Zen se miró nervioso en el espejo que tenía en frente. Se arregló nerviosamente el traje claro que estaba usando, y peinó nerviosamente su cabello blanco.
Hoy era el día. Hoy, después de cuatro años, por fin Shirayuki y él se casarían. Y estaba ansioso, muy ansioso. Había esperado cuatro tortuosos años, desde que se comprometieron. Cuatro años y su deseo por la jovencita había crecido, hasta ser casi incontenible.
Con el paso de los años, Zen había madurado, y no sólo eso. Aún podía recordar la primera vez que tuvo que consolarse, usando su inexperta mano, y aunque no tardó mucho en encontrarle maña, no podía soportarlo más, su líbido había crecido tanto, que sólo verla hacía que su hombría se pusiese dura.
Se le escapó una sonrisa traviesa y Mitsuhide levantó una ceja hacía él.

-Zen, ¿estás bien?

-Por supuesto-aseguró.

-No me convences-, dudó-, pero lo dejaré así. ¿Listo para casarte con Shirayuki?

El peliblanco rodó los ojos, exasperado.

-Hasta la pregunta ofende, querido amigo.

Mitsuhide río malicioso hacia él.

-Ha pasado mucho desde aquella noche. Cuando te declaraste y ví las expresiones de sus caras y el momento... eh-, se aclaró la garganta-, romántico, creí que se casarían inmediatamente. ¿Quién diría que Shirayuki te haría esperar bastante?

Zen asintió apenado. Él también se preguntaba lo mismo. Pero ése era el día de su boda. Y después de la estúpida cena, haría a Shirayuki suya de todas las maneras posibles y existentes. Sólo debía esperar, y si ya había esperado por cuatro años, podría esperar más, de igual forma, ¿qué tanto es tantito?

Suspiró una vez más, y se dirigió hacia las puertas, su elegante capa ondeando con cada paso que daba. Cuando estuvo frente a ellas, giró la mitad de su cuerpo para ver a su guardaespaldas y mejor amigo.

-Vamos, Mitsuhide-, le apresuró-, el amor de mi vida espera.