Shirayuki jamás había estado tan nerviosa como en ese momento. Sentía que iba a vomitar el exquisito desayuno que le habían llevado esa mañana, y es que, tenía un motivo, uno muy bueno, cabe destacar.

Ese día, ella y el príncipe Zen contraerían matrimonio. Pero, siendo sincera, lo que le preocupa era lo que seguía después de la cena. Estaba preparada, pero eso no le quitaba el nervio. Las jovencitas que le habían asignado como damas de compañía, le habían puesto la ropa interior más descubierta que había visto, y encima, un precioso vestido blanco. El corset tenía piedras brillantes por todos lados, las mangas eran de encaje y la falda caía hasta sus pies, con muchas capas de fina seda.
Era el vestido de en sueño. Y Shirayuki se prometió mentalmente, que sería de lo único de lo que sacaría provecho de convertirse en princesa. Se miró por fin en el espejo, y la imágen que vió le quitó el aliento. Ella nunca se había creído muy guapa, pero, definitivamente, sus damas de habían propuesto embellecerla y lo habían logrado.
El cabello antes corto, había crecido considerablemente, y se lo habían recogido en un precioso moño, con algunos mechones acentuando su delgado rostro. El maquillaje, aunque era sutil, le hacía ver lo que era; una mujer madura. Un último retoque, y supo que estaba lista. Tomando una respiración temblorosa, se levantó de su asiento, y les agradeció a sus damas, ellas se retiraron haciendo una pequeña reverencia. Se miró de nuevo en el espejo y apretó sus manos, sintiendo la fina capa de sudor que las cubría. Era la hora. Tocaron a su puerta y supo que no había marcha atrás. Ese día se convertiría en princesa —aunque eso no le importaba, en realidad—y en esposa de el hombre que amaba. Con pasó decidido, abrió la puerta. Su padre la miró y le sonrió mientras la invitaba a salir. Tomó la mano que le ofrecía y se dirigieron a la iglesia, donde su amado esperaba.