1. El accidente.
Caminar a casa de Bernard era todo lo que nadie quisiera hacer en un día de viento y sol como este. La calle, aunque estaba libre de tráfico —tan solo dos autos pasaron durante los últimos quince minutos— no tenía aceras ni árboles de los que cubrirse del sol. Normalmente en verano se hacían veredas alrededor de esta calle rodeada de montículos de tierra enormes que se desmoronaban con el paso del tiempo, pero ya que apenas acababa de empezar el invierno, no habían caminos buenos y se formaban charcos de lodo que hacían de hogar para los mosquitos.
Además de ser la menos adecuada para caminar, también era demasiado larga, o bueno, eso si caminaba de la escuela a la casa de mi mejor amigo. No tomaba el autobús porque no quería gastar más dinero. Mamá solo me da cierta cantidad de dinero en mi mesada, la cual solo alcanza para los pasajes de ciertos autobuses —nada de autobuses especiales o taxis— y para comprar un jugo de caja y rodajas de papa en la escuela.
Me molestaban esos detalles de mi vida, los cuales los solía recordar casi siempre, pero mi consuelo era que vería a Bernard ese día... Es alguien especial y la distancia o las cosas malas que me suceden no debería ser una excusa para nuestra amistad.
Estaba a punto de llegar, casi a unos díez metros de la calle principal para luego subir una cuesta y caminar un poco más para encontrar su casa, cuando noté el autobús —por cierto, el único autobús que pasaba por esa calle—, con su clásico número 17 en uno de los extremos del parabrisas y al otro lado un rótulo de los lugares a donde viajaba el cual venía desde varios metros adelante. Por suerte no llevaba a nadie dentro, porque odio cuando un autobús pasa dejando miradas extrañas en el ambiente, haciendo que baje la vista para evitar hacer contacto visual con cualquier pasajero.
Iba jadeando y bañada en sudor. Caminar no es mi fuerte. Por un momento creí que era buena idea cruzar la calle y esperar a que mi cuerpo se enfriara debajo de la sombra de una pérgola que estaba afuera de una casa, hasta que noté de reojo a una extraña de cabello azul que caminaba al otro lado. Olvidaré la pérgola. Odio decir con permiso y buenos días o buenas tardes, no es algo que sea relevante o necesario de hacer.
Tan solo me detuve a tomar aire debajo de un platanero desnutrido que creció por gracia de la naturaleza en el borde de tierra. Y dadas las circunstancias, el platanero ni siquiera tenía hojas verdes o frondosas, pero daba cierta sombra, al menos para cubrirme un poco la vista.
Miraba luces y tenía sed, nunca me acostumbro a las caminatas de este tipo. Bernard tiene que valorarme más que a nadie luego de esto... Bernard y yo somos mejores amigos —o algo así—, desde la primera vez que cruzamos palabras en los últimos grados hemos congeniado. Durante todo este tiempo han ocurrido varias cosas en la vida de cada uno, a tal punto que ahora nos visitamos mutuamente los días que podemos. Ambos estamos buscándole sentido a esta vida tan solitaria.
La extraña llevaba una marcha rápida que llamó mi atención. Es tan raro cuando una persona te llama la atención por algo tan insignificante como la forma de caminar, o bueno, también la forma de vestir y el color de su cabello: ¡Era azul! ¿Quién en su sano juicio se pone ese color en la cabeza? Aunque bien, debo admitir que, dado a lo bien estilizado que estaba su cabello —con un flequillo y bucles cayendo por sus hombros— y su color de piel, me producía cierta envidia.
Debería dejar de envidiar a las personas, aunque me parece imposible por el momento, puesto que me visto como un bicho raro de las series juveniles en los 2000. Mi guardarropa no es tan exótico como el de esa chica... o sea, me refiero a que yo nunca he tenido una chaqueta de cuero negra como la que ella lleva puesta.
Pero, desafortunadamente, la extraña había notado la presencia de mis ojos. ¡Qué horror! Odio que esto pase. El pequeño minuto que apenas sucedía parecía una hora completa. Sus ojos eran enormes, azules y delineados con una fina línea blanca. Me di cuenta que la envidiaba un poco más, no solo era un cabello azul bien estilizado, sino también un rostro bonito, con una piel morena limpia y radiante, y para terminar el asunto toda ella ocultaba más belleza de la que ya tenía con aquellos ojos...
Me quedé petrificada ante esa mirada, como si se tratara de la mismísima Medusa. No suelo hacer contacto visual con ninguna persona, precisamente por aquello que dicen: todos nuestros secretos pueden ser descubiertos con la mirada de alguien que sepa descifrarnos. Este es el punto donde temía encontrarme. Su mirada era como de hierro, pesada, y también como de algodón, liviana. Esto es tan extraño.
No le sonreí, ni ella a mí, tampoco nos dejamos de ver, como normalmente se hace cuando ves a otra persona por accidente en la calle. Hoy era distinto. Sus ojos me estaban pidiendo algo, algo que yo no sabía qué era, y su rostro era apurado, afligido, como a un alma que se la lleva el diablo. Parecía perdida, parecía no conocer nada de lo que estaba a su alrededor.
Pero hubo un ruido que no pasó desapercibido en ese momento: El autobús.
Vi al conductor apretando el volante y cerrando los ojos, sus brazos temblando ante la fuerza de la enorme figura de metal que conducía y que perdía el control en la bajada de la angosta calle. No frenaba, sino que a medida avanzaba se intensificaba el sonido del claxon alertando a quien fuera enfrente. Todo eran tan rápido que aún no comprendía lo que estaba a punto de suceder —o lo que ya estaba sucediendo—, pero mi corazón comenzó a latir como bomba en cuenta regresiva y un sentimiento extraño se apoderó de mí al dirigir otra vez la vista hacia la chica, que miraba a pocos metros de ella el autobus y luego, de nuevo, su mirada tan horrible como bella fijándose en mí.
"Estás muerta" se escuchó, no sé si esas palabras venían de mi mente o de su boca, pero esas eran las palabras que alguien dijo.
El autobús dio una vuelta sobre sí, al punto de quedar con las llantas hacia un lado, haciendo un sonido detonante en toda la calle, haciendo que la extraña desapareciera de mi vista.
Esto no podía ser verdad, no podía estar pasando algo así en un día como este.
No grité sino hasta que caminé al frente del autobús, donde una melena azul estaba desperdigada junto con rastros de sangre por todo el pavimento y la tierra del frente de la casa con pérgola. Esto es horrible. Los dedos de una de sus manos estaban torcidos, con el anular hacia atrás y el medio hacia delante. Su rostro estaba sumergido en el suelo y no tuve valor de volver a ver sus ojos más que solo esa vez, puesto que ya no eran azules, solo blancos, y con el resto de su cuerpo, no sé qué fue de él, estaba debajo del autobús.
Fue entonces cuando noté a una multitud reunida mirándome. No sé si miraban el autobús o a la extraña, pero lo cierto era que me estaban viendo a mí también. Todos esos ojos eran la cereza del pastel para esta pesadilla.
Entre las oleadas de viento con humo, noté el rostro de Bernard junto a su tío que corrían cuesta abajo para ver de donde vino todo este desastre. Él me miró, era el único que podía verme a los ojos sin que yo sintiera más que alivio.
—¡Alessa! —gritó y corrió hacia mi.
Me desplomé en sus brazos y grité y lloré cubriendo mi rostro entre su chaqueta de lona y su camiseta de algodón de una de esas bandas musicales de antaño. Apreté sus brazos con mis uñas y luego volví a ver sus ojos.
—Bernard —dije—. Está muerta...
—Calma, clama —decía una y otra vez mientras me arrullaba.
El sonido de una ambulancia se hizo presente en cuestión de minutos junto a la policía. Bernard al ver esto nos retiró al otro lado de la calle, donde anteriormente había visto toda esta escena. Mi cuerpo estaba temblando y no podía ponerme en pie.
—¿Estás bien? —me preguntaba, pero yo no podía decirle nada, solo podía ver a la extraña y su cabello azul.
"Estás muerta" recordé una y más veces en ese instante.
Los periodistas se bajaban de un auto, mientras que los policías ponían un cordón amarillo y apartaban a la gente del lugar, así mismo los médicos y enfermeros ponían una manta blanca sobre la chica y estudiaban la escena.
Un médico se acercó a mi y a Bernard.
—¿Estás herida? —no dije nada—. ¿Puedes decirme tu nombre?
Negué con la cabeza a su pregunta mientras acercaban una luz a mis ojos, los cuales no podía cambiar de dirección.
—Te llevarán en la ambulancia si te sientes mal —dijo Bernard.
—Estoy bien.
No quería pasar por esto. No quería compartir lugar con esa chica. No quería nada.
—Solo quiero irme de aquí —dije aún con lágrimas en los ojos.
El médico no dijo nada, Bernard asintió con la cabeza y él se retiró poco a poco, entonces continuó con la chica en el pavimento. Esto tardará horas.
—Ven conmigo.
En el momento que iba a responder con un "No", una chica de cabello negro con listones rubios se acercó a nosotros con una libreta. Nos preguntó si podía hacernos una entrevista para la televisión a lo que Bernard negó rotundamente, aún así ella se mostró serena, tan serena que incluso irradiaba paz. ¿Cómo pueden ser así ante la muerte de alguien? Estaba a punto de gritarle cuando con calma y dándome una mirada de consuelo dijo:
—Si algún día quieres contarme algo al respecto, buscame en las oficinas del Canal 44, soy Alicia Flamenco. Cuenta conmigo para lo que necesites.
No pude decir nada, solo tomé su tarjeta de presentación y la miré detenidamente. En efecto, era una reportera con mucho tiempo, casi siempre de los primeros acontecimientos en la television y varios de sus títulos en los diarios, aunque nunca le había prestado atención a su persona y su nombre me lo podía de a oídas.
Ella se despidió educadamente y luego tomó un micrófono con el cual comenzó a entrevistar a otros testigos... Mentirosos. Nadie estuvo presente. Nadie la conocía. Nadie vio su rostro ni miró a través de sus ojos. Todos decían ser testigos, cuando solo eran espectadores...
—Llévame a casa —le dije a mi amigo mientras secaba otra vez mis lágrimas y me incorporaba, con pocas fuerzas y sin animos de hablar, pero no podía quedarme allí mirando todos los asuntos que los médicos tenían que hacer con aquella chica.
—Puedes quedarte conmigo, estarás bien.
—Dije que me lleves a casa... por favor.
Bernard sin negar nada me llevó por el otro lado de la calle. Al otro lado pasaban más autos y cada uno de ellos hacía que me asustara y pegara gritos de vez en cuando, por lo que llegar a casa fue peor que ir a casa de Bernard desde un principio.
Nos detuvimos unas casas antes de la mía, donde Bernard me abrazó y besó mis labios, y aunque cada beso suyo era ardiente y apasionado, yo no podía seguirle la corriente esta vez. Sé que lo comprendía y que por eso no insistió en seguir con eso por esta vez.
—No llores, no haz sido tú —dijo besando mi frente por ultima vez mientras nos dirigíamos a mi casa.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro