Capítulo 1| Axel
Axel
Puede que todo nuestro ser se resuma en tres simples conceptos. El amor. La vida. Y como no podía ser de otra manera, la muerte. Quizás hasta podríamos añadir el olvido, algo a lo que muchos temen más de lo que nunca llegarán a admitir. Como cualquier adolescente, siempre he sabido más bien poco de ese conjunto espeluznante de temas transcendentales. Por saber, creo que nunca sé casi nada. No sé dónde estaré cuando acabe este cuatrimestre. No sé a qué acabaré dedicando mis días. Ni siquiera estoy seguro de saber en qué día de la semana estamos. La única certeza que ahora mismo tengo es que jamás volveré a beberme yo solo una botella entera de Vodka.
Abro los ojos con lentitud, como si eso fuera a cambiar la horrible resaca que acaba de tomar a mi cuerpo como rehén. Me incorporo cautelosamente y hago un verdadero esfuerzo para no vomitarme encima. No quiero ni pensar en cómo pude acabar así anoche. Lo único que me viene a la mente es la perenne frustración por no ser capaz de escribir más de dos versos seguidos.
Mi reflejo me mira de reojo cuando aparezco ante el espejo. Tengo peor cara de lo que creía y eso significa que va a ser misión imposible ocultar mi estado al resto del mundo. De todas formas, me lavo los dientes con persistencia tras enfundarme en unos vaqueros desgastados.
—Déjame adivinar, hoy tampoco estás de humor —murmura Sarah sin levantar la mirada de su portátil.
No contesto. Desde hace bastante me cuesta horrores hablar con cualquiera, incluida ella. Antes estábamos muy unidos. Siempre ha sido la persona más importante de mi vida. A veces incluso más que yo mismo. Y aunque últimamente me siento más vacío que vivo, es inevitable extrañar a esos que un día fuimos. El equipo imparable que formábamos. La intensa y profunda conexión que nos caracterizaba. La echo de menos a ella. Pero también me echo de menos a mí.
Sé que, como cada mañana, sus intentos por entablar una conversación normal conmigo no se quedarán ahí. A pesar de que el resultado ya lo conozcamos los dos.
—No te olvides de que esta tarde es la exposición de mamá. Me da igual lo mal que afirmes sentirte. Irás. Y hasta espero que sonrías un poquito. No sé qué te pasa últimamente, Axel —dice esta vez mirándome con seriedad—Pero ellos no tienen la culpa. Y sinceramente, yo tampoco.
Soy muy consciente de que son incapaces de entenderme. En parte puede que ni yo lo haga.
—Está bien —asiento distraído, lo que parece ser suficiente para mi hermana que esboza una media sonrisa de satisfacción.
Miro la hora aún absorto en mis pensamientos y no me sorprende ver que ya debería estar en clase. Sin embargo, no muevo ni una parte de mí. Desde que comenzó el curso, a penas hago acto de presencia un par de veces por semana. Está claro que nadie nota mi ausencia. Y creo que eso me alivia y me entristece a partes iguales.
Tras sopesar detenidamente mis opciones, decido que lo mejor será que haga algo de provecho. El tiempo es lo más valioso que tenemos. Desgraciadamente, esa lección la aprendí más tarde que pronto.
Salgo de casa sin despedirme y me subo al coche. Quizás pueda desayunar algo en condiciones antes de la exposición a la que como ha dejado bien claro Sarah estoy más que obligado a ir.
Marco el número de Nick sin despegar la vista de la carretera. Sin duda un poco de compañía no me vendrá mal, y él encabeza la breve lista de personas a las que todavía soporto. Se suceden varios tonos hasta que una voz robótica anuncia que el móvil al que llamo está apagado o fuera de cobertura. Genial, pienso. Estoy tan insoportable que he hartado hasta la persona más incansable de todas. Supongo que estará tirado en algún sofá mugroso y desconocido, o tirándose a alguna de las superficiales sin cerebro que van detrás de él. No las juzgo, es evidente que mi amigo está mucho mejor de lo cree. Pero eso no quita que tengan la misma profundidad psicológica que un trozo de papel.
Conduzco sin rumbo fijo, indeciso. Podría parar en alguna cafetería aleatoria e intentar escribir algo decente. Ningún resultado será peor que el que obtuve ayer. Porque, a fin de cuentas, ¿Hay algo peor que el vacío?
Finalmente, acabo entrando en un antro de carretera que parece tranquilo. Habré pasado docenas de veces por esta calle, y es la primera vez que me fijo en él. Nada más salir del vehículo, veo un gran letrero en el que se lee Joe's, y doy por hecho que ese es el nombre del dueño. Entro arrastrando los pies y estimo que, a parte de los camareros, hay unas seis personas esparcidas en todo el local. Imaginaba que estaría bastante desértico, pero no creí que tanto. Le hago una mueca al hombre de la barra intentando simular una sonrisa que desde luego no me llega a los ojos. Él me devuelve el gesto. Es relativamente alto, de pelo canoso y complexión delgada. Le pido un café con leche y desvío mi mirada al resto de individuos que vagan por el lugar. Una pareja joven, más o menos de mi edad, desayuna tortitas mientras se ríen de algo trivial. Al otro lado, una mujer de mediana edad parece concentrada en leer algo de su teléfono. Por último, un par de jubilados ojean desinteresados el periódico del día.
En parte me pregunto qué imagen doy de mi al resto. Que ideas proyecto, qué aparento. Cómo se me ve desde unos ojos que no son los míos. La cuestión me mantiene ocupado durante los próximos minutos, divagando en silencio bajo la atenta mirada del que supongo que es el propietario del sitio. Me observa con curiosidad, cómo si no fuera capaz de entender qué hago aquí. Y se ve que tenemos algo en común porque desde luego que yo tampoco lo sé. Me siento en una de las mesas del fondo, la más alejada de todas en concreto. Espero paciente a que alguien venga a atenderme y aprovecho para echarle un último vistazo al garito.
—Buenos días, ¿Sabe ya que desea tomar? —inquiere una voz femenina que consigue obtener toda mi atención.
Levanto la mirada despacio, como si en cuestión de segundos ya hubiese construido una imagen mental de la chica que tengo delante y tuviese miedo de decepcionarme. Me topo con sus ojos marrones y esbozo una sonrisa mucho más sincera de lo que me esperaba. Es alta y tiene el pelo largo, casi por la cintura.
—Ya se lo he pedido a uno de tus compañeros, pero un café con leche, por favor —digo con suavidad. A pesar de que siempre he sido más fan de las rubias, su cabello de color rojizo me tiene prácticamente hipnotizado.
—Marchando. ¿No quieres nada de comer? —niego ladeando la cabeza en silencio— Está bien, ahora mismo se lo traigo.
Sale casi disparada hacia la barra, como si estuviera deseando alejarse de mí. Está claro que desde hace tiempo hacer amigos no es lo mío. Supongo que si supieran la razón de mi apatía su manera de tratarme sería más que distinta. Sin embargo, nunca he soportado la compasión.
Me sirve de prisa, tarda en prepararme el café casi lo mismo que yo en bebérmelo. Por alguna razón dejo de sentirme cómodo en el antro y tras pagar la cuenta, hago el camino de vuelta hacia mi coche.
Cuando estoy a punto de arrancar, una silueta aparece delante de mí ventanilla. No tardo en distinguirla, es la que me ha atendido hace cinco minutos.
—Te has dejado esto—murmura para acto seguido tenderme el ticket de mi pedido.
Lo cojo algo desconcertado. Estoy muy seguro de que he dejado hasta propina. Desdoblo el trozo de papel, y por fin lo entiendo. Ha escrito su número de teléfono. Y yo soy tan despistado que no me había dado cuenta. Vuelvo a mirarla en busca de una explicación. Pero ella no dice nada, se limita a mirarme algo tensa.
—¿Quieres que te llame? —pregunto, aunque parece una obviedad, no estoy acostumbrado a que ninguna chica sea tan directa conmigo.
—No —contesta, y automáticamente pienso que está siendo sarcástica. Que no es más que un juego. Pero sigue hablando y descubro que estaba totalmente equivocado— No es mío. Es el de mi mejor amiga. Pensarás que soy muy rara o que estoy chalada, pero nada más verte he sabido que si ella hubiera estado aquí, te lo habría dado.
—¿Y esa amiga tuya se llama...? — seguro que parezco más desesperado de lo que creo.
—Para saberlo tendrás que llamarla. Estoy casi segura de que no lo harás, porque si a mí un desconocido me da el teléfono de un supuesto amigo, desde luego que no lo haría. Pero ojalá gane el casi.
—No te prometo nada— digo sin vacilar. Me dispongo a encender el motor cuando ella vuelve a hablar.
—Soy Addison, ha sido un gusto conocerte. Que tengas un buen día -acaba la frase y se desvanece al cruzar la puerta del bar.
Empezamos bien la mañana. Por lo menos no está siendo tan aburrida como de costumbre.
**
Me anudo la corbata distraído, casi ni sé qué llevo puesto. Odio las fiestas, es una de las pocas cosas que no han cambiado en los últimos meses. Y eso se extiende en realidad a cualquier tipo de convención social. Aparentar que mi vida es mucho más perfecta de lo que realmente es supone demasiado esfuerzo, y yo hace mucho que me cansé de esas mierdas. Sonríes, haces bromas sofisticadas y aparentas ser la persona más feliz de toda la sala. Pero después llegas a casa. Cruzas el umbral de tu puerta. Te quedas solo. Sin nadie. Y ya no tiene sentido intentar ignorar que nada es como te gustaría que fuera. Porque somos lo que queda cuando el ruido cesa y las luces se apagan. Somos lo que permanece cuando nadie mira.
Veo de reojo como mi madre baja ilusionada las escaleras e inmediatamente me siento muy mal por haberme distanciado tanto de ella. Sé que no debería abandonarla justo ahora que todo lo que tanto le costó construir se está derrumbando. Y al mismo tiempo, sé que tampoco soy capaz de soportar la forma en la que tanto ella como él fingen que aún pertenecemos a ese mundo colorido, emocionante y armonioso que hace bastante que abandonamos.
—Axel, cariño, ¿Ya estás listo? No podemos llegar tarde. Por mucho que digan que así se hacen las grandes entradas, yo soy un poco más de la vieja escuela—dice sin mirarme, mientras se pinta los labios rápidamente.
—Sí —me limito a decir— Podemos irnos ya —añado al sentir que espera algo más de mí.
Rehúyo su mirada que ahora si se posa sobre mí. Sé que le entristece en lo que me he convertido. Su pena es tan inmensa que hasta la noto colándose a hurtadillas en mi garganta. Antes era imposible hacerme callar, podía parlotear durante horas. Y ahora oírme decir más de dos palabras seguidas es prácticamente un récord. Pero no puedo hacer nada para evitarlo. Aun así, hago un esfuerzo preocupantemente grande y consigo formar en mi mente una frase de más de diez palabras, solo que cuando me decido a romper el silencio que desde hace varios minutos nos acompaña, ella opta por abandonar nuestra entrada y dirigirse hacia el coche sin emitir ni un sonido.
Si no fuera porque ya no sé sentir diría que estoy enfadado. Siempre hace lo mismo. Evita e ignora aquello que no le agrada. Y eso incluye cualquier cosa que pueda sacarla de esa burbuja de la que tanto teme salir. Se conforma con ir de un lado a otro haciendo creer a los demás que todo lo que la rodea es sumamente perfecto. A saber cuándo fue la última vez que hizo algo que quisiera de verdad. Aunque, para ser sincero, yo tampoco recuerdo cuando fue la última vez que yo mismo hice algo que quisiera de verdad.
Llegamos al local tan rápido que no me doy cuenta de que estamos allí hasta que escucho cómo mi madre cierra la puerta del conductor. Es evidente que ella sí que está cabreada conmigo. Pero no es capaz de pedirme que cambie mi actitud. Porque eso significaría admitir que ocurre algo y no está preparada para enfrentarse a la verdad. ¡Ojalá los problemas se arreglasen solos!
Hay mucha gente en la inauguración, más de la que esperaba. Si bien sabía que sus obras eran cada vez más conocidas, no creía que a tantas personas les interesara el arte moderno. Probablemente pocos de los presentes vayan a visitar exposiciones y museos regularmente. No obstante, me alegro mucho de que esté siendo un éxito.
No veo ninguna cara conocida por lo que decido echar un vistazo rápido a mis cuadros favoritos. De pequeño, solía estar siempre con ella cuando pintaba. A la mayoría de los artistas les desconcentra estar acompañados mientras crean. Pero a mi madre la inspiraba. Era como un rayito de luz, estar con ella me hacía feliz. Llenaba de color hasta el último rincón gris de mi corazón. Luego crecí y comencé a verla más como una desconocida que como mi amiga. Hoy en día aún no sé si fue ella la que cambió o si fui yo. La cuestión es que recuerdo a la perfección el día que acabó mi obra preferida. Permanezco muy quieto, observándola con tantas ganas que casi temo estropearla. Por unos segundos me siento pleno. Ni rastro de ese agujero negro que me persigue. Y digo por unos segundos porque la paz me dura menos de lo que habría deseado.
—Es precioso. Me gustaría poder usar un adjetivo menos mundano para describirlo, pero creo que ni la palabra más culta y rimbombante puede hacerle justicia al cuadro más auténtico que he visto en mi vida— susurra una voz suave y tan sumamente melódica que se mete en lo más hondo de mi oído.
—Tiene mucho talento —respondo al cabo de unos segundos. No me atrevo a mirarla. Siento algo parecido a cuando vi a la chica del bar. Pero esta vez es mucho más intenso. Como si estuviera a punto de conocer a una de esas personas que te cambian la vida. Supongo que he leído demasiados libros.
—Me encanta pintar en mis ratos libres. Pero si fuese así de buena, me dedicaría a ello a tiempo completo. Sin exagerar, me pasaría cada minuto del día pintando— continúa diciendo.
Ella tampoco me mira. Y yo sonrío, porque es cierto que cuando era joven mi madre no se separaba de sus lienzos. Quizá por eso estaba presente cada vez que hacía algo nuevo, era lo único que le importaba.
—Yo también lo intento a veces. Pintar, digo. —confieso algo confuso, no sé porque le estoy contando esto, las palabras brotan de mi a traición. No puedo controlarlas- Pero está claro que no es mi gran fuerte.
Esta vez sí, me vuelvo hacia ella. Y sé que si dijera que el mundo entero se paró en cuanto la miré a sus grandes e hipnóticos ojos azules, estaría siendo demasiado cliché... Pero así fue. Su pelo castaño le caía por los hombros con dulzura, cada centímetro de su rostro era irritablemente bonito. Tenía las pestañas extremadamente largas, y una sonrisa tan natural que dudo haber visto una igual en toda mi vida. No sé qué me extrañaba más, que una chica así estuviera hablando conmigo, o que por primera vez en meses estuviese sintiendo algo. Algo de verdad. Algo más allá de frustración o autocompasión.
—Me llamo Lexie —balbucea observándome con curiosidad— Puede que esté mal de la cabeza, pero ¿Nos hemos visto antes? Me eres extrañamente conocido. No sé de qué.
—Lo dudo. Si te hubiera visto antes, créeme que me acordaría —hago un viaje exprés por mi memoria, y no obtengo ningún resultado. No tiene pinta de ser el tipo de chica que olvidas fácilmente.
—Supongo que es un halago. Y uno muy cutre, si me permites. Pero es en serio. Te he visto antes. Lo sé. Nunca olvido una cara.
Está a punto de decir algo más cuando suena por los altavoces una persona a la que sí que conozco a la perfección.
—¡Buenas noches a todos! —grita alegre mi madre— Estoy muy feliz de poder estar aquí hoy compartiendo un trocito de mi con todos vosotros. Bukowski decía que escribir sobre las cosas le permitía soportarlas. Y aunque fuera un cerdo misógino, tenía razón. Reflejar y reproducir aquello que me destroza el alma, me hace capaz de sobrellevarlo. He aprendido en este último año que la vida no te avisa a cerca de cuándo va a llegar tu final. Siempre te sorprende, por mucho que creas haberte adelantado. El arte es mi vida. Y ahora está en todos los que habéis venido. Muchas gracias por darme esta oportunidad. No habría llegado a ser lo que hoy soy sin el apoyo incondicional de mi familia. Sobre todo, de mi hijo. ¿Dónde estás Axel? Ven a decir unas palabras, cielo.
La voy a matar. Me está castigando. Lo sé. Sé lo que se propone. Pero podría haberse guardado sus lecciones para otro dichoso momento.
A pesar de estar medio escondido en una de las esquinas de la sala, todo el mundo comienza a mirarme mientras me anima a ir junto a mi madre. Que oportuna es la gente. Hace unos minutos no reconocía a nadie y ahora todos son amigos y familiares. Comienzan a corear mi nombre. Pero no los oigo. Solo puedo concentrarme en ella. Dirijo mi mirada tímida hacia Lexie, una que no tiene que ver con la cargada de seguridad y confianza con la que la analicé antes. Parece sorprendida, ella también está avergonzada. Quizás no le gusta que tantos ojos se poseen sobre ella. Y la entiendo. La entiendo completamente. Por eso, con todo el dolor del mundo, acabó marchándome de su lado para ir junto a la mujer que desgraciadamente me trajo al mundo. Me moría por seguir hablando con ella, pero se ve que nuestra conversación tendrá que esperar.
—Hola —digo bajito cuando llego a su altura— Como ya sabéis, aunque para vosotros ella sea la gran Anna Blake, yo suelo llamarla mamá. No es muy original, lo sé —una carcajada general inunda la instancia — Es innegable que sus capacidades no tienen límites. Sino no habría aquí tanta gente. Su creatividad es desbordante. Es un privilegio y una suerte ser su hijo. Haber salido de su interior —ella esboza una amplia sonrisa. Y a pesar de que tengo muchas más cosas por decir, decido acabar aquí. Debería decir la verdad. Pero no es justo para ninguno que sea yo quién lo haga.
Al acabar, un aplauso extremadamente sonoro invade toda la galería. Estoy tan abrumado que por unos instantes vuelvo a olvidar la angustia que estos últimos meses no me ha dejado vivir. En ese momento su imagen se apodera de mi mente, y ya no puedo pensar en otra cosa. La busco desesperadamente con la mirada hasta en el último centímetro del lugar. Pero ya no está. Se ha ido. Ha desaparecido. Regreso ante la obra que observábamos antes, esa que es mi favorita. No hay ni rastro de ella. Hasta llego a pensar que me la he imaginado. Que esa joven de sonrisa magnética y mirada arrebatadora no existió más que en mi mente. Entonces reparo en la chapa azul eléctrico que descansa sobre el suelo. La cojo excitado, y solo necesito ver lo que tiene escrito para estar seguro de que es suya. Es de Lexie.
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