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Arbitrio

Podría pensarse que el avance en la cultura humana daría evolución y libertad, y, aunque estos parecen creerlo, he de confesar que yo solo veo sometimiento y falta de originalidad.

Nos encontramos en el año 3021, según su cultura.

Yo, con los eones de mi existencia a cuestas, finjo ser uno más de ellos, sin nada de especial ni mucho menos divino.

Hoy, 14 de febrero, daré una charla muy especial en este recinto lleno de universitarios que pretenden especializarse en la mitología.

Meneo la cabeza con transigencia.

Las cosas han cambiando tanto... Las deidades ya no nos encriptamos en nuestros olimpos particulares. Uno por uno, hemos decidido bajar de nuestro propio pedestal e interactuar con estas criaturas que tanto nos han adorado en el pasado, temido, odiado o que, como a día de hoy, nos ignoran porque creen haber demostrado nuestra inexistencia. Creo que hay cierta ironía en que los dioses seamos catedráticos en su enseñanza.

Paseo por este campus anodino y frío. Todo es tan monocromático que ha perdido el esplendor de la propia vida en comparación a años pasados. El edificio central blanco, los adyacentes un tono más oscuro; hasta el cielo parece ponerse de acuerdo con el paisaje, nublando y tiñendo todo con más gris bucólico. Ignoro a los estudiantes sentados o tumbados en ese pasto, que lejos está del verde intenso de antaño y que asemeja una oda a la agonía de la naturaleza.

Atravieso las amplias puertas de cristal espejado y subo las escalares de mármol blanco hasta mi siguiente clase. Agradezco la semicircunferencia que la compone, las gradas y la claraboya diáfana. Mis alumnos están ya sentados a la espera de mi comparecencia, pero el silencio se instala en la sala cuando poso mi maletín en la mesa central.

Debería empezar a hablar y, tal vez, hacerles cuestionar lo que creen saber del amor, porque no saben nada. Mas me veo imposibilitado por un maldito recuerdo que me ha estado acosando desde bien entrada la madrugada, y ella es la culpable.

—Psique.

El murmullo de mis oyentes me resulta ensordecedor. Soy consciente, con retraso, de que he pronunciado su nombre en voz alta.

Evito un suspiro frustrado al darme cuenta de que el tema que trataré no se parece en nada al que tenía planeado, pero ¿a quién le importa? Les he estado contando mi vida a estos ingratos desde que me dedico a la enseñanza, y ellos piensan que solo son cuentos. Como si mi vida no fuera real, como si mis sentimientos fueran un invento. Al menos yo, he de convivir toda la eternidad con mis recuerdos, ellos solo son un suspiro de intensidad del que pocas veces queda constancia.

—Se refiera a la esposa de Cupido.

No hay pregunta en su hablar. La voz de esta mortal siempre consigue emocionarme. ¡Qué ridículo me siento! Acostumbra a sentarse en la última fila, como si temiese ser descubierta por el resto de sus compañeros. Hay auténtica resolución en su mirar.

Afianzo mi mandíbula y trago.

—¿Creéis que siguieron casados?

Mi pregunta los desubica y se observan unos a otros extrañados.

—No hay constancia de que...

Interrumpo de inmediato el discurso petulante del joven sentado en primera línea y cuya voz detesto casi tanto como la mención de mi esposa.

—Incluso los dioses tenían secretos que no siempre han sido conocidos por el ser humano —declaro—. Me atrevo a ir más lejos, y os preguntaré si creéis que ella lo amaba.

Se quedan dubitativos, pero la mayoría asienten.

Sin pensarlo, la busco y la veo con el ceño fruncido. ¡Vida en terreno yermo!

Sus ojos conectan con los míos un breve instante y aparta la mirada, azorada, antes de hablar en un tono que casi es un siseo.

—En ningún momento fue alcanzada por la flecha de Cupido, fue él quien se cortó con su punta accidentalmente.

Sonrío orgulloso, sabiendo que todos la han escuchado.

—¡Eso es absurdo! —refuta el charlatán sabelotodo—. Se supone que el amor nace y no siempre es obra de ese querubín con pañales.

El lugar estalla en risas.

—Recordemos que, Psique —prosigue este con su argumento—, baja al mismísimo Tártaro por él y en un principio iba a quitarse la vida para conseguir su objetivo.

—Solo hace eso por Venus, para conseguir su perdón. ¿Sinceramente estaba enamorada de Cupido o se arrepentía de haber desaprovechado tal oportunidad de estar con un dios?

Me siento sobre la mesa con una pierna colgando, mientras disfruto de esta discusión.

—Se sobreentiende...

¡Qué personaje más obtuso! Lo vuelvo a interrumpir antes de que me provoque migraña.

—A veces damos por hecho acciones que nos parecen evidentes o comportamientos que en realidad solo pretenden un papel —comunico—. Psique no amaba a su esposo y lo único que perseguía era congraciarse con la diosa del amor. Temía más su ira que a la muerte.

»¡Cupido y Psique no tuvieron un final feliz!

Hay exclamaciones de sorpresa y gestos de incredulidad entre los presentes, pero como no podía ser menos, alguien necesita dar su opinión.

—¿Y usted cómo sabe eso si en ningún libro se narra tal cosa?

—Dudo mucho que haya leído todos los volúmenes que existen en el planeta, señor Kasian.

Se ruboriza levemente y por fin consigo que cierre el pico.

—Como toda leyenda, estos textos tienden a idealizarse y, por norma general, buscan aleccionar sobre algo en concreto. Nos dan a entender que el amor entre ellos era algo mutuo, porque ¿quién no querría a Cupido, dios del amor? Pero Psique no lo amaba, solo residía en ella la emoción de estar con alguien tan prometedor; no obstante, para amar hace falta más que una ilusión pasajera.

Mi silencio se alarga demasiado.

—Entonces, ¿qué ocurrió entre ellos? —pregunta la voz más lejana.

Antes de que pueda responder, mi ayudante interrumpe mi clase atravesando el umbral de una puerta que nunca cierro.

—¡Disculpe, profesor! ¡Tiene una llamada importante!

Me disculpo brevemente con mis alumnos y doy por concluida la clase. Estoy algo contrariado, ¿qué será tan importante? Nunca recibo llamadas de nadie desde que me desligué de los míos.

Ya en mi despacho, descuelgo el teléfono vintage de mi escritorio.

—¡Hola, cariño! ¿Cómo te va todo? —Es la voz de mi madre, tan jovial como la recordaba—. Hace mucho que no hablamos.

Silencio es lo que obtiene por mi parte.

Suspira.

—Quería recordarte qué día es hoy. Es tu última oportunidad para perdonarla y que no se convierta en parte de la nada. ¿Te imaginas destino más horrible que ese...?

Cuelgo.

¡Han pasado mil años, pero el amargor de la traición aún me quema las entrañas! Perdonarla no está en mis manos, a pesar de que lo intenté.

Me paso una mano por el pelo y mi atención va a aparar a un papel que hay junto al resto de los documentos que tengo en la mesa.

Es una invitación a la fiesta que se celebrará en una de las residencias del campus. La recojo y sonrío ante la figura semidesnuda del pequeño arquero alado.



La noche es cálida y el cielo muestra cada nueva constelación que los focos humanos no logra borrar con su luz.

El ruido de voces y la música va en aumento a medida que me aproximo al lugar de la congregación de borrachera y despendole estudiantil. No suelo ir a estas reuniones, pero necesito filtrar mucho alcohol. Me introduzco en el edificio, sorteando a algún que otro joven. Algunos me saludan con un «¡Hola, profe!», otros me miran perplejos, y la mayoría me ignora. Uno de mis alumnos me pasa un vaso biodegradable con alguna clase de licor en su interior. Lo acepto y sigo sin rumbo fijo por las distintas habitaciones del piso inferior. Casi todo está en penumbras y la única iluminación entrante es la de las múltiples ventanas que rodean las paredes que dan al exterior, beneficiándose de los focos de afuera. Avanzo y choco con un cuerpo cálido, que hace que arroje el vaso del que estaba bebiendo, agarrándolo por inercia. Mis pupilas se dilatan al reconocerla.

Ella parece tan sorprendida como yo de verla.

—¡Oh, hola, Eros... quiero decir, profesor!

Ignoro la descarga eléctrica que me ha sacudido por dentro al oírla pronunciar mi nombre. En ningún momento les he privado a alguno de mis discípulos de usar mi nombre, aunque siempre han decidido referirse a mí por mi apellido o por «profesor».

—¡Hola, Alma!

Nos quedamos en un silencio tenso, sin saber qué decir.

—Una clase muy interesante la de hoy —dice de pronto. Arrastra algo las palabras—. Es una pena no haber conocido el final. He estado todo el día dándole vueltas a qué pudo pasar entre ellos.

Mis manos siguen aferradas a su delicado cuerpo.

—¿Te gustaría conocer la historia? —le digo al oído para que me escuche por encima del ruido de la música.

Siento que estoy marcando una diferencia que ni yo alcanzo a comprender.

Levanta la mirada de mi camisa y me contempla. Sus labios dibujan una sonrisa genuina.

—Me gustaría mucho.

Sonrío sin ser consciente de que lo hago. Alma me agarra por una de las manos que tenía sobre su cintura y tira de mí para que la siga. Subimos varios tramos de escaleras y acabamos en una de las habitaciones del tercer piso. Cierra la puerta y me invita a sentarme sobre la cama.

La estancia huele a mora y fresas, un olor que asocio con ella.

Sigo de pie cuando Alma ya se ha dejado caer sobre el colchón, y me pongo hablar de lo sucedido hace mil años, aunque ella no sabe que yo soy el protagonista.

—Al principio todo fue idílico, como casi todas las relaciones en su inicio, pero el júbilo inicial dio paso a la desidia y al rechazo. Cupido no entendía el cambio tan brusco de su esposa, por lo que la colmó de regalos y atenciones. Psique, en cambio, regalaba detalles de completo desinterés que mostraban la prueba de un amor inexistente.

»Un día, Cupido, intrigado por las ausencias cada vez más prolongadas de su esposa durante el día, la siguió y la descubrió fornicando con su hermano Anteros.

Alma se lleva las manos a la boca por la sorpresa.

—Cupido, anegado por la traición, quiso lanzar una flecha de plomo a Psique para anular cualquier amor que sintiera por su amante. Anteros forcejeó con él para impedírselo, consiguiendo así romper el famoso arco de oro de su hermano.

»Sin embargo, la pelea no acabó ahí y mientras se disputaban la flecha que el dios del amor aún sostenía, Psique fue apuñalada en el corazón con ella accidentalmente y se desvaneció.

Alma niega con la cabeza sin entender.

—Pero las flechas de Cupido... —deja la frase inacabada.

—Esa flecha era distinta. Fue transformando su esencia a medida que Anteros y él peleaban. —Cierro los ojos con cansancio.

—¿Y Psique? —cuestiona con un hilo de voz e intensidad en su mirada.

—Su espíritu acabó en el Tártaro y si antes de mil años Cupido no la reclama, desaparecerá para siempre.

—¿Por qué Cupido?

—Necesita ser perdonada por él. Solo así su alma será redimida.

Mi alumna se levanta y se acerca a mí.

—¿Y la perdona?

Sus ojos ambarinos suplican algo, pero yo solo me fijo en esos labios carnosos y entreabiertos.

—No —espeto con rotundidad.

Su expresión carece de sentencia, solo me contempla y, aunque es imposible que lo sepa, aligera la carga que llevo tanto tiempo arrastrando.

—Bueno, yo tampoco la hubiese perdonado.

—Pero tú eres humana.

—¿Y luego tú qué eres, profesor? —musita bajando el tono.

«Un dios del amor que ya no cree en él», me digo mientras mi rostro desciende para encontrarse con el de Alma. 

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