Once monedas
Le había costado más que otras veces ganarse aquellas once monedas: docenas de botas y zapatos que lustrar , otras docenas de noches sin cenar, bajo un indiferente cielo estrellado en soledad; madrugar antes que otros y antes que el sol, para buscar en los contenedores de basura algo que desayunar.
Le había costado pero lo había conseguido. A paso enclenque, por el hambre y por el frío, el jovencito caminó hasta el viejo y abandonado parque de diversiones. Se paró frente a las máquinas autómatas, aún en funcionamiento, llenas de música y colores, y sonrió al ver la que era su favorita: un cuerpo herrumbrado, con rostro de jovencito, quizá de su misma edad, con una mirada vidriada pero conmovedoramente realista, y una sonrisa que aparecía a penas la máquina cobraba vida.
El jovencito introdujo una a una las once monedas en una ranura en donde, de poseerlo, habría un corazón. Presionó luego un botón y entonces el autómata abrió los brazos, con un fuerte chirrido metálico,... y lo envolvió...
El jovencito vibró con aquel abrazo y se imaginó, como lo hacía siempre, que eran brazos vivos, los brazos de un buen amigo, los que lo estaban abrazando, sin importarle que sólo durara pocos segundos aquel abrazo, sin importarle una repentina lluvia fría que le hizo temblar sus pies descalzos.
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