4
El paso del tiempo a veces resulta abrumador.
Hacía ya una semana que Lucas había abandonado el hospital y, pese a encontrarse con fuerzas para volver a clase, su madre se lo prohibía. Por lo que sus días se habían convertido en una constante y soporífera rutina.
Nunca había disfrutado yendo a clases, no sé llevaba bien con el resto de los alumnos y la rutina que seguía el instituto tampoco le resultaba tentadora, pero seguía albergando más posibilidades que su vida en esos momentos. Cada día, permanecía en casa, encerrado en su habitación, saliendo solo cuando necesitaba comer o ir al baño, ni siquiera le dejaba salir al patio. Se aburría y, pese a no haber sido nunca una persona de exterior, se moría por ir a la calle, aunque fuese para dar un solo paseo hasta la esquina.
Aun así y sabiendo por lo que estaba pasando, la actitud de su madre era tajante. La mujer tenía tanto miedo de que volviese a pasarle algo que lo encerraba cada día cuando se iba a trabajar, asegurándose de que no saldría bajo ningún concepto y de que (aunque de forma más secundaria) nadie pudiese entrar.
Lucas suspiró mientras se giraba en la cama, buscando una postura más cómoda en la que ver videos en su teléfono, a eso se había resumido su vida. Claramente estudiaba, pero eso eran solo un par de horas de un largo día que trataba de llenar con actividades banales sin ningún éxito.
Sin embargo, había una cosa que sí había conseguido despertar su interés en todo ese tiempo; los comentarios.
Como era de esperar, el accidente en el Retiro se había vuelto famoso y, por consiguiente, él también. Había muchos que simpatizaban con el chico y su situación, otros le culpaban por ser el único superviviente, algunos (los más extravagantes) incluso le acusaban de haber escondido el cuerpo de Pedro, que aún no aparecía. Sano o no, leer esas conspiraciones era lo único que lograba entretenerle.
Se disponía a ojear los nuevos mensajes dejados en las redes sociales cuando un sonido llamó su atención, escuchó con atención mientras esperaba que la voz de su madre se manifestase.
—¿Lucas? Ya he llegado.
—Vale —gritó en respuesta y, como cada día, se preparó para actuar.
Lo bueno de una rutina es que puedes anticipare a ella, por eso el chico sabía exactamente lo que pasaría a continuación y cómo debía actuar.
Apagó el teléfono y, con cuidado de no hacer ruido, salió de la cama hasta situarse junto a la puerta de la habitación, tomó el pomo y, con suavidad, tiró de él hacía abajo. Una vez abierta, tiró de ella con cuidado para dejar una pequeña rejilla disponible. Entonces, como cada día, se dispuso a escuchar con atención.
Su madre trabajaba por las mañanas en una agencia de publicidad, normalmente llegaba alrededor de las dos del mediodía. Antes, cuando él iba al instituto, llegaba a las tres, por lo que siempre le recibía con la comida preparada. Sin embargo, ahora que era capaz de estar allí todo el día, había observado un comportamiento muy peculiar en la rutina de su madre.
Cada día, la mujer llegaba, dejaba las llaves en la mesita situada junto a la puerta, se aseguraba de que su hijo estaba allí y, tras unos segundos en los que solo se oía el sonido de sus tacones y la puerta del frigorífico al abrirse, volvía a salir por la puerta. No sabía a dónde se dirigía y nunca se atrevió a preguntarle.
Esperó pacientemente hasta oír el sonido de las llaves, chocando contra el mueble de madera y, segundos después, el inconfundible crujido de la puerta principal al abrirse. Fue la señal que necesitaba para salir.
Abrió más la pequeña abertura de su puerta y se asomó con cuidado, confirmando que la mujer ya se había ido. Entonces, con el mismo cuidado y silencio que había empleado hasta el momento, avanzó gasta la puerta y se asomó del mismo modo que lo había hecho en su habitación.
No pudo ver mucho, pero sí lo suficiente para confirmar sus sospechas; se dirigía al trastero.
Alcanzó a ver su figura justo antes de que desapareciera escaleras abajo, avanzaba con rapidez y llevaba algo en las manos, una especie de recipiente cubierto por un trapo. Sabía que no tenía demasiado tiempo.
Se alejó de la puerta para dirigirse al frigorífico donde, como cada día, trató de identificar el alimento que faltaba. Su conclusión fue la misma de siempre; se trataba de una bandeja de carne congelada.
¿Por qué llevaba una bandeja de carne al trastero? ¿Por qué lo hacía todos los días? Le preguntaría, pero ya sabía que la mujer nunca le daría una respuesta, al menos no una sincera. Nadie oculta algo con tanto cuidado si luego planea contarlo.
Además, no estaba seguro de querer desvelar el misterio. Por mucho que fuese algo que quería saber, no podía negar que esa investigación le daba sentido a las horas muertas que pasaba entre esas cuatro paredes.
El sonido de la cerradura le hizo despertar de sus pensamientos, había perdido demasiado tiempo. Cerró el frigorífico y salió corriendo por el pasillo con el corazón acelerado, escuchando cómo a su espalda su madre entraba de nuevo en casa. Una vez en su habitación, se dejó caer contra la puerta y se llevó ambas manos a la boca, tratando de tapar su agitada respiración, sintiendo cómo la tensión crecía con cada segundo que esperaba por algún tipo de respuesta.
—¿Quieres carne o pescado? —gritó su madre desde la cocina y por fin pudo respirar en paz.
—Pescado —respondió tratando de fingir desinterés, incapaz de sacar esa bandeja de carne de sus pensamientos.
El resto del día transcurrió sin incidentes, un aburrido día más que casi le hizo agradecer la llamada de su psicólogo. Como siempre, a la misma hora.
No le gustaba tener que asistir a esas sesiones por videollamada, no creía tener ningún tipo de trauma y no confiaba en ese hombre lo suficiente como para contarle su experiencia en el otro mundo, pero sus llamadas suponían un descanso de esa pesada rutina. Al menos, durante sus sesiones, nunca sabía lo que podría pasar.
El ordenador comenzó a recitar una suave melodía, indicando que ya era la hora indicada. El chico se acercó al escritorio y, tras revisar una última vez su apariencia, aceptó la llamada entrante.
La pantalla se llenó con el rostro de su psicólogo. Un hombre de unos cincuenta años, con una gruesa mata de pelo que comenzaba a mostrar algunos tonos grises y los ojos surcados por finas arrugas. Como siempre, sonrió al verlo, mostrando una dentadura perfecta que encajaba a la perfección con su chaleco de punto.
—Buenas tardes Lucas, ¿qué tal?
El chico se encogió de hombros como respuesta.
—Aquí, como siempre.
—Pareces cansado, ¿has estado durmiendo bien?
—Como un bebé. —Era mentira, pero no quería contarle la verdad a ese hombre, no confiaba en él y no necesitaba darle más alicientes para pensar que estaba loco.
—¿Estás seguro? Has vivido una situación traumática y, tras eso, es normal experimentar insomnio o incluso pesadillas. Es algo de lo que no debes avergonzarte.
—Estoy bien, de verdad. —Odiaba que tuviese razón.
La realidad era justo como la describía. Desde el incidente había experimentado varios problemas, uno de ellos (quizá el más molesto) era lo que parecía ser un principio de hidrofobia, un miedo irracional al agua que había estado tratando de ocultar todos esos días, pero que cada vez se hacía más notable. Lo segundo más molesto eran sin duda sus sueños.
Siempre estaban allí. Cada noche, sus amigos le visitaban en sus sueños, le hablaban y gritaban, le exigían una ayuda que no podía brindarles. A veces revivía el asesinato de Juan, otras el suyo propio, otras lograba vencer al errático Pedro para luego descubrir que todo había sido una trampa. El resultado siempre era el mismo; despertaba empapado en sudor, temblando y con el corazón a punto de escapar de su pecho.
Pese a ello, no le contaría la verdad a Julio, no le daría esa satisfacción.
La sesión continuó como de costumbre; el hombre hablaba y él solo asentía, revelando el mínimo de información o, en su defecto, mintiendo lo máximo posible. Estaba comenzando a pensar en la escusa que le daría para marcharse cuando algo más llamó su atención.
Por debajo de la moderada voz del doctor, un sonido comenzó a tomar forma en la sala. Al principio no lo notó o tal vez no quiso notarlo, pero, poco a poco, fue aumentando en intensidad hasta llenar sus oídos y eclipsar su mente.
—¿Lucas? ¿Estás bien? —Los ojos del hombre se habían abierto de preocupación mientras el chico comenzaba a palidecer por segundos.
Su respiración se detuvo y su corazón comenzó a sonar con fuerza en sus oídos, aunque no era capaz de opacar ese horrible sonido que, para su desgracia, conocía perfectamente. Era una voz, siniestra y vengativa, que decía con insistencia su nombre; la voz de Pedro.
Sin dar ninguna explicación, cerró el ordenador y se levantó de la silla, dando vueltas por toda la habitación mientras se llevaba las manos a los oídos. ¿De dónde venía aquella voz? ¿Cómo era capaz de oírla? ¿Por qué parecía tomar más fuerza cuanto más se tapaba los oídos? ¿Acaso provenía de su interior?
Descartó rápidamente esa última idea cuando un nuevo sonido comenzó a hacerse notar a su alrededor; un océano embravecido que traía consigo la voz de Juan, aterrorizada y suplicante, a diferencia del otro chico.
"Otra vez no", pensó mientras sus ojos se llenaban de lágrimas y su cuerpo comenzaba a temblar, movido por violentos escalofríos.
Desde que sucedió el incidente habían estado allí, nunca había dejado de oír sus voces en el agua. Trató de ignorarlo, de atribuirlo al estrés y la culpa que todos le decían que debía sentir, pero él sabía lo reales que eran esas voces en realidad, sabía que procedían de un lugar muy diferente, un lugar al otro lado del agua.
Cerró los ojos y trató de respirar hondo, de calmar su agitado estado, aunque todos sus esfuerzos fueron en vano cuando un nuevo sentido entró en juego. A sus pies, una fina película de agua comenzó a extenderse por la habitación, haciéndole gritar en cuanto el líquido entró en contacto con sus calcetines.
Inconscientemente, dio un salto que casi le hizo caer y buscó el origen de dicha marea. No se sorprendió al ver que se trataba del baño.
Corrió hasta allí tratando de pisar lo menos posible el agua, dejando que una punzada de dolor recorriese su sistema cada vez que sus pies entraban en contacto con dicha sustancia. A su espalda, si madre subía corriendo las escaleras, preocupada por sus gritos.
—¿Lucas? ¿Qué pasa?
Pero él no respondió. Sus ojos estaban fijos en la bañera, cuyo grifo estaba abierto, provocando que desbordase con una sorprendente rapidez. La mujer se acercó corriendo a cerrar el agua, casi tirando al chico que permanecía inmóvil, absorto en el recipiente, rebosante de agua.
Sus ojos miraban con fijación la reflectante superficie, leyendo un mensaje que solo él podía ver.
"Ven con nosotros."
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