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Prólogo.

La casa estaba desordenada. Las paredes de un viejo color turquesa estaban sucias y el olor del techo enmohecido inundaba las fosas nasales de toda la familia que la habitaba. En la casa poco iluminaba el sol y el aire era más denso allí dentro. Era una casa encerrada, con ventanas muy pequeñas y solo un agujero en el techo que hacía de tragaluz, por donde en invierno caía una gotera.

En la sala de estar había una televisión pequeña donde el padre siempre miraba deportes. Era pasado el mediodía y el padre se había puesto borracho. Estaba sin conciencia sobre el sillón.

La televisión siempre tenía mucho volumen, pero el niño menor de la familia lo bajó en cuanto su padre se durmió. Había esperado unos minutos para asegurarse de que su padre estuviera del todo dormido para poder cambiar el canal.

Ver televisión era un privilegio en la casa que nadie tenía a menos que el padre estuviera fuera, pero el niño estaba seguro que su padre no despertaría dentro de mucho tiempo, pues era una práctica que ya había hecho varias veces.

Pero esta no era una de esas muchas veces.

Habían pasado tan solo diez minutos desde que el niño había cambiado el canal de la televisión cuando su padre se despertó.

—¿Qué putas haces allí, niño?

El pequeño no tuvo tiempo de levantarse cuando su padre ya lo había tomado del hombro para darle la vuelta. Sus ojos llenos de temor se encontraron con el rostro amargo de su padre.

—¿No ves que es mi hora de ver tele?

El niño no dijo nada, como siempre. Era mejor no responderle cuando estaba borracho, lo sabía por experiencia.

—¡Responde!

El hombre sacudió al niño, quien en un intento desesperado de escapar del agarre de su padre gritó, llamando a su madre.

—¡Mamá! —El niño comenzaba a afligirse. Estaba pálido y el sudor ya corría por todo su rostro.

Mientras era sacudido y atormentado por las palabras sin sentido de su padre, vio que su madre corría a su auxilio. Ella volteó el rostro de su padre y trató de ablandar su agarre tomándolo de las muñecas.

—¡Déjalo, déjalo! —Suplicaba.

El hombre estaba ebrio y cuando ella logró soltar sus manos de la ropa del niño dio un par de pasos torpes hacia atrás y cayó al suelo. La madre abrazó a su hijo y el hombre enfurecido se volvió a levantar. Tomó del brazo a su esposa, la cual se quejó del agarre tan duro del hombre y trataba de tranquilizarlo diciendo más cosas sin sentido.

El niño, que ahora estaba libre, corrió a la habitación de su hermana mayor, pidiendo que los ayudara.

La hermana era la única que se enfrentaba al hombre cuando estaba borracho. No le tenía miedo, ella sólo tenía rabia. La joven corrió a la sala, donde comenzó un pleito entre los tres. El padre tomaba del cabello de su madre y ella débilmente trataba de librarse sin resultado alguno.

—No te metas, perra —dijo el hombre cuando la hija trató de separarlos.

—¡Suéltala! —sus uñas se convirtieron en garras con las que arañó el rostro del padre.

El hombre retrocedió. La hija levantó a su madre del suelo, la cual se había lastimado el brazo al golpearse con algo al momento de ser empujada. El hombre no dio advertencia alguna cuando ya había lastimado a su hija también.

El sonido fue detonante. Los hermanos y la madre escucharon la bofetada que su padre le había dado. Ella estaba en el suelo, tocando su rostro, aturdida por el golpe, viendo algunas luces y figuras extrañas en el aire. Sintió los gruesos dedos del hombre en su barbilla y entonces volvió a cobrar los sentidos.

—Maldita —dijo apretando su mandíbula—. Te irás al infierno por deshonrar a tu padre.

El hombre escupió en el rostro de la joven, quien llorando y dando gritos se levantó del suelo y corrió a su habitación para limpiarse el rostro.

Cerró la puerta con llave. Abrió el grifo del lavamanos y comenzó a lavar su rostro con desesperación. Lo odiaba. Odiaba cuando hacía esas cosas. Odiaba su tacto. Odiaba su olor. Odiaba su saliva. Odiaba todo de aquel hombre.

El sentimiento que la había atacado no se detenía. Quién sabe cuánto tiempo pasó lavando su rostro, pero el padre volvió a ver la televisión, el niño más pequeño corrió junto a su hermano más grande donde lloró en silencio, y la madre tomó una cerveza con la cual esperaba olvidar el asunto.

Ya sentada en el suelo del pequeño y sucio baño, donde lloraba desconsoladamente, un rayo de luz que se colaba entre las hojas del débil y delgado árbol que crecía afuera logró alcanzar su mejilla, llamando su atención.

La ventana estaba en lo alto del baño, a la cual le faltaban dos vidrios para estar completa. Por el espacio que se formaba de los vidrios faltantes ella podía observar el cielo celeste y despejado, pocas nubes que volaban con ligereza, las ramas del árbol, la brisa que movía sus hojas. Todo era distinto cuando miraba por aquella ventana. A veces se sentía como si estuviera dentro de una jaula, sin lugar donde escapar, pero al ver ese pequeño paisaje atravesando la pared, se volvía a sentir como el ave que habitaba la jaula, sabiendo que aún tenía alas para poder volar algún día.

Tomó fuerzas para ponerse de pie otra vez. Pasó largo rato viendo como las nubes corrían hasta que sus lágrimas se detuvieron. Lavó por última vez su rostro y vio una pequeña fotografía que estaba pegada sobre el espejo, en una esquina en lo alto.

Al niño que estaba en la foto solía llamarlo Mudo. Hacía varios años había encontrado esa pequeña fotografía en un pantalón de su padre. No sabía cómo se llamaba, ni quién era. A Mudo le hacía falta un diente, tenía el cabello ondulado y de color rubio oscuro, estaba vestido con una camisa roja y sus mejillas tomaban ese color. A ella le pareció tierno a pesar de que no sabía quién era, por esa razón había conservado esa fotografía con tanto celo. Esa sonrisa incompleta era lo que la consolaba, pues pensaba que así no olvidaría cómo sonreír.

Una última lágrima se deslizó por su mejilla, y una extraña sensación se apoderó de ella, como si no estuviera sola, como si fuera el momento que marcaría un antes y un después. Caminó en dirección a la ventana, y con la garganta casi cerrada, con palabras casi inaudibles, musitó a modo de súplica:

—Por favor, Dios, si tú tienes piedad, déjame estar allí…

Y después de ver como el rayo de luz que llamó su atención al principio desaparecía por la caída de la tarde, tomó la fotografía de Mudo y la dejó guardada en la ropa del siguiente día.

No quería que esa sonrisa se perdiera en el tiempo.

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