Daniel
—¡Pelota! ¡Pelota! ¡Pelota!
Salí al patio y miré a todos lados: el pasto crecido, la chatarra acumulada, las flores del jardín resecas y marchitas, los árboles sin cuidar. Igual la hallé.
Una pequeña pelota de vivos colores brillaba en un rincón. La arrojé hacia el otro lado del alto paredón que separaba la casa alquilada a la que me acababa de mudar, con la casa del fondo; imposible de ver desde allí por la imponente medianera. Escuché un "gracias" y ni siquiera respondí.
A la tarde siguiente, a la misma hora, volví a oír: "¡pelota!, ¡pelota!, ¡pelota!" La hallé entre unos matorrales y la arrojé.
—¡Gracias!
—¡De nada!— contesté mecánicamente y entré a la casa, no sin antes escuchar una risa divertida desde el otro lado.
Durante una semana entera sucedió lo mismo: " ¡pelota!, ¡pelota!, ¡pelota!" "¡Gracias...!, ¡...de nada!", y aquella risa siempre divertida.
En la segunda semana, junto con la risa, caía siempre un paquetito a rebosar de maníes tostados y una nota garabateada, que generalmente decía lo mismo: "¡Saludos, vecina!" o "¡feliz tarde!", firmado: Diggidy... Notas que yo nunca respondía.
Una lluvia persistente, me mantuvo alejada del patio de atrás durante los días siguientes. Yo buscaba la pelota, con la mirada, a través del ventanal, cada tarde, siempre a la misma hora. y, al no hallarla, me olvidaba del asunto.
Varias semanas pasaron, no sé cuántas, quizá fueron meses cuando, debo decirlo, decepcionada de que mis vecinos ya no arrojaran su pelota a mi patio, decidí por fin salir a recorrer mi nuevo barrio, en una corta caminata.
Caminata que, casualmente, me llevó hasta el frente de la casa del fondo, al otro lado de la manzana. Me quedé anonadada. No había nada: ni casa, ni vecinos. Un terreno baldío, con unas ruinas quemadas hasta los cimientos era todo lo que se veía ahora. Un poco confundida, entablé conversación con un señor que atendía un puesto de diarios justo en la esquina.
Le pregunté si algunos niños solían jugar a la pelota en aquel terreno vacío. Negó enfáticamente con la cabeza. Bastó un par de preguntas más para que acabara contándome toda la triste historia: hacía muchos inviernos, tantos que casi nadie se acordaba ya, cuando una precaria instalación eléctrica estalló e incendió en un santiamén la prefabricada, sin darle tiempo a los cinco niños a salir. Su madre estaba trabajando y, al amanecer, los bomberos sólo pudieron darle los cuerpitos de los cinco niños, desde la más pequeña de tan sólo tres hasta del mayor quien acababa de cumplir los doce años. De la mujer nada más se supo. Nadie la volvió a ver...
El anciano que me narraba la historia, visiblemente conmovido, me contó también que después del incendio, el terreno se puso a la venta pero nadie nunca lo quiso comprar.
—¿Recuerda a los niños?— le pregunté.
—Sólo al mayor. Se pasaba las tardes jugando a la pelota, mientras comía toneladas de maníes tostados , que mi madre solía venderle, y a veces regalarle, en el almacén que tenía nuestra familia justo aquí en la esquina. Yo también era un niño, pero lo recuerdo bien.
—¿Recuerda usted su nombre?—pregunté mientras acariciaba nerviosa las notas que guardaba como un tesoro en mi bolsillo.
—Empezaba con...D...
Mi corazón se aceleró.
El viejo dudó unos instantes y luego, con los ojos iluminados, contestó.
—¡Daniel! Así se llamaba...
Suspiré decepcionada y le di las gracias pero antes de que pudiera despedirme, me miró de pronto y exclamó:
—¡Diggidy! Así le decía todo el mundo...
Balbuceé otro gracias y prácticamente corrí hasta mi casa. Miré el reloj, mientras trataba de recuperarme de la carrera... y de las palabras del viejo.
Tomé un trozo de papel, garabateé un "¡hola, Diggidy! y lo arrojé junto a una bolsa en la que aún me quedaban algunos maníes tostados hacia el otro lado de la pared.
Los minutos pasaron pero no hubo respuesta.
Después de un par de horas de espera, acabé por reírme de mí misma y de mi imaginación desbocada y justo cuando emprendía cabizbaja una vergonzosa retirada hacia mi casa, algo cayendo sonó a mis espaldas. Corrí unos metros y tomé lo que había caído, una bolsa, distinta a la que yo había arrojado, a rebozar de maníes tostados, acompañada de una nota que decía:
"¿Quieres jugar conmigo...? Sé cómo puedes venir..., pero no estoy muy seguro cómo hacerte volver..."
Mis ojos recorrieron inconscientes todo lo que me rodeaba. La casa vacía, silenciosa; al igual que mi vida, cuatro décadas de una vida completamente vacía. Volví a leer la nota y ya no tuve que pensarlo más. En la parte de atrás de su nota, garabateé un gran "sí" y la arrojé envuelta en una piedra. Oí su tierna risa divertida.
No me importaba que él no supiera cómo hacerme volver...
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