Capítulo uno
Atenas
Hace eones, Vair enterró las manos en la tierra y sacó una pequeña cantidad. La observó, la sintió y cuando una lágrima cayó sobre ella, vió en su interior un ser humano. Sintió su salvación en las manos sucias de sangre y magia.
La noche en los Campos Sagrados es brutal. Los animales más inofensivos buscan refugio de los mayores depredadores cuando el sol se esconde y la plata cubre cada rincón. Las flores se cierran, los cristales en ellas cortan y los ríos se secan. Los árboles son siniestros y las sombras se escabullen para ayudar a los depredadores a capturar a quién se haya quedado atrás durante el día.
Hoy, yo soy una de los que se han quedado atrás. Me impulso por el bosque descalza, cortándome los pies y manchando de sangre las hojas y ramas por las que paso. El dolor me sube por las pantorrillas y los muslos llenos de raspones hasta quedarse en mi cadera palpitante. Tengo el torso lleno de diminutas cortadas y los brazos cubiertos por largos guantes de seda plateada.
Mi cabello púrpura se ha tejido en una corona de trenzas que hace horas estaba llena de flores de ciris, ahora mechones se esparcen por el aire mientras corro para salvar mi vida. No me queda nada más que mi vestido lleno de sangre y la daga que he robado.
—¡Atenas!
Exhalo, enterrando el terror que se abre paso en mi pecho. Me abro camino entre un pequeño hueco que dejan dos árboles con la esperanza de que detenga a Thae y Oris por un largo tiempo mientras rodean las enredaderas y los árboles que impiden el paso hacia la frontera de la tierra de las almas.
La vegetación aquí es tan espesa y tenaz como lo imaginaba. He pasado horas corriendo, sabiendo que la única dirección que puedo tomar esta, intentar rodear la frontera y escapar hacia la tierra de algún otro Dios. Con suerte, podré viajar lo suficientemente lejos para conseguir un barco que me lleve a tierras donde no puedan perseguirme.
En los diarios de mis antepasados se describe esta barrera natural como un lugar santificado que alberga en su interior un tesoro divino. Aparentemente no se puede ingresar en el sin la bendición de un Dios, pero mi bisabuela descubrió pequeñas entradas en medio de los árboles que permitían el paso de alguien pequeño y delgado. Abarca un gran territorio y rodearlo es una tarea de horas para seguir por el bosque hasta la frontera de las almas.
Correr a través de él quizás tome una hora y me encontraré a minutos del territorio del Dios Cassio para rodearlo. Es mi única opción y me ahogo con la idea de no tener nada más que la fé en mi misma para lograrlo. Si fallo, si tropiezo y pierdo un segundo, no hay vuelta atrás.
Confío en que ninguno de los grandes hombres que me siguen pueden entrar por las pequeñas aberturas de los árboles por su tamaño y tampoco descubrir que estoy aquí. Mi abuela escondió este descubrimiento en un pliegue de su parte del diario que solo pudo ser descifrado por una de sus descendientes. Deben haber pensado que estaban cerca, persiguiendo el rastro de mi sangre y ahora puedo sentir su confusión al haberme perdido en la barrera de árboles y enredaderas esmeraldas.
Engancho la daga en mi muslo dónde he sujetado fuerte una cinta que arranqué de la cintura de mi vestido. Me dejará una marca por la presión pero la daga no se moverá. Camino por la fortaleza de madera y flores. Cuando observo hacia arriba, no hay más que las copas de los árboles que parecen infinitos, sin dar oportunidad a escalar.
Mis pies sienten un respiro ante el musgo frío que inmediatamente se llena de sangre. A los pies de los árboles crecen flores extrañas, de colores maravillosos que no había visto antes. Por primera vez desde que empecé a correr, me detengo para respirar.
Las lágrimas me asaltan y se desbordan con lentitud por mis mejillas. Respiro hondo, caminando lentamente, consciente de mis rodillas ardiendo y la sangre fresca que me corre por el hombro y se derrama en cada movimiento. Debo ser un desastre, sucia y llena de sangre.
Sorprendentemente, me río un poco. El sonido viaja hasta las barreras hechas de árboles, algunos están tan lejos que ni siquiera puedo distinguirlos mientras delinean donde empieza y termina este lugar. Echo la cabeza hacia atrás, las lágrimas se desbordan de las comisuras de mis ojos y me empapan parte del cabello. Contrario a ello, una sonrisa se extiende por mi rostro mientras mi respiración se vuelve viciosa.
Por primera vez en mucho tiempo, más tiempo del que recuerdo, no soy perfecta. No estoy limpia, no soy pura, no soy serena. Estoy sucia, rota y alterada. Soy un desastre, soy todo lo que ellos han odiado. No puedo evitar disfrutar de manera enfermiza este momento.
Mis dedos envueltos en seda se aprietan y envían un hilo de dolor hasta mi hombro herido. El dolor me hace dar marcha hacia al frente mientras me arranco un guante y lo envuelvo a través de mi hombro y axila para forzar la sangre a parar. No pude detenerme antes pero el rastro de mi sangre ha llevado demasiado lejos a Thae y Oris. Tomo uno de los extremos con mis dientes y el otro con mi mano izquierda, dónde solo tengo pequeños cortes. Con un grito entrecortado, aprieto con fuerza mi hombro derecho.
Escupo la tela con un jadeo, avanzando con cansancio. Llevo demasiado tiempo corriendo, solo orientándome por las instrucciones que están en mi mente y sabiendo que no puedo desviarme. Caminar derecho siempre, decían las notas ocultas de mi madre. Al llegar a la frontera de la tierra de las almas, dónde no puedo entrar por mi evidente mortalidad, debo girar a la izquierda y seguir hasta las montañas. Allí debo continuar varios días de caminata, guiándome por la constelación de la guerra para ubicarme en las noches y seguir por el día. Debo encontrar la costa en menos de una semana, si no lo hago significa que me he perdido y recuperar la dirección será difícil por lo que entonces no queda más remedio que sobrevivir hasta encontrar la muerte.
Cualquier cosa es mejor que ser capturada por Thae y Oris. Espero vivir lo suficiente como para experimentar las cosas que todos ellos me han prohibido. Cómo el cálido sol en mi piel, la luz plateada de la luna, el aire fresco de los amaneceres o el simple placer de vivir libremente.
Estoy tan absorta en la esperanza de un corto tiempo de paz que tropiezo y caigo con fuerza. Aprieto los dientes ante el dolor brutal que me golpea y lucho contra las lágrimas que me inundan los ojos. Con rabia, me paso las manos por el rostro y respiro, ignorando otro dolor persistente en mi cuerpo.
Levanto la mirada hacia lo que me ha hecho caer y me paralizo. Frente a mí y casi enterrado en el suelo, hay una pequeña esfera de cristal. Me arrodillo, reteniendo un jadeo de dolor cuando mi pie se mueve y me señala que puede que esté un poco torcido. Observo la esfera, que está parcialmente enterrada y envuelta en enredaderas. Alcanzo la parte superior, mirando en su interior.
Un pequeño anillo de plata yace dentro y las plumas grabadas en el son visibles. Trato de tomar la esfera y arrancarla pero las enredaderas se aferran a ella y la hunden con cada uno de mis movimientos, como si enterrarla bajo tierra me señalara que no es mía para tomar. Con un bufido, me levanto.
Cojeo y me abro paso lejos de la esfera. La plata del anillo y su antigüedad me hubieran comprado muchísimo una vez instalada en otro lado. Por ahora, lo único de valor que poseo para intercambiar es la cadena que cuelga de mi cuello, y es lo único que me ha pertenecido desde que nací. Por otro lado, el anillo en esa esfera podría estar maldito por lo que sé. Debe ser el tesoro de los Dioses, aunque simple a la vista a mi parecer.
Mis pensamientos van perdiendo fuerza conforme me abro paso por el lugar, calculo un par de horas cuando mi respiración empieza a ser dura y mis párpados caen con el cansancio. La adrenalina ha ido menguando, aún cuando cada pequeño ruido me sobresalta.
Todavía es un camino mucho más fácil y seguro que el rodear. Los grandes depredadores no pueden entrar y los pequeños animales no llegan aquí por la falta de comida y agua, los más preocupados por su supervivencia y en busca de un refugio se acurrucan lo suficientemente lejos de mí hacia las esquinas del gran territorio que forma un óvalo entre los Campos Sagrados y la tierra de las almas.
Cuando siento que voy a derrumbarme, vislumbro el otro lado. Suelto un suspiro, acercándome para tantear las paredes ásperas de madera y hoja. Busco con la mirada un pequeño hueco para escabullirme y lo encuentro cerca. Es tan pequeño como el anterior, tendré que doblar mi cuerpo de forma incómoda porque no soy tan bajita pero sí lo suficientemente delgada para pasar.
Apoyo una de mis manos en la corteza y dejo que uno de mis pies atraviese la salida. Me agacho, empujando la barbilla contra el pecho y moviéndome lentamente a través del agujero. Contengo la respiración, todas mis heridas se tensan y por un segundo mi vista se oscurece ante el intenso dolor.
Mi pie palpita y se que se ha hinchado, mi hombro protesta y las pequeñas cortadas en todo mi cuerpo se sienten fastidiosas y agregan más dolor del que puedo soportar. Sin embargo, es parar y morir o seguir hasta estar segura de que nadie me sigue. Me dejo caer en posición fetal del otro lado. La áspera hierba y las pequeñas piedras se clavan en cada parte descubierta de mi piel mientras jadeo.
Me arrastro por el suelo un segundo antes de poder ponerme de rodillas y eventualmente de pie con muchos gritos ahogados. El sudor me corre por las sienes y el cuello por el esfuerzo pero estoy cerca, tengo ventaja por una vez en horas. Solo tengo que seguir hasta tocar la barrera que no permite a los mortales entrar al plano divino de las almas.
Avanzo con una inmensa cojera, desorbitada y decidida. Extiendo las manos, mi madre describió que se sentía tenebroso, como la niebla y que se aferra a ti para expulsarte. Dijo que podría disparar las visiones pero que eran rápidas y que era mejor experimentarlas que suponer estar en la frontera sin estarlo.
Así que avanzo. Avanzo y avanzo durante minutos que parecen eternos. Mis respiraciones son dificultosas y me pregunto cuándo sentiré la barrera. Sigo caminando, la luz de la luna se ha vuelto mucho más potente y se refleja en mi piel magullada. Escucho con atención en busca de algún animal, atenta aunque sé que no podré defenderme en mi condición.
Sin embargo, no pasa mucho tiempo cuando siento un cambio. No es como la niebla en absoluto, es como el suave roce de la tela más rica contra mi piel, como una caricia. Cierro los ojos un momento, tratando de entender la sensación de pertenencia que me empuja a seguir.
Respiro, aún con las manos extendidas y sin percibir ninguna barrera. Doy un paso más, lo que me rodea me insta a caminar más cerca. Abro los ojos, envuelta en la sensación más agradable de mi vida cuando ante mí se encuentra un mar de sombras. Se reúnen a mis pies y a mi alrededor.
Doy un paso más, hipnotizada.
Lo único en lo que puedo pensar cuando la presión en mi cabeza se vuelve peor y la oscuridad en mi visión me llena por completo es en el color de las flores que me rodean y que las sombras evitan.
Son tan púrpuras como mi cabello.
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