañana parecía haberse ganado el favor del rey y seguramente estaría más que dispuesto a escucharlo tras la reunión citada para aquella noche. Ereas le sonrió de vuelta, a primeras luces el asunto parecía una muy buena idea.
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