II - ¡Alabado sea Thal!
—¿¡Pero en qué demonios estaban pensando!? —gritó Erly furiosa— ¿¡Cómo se atreven a desobedecerme de esa manera!? ¿¡Cuántas veces les he dicho lo peligroso que es allá afuera!?
—Pero madre nosotros solo... —intentó replicar Didi.
—¡No me interrumpas jovencita! —la detuvo tajante.
Su rostro estaba rojo de ira mientras se paseaba de un lado a otro como animal enjaulado exhibiendo su ya prominente barriga en tercer trimestre de embarazo.
—¡Un día de estos me van a volver loca! —se lamentó llevándose las palmas de las manos a la frente— ¿¡Por qué no puedes comportarte como tus hermanos!? —dijo dirigiéndose a Didi que la miraba ceñuda. Ereas estaba cabizbajo, no se atrevía a articular palabra— ¡Dalerí a tu edad...!
—¡Yo no soy Dalerí! —se quejó Didi molesta al ser comparada con su hermana— Y si no hubiéramos salido lo más seguro es que aquel hombre ya estaría muerto —espetó.
—¡Un hecho no quita el otro! —gritó Erly histérica mientras golpeaba la mesa con fuerza. Ereas se estremeció del susto— ¡Y no te atrevas a levantarme la voz! ¡Soy tu madre y mientras vivas en este castillo harás lo que se te ordene! —agregó rechinando los dientes.
Estaba furiosa, realmente furiosa. Ereas jamás la había visto así, no a ese punto. Didi la miraba con rostro desafiante. Erly Hizo una pausa intentando tomar aire. Prosiguió.
—De ahora en adelante las cosas van a...
Pero repentinamente se detuvo exhausta llevándose las manos por sobre la barriga de manera preocupante. Intentó recuperar el aliento respirando agitada, su rostro se puso pálido en un segundo, se sujetó de la mesa como pudo para evitar caer, sus piernas flaquearon. Didi cambió drásticamente su enojo por una profunda preocupación.
—¿Madre estás...? —intentó preguntar.
—El bebé, el bebé —se quejó Erly respirando a duras penas mientras sujetaba su barriga con dolor.
Didi y Ereas se quedaron helados mirándose el uno al otro, no supieron que hacer. El parto no se esperaba hasta dentro de cuatro semanas.
—¡El maestro Peter! —exclamó Didi apresurándose a tratar de ayudar a su madre como pudo.
Ereas aún seguía pasmado, ni siquiera se atrevía a moverse.
—¡CORRE A BUSCARLO! —le gritó su hermana bruscamente para hacerlo reaccionar.
El gorgo espabilando corrió a toda prisa saliendo rápidamente al pasillo ¿Dónde podía estar el maestro a esa hora?
Se dirigió veloz hacia la habitación del maestro irrumpiendo en ella de un portazo. Adentro estaba su cama vacía, su escritorio, sus estantes llenos de libros y su enorme y ordenada colección de botellas de extrañas sustancias, jarabes, pócimas, ungüentos... Del maestro ni rastro. Se devolvió de inmediato descendiendo por la primera escalera que halló, probablemente estaría en el patio, en los huertos o en los viveros. A esa hora también solía ocuparse de sus pequeñas plantaciones con las que solía hacer todas aquellas pócimas y sustancias medicinales. Debía hallarlo pronto o de seguro se arrepentiría el resto de su vida de lo que le habían causado a su madre.
Descendió al patio como un torbellino, preguntándole al primer guardia y criado que vio donde podía hallarlo, los que sin entender aun lo que estaba sucediendo intentaron preguntar qué era lo que sucedía. Ereas los ignoró sin más corriendo hacia los viveros a toda prisa. Allá encontró al maestro tarareando alegremente una melodía, mientras podaba y regaba cuidadosamente sus flores y plantas. Al ver al agitado muchacho lo miró sorprendido. Ereas lucía aterrado y más pálido que de costumbre.
—¡Maestro! ¡Maestro! ¡Mi madre...!
—¿¡El niño va a nacer!? —exclamó sorprendido y asumiendo de antemano, como había hecho hasta ese entonces, de que el nuevo miembro de la casa Dravar sería varón.
—Sí, pero...
—¡Alabado sea Thal! —exclamó con alegría mientras soltaba todos sus implementos y se disponía a correr jocoso. Su avanzada edad, su prominente barriga y una evidente cojera en el pie izquierdo apenas si lo dejaban apurar el paso. Aun así, en su preocupación corrió como mejor pudo para empezar con las labores de parto. Un nuevo príncipe venía en camino.
—¡El príncipe Abel está pronto a nacer! —vociferó celebrando mientras corría a través del patio.
Los guardias y criados que allí se hallaban detuvieron sus labores de golpe ante la noticia mientras miraban al maestro pasar presuroso delante del aun asustado Ereas que le seguía tragando saliva e intentando susurrar disimuladamente alguna plegaria para pedir por la buena fortuna de su madre.
—¡Den aviso a nuestro amado rey Edón! ¡Un nuevo príncipe ha llegado! —volvió a vociferar el maestro de manera entusiasta.
Los guardias y criados aplaudieron y gritaron extasiados, la llegada del príncipe se había estado esperando y preparando hacía meses. Ereas, en cambio, agachó la cabeza aterrado, por cómo había visto a su madre le parecía más bien un aborto que un nacimiento, rogó por estar equivocado.
El trabajo de parto se extendió por más de tres horas dentro de la habitación real. Solo el maestro Peter y las comadronas designadas fueron las encargadas de guiar a la reina en su labor. El rey, su comitiva y todos los demás debieron esperar pacientes en el pasillo a recibir buena nueva. Didi y Ereas entre ellos, que asustados, esperaron sentados en una larga y cómoda banca mientras miraban a su padre, el rey Edón, pasearse de un lado a otro con nerviosismo esperando las novedades, lucía profundamente preocupado. Varios criados de confianza, sus consejeros y el sumo sacerdote con algunos hombres de su comitiva lo acompañaban tratando de calmarlo. Ciertamente el bebé se había adelantado poco más de cuatro semanas por lo que esperaban intranquilos las noticias que pudiera darle el maestro. Aquel era el quinto parto de la reina y era la primera vez que Peter se equivocaba tanto en el plazo... En una esquina, Momo, el hijo menor de Edón, sollozaba junto a su niñera, que lo contenía como podía, al escuchar los desgarradores gritos de la reina que batallaba con la llegada de la nueva criatura. En tanto, Ougín, esperaba valiente junto a su maestro de armas el nacimiento de su nuevo hermano, había estado en su práctica de duelo a espada cuando todo había sucedido y como heredero al trono había corrido a acompañar a su padre y a honrar a su madre en aquel importante acontecimiento, ni siquiera se había dado el tiempo de quitarse el traje, se veía serio y aguerrido, aunque aún conservaba su rostro amable y algunos rasgos de su niñez, su parecido con el rey Edón era sin duda innegable.
—Lo siento —susurró súbitamente Didi.
Desde lo sucedido bajo la cascada ninguno se había atrevido a dirigirse la palabra. Hasta ese entonces habían estado sentados el uno junto al otro sumidos en sus propios pensamientos. Ereas se giró sorprendido tratando de encontrar su mirada, pero Didi se le arrimó dejando caer suavemente su cabeza sobre el hombro. El repentino contacto físico le hizo sacudirse, pero antes de que alcanzara a emitir alguna otra reacción, Didi se le adelantó deslizando hábilmente su brazo por debajo del suyo para tomarlo de la mano y entrecruzar de manera enérgica los dedos de ambos. Ereas no supo cómo reaccionar, después de todo lo sucedido aquello le ponía incómodo, terriblemente incómodo.
—Didi, tal vez... deberíamos...
—¿Contarle a nuestros padres? —preguntó susurrando con incredulidad, pero aquello no era ni de cerca lo que quería decir el gorgo.
—¡Noo...! —exclamó intentando darse a entender— Quería decir que...
Pero la repentina proximidad de uno de los consejeros del rey Edón mató rápidamente sus intenciones de entablar una conversación.
—¿Cómo está la más bella parejita de todo Drogón? —ceceó el consejero con la voz más afable que pudo entonar mientras se inclinaba ligeramente hacia ellos extendiéndoles un par de llamativas golosinas. Era Varys, aquel al que llamaban la serpiente.
—Ho... hola —respondió Ereas con su dulce e infantil tono mientras recibía el regalo con cierta incomodidad.
Didi se limitó a tomarlo moviendo su mano en señal de saludo mientras lo miraba un tanto molesta. A pesar de que casi siempre que los veía intentara ganárselos con algún regalo, Varys nunca le había caído bien a ninguno de los dos. Siempre tan pendiente de meter sus narices en todo, jamás vestía algo que no fuera negro y su piel era tan pálida que parecía eternamente enfermo. Por lo demás siempre tenía mal aliento y para empeorar las cosas gustaba de hablarle a la gente en incomoda cercanía, mientras ceceaba cada una de sus frases en un tono tan bajo que parecía más bien estar susurrando... de ahí se había ganado su infame apodo, la serpiente.
—Un pajarito me ha contado lo sucedido... —comentó.
—¿¡Un pajarito!? ¿No será más bien uno de esos criados chismosos que tienes a tu servicio? —lo cuestionó Didi cruzándose de brazos en señal de desagrado— Aunque a estas alturas seguramente hasta el hombre más mísero de todo el reino se habrá enterado de lo que pasó —agregó con sarcasmo.
No contento con haberles arruinado su importante conversación ahora también parecía querer tratarlos de bobos, se dijo la muchacha. Hacía rato que sabían que Varys manejaba la mayoría de los chismes y rumores que circulaban a través del reino, y también los de fuera de él. Mismo hecho por el que tenía bien ganado su puesto de consejero en la corte del rey Edón. Como les había dicho el maestro Peter una vez "Aunque no nos guste, un hombre como Varys siempre es necesario en la corte de un rey".
—Ciertamente princesa —confirmó Varys como tratando de disculparse por sus dichos— Pero no os preocupéis... —susurró más bajo de lo normal mientras se acercaba aún más de lo acostumbrado— Podemos interceder con la reina a su favor... Después de todo son unos héroes ¡Han salvado a un hombre de una muerte segura! —enfatizó.
—¡Nah! ¡Qué va! —contestó Didi con tono sarcástico— Convencer a mi madre es más difícil que convencer a una piedra de que saque patitas y corra ¡Nos las arreglaremos! —espetó.
Lo único que quería era que aquel hombre los dejara tranquilos luego. Tenía cosas mucho más importantes que tratar junto a su hermano.
—Ciertamente su madre es un hueso duro de roer —insistió Varys forzando una sonrisa.
"¡Oh Thal!" pensó Didi suplicante "¿Qué este hombre no se va a ir nunca?"
— Sin embargo... —intentó continuar Varys.
Pero súbitamente el llanto de un bebé desde adentro de la habitación real mató de un plumazo sus intenciones. Los presentes guardaron silencio de inmediato mientras entrecruzaban sus sorprendidas miradas para poder escuchar con mayor atención. Entonces estalló la alegría.
—¡ALABADO SEA THAL! ¡EL PRINCIPE ABEL HA NACIDO! —vociferó el maestro Peter irrumpiendo desde adentro con el bebé entre los brazos, traía al nuevo príncipe envuelto en mantas para enseñárselo cuidadosamente a un ansioso Edón que se apresuró a tomarlo con pomposa felicidad mientras los demás presentes gritaban celebrando y se agolpaban alrededor para observar expectantes.
Era un bebé sano y, tal y como había pronosticado el maestro Peter, era varón. El jolgorio por el neonato recién daba inicio.
Tras el nacimiento del esperado príncipe Abel, el rey decretó una semana entera de celebraciones. Celebraciones que inicialmente habían estado siendo preparadas para el mes siguiente, pero que debido al adelanto del parto debieron ser reprogramadas enviando cuervos y mensajeros a cada una de las casas nobles para dar informe de la noticia. Muchos viajarían enormes distancias para rendirle honores al rey y a su nuevo hijo. Didi y Ereas se pusieron muy felices, aquello sin duda significaba una semana entera libre de estudios y vigilancia de sus padres. Erly debía descansar y recuperarse mientras que Edón y la corte estarían demasiado ocupados recibiendo, tratando y lidiando con los múltiples nobles que acudirían a la celebración, sin embargo, se equivocaban. Erly no se olvidó ni por un segundo de la desobediencia de sus hijos condenándolos desde su mismo lecho a estar la semana entera encerrados en sus piezas bajo estricta vigilancia y con un abultado cronograma de estudios, tareas y obligaciones que cuando Ereas lo vio quiso que lo mataran. Ni el maestro Peter ni el rey Edón pusieron objeciones, conocían bien el carácter de la reina. Erly se encargaba de la crianza de sus hijos y como tal no estaba dispuesta a aceptar ni sugerencias ni objeciones al respecto, se hacía lo que decía y punto.
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