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Capítulo siete

Cassio


El silencio en la sala del trono hace el contraste perfecto con las emociones que se arremolinan en mi interior. No importa cuanto lo evite, la desolación siempre me desgarra cuando despojo a un alma de un tormento que la ha seguido durante vidas. Esta vez, sin embargo, no es lo único que arrasa conmigo. La necesidad me nubla el juicio, la presencia brutal de mi alma me llama.

Estiro mi magia, tomando nuestro hilo y aceptando el latigazo de energía que emerge cuando me resisto a este vínculo. Me resistiré hasta que halle la manera de romperlo, sin importar a quien destroce en el camino.

Durante décadas creí que la lujuria de Astor era la que impulsaba la obsesión por su alma. Un Dios libertino, obsceno y con un amor puro por la sexualidad en todas sus formas. Me pregunté cómo se podía reducir eso a un ser necesitado de un humano, arrastrado a lo más primitivo de nuestra especie.

La ironía es absurda cuando me encuentro a mi mismo ensimismado en los rizos púrpuras de mi propia alma, en los lunares de sus clavículas y la curva perfecta de sus labios rosados. Su piel llena de magulladuras y moretones podría ser todo un deleite. Sé, sin lugar a dudas, que esta mujer es la perdición de la divinidad.

La existencia debe estar deleitándose en mi sufrimiento, extasiada al verme luchar contra mi mismo. Ambos sabíamos que este momento llegaría, cuando me empujara a desistir. El error fué mío al creer que podía ganarle por una vez, alinear todos mis planes para pasar por encima de los suyos con éxito. Aún así, mi creadora es tan consciente como yo de que este es mi destino y voy a clavar esa daga sin importar el costo.

—¿Es feliz?

Me pongo de pie, las sombras son una unión tangible entre los dos. Se enredan en mis hombros y recorren el espacio que nos separa hasta aferrarse a los suyos. La miro a los ojos, esperando a que formule bien su pregunta.

—El alma que acaba de irse, me pregunto si será feliz ahora.

Observo la pluma negra que ha caído de mi ala y que yace más allá de nosotros, desechada en el suelo sin más. Es como si no lo significara todo, como si esa simple pluma no fuera la única oportunidad de un alma para el alivio.

—Ahora su espíritu yace en el corazón de su hija y la cuidará hasta el final de sus días.

—¿Haces esto con todas las almas atormentadas?

—Solo con las que están muriendo incluso antes de nacer.

Paso por su lado sin detenerme, no hay más que hacer aquí. Mi tiempo es escaso y lleno de incertidumbre, aunque ahora que evito a toda costa dormir se vuelve mucho más productivo. Para un Dios es fácil resistir semanas con solo horas de sueño, estimo que me quedan unos días antes de sucumbir a la locura.

Hasta que no termine con este asunto no podré descansar jamás, ni con las hierbas más potentes. Lo he intentado, por supuesto. Claro que no terminaré si la mujer que me sigue a través de las escaleras no colabora conmigo. Si ella me odia, si ella me detesta, romper el vínculo será todavía más difícil.

Si hallo una forma, y lo haré, ambos debemos estar de acuerdo. No creo que ella ame la idea de estar atada a mí tampoco, por lo que no es una petición difícil. Lucharé contra la necesidad que me incita a consumar está unión sagrada de la misma manera en la que lucharé para encontrar la manera de romperla.

—¿Me dirás quién eres?

—No.

Se me escapa un resoplido y tengo que detenerme un segundo ante la ola de frustración que se mezcla con mi necesidad. Nunca, jamás, había pensado en ser reducido a algo tan patético como un hombre desesperado. Conseguiré lo que quiero de ella, nunca juego para perder. Sin embargo, una maliciosa parte de mi adoraría escucharla complacerme.

Otra parte de mi, la más insensible, se deleita en su lucha por mantenerse firme. Tan adictiva como suena y huele, sigue siendo una cosita pequeña y adorable; feroz y terca, pero asquerosamente hermosa.

Sus pies se detienen a mi lado, igualando mi ritmo para bajar las escaleras a la par. Una vez abajo, sus pies descalzos se deslizan por los suelos de madera y frunzo el ceño al ver las magulladuras en sus piernas y las vendas en su tobillo lastimado.

—No debiste bajar de la cama.

Ella se encoge de hombros. Su expresión tranquila me resulta desesperante por alguna razón. Sus ojos fríos, sus labios planos y las manos entrelazadas a la perfección sobre su suave vestido. Me resulta falso y nunca he sido fanático de la falsedad, suele golpear muy cerca de mis molestias más problemáticas.

En dos zancadas, tomo su cadera y sus piernas, alzándola con un gruñido. Me resulto tan estúpido que no oculto el disgusto en mi rostro. Mis sombras se enredan en sus tobillos y suben por sus brazos para acomodarla perfectamente contra mi pecho.

Me detengo en la puerta de la habitación que he designado como suya, lo que me lleva a dormir en algún mueble por el tiempo que me tome arreglar este desastre. Mi agarre se intensifica cuando observo las pequeñas gotas de sangre en los vendajes de su hombro y rasguños más profundos.

—Te lastimas a ti misma saliendo de la cama, es como si te odiaras —murmuro y aún a mis propios oídos sueno amargado, lo que me provoca más molestia.

—No me odio —susurra, su voz estremece cada parte de la magia que late a mi alrededor —, por lo menos no en este instante, ¿Por qué me estás llevando?

Chasqueo la lengua. Con una suavidad exasperante, la dejo caer sobre la gran cama. Tomo su pierna y envuelvo mis manos sobre su tobillo hinchado que se ha tornado de un color preocupante.

—Eres el ser humano más terco que se ha cruzado en mi camino, no valoras tu deteriorado cuerpo y te niegas a obedecer.

Aún mientras me quejo, quito y reemplazo todos su vendajes lavando sus heridas con el agua limpia bajo su cama y tomando más vendas del cajón. Inspecciono cada herida y me tomo el tiempo que necesito. Las sombras se enrollan en sus piernas y se aferran a sus suaves muslos. Son como tatuajes que también suben por sus brazos y presionan en su delgado cuello como una caricia.

—Cassio —Me llama con voz ausente, su mirada recorriendo el bosque a través de la ventana— Dios de las almas, guardián de las nuevas oportunidades. Un guía, un líder, lo eres todo y nada.

Me tenso, mis dedos se quedan rozando la piel de su hombro. Esta descripción humana se ha dictado por siglos, escrito en todos los libros y cantado en cada velada bendita. Mi alma la susurra con algo parecido a la burla, como si fuera una simple tontería. Sí debería estar ofendido, estoy desdeñosamente preocupado por lo bien que suena mi nombre en sus labios.

—Cassio, ¿Alguna vez has obedecido sin objeción? —pregunta, sus ojos ámbar brillan a la luz de la luna

—Ni una sola vez.

—Pedir mi obediencia sin objeciones cuando no sabes lo que eso significa es tan estúpido como creer que podrás romper este vínculo.

Nos miramos fijamente, mis manos en sus hombros, las suyas apoyadas en el regazo. Es única la manera en la que no puedo ver su alma pero puedo observar con claridad el color de sus ojos, los pequeños puntos oscuros en sus pupilas y la inmensidad de la vida en su voz.

Es magia en su máxima expresión y no tengo idea de cómo luchar con eso; no tengo idea de cómo ganar una guerra contra el saber que brilla en sus ojos.

Sólo me queda una cosa.

—Tengo algo que enseñarte.



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