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Capítulo 1: Culto.

Tenía diez años cuando comencé a visitar el culto de la aldea. Por aquel entonces, los dioses no eran algo que me llamara la atención y disfrutaba encontrarme con las niñas de mi edad en los frondosos jardines de la mansión blanca. Corríamos alrededor de las estatuas, jugábamos al escondite y disfrutábamos de nuestra corta infancia antes de que la presencia de los cazadores nos obligara a madurar.

Ninguna de nosotras entendíamos la situación, pero el terror provocó que nuestras inocentes mentes se centrasen en las continuas oraciones que salían de las bocas de las monkas. Debíamos estar libres de pecado, alejarnos de cualquier estímulo que nos indujera a la tentación, y, en un abrir y cerrar de ojos, la ropa colorida desapareció de nuestro armario.

El cambio fue progresivo, primero nos obligaron a llevar ropa blanca, después nos impusieron el uso de vendas apretadas al rededor de nuestros pechos para ocultarlos y, por último, nos alejaron de la escuela con la intención de escondernos del mundo.

Eramos las hijas de Reus y debíamos ofrecerle respeto, tanto que teníamos que rezar día y noche para que el dios nos escuchara.

Yo no estaba muy segura de querer hacerlo, aún así, papá y mamá me obligaban a caminar hacia el lago del bosque, sentarme en la roca más cercana a la orilla y suplicarle a aquel ser invisible que me alejase del mal. Pero entonces, cuando susurraba mi última oración y levantaba la vista, la mirada sigilosa de Jilo siempre estaba allí.

La primera vez que nos encontramos, acababa de complir dieciséis años. Había estado lloviendo toda la tarde por lo que el frío se transformó en una humedad agobiante, la niebla no dejaba ver con claridad los peces de colores que habitaban en el lago y, enfundada con un abrigo de lana blanco sobre mi pijama, aproveché para tomar un día libre de oraciones y regresar a casa por miedo a coger un resfriado. En ese instante, mis pies se giraron para comenzar mi camino y mi campo visual se topó con el iris verde del joven hombre.

Me recorrió una sensación incomprensible al tenerlo cara a cara, como si me hubiera pillado haciendo algo terrible, y su respiración se tornó pesada. Abrí la boca para decir algo, excusarme por no estar rezando y disculparme por que me viera sin mi túnica sagrada. No obstante, no se atrevió a alzar la voz y, junto a uno de sus lobos, cruzó el bosque.

Aquel evento no desapareció de mi cabeza en mucho tiempo, avergonzándome de que un hombre me hubiera visto en ropa cómoda y fuera de mi imagen religiosa. Fue tanto mi nerviosismo que acabé contándole el suceso a Nana Greta, ahogada en lágrimas y manos temblorosas.

—Hilde, niña pecosa—susurró mi nombre con la dulzura que la caracterizaba—. Han pasado semanas desde aquel suceso, ese cazador no va a decir nada.

—¡Pero, Nana!—me abracé a sus rodillas con fuerza y la miré con terror—. La monka del culto nos advirtió que fueramos cuidadosas.

Pasó una mano por mi largo cabello castaño y me dio la sonrisa más bonita del mundo antes de susurrar:

—Hildegard, lejos del culto y cuando estés conmigo puedes ser tú misma. Quítate las vendas del tórax y respira.

Respirar.

Nadie me entendía tanto cómo ella y comencé a disfrutar de los pequeños instantes de vida que la anciana me proporcionaba. A su lado podía hablar, bailar viejas canciones que tenía guardadas bajo su cama y escucharla hablar de lo hermoso que era el reino antes de la muerte de Kilon. Por desgracia, alguien consiguió vernos tras las paredes y aprovecharon el momento en que Neil y papá estaban fuera para acabar con nuestra felicidad.

Cuando abro los ojos y la luz de una ventana desconocida ilumina la pequeña habitación en la que me encuentro, en lo primero que consigo pensar es en Nana. El dolor llena mis ahogados poros, las lágrimas comienzan a salir solas por mis ojos y no puedo sentir la pierna izquierda. Me incorporo con dificultad, echa un manojo de nervios, y suplico en voz baja que todo sea producto de mi imaginación.

No lo es y la puerta de madera se abre dando paso a la última persona que conseguí ver antes de perder el conocimiento, Jilo. Su mirada, aquella que siempre ha estado presente entre los árboles, me recorre lentamente y alcanzo a encontrar un desconocido brillo de preocupación en sus pupilas. Le tengo un confuso miedo que me obliga a pegarme a la pared de madera en el momento que se acerca, sus manos y su ropa están limpias, además, su expresión es más suave que de costumbre.

No va a hacerme daño. Lo veo en sus ojos.

—Hildegard Narabi.

Una voz desconocida se abre paso en la habitación, es una mujer joven y pelirroja, lleva un vestido blanco ceñido a la cintura y no puedo evitar pensar que es hermosa. Jilo se aleja un poco para que pueda caminar hacia mí, la contraria arrastra sus pies y me besa la herida mano como solemos hacer en el culto.

—Los cazadores no van a atacarte.—Su afirmación me deja confundida por unos instantes y los recuerdos de la noche comienzan a atacarme como puñaladas.

Toco mi pecho para calmar mi respiración, el agobio me recorre y quiero revovinar en el tiempo para salvar a Nana.

—¿Dónde está mi hermano?—La pregunta escapa de mi garganta con nerviosismo.

Jilo se sienta en una silla de madera y me observa como si fuera un simple animal asustado. Le devuelvo la mirada en busca de una explicación, pero no es él quien contesta.

—Querida Hilde, ya no puedes ir con ellos.

—¿Qué?

—Tu hermano y el culto ha decidido que sirvas a esta familia.—La pelirroja acaricia mi mejilla, pero el tacto no es suave. Me araña, al igual que una lija.

La noticia golpea mi corazón y lo detiene. El intenso dolor se clava en mis entrañas y siento la inminente necesidad de salir corriendo. Neil nunca me abandonaría, aquello no puede ser cierto. La inseguridad de mi expresión provoca que la muchacha suelte una carcajada llena de una agobiada tristeza.

—Debes hacerte responsable de tus pecados, Hildegard.—La joven habla igual que la Monka, no obstante, su voz es temblorosa. No hay seguridad en ella.—El culto te ha perdonado por mi hermano Jilo y les aseguró que yo te ayudaría a radicalizarte para volver a ellos.

Las palabras de Nana se instalan en mi cabeza y me percato de que la libertad que tanto disfrutaba a su lado comienza a evaporarse en el aire. Quiero salir corriendo una vez más, apreto los puños con fuerza y me armo de valor.

—¡No quiero! ¡Dejadme volver a casa!

La mano de la pelirroja se estampa contra mi mejilla con tanta fuerza que mi cabeza cae sobre la almohada. Aquella posición consigue observar la expresión de contención de Jilo y sollozo por la impotencia.

—¡Niña, estúpida!—la joven exclama y me toma de los hombros para que vuelva a mirarla—. Van a matarte si no obedeces. El culto te ha perdonado, pero sólo con la condición de que les entregues todos tu respetos para buscarte un buen esposo.

Las ganas de vomitar me prohiben contestar, la culpabilidad se abre paso dentro de mí y quiero correr hasta los brazos de Nana para disculparme. Sus pupilas muertas vuelven a atacarme y deseo ser lo suficientemente estúpida como para conformarme con esa vida.

—Katia, acaba de despertar—Jilo habla por primera vez desde que entró en el dormitorio y, poniéndose en pié, coloca una de sus manos en el antebrazo de su hermana—. Déjala descansar.

Katia suelta un profundo suspiro, liberándome de su fuerte agarre lentamente, y, con la impotencia golpeando su nuca, se marcha con rápidez. Seguidamente, el silencio gobierna el espacio y no me atrevo a levantar la mirada.

Me abrazo con fuerza al escuchar como Jilo se sienta en el colchón y su mano baja por la sábana hasta el principio de mi pierna. Lentamente, destapa el lugar y sus ojos se encuentran con la venda tintada de sangre. Me mareo al percatarme de ello, pero no me muevo ni un centímetro mientras él comienza a quitarla para curarme.

La sensación de sus caricias sobre mi piel abre un agujeto en mi estómago, no nos permiten tener contacto físico con ningún hombre, pero por algún extraño motivo, no lo aparto.

—No pienso casarme...—Susurro y el mayor limpia la sangre de la gran herida de mi pierna.

—Llevas preparándote desde que eras una niña—responde sin apartar su atención de su trabajo—. ¿Por qué has cambiado de opinión?

—Ellos han asesinado a mi Nana.—El hilo de voz que escapa de mi boca me rompe más de lo que estoy y vuelve a mirarme con tristeza.

Ha dejado atrás su expresión dura y fría, demostrándome que él también intenta ocultarse tras una careta. Busco auxilio en él desesperadamente, sin embargo, consigo estar presente en el instante que se aterroriza por su vulnerabilidad y regresa a su aura misteriosa y seria.

—Te he salvado la vida una vez, no vuelvas a introducirte en la boca del lobo.

Son sus últimas palabras antes de vendarme y marcharse de allí de la misma forma que su hermana.

El miedo vuelve.

No hay escapatoria.

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