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8. La carga.

Aun me dolía la cabeza, y pensé que era por tanta lectura así que concluí con esta. Levanté mi vista para ver por el retrovisor, pensaba que era Bernard que se acercaba al auto, pero en cambio era una silueta cruzando la calle. Una silueta de chaqueta negra, piel morena y cabello azul.

No puede ser ella.

Me di vuelta en el mismo lugar. Ella iba caminando en otra dirección, a punto de desaparecer de mi vista. Salí del auto y crucé, acelerando los pasos para llegar y ver su cara de nuevo, pero cuando voltee la esquina ya no estaba. Había un tráfico bastante fluido y varias personas caminaban alrededor de la cuadra. No sé si la había perdido de vista o era que realmente ya no estaba, entonces me dispuse a regresar al auto.

Fue allí cuando el dolor de cabeza que tenía hace un momento se intensificó y recorrió todo mi cuerpo, como si llevara una tonelada de algo  sobre mi. Me sentía agotada, como si hubiera subido una montaña; aturdida, como si el sol me mirara a través de una lupa. Mi respiración y los latidos de mi corazón estaban descoordinados, además de que toda la luz del lugar me abrumaba. Me detuve frente a una puerta de espejo que estaba en un local de esa cuadra cuando noté algo que colgaba por mis hombros.

El espejo reflejaba mi silueta pálida y pude ver con claridad y detalle al espectro que había puesto tanto peso en mi cuerpo. Sus brazos delgados colgaban de mis hombros, y su cabello azul se mezclaba con el mío, estaba sobre mi espalda, con el rostro oculto en la comisura de mi cuello y con las marcas del accidente, heridas tan vivas como ella ya no lo estaba.

Me espanté. Quería quitarme su cadáver de encima, pero parecía que su cuerpo estaba atado al mío. Tiré de sus brazos e intenté apartar su cabeza de la mía, pero la sangre que venía de sus manos goteaba sobre mi ropa y llenó las mías con tan solo un par de movimientos, haciendo imposible la idea de despegármela pues mis manos se resbalaban en su piel, y finalmente el peso de su cuerpo sobre el mío hizo que mis fuerzas flaquearan. Ya no podía estar de pie aunque lo intentara. Entonces comencé a sentir cómo mi rostro se llenaba de calor y mi cuerpo de vibración. Estaba llorando. Lloraba del dolor, lloraba el peso, del miedo y la confusión de verla sobre mí de esta manera.

—¡Déjame! ¡Déjame! —decía entre lágrimas—. ¡Basta, Natasha! —supliqué.

Y en el momento que dije su nombre, ella levantó su rostro.

Sus ojos eran los mismos de aquella vez, tan azules que ningún azul se puede plasmar en las pinturas, como el agua del océano atrapada entre rocas negras, un azul que es tan profundo, tan doloroso y lleno de misterio. Sus ojos eran los de alguien que quería hablar, aunque su boca no se movía. Era como si pidiera algo, y a la vez no pedía nada; una mirada llena de pensamientos que la lengua es incapaz de entablar. Su mirada me paralizó, pero mi corazón resonaba dentro de mí como un timbal. Y en un parpadeo, desapareció.

Me levanté del suelo, pero estaba agotada y perdí el equilibrio lo que me hizo caminar hacia atrás y terminé chocando con un autobús.

No sé cómo apareció el autobús, no sé cómo las personas desaparecieron dentro de él, lo cierto es que el golpe fue muy duro, y al caer al suelo sentí como si varios martillos me hubieran golpeado al mismo tiempo. Abrí los ojos, tendida en el suelo y a un lado vi a Natasha, sus dedos rotos, su cabello lleno de sangre, y sus ojos nuevamente blancos. Estaba muerta como aquel día, debajo de los restos del autobús, con el calor y el humo que nos cubrían del resto del mundo. Yo estaba a su lado, yo estaba igual de herida, yo estaba rota, yo estaba muerta aunque viva.

Estábamos juntas en esto.

***

—¡Alessa! ¡Alessa! —repetía Bernard mientras sacudía mi cuerpo.

—¿Qué sucede? —dije abriendo mis ojos.

Varias personas nos miraban y Bernard me sostenía en el suelo. ¿Qué hacían allí parados? ¿Y qué estaba pasando? Noté un autobús al lado nuestro y parte del tráfico detenido. No habíamos chocado en absoluto.

—Te dije que no salieras.

Bernard me ayudó a levantarme y nos llevó lejos de la gente, rumbo al auto.

—¿Qué pasó?

—Estabas como loca gritando enfrente de ese espejo. Dijiste algo: qué querías que te soltara, ella, Natasha… Luego te caíste frente al autobús (por suerte se detuvo a tiempo) y después te desmayaste.

—¿En frente de toda esa gente?

—Sí.

Sentí un fuego que recorrió toda la piel de mi rostro. Hice todo un teatro en la vía pública. ¡Qué vergüenza! Jamás me ha gustado llamar la atención de desconocidos, prefiero estar donde nadie me vea, donde nadie sepa que existo. Pero la idea de haberlo hecho, aunque no haya estado consciente, me dio mucha pena.

—¿Te preocupa eso ahora?

—¿Qué?

Bernard lo sabía, estaba muy avergonzada. Pareciera que lee mis pensamientos, pero es que en realidad tenía la cara roja.

—¿Acabas de desmayarte y perder los sentidos, y te preocupa que te hayan visto un montón de desconocidos?

—Sí. ¿Es malo eso?

—No estás bien. Ni siquiera debiste pensar en hacer este viaje.

Su molestia me tomó por sorpresa. Bernard no quería hacer este viaje, lo sabía, pero yo no quería ser la excusa perfecta para que él dijera que era mala idea venir. Me enojé. De tantas cosas en las que he pensado estos últimos días, tener vergüenza por lo que hice me pareció algo refrescante a la mente, había dejado de pensar en el accidente por lo menos en ese instante. Ya no quería pensar más en Natasha.

—Nos vamos.

—No.

—No voy a pelear por esto.

—¿Tú no? Pues yo sí. Todo este viaje lo has pasado de esa manera, ¿qué te pasa?

—Alessa, no voy a discutir nada. Nos vamos.

—No, no nos vamos. ¿Es porque siempre digo que somos amigos acaso? Ya teníamos un acuerdo. ¿Qué sucede contigo?

—No es por ser amigos o no, en realidad no tiene nada que ver contigo. Este viaje…

—¿Entonces por qué te enojas conmigo si yo no tengo la culpa de lo que te pasa?

—Solo no quiero estar aquí —encendió el auto y miró al frente, decidido a arrancar y llevarnos de una vez por todas al lugar de donde venimos.

—¿Por qué aceptaste venir, entonces?

—Porque me lo pediste y creí que te ibas a sentir mejor, pero cada vez empeoras más.

—Bernard… sí me ayudas.

Algo extraño, no relacionado a Natasha ni al accidente, sino a mí, me causó cierta decepción. Creo que estaba juzgando mal a Bernard, no sé de qué, pero en el fondo sabía lo bien que me hacía él, su voluntad, su compañía, su esencia, y era algo en lo más profundo de mí, que no quería que Bernard lo supiera. Me daba miedo que él supiera que tengo este corazón tan débil, que cuando me acaricia deseo que lo haga por siempre, que lo que hace por mí me hace suspirar en silencio, que si esta coraza me lo permitiera, le contaría hasta el último de mis secretos, de mis deseos y de mis sueños. Por eso era que esa pequeña frase, que quizás él no entiende lo profundo de su significado, me producía este sentimiento.

—Bernard, no me quiero ir aún —supliqué.

—Alessa, te lo digo en serio, no puedes seguir así. Estás mal, estás pálida, delgada y si hablas es solo para hacer esta “búsqueda” que para mi no tiene ningún sentido. Esa chica ya está muerta, la policía no te persigue, los medios tampoco, y de ninguna manera puedes hacer que ella vuelva a vivir.

—Es que… —¿Qué pretendía decir ahora? ¿Qué tenía ojos bonitos y por eso ahora estoy obsesionada con su muerte? Ni siquiera yo sabía explicar el vacío que ella había dejado en mí. Él jamás me entendería—. Creo que estoy en deuda, o algo así. ¿Sabes? Estuve a punto de cruzarme la calle, justo cuando apareció ella. La vi y ella a mí, y de no haber sido que se detuvo para verme, quizás el autobús nunca hubiera llegado hasta ella, quizás yo hubiera cruzado la calle, quizás yo hubiera muerto… y pensar en esto hace que sienta que junto con ella, una parte mía también murió.

Bernard suspiró profundo. Sostenía el volante con ambas manos fuertemente, miró al frente, apretó su mandíbula y luego de pensarlo bien, dijo:

—Esto será lo último que haremos en este lugar, después de esto nos iremos y no quiero que vuelvas a pedirme que regrese aquí, por favor. ¿A dónde es que quieres ir?

—Quiero ir donde está su cuerpo. Quiero llevarle flores y ponerlas sobre su tumba…

Bernard condujo por varios lugares, buscando una floristería. No tardamos mucho en dar con una, así que entramos y Bernard me dijo que eligiera cuantas flores quisiera. Jamás he comprado flores, mucho menos para una desconocida que acababa de fallecer. Sin embargo, había una canasta llena de flores blancas de todos tipos que me gustó desde que entré a la tienda. No sé por qué, pero ellas me hacían sentir en paz por primera vez desde el accidente, era como ver las plumas de los polluelos o ver a los mininos descansando entre algodones blancos que irradian consuelo.

Bernard buscó el cementerio luego de comprar las flores, y después de leer varios nombres y fechas, dimos con una lápida gris oscuro con letras color plata.

Natasha Catalina Borges
2005 - 2024
“Gracias por cuidarnos y ser valiente,
hija y hermana.”

Aquellas palabras me hacían sentir en compañía, aunque no fueran para mi. No tengo hermanos, pero Natasha los tuvo, y supongo que aún con todas las complicaciones y rivalidades que existen entre ellos, fuera lindo tener a alguien que te recordara por ser una buena hermana. Pienso que yo no sería tan buena en nada.

Sentía mi cuerpo agotado, aún con dolor y fatiga, con pena, con tristeza, pero también me sentía satisfecha luego de venir a este lugar.

Por lo general los cementerios tienden a ser tristes y espantosos, pero estar aquí, con la brisa fresca y el tenue sol de una tarde de Noviembre, con aquella plenitud que brinda el silencio a un corazón tan abatido como era el mío, finalmente hizo que todos aquellos sentimientos con los que me había encontrado este día se quedaran allí sepultados, descansando en paz.

Entonces sentí la mano de Bernard en mi hombro y lo miré a los ojos cuando me di media vuelta.

—Sé que todo lo que dije no tiene sentido, y lamento haber hecho que vinieras hasta aquí aún cuando no querías hacerlo.

Bernard sonrió con tranquilidad.

—De hecho, para mí tiene mucho sentido. No todo tiene que verse desde lejos y no se puede, tampoco. Somos humanos, y es de humanos sentir, y si nunca has sentido nada, tampoco has vivido nada. Hay una razón detrás de todo, y la razón de que sientas dolor es porque eres humana, y estás, por primera vez, viviendo.

Al escuchar sus palabras tan complejas a mi parecer pero llenas de cariño y comprensión, lo abracé y oculté mi rostro en su pecho. Estaba consternada, estaba con un poco menos de dolor, estaba contemplando y tratando de soltar esta carga que llevaba adentro, en el pecho.

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