Prólogo: Un dolor inconmensurable
Las pocas gotas de sangre que aún quedaban caían una a una, y el sonido al tocar el suelo resultaba hipnotizante. Sin embargo, continuó abriendo la carne, creando una herida bastante profunda con la navaja. La sangre ya había dejado de brotar; no quedaba nada más dentro, dejando al descubierto parte de sus músculos: el músculo braquiorradial se asomaba junto con el músculo flexor radial del carpo; la parte donde había hecho la incisión marcaba la unión entre ambos. Debía tener cuidado para no seguir cortando y dañar sus tendones. Eso sería un problema.
El dolor tardó en manifestarse. Su cuerpo reaccionó cuando la sangre volvió a fluir, manchando el suelo. Se retorció y tembló, pero mantuvo un agarre firme en la navaja. No pensaba soltarla, no debía. Debía soportar lo más posible, pero al final, no pudo hacerlo.
Su cuerpo cayó al suelo con un ruido seco. De repente, todo se volvió oscuro. Cuando recuperó la conciencia, dirigió su mirada hacia la herida que había realizado. La herida profunda, que le permitía estudiar la anatomía en detalle, ya no existía: no había rastro, ni siquiera una pequeña cicatriz que atestiguara lo que había hecho tan solo segundos atrás. Su piel parecía la de un bebé recién nacido.
Siempre era así, pero no importaba. Por más que lo intentara, por los cortes que hiciera, en cualquier lugar y con cualquier tipo de instrumento, nada podía herirlo de gravedad...
Una pequeña risa escapó de sus labios mientras se acomodaba en la incómoda silla de madera. Levantó la vista y observó cómo la pálida luna se asomaba entre las densas nubes.
—En serio, parece que me vigilas... —murmuró, sintiendo un enorme vacío en su corazón.
Lágrimas comenzaron a brotar de sus ojos. Lo único que podia hacerlo sentir vivo era el dolor, lo único que lo conectaba con la humanidad que alguna vez tuvo. Pero no no importaba cuánto lo intentara; nunca podría volver a ser humano...
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