7. La ojuela inservible.
Bernard, a pesar de no haber recibido todas las explicaciones que me pidió luego de lo de la otra noche, aceptó ayudarme. Mientras tanto yo había tratado de mantener la cabeza en los estudios hasta que llegara el día acordado para realizar el viaje, sin embargo pasé ansiosa por este y estudié muy poco.
Ese día era miércoles, y era el día acordado. No sé por qué elegimos ese día incluso sabiendo que tenía poco tiempo para recuperar las clases —tan solo esta semana—, pero ni a mi ni a Bernard nos importó demasiado.
Bernard había conseguido que su tío, quien era como su padre, le prestara su camioneta. No sé qué excusas dio para usarlo todo el día, pero él accedió no tan a regañadientes.
Montamos todo en la parte trasera: Un par de cojines y sacos de dormir… No es que fuera un viaje de días, pero todo un día de viaje suele ser cansado. También llevábamos una pequeña hielera con la que nos abastecimos de agua fresca durante todo el camino.
Bernard no dijo nada en el transcurso del viaje, lo que me hizo sentir responsable por primera vez sobre lo que él sentía. Estaba incómodo con la idea de volver allí, lo notaba por lo tenso de sus hombros y su mandíbula apretada cada vez que hacía preguntas con los cambios de rutas y colores en el cielo. Sé que no haría esto sin un motivo mayor, lo que me daba un poco de miedo, pues me hacía sentir el pecho lleno de latidos fuera de lo común.
Nos detuvimos en el parque que, lejos de ser un parque como los que yo conocía, era muy pequeño y sucio. La ciudad era grande como para meter dos ciudades distintas en toda su longitud, pero la primera impresión que me llevé fue la impresión que dan los pueblos viejos y olvidados. Dicho parque tenía una estatua, no sé de quién, ni de qué cosa exactamente, pues era una obra artística y muy abstracta que apenas conocí ese día, y se notaba que pertenecía a algún proyecto que pretendía innovar el lugar. Por supuesto Bernard ya la había visto antes, pues vivió aquí gran parte de su infancia y me sorprendió que la estatua no fuera reciente.
—Hay que descansar de este viaje. Sentémonos. —dijo.
—¿Comeremos algo?
—Hay una cafetería cerca de aquí, doblando la esquina.
Bernard siempre pagaba ya que sabía lo de la tacañería de mamá… y no tenía problemas con el dinero, además. La cafetería era muy clásica. Butacas y mesas simples al lado de una ventana, pisos de cemento y arcos en las paredes que parecían de la época de la piedra. Era mi estilo, sin duda.
—Creo que es momento de que me digas qué estás buscando en este lugar.
—Ya te lo había dicho, Bernard. Es ella.
“Ella” otra vez. Natasha. Natasha. Natasha.
—¿Por qué tienes que venir hasta aquí? ¿No era más fácil revisar su perfil de Facebook o algo así?
—Es un perfil restringido, no puedo hacer mucho.
—Alessa, ¿no será que te sientes responsable por lo que pasó?
No respondí. Miré la comida que llegaba a nuestra mesa y traté de ocultar mis pensamientos dirigiendo la vista a otra parte. No me sentía culpable, más bien me sentía censurada, como si con aquel suceso me hubieran quitado una parte de mí, como si no tuviera lengua, como si no tuviera voz, un espectro detrás del cristal que no puede tocar la lluvia. Sabía que estaba viva —o medio viva—, pues aún me movía y respiraba, pero la vida se detuvo en aquel momento y me estaba ahogando.
—Sabes que no me gusta tu silencio.
Una lágrima se rodó por mi mejilla, y seguida de esta, una y otra más. Me obligué a detenerlas con mis manos y distraje mi cerebro probando el primer bocado. Comería aún con aquel nudo en mi garganta, no era algo nuevo ya.
—Solo quiero saber un poco más de ella. Creo que me ayudará a sentir que no estoy tan… muerta.
Bernard no dijo nada.
***
El Instituto Roster era popular en la comunidad, y ya que Bernard también conocía, no hubo riesgo de terminar en otro lugar que no fuera el correcto. Apenas lo conocía y todo me parecía increíble, las instalaciones eran interesantes, como si los chicos de allí estudiaran dentro de una catedral mágica o algo así. Esta ciudad era extraña, como todas las cosas dentro de ella.
Bernard estaba tenso, mencionó que esperaba no ser recordado por nadie, pues no quería problemas… ¿Qué estupidez era esa? Ni que estuviéramos cometiendo un delito.
Nos acercamos a una oficina, donde la secretaria reconoció a Bernard luego de hacerle un par de preguntas y caer en la cuenta que se trataba de un ex alumno. Lo abrazó como a un hijo, haciendo énfasis en su cambio, en cuanto había crecido, en su serenidad y en mí. Bernard se vio en un aprieto cuando preguntó si yo era su novia, y en serio que yo también me vi un poco intranquila. Solo somos amigos.
Pasado esto comenzó la búsqueda. Bernard tenía mucha ventaja sobre mí al conocer a todos los adultos de ese lugar, así que era él quien hablaba en vez de mi, aunque yo era la carnada de este asunto. Dijimos que tenía que recuperar mi nota final en la escuela haciendo un reportaje a través de la búsqueda independiente y que Natasha era un caso reciente que había llamado nuestra atención.
Cuándo nació, cuánto vivió y dónde estaba sepultada fue la información que se dio sin ningún problema, pero no era suficiente para mí, había algo más que no me dejaba tranquila, esta información no me producía la satisfacción que estaba buscando… Sin embargo Bernard quería huir de aquel lugar, así que no me dejó apreciar la escuela ni buscar nada más, aun así, tan pronto como creyó que yo me iría de aquel lugar fácilmente, me escapé al baño y en una distracción suya me dirigí a una oficina donde no había nadie.
En la oficina habían varios bloques de documentos. La información de los estudiantes y en especial la de Natasha estaba allí: Aula B, horario matutino, la dirección exacta de donde vivía, las visitas a la farmacia escolar y otros papeles que no me dio lugar de leer… Esto se quedará en mi mochila.
Antes de que alguien llegara huí hasta donde Bernard me esperaba.
—¿Por qué tardaste tanto? —dijo incómodo.
—No preguntes, solo vámonos de aquí ya.
—¿Qué hiciste ahora, Alessa?
—Después te explico.
Lo tomé de la mano, apurando sus pasos para llegar al auto. Una vez montados en él, nos fuimos a un lugar aparte, cerca de unos árboles que rodeaban aquella calle solitaria. Bernard comenzó a extender los asientos, donde luego pondría los sacos de dormir.
—¿Tienes hambre?
—No.
Bernard dijo que buscaría una tienda donde comprar algunas golosinas —pues él sí tenía hambre— y que me quedara allí dentro. ¿A dónde más podría ir? Cuando él se alejó saqué de mi mochila los documentos de Natasha.
Me había quedado en las visitas a la farmacia escolar: nueve en todo este año. Las últimas fueron más frecuentes. Gripes, dolores de cabeza, falta de apetito y fatiga, todas en el mismo mes. Los informes médicos no eran de mucho peso, pero debió haberla pasado mal su último mes de vida. Después revisé la siguiente página. 48 inasistencias sin justificación. ¿48? Había faltado la misma cantidad de veces que yo durante todo este año.
Era como un golpe, uno muy fuerte que parecía ir acompañado de electricidad. Se produjo en mi nuca y terminó en los dientes de enfrente. Sin embargo, no lo podía contemplar, pues el golpe no parecía venir de afuera, sino de adentro de mí. Era un dolor intangible, inconsolable. ¿Por qué está chica apareció ahora? ¿Por qué llamó tanto mi atención? ¿Por qué su muerte me hacía sentir de esta forma? Mi corazón comenzó a latir fuerte, haciendo más grande el dolor de mi cabeza.
Las siguientes páginas eran más importantes que las inasistencias. Cada hoja era una acta de conducta, donde los profesores explicaban las razones por las que suspendieron sus clases más de alguna vez. Le rompió la nariz a una chica; repetidamente robó cosas insignificantes por “venganza”; e insultó de mala forma a varios estudiantes, entre otras fechorías que no leí.
Nunca creí que Natasha se iba a parecer tanto a mí, o yo a ella… Ahora que lo pienso, ¿quién era en realidad la ojuela inservible?
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