I.
CAPÍTULO I
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Cuando escuchas la palabra "algoritmo", lo primero que te viene a la mente es algo relacionado con números y ecuaciones, ¿verdad? Pues así era como yo lo veía hasta que conocí a Allan Hale. Según él, los algoritmos son como las recetas secretas para resolver cualquier problema, desde un acertijo matemático hasta conquistar al chico más popular del colegio.
Sé que Allan es un poco rarito, pero debes darle una oportunidad. Así fue como nació el "Algoritmo Hale", el plan maestro de Allan (¿Quién lo diría?) para convertirme en una experta en matemáticas y, de paso, llamar la atención de Alex Maxwell. ¿Suena descabellado? ¡Totalmente! Pero, ¿a quién le importa cuando tienes 16 años y el corazón te late más rápido solo de pensarlo?
Todo empezó aquel día en que la señorita Reynolds me citó en el despacho del director para presentarme a Allan Hale. ¿Te has preguntado alguna vez cómo sería tener un tutor de matemáticas que cambie tu perspectiva por completo? Yo tampoco, hasta ese momento.
—¿Qué hago aquí?— pregunté, con una confusión que alcanzaba niveles estratosféricos.
Reynolds y el director Mathew me esperaban, junto a un chico que parecía haber salido de un cómic de ciencia ficción. Sus enormes gafas eran casi como pantallas de cine y la pila de libros a su lado, digna de una biblioteca de locos.
—Siéntate, Vania —ordenó Reynolds, con un tono más nervioso de lo habitual. ¿Qué había hecho yo para merecer esto? ¿Acaso el "cuatro ojos" tenía algo que ver?
—Estamos aquí por tu desempeño en matemáticas— intervino el director, con la voz grave como si estuviera sentenciando un veredicto.
—Ah— respondí, rascándome la cabeza, tratando de procesar la información. Todo comenzaba a cobrar sentido.
—Por eso él está aquí —dijo la señorita Reynolds—. Allan Hale, tu nuevo tutor de matemáticas.
Lo miré. Con su cabello desordenado y su mirada intensa, parecía el típico genio en su laboratorio, listo para enseñarme los secretos del universo nerd. La idea de estar atrapada con él me entusiasmaba tanto como una visita al dentista.
Allan extendió la mano amigablemente, pero yo la esquivé, provocando una mirada severa de Reynolds. Luego, ella comenzó a darme un discurso interminable sobre la importancia de las matemáticas y cómo Allan me ayudaría a mejorar.
¡Ay, por favor! ¿En serio tenía que escuchar todo eso?
De pronto, comprendí que las clases particulares iban a ser un asunto serio y que mi vida sin esta 'oportunidad de sufrimiento' nunca volvería a ser la misma.
—¡Puedo presentar una prueba! —supliqué, intentando aferrarme a cualquier esperanza de escapar de esta pesadilla. Pero Allan, con esa mirada astuta, no estaba dispuesto a ceder. Me había declarado la guerra.
—¡Claro, con tus conocimientos seguro sacas un diez!—dijo con sarcasmo, mientras yo luchaba por contenerme. Quería estrangularlo, pero el director respaldó su argumento.
—El señor Allan tiene razón— afirmó Mathew, con un tono que no dejaba lugar a dudas.
El señor Allan ni qué ocho cuartos.
—Yo... —intenté quejarme, pero la profesora interrumpió con una noticia aún peor—. La primera sesión será hoy después de clase.
—Justo lo que necesitaba para iluminar mi día— respondí sarcásticamente, dejando claro mi entusiasmo. La profesora rodó los ojos, y el director, pensando que estaba emocionada, me felicitó.
—Ashley te enviará algunos ejercicios a tu móvil— dijo Reynolds, con seriedad.
—Está bien— murmuré y salí de la oficina con los puños apretados y la cara roja de ira. Antes de marcharme, vi a Allan presionar los labios en señal de victoria.
Si antes odiaba las matemáticas, ahora tenía una razón más para detestarlas.
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Entré a la biblioteca arrastrando los pies, como si estuviera cargando el peso del mundo sobre mis hombros. ¡Y vaya mundo que cargaba! Matemáticas, un tutor nerd y un flechazo imposible. ¡La combinación perfecta para arruinar mi vida!
—¡Eh, tú! ¡Cuidado! —protestó Nancy, la bibliotecaria, con su voz de corneta. Mis ojos se abrieron con tanta exageración que podrían haber desatado un huracán. Mientras tanto, Nancy continuó con su clásico monólogo sobre "los jóvenes de hoy".
Bufé, entregando todo el dramatismo que la situación merecía. Caminé hacia Allan, que estaba refugiado entre las estanterías como un ninja de las matemáticas, totalmente concentrado en sus libros.
—Llegas tarde— dijo tan pronto como me vio, como si fuera el director de un colegio militar.
—Cinco minutos, gran crimen— respondí, cruzándome de brazos.
—Tarde es tarde— contestó con solemnidad.
Me mordí la mejilla, preguntándome si preferiría estar dándome golpes contra la pared en lugar de aguantar a Allan; para eso ya tenía los sermones de mis padres.
No sabía qué era más insoportable, si escuchar a Allan o estudiar matemáticas con él; se lo dije. Esperaba que se ofendiera, pero él solo sonrió de esa manera que te pone los pelos de punta. —Hay muchas cosas peores, Almos.
Sin embargo, Allan estaba en lo cierto, siempre parecía haber algo peor.
Allan sacó sus apuntes de su mochila y los esparció sobre la mesa. ¿Qué demonios era eso? Parecía una mezcla de tratado filosófico y libro de recetas, lo que me hacía preguntarme si se me estaba recomendando una terapia para el insomnio.
Si le dieran eso a los prisioneros, dudo que quisieran volver a delinquir.
—¿Realmente tendremos que aprender todo esto?— inquirí, con auténtico miedo.
—Esto es lo básico —dijo él, como si estuviera hablando de atarse los zapatos.
—¿Lo básico para qué?— pregunté. —¿Para saber todos los secretos del universo?— Su mueca se acercaba a una sonrisa, y, aunque él no lo sabía, eso me dejó un poco más relajada.
—No te preocupes, pronto terminarás conmigo, y cuando lo hagas, lamentarás no haber prestado más atención— me advirtió con una risa que me hizo dudar de su cordura.
—¡Claro que sí! Seguro que me voy a morir de nostalgia cuando termine este sufrimiento.— respondí sarcásticamente.
Él sonrió y se puso a hojear lo que tenía en frente. Mientras leía, me sorprendí a mí misma pensando en lo bien que le quedaban esas gafas. Tenía una bonita sonrisa y unos ojos que... ¡Basta, Vania! Me reprendí mentalmente.
—Vania —Allan me reclamó—. ¿Estás prestando atención?
—Eh, sí —hice una pausa, tratando de parecer interesada—. Estaba pensando en los... ¿Cómo los llamaste? Ah, sí, en esos garabatos que has puesto aquí.
—Los algoritmos— me corrigió, con una mueca de superioridad.
Rodé los ojos. Claro, había cometido un error monumental. Allan no era guapo; era más bien un bicho raro. Sin embargo, no podía negar que su cerebro era probablemente el más brillante de toda la escuela. Y yo, la estudiante más desastrosa. ¡Menuda combinación explosiva!
¿Cómo era posible que algunas personas entendieran las matemáticas con tanta facilidad mientras yo sentía que mi cerebro se derretía intentando procesar un simple número?
—¿Qué haces? —le pregunté cuando se levantó para buscar algo.
—Solo traigo un libro. —Mostró una página llena de gráficos y fórmulas que, sinceramente, parecía más un arte abstracto que una guía de estudio.
—¿De verdad? Me sorprende que no hayas traído la biblioteca completa —murmuré, acercándome para intentar descifrar el enigma que se escondía en esa página.
—¿Sabes, Vania? Las matemáticas son como la vida. Todo está conectado de alguna manera. Si logras encontrar las conexiones correctas, puedes resolver cualquier problema.
¡Ay, por favor! ¿De verdad iba a empezar con una de esas frases filosóficas?
—Sí, claro. Porque saber resolver ecuaciones diferenciales es crucial para sobrevivir en el mundo real —repliqué, levantando una ceja.
Por un momento, pensé que podría haberse ofendido. Pero no; más bien, parecía disfrutar de la conversación. Tenía esa chispa en los ojos de quien tiene un plan brillante, y eso solo añadía más confusión a mi vida.
—En efecto, hay cosas más importantes. Pero aún así, entender las matemáticas te puede abrir muchas puertas —dijo, con una media sonrisa.
—¿Cómo puedes estar tan seguro de eso? —pregunté, escéptica.
—Quizás porque veo las conexiones que tú no ves —replicó.
¡Qué arrogante! Pero, en el fondo, sabía que tenía razón. Las matemáticas eran como un rompecabezas al que no sabía cómo acercarme, al igual que Alex Maxwell.
—Porque todo se basa en patrones y relaciones. Mira, si consigues ver eso, te prometo que esto no será tan aburrido —comentó, iluminándose con una idea que prometía más que solo fórmulas.
—¿Y cómo lo hago? —pregunté, sintiéndome curiosa.
—Te propongo un reto —dijo, con un brillo travieso en los ojos.
—Si es algún ejercicio aburrido, paso. —En ese momento, vi a Alex pasar junto a las ventanas de la biblioteca, y mis pensamientos se desvanecieron.
La imagen de Alex capturó toda mi atención y dejé de escuchar lo que Allan decía. Mi mente comenzó a divagar sobre un futuro con él, y por un instante, el mundo de las matemáticas quedó en el fondo.
—¿A quién miras? —me preguntó Allan, haciendo que me sobresaltara.
—Nadie, solo... —me apresuré a responder, sintiendo que mis mejillas se sonrojaban. Sin embargo, la imagen de Alex seguía flotando en mi mente.
—Vamos, Vania. Soy el mejor de la escuela y puedo detectar una mirada de amor a kilómetros de distancia —dijo con una sonrisa burlona.
Rodé los ojos, intentando disimular la incomodidad que sentía. —¿Y para qué preguntas, entonces?
—No me malinterpretes. No me importa en absoluto tu vida amorosa, a menos que pueda ayudarte a entender esto —dijo, señalando las hojas de su libro como si fueran el mapa del tesoro.
—¿Y cómo me va a ayudar Alex Maxwell a entender esto? —me quejé, sintiéndome frustrada.
—Tengo un plan. Te enseñaré a crear un algoritmo para conquistar a Alex.
Mis ojos se abrieron de par en par, sorprendida. —¿En serio? ¿Crees que puedes conquistar a alguien con una fórmula matemática? —solté una risa incrédula.
Allan, el Casanova matemático, no parecía el tipo que hubiera tenido mucho éxito en el amor. Al menos, eso era lo que su apariencia sugería.
—Es solo lógica matemática. Solo sigue los pasos del algoritmo y, para final de semestre, Alex estará rendido a tus pies, si te esfuerzas. Considéralo tu proyecto final de tutoría.
Aunque dudaba de que eso funcionara, una chispa de curiosidad se encendió en mí. ¿Y si Allan resultaba ser un genio en el amor?
—¿Y qué quieres a cambio? —pregunté, intrigada.
—Simple: tú estudias todo lo que te diga, sin quejas y con tu mejor sonrisa —dijo, extendiendo la mano como si sellara un pacto.
Me froté el mentón, reflexionando sobre su propuesta. En realidad, era una nueva forma de ver las matemáticas; una que, sorprendentemente, comenzaba a atraerme.
—Entonces, ¿tenemos un trato? —preguntó, su sonrisa ampliándose.
No necesité pensarlo dos veces. ¿Qué podía pasar? —Acepto —dije, estrechando su mano y sellando, quizás, el trato más loco de mi vida.
—Perfecto. Vamos a dar un paso a la vez, pero no te arrepentirás —dijo, como si estuviera narrando el inicio de una aventura épica.
Mientras su expresión peculiar me hacía cuestionar si había tomado la decisión correcta o si simplemente me había lanzado de cabeza a un agujero de conejo matemático, no pude evitar sentir una mezcla de emoción y nerviosismo.
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