Capítulo veintidós
Cassio
La hoja afilada de su espada corta una tira fina a través de mi cuello cuando logro esquivar un golpe brutal. Al mismo tiempo, mi daga abre la piel de su mejilla con firmeza.
La habitación pasa en un borrón mientras esquivo y propino golpes. Prepararme para enfrentar a Vair no fué lo suficientemente acertado, pues no se acercaba a la realidad. Sus golpes son duros, sus movimientos rápidos. Es ágil, se recupera rápido.
Pero tiene una debilidad.
Mi magia se divide para curarme rápido y envolverlo antes de cada golpe. Las sombras juegan con su vista ligeramente defectuosa antes de potenciar cada ataque. Nuestra respiración errática es la prueba de lo complicado que es mantenerte en movimiento mientras controlas tu magia.
Aún más difícil si parte de ella está centrada en proteger a tu alma. Su presencia es palpable, como si mis propios dedos fuesen los que vagan por su piel y se aseguran de que siga ahí. Evito mirarla, porque la humanidad depende de mi concentración. Sin embargo, en esos momentos entre mis jadeos por un choque particularmente brutal y ese segundo de recuperación, ante mis ojos vacila la imagen de su rostro.
Es en uno de esos pequeños instantes dónde Vair clava la punta de su espada en mi armadura y está se abre en dos con un solo golpe. Me aparto antes de que perfore mi pecho, no permitiendome sentir las consecuencias de mis descuidos. Más piel al descubierto significa que mi energía podría desperdiciarse sanando pequeñas heridas con magia. Necesito centrar esa energía en desarmar a Vair antes de que su siguiente golpe sea fatal.
Si la lucha se prolonga más, será cuestión de tiempo antes de que a alguno se le agote la energía y no puedo arriesgarme a ser ese. Está claro que la existencia no puede estar de mi lado, por lo que esto se trata de forzar su mano, de que mis elecciones me pertenezcan.
Asesto un golpe duro en el hombro de Vair, antes de impulsar con fuerza el mango duro de mi daga en su pecho. El sonido de su armadura golpeando contra la piel es satisfactorio. Sonrío, deshaciendo una de mis dagas para golpear su mandíbula.
Mi error, por supuesto, es acercarme tanto. No veo venir la espada hasta que corta profundo en mi costado. Me saca un jadeo y a Vair una mueca de satisfacción. Veo el destello de triunfo en sus ojos antes de que en mi mano aparezca la siguiente cuchilla. Es pequeña pero la hoja llena de veneno se entierra en su hombro ya maltrecho.
Solo logra sostenerse un segundo antes de caer de rodillas, ambas manos aún aferradas a sus espadas. De pie, tomo con fuerza la daga, dispuesto a dejar caer el golpe de gracia.
—Cassio.
Giro, mi respiración inestable, mis manos llenas de sangre. Atenas me mira a los ojos, una mirada extraña pasa por el ámbar. Es tan bonito que pierdo el hilo un segundo.
Yo, el Dios de las almas, me confío un segundo. Es tan fugaz que no podría afectarme, tan insignificante que podría desperdiciarlo observando sus facciones. Pero tan impresionante que me deja descubierto ante mi mayor debilidad.
Atenas.
No veo venir la puñalada, por lo menos no hasta que está clavada profundamente en mi pecho. Me desconcierta, me divide en dos. El dolor sordo no es lo suficientemente cruel como para borrar la huella que deja la traición, el dolor palpable de la derrota.
Me dejo caer de rodillas, al lado de quién se supone que era mi enemigo. No me queda más que alzar la cabeza y mirar sus ojos ámbar llenos de lágrimas. Es desesperante sentir amor por ella aún cuando me está traicionando. Aún cuando me ha mentido a la cara, sus lágrimas son mi mayor fracaso.
—Perdóname —dice y no sé por qué.
No lo sé, parece vacío e innecesario. Presiono mis labios juntos, asintiendo. Ella acuna mi rostro, sus ojos buscando los míos.
—Cuida a las almas.
No lo veo hasta mucho después, cuando ya el tiempo no vale nada. No observo sus ojos vacíos sino hasta que cae al suelo con la piel pálida. Aun cuando mi sangre se derrama por el suelo, me arrastro hacia su cuerpo.
Su cabello se derrama por la piedra, su mano todavía empuña mi daga. Con terror, tomo su rostro entre mis manos y me doy cuenta que se ha ido. Mi alma, mi amiga, a quién juré proteger. Se ha ido y no sé cómo. Me ha traicionado y se ha desvanecido en el olvido.
—Las consecuencias de sus acciones los perseguirán por la eternidad.
No presto atención a quién lo dice, su voz parece muy lejana. Me hundo en el suelo, la sangre a mi alrededor. Caigo en la más dura de las derrotas; la soledad amarga. Entierro mi rostro en su cuello y me dejo morir ahí mismo.
Estoy ante mi peor pesadilla y esta vez no es un sueño.
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