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Capítulo XI

Maliah

A pesar de mi férrea negativa a quedarme en la casa de Christian Mayers —y más aún bajo el cuidado de Kallias—, mis padres no dieron su brazo a torcer. Por mucho que me lleve bien con Itzel, hospedarme allí no era precisamente conveniente. Cuando intenté convencer a mamá de que me dejara quedarme sola en casa, su respuesta fue una combinación de humor negro y órdenes inapelables que solo una madre podría dar.

—Mamá, sabes que puedo cuidarme sola. Además, está el personal de la casa, no es como si fuera a quemarla —dije, mientras la perseguía por toda su habitación, donde hacía su maleta con prisa.

Ella, sin detenerse, se giró un momento para mirarme con esa ceja arqueada que anunciaba problemas.

—Ambas sabemos que eres capaz de quemar el vecindario, y no, no te quedarás sola —sentenció con un tono que no dejaba lugar a discusión—. Y que ni se te ocurra hacer alguna travesura, porque te juro que el castigo será hasta que Mafe Walker logre comunicarse con los extraterrestres de verdad.

Bufé, frustrada, pero no iba a rendirme del todo.

—Bien, no tendrás quejas de mí —respondí finalmente, cruzando los dedos tras mi espalda.

Cuando llegamos a la imponente casa blanca con sus extensos jardines perfectamente cuidados, no pude evitar observarlo todo. Qué pretencioso, pensé, aunque una parte de mí tenía que admitir que el lugar era como sacado de una revista de lujo. En el porche, Kallias estaba parado junto a su padre, esperando nuestra llegada. Su postura relajada y esa sonrisa burlona en sus labios ya me ponían de mal humor.

Antes de bajar del auto, rodé los ojos y caminé con pesadez hacia ellos, bajo la atenta mirada de mamá, que insistía en que caminara derecha, como si estuviera a punto de desfilar en una pasarela.

Frente a ellos, las formalidades comenzaron: saludos con dos besos para mí y para mamá, un apretón de manos para papá, todo muy cordial, hasta que llegó el turno de Kallias y yo. Se acercó, inclinándose un poco, y con esa sonrisa que parecía diseñada para irritarme, susurró:

—Bienvenida a tu celda, pero tranquila, seré un buen carcelero.

Aproveché la cercanía para darle un buen pisotón en el pie. Su reacción fue inmediata: quejidos y muecas de dolor mientras intentaba mantener la compostura.

—Te arrepentirás de esto, Piolín —gruñó, entre dientes, mientras yo soltaba una carcajada al ver cómo su rostro se tornaba rojo como un tomate.

—¡Maliah! —exclamó mamá, horrorizada por mi acción.

—Creí ver una abeja en su horrible pie —respondí, encogiéndome de hombros con desinterés, lo que me valió una mirada desaprobatoria de su parte.

Unos minutos después, mientras nuestros padres se despedían, mamá me atrajo hacia ella con un abrazo firme.

—Hija, es importante recordarte que queremos que te diviertas, pero también que seas responsable y amable. ¿Entiendes? —dijo, con ese tono de advertencia maternal que pretendía sonar dulce pero que en realidad era intimidante.

Rodeé los ojos de forma exagerada.

—Claro, mamá, seré la reina de la responsabilidad y la amabilidad. No te preocupes, ¡tendré un manual de comportamiento aprobado por ti en todo momento! —respondí con un tono tan sarcástico que hasta papá tuvo que contener la risa.

Aprovechando el momento, papá se agachó a mi altura y me tomó de los cachetes, como si fuera una niña pequeña.

—Cariño, sabes que te amamos mucho. Solo te pedimos que no le des muchos dolores de cabeza a Kallias, ¿de acuerdo? —dijo con una sonrisa paternal, pero también con un toque de seriedad—. Y también sé que no había ninguna abeja en su pie cuando le diste el pisotón.

—¡Sabes descubrir mis secretos! Prometo ser la encarnación de la paciencia con Kallias —respondí, cruzándome de brazos y lanzándole una mirada inocente que claramente no compró.

Cuando por fin subieron al auto, mamá y papá comenzaron a despedirse desde la ventanilla con exagerados movimientos de manos. Yo, de pie en el porche, fingí entusiasmo mientras pensaba en lo surrealista que era todo esto.

Entonces, Kallias se me acercó lo suficiente como para invadir mi espacio personal.

—Vamos a fingir que todo está bien hasta que se vayan. No querrás arruinarte la sorpresa, ¿verdad? —dijo, con un tono lleno de misterio que me hizo arquear una ceja.

Lo miré de reojo, resistiendo la tentación de darle otro pisotón. Algo me decía que esta "sorpresa" que mencionaba no iba a gustarme nada.

—Claro, es lo mejor que sé hacer: fingir que me caes bien. Después de esto, no te garantizo que estés a salvo de una bomba atómica —le respondo, cargando cada palabra con sarcasmo.

Kallias sonríe de lado, esa sonrisa que me saca de quicio, pero no responde. Solo me lanza una mirada burlona antes de alejarse.

Una vez sola en la habitación asignada, suspiro aliviada y comienzo a desempacar y a ordenar mis cosas. La habitación, aunque espaciosa y decorada con un estilo moderno, me parece fría y carente de personalidad, como si nadie hubiera vivido allí antes. Para animar el ambiente, enciendo mi altavoz JBL inalámbrico, dejando que la música de Karol G llene la habitación con sus ritmos pegajosos.

Sin embargo, mi momento de paz dura poco. Apenas estoy acomodando mi ropa cuando el sonido desaparece abruptamente. Me giro y veo a Kallias, apagando mi altavoz sin siquiera molestarse en pedir permiso.

—¿Puedo ayudarte en algo? —pregunto, con un tono cargado de molestia.

Él me mira con una expresión imperturbable, como si mi irritación le resultara insignificante.

—No me gusta esa música ni ningún tipo de ruido. Debes amoldarte a mis reglas —dice, como si fuera el dueño del mundo.

Cruzo los brazos, desafiante, sintiendo cómo la sangre comienza a hervir en mis venas.

—¿Cuáles reglas? No eres el único aquí con autoridad, Kallias. No te tomes tan en serio eso de ser el "líder". De lo contrario, espera las consecuencias.

Sus ojos se fijan en los míos, y durante un momento, parece que está evaluando hasta dónde estoy dispuesta a llegar. Finalmente, responde con una calma irritante:

—Perfecto, esperaré las consecuencias.

Decido actuar antes de que pueda escapar con mi altavoz. Me lanzo hacia él, intentando quitárselo, pero Kallias es más rápido. Se escabulle con una agilidad sorprendente y, antes de que pueda detenerlo, ya está fuera de la habitación, cerrando la puerta tras de sí.

Me quedo allí, respirando hondo, intentando calmarme.

—Rayos... esto apenas comienza —murmuro para mí misma.

Horas más tarde, me preparo para mi turno nocturno en la cafetería. Itzel había cubierto toda la mañana y la tarde para que yo pudiera instalarme en su casa. Al llegar, el ambiente estaba tranquilo. Había unos cuantos clientes, atendidos con la amabilidad de costumbre por mis amigos. Itzel me saludó cálidamente, aunque no pude evitar notar el cansancio en sus ojos.

El resto de mi turno transcurrió sin incidentes. Las horas pasaron rápido, y los clientes que atendí fueron amables. Al final de la noche, no me sentía tan cansada como esperaba. Salí a sacar la basura con Ciro, aprovechando para conversar.

—Creo que deberíamos hacer algo divertido para animar a Izi —comentó Ciro mientras tiraba las bolsas en el contenedor.

Me quedé pensando un momento antes de responder.

—¿Qué le pasa? No he notado nada extraño en ella —dije, sinceramente confundida.

—No lo sé, pero debería descansar un poco. ¿Qué te parece si mañana vamos a las carreras de motos? —propuso, claramente entusiasmado.

Lo miré con una mezcla de incredulidad y curiosidad.

—¿Carreras de motos? ¿Es legal?

Ciro me lanzó una mirada como si hubiera dicho la cosa más absurda del mundo.

—En la vida adolescente hay pocas cosas legales, y las carreras no se incluyen en una de ellas. Es un hecho, vamos a ir, y debes saber de qué te hablo —afirmó, sonriendo de oreja a oreja.

—De acuerdo, amigo corrupto —respondí con una risa ligera, mientras sacábamos la última bolsa de basura.

Miré al cielo, esperando ver las estrellas que tanto me encantan, pero las nubes lo cubrían todo. Comenzaron a caer gotas de lluvia, cada vez más fuertes. Terminamos la jornada rápidamente, y de paso le di un aventón a Ciro hasta su casa.

Cuando regresé al estacionamiento de la casa de los Mayers, todo estaba impecablemente iluminado, como siempre. Sin embargo, el silencio que la rodeaba le daba un aire inquietante, casi de película de terror. La casa, mayormente de cristal, parecía observarme con sus inmensos ventanales.

Entré en la cocina buscando un vaso de agua. Todo estaba solitario, pero mi atención fue capturada por un movimiento fuera del ventanal. A unos metros, bajo la lluvia, vi a un pequeño gato, blanco con negro, escondido en un arbusto.

No pude evitarlo. Salí corriendo hacia él bajo la lluvia, decidida a ayudarlo. El pequeño angora se frotó contra mis piernas y comenzó a maullar con fuerza. Lo cargué con cuidado, acariciándolo mientras le hablaba.

—¿Tienes hambre, amigo? —le pregunté, y el gato respondió con un maullido más fuerte, como si entendiera perfectamente.

La lluvia se intensificó, así que corrí hacia la casa con el gato en brazos. Pero justo cuando estaba por entrar, todas las luces se apagaron de golpe.

Me detuve en seco, con el corazón acelerado, mientras mis ojos intentaban adaptarse a la oscuridad. Fue entonces cuando lo vi: Kallias, parado junto a una de las ventanas, mirándome fijamente.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

—¿Qué rayos...? —susurré, sin saber si debía avanzar o quedarme donde estaba.

Kallias no se movió ni un milímetro. Sus ojos, apenas iluminados por los destellos intermitentes de los relámpagos, parecían clavarse en mí como si estuviera analizando cada detalle de mi existencia. Estaba inmóvil, casi inhumano, y por un instante me pregunté si realmente era él o solo una figura que mi imaginación proyectaba en la penumbra.

—¿Kallias? —dije, con un intento de firmeza que no convenció ni al gato en mis brazos.

Silencio. Ni un movimiento. Ni un parpadeo.

La lluvia seguía azotando con fuerza, pero todo mi foco estaba en esa figura que no dejaba de mirarme desde el otro lado del vidrio. Di un paso hacia adelante, con el gato maullando inquieto, y justo cuando iba a llamarlo de nuevo, desapareció.

Sí, desapareció. Ni un ruido, ni una sombra alejándose. Simplemente dejó de estar ahí.

Un escalofrío me recorrió de pies a cabeza, y el nudo en mi garganta se hizo más grande. Ahora no sabía qué me asustaba más: el apagón, la tormenta o Kallias actuando como un personaje sacado de una película de terror.

Decidí no pensar demasiado. Avancé con el gato hacia la puerta principal y la empujé con fuerza. Por suerte, no estaba cerrada con llave. Entré rápidamente, dejando que la cálida oscuridad de la casa me envolviera.

—¿Itzel? —llamé, con la voz temblorosa.

Nada. Solo el sonido de las gotas golpeando el techo y el viento azotando las ventanas.

Avancé con cautela por el pasillo, tratando de no tropezar con los muebles o con los cuadros que colgaban en las paredes. Todo parecía más amenazante en la oscuridad, como si la casa misma estuviera viva, observándome en silencio.

Al llegar a la sala principal, la tenue luz de un relámpago iluminó brevemente la habitación, y ahí estaba él otra vez.

Kallias, sentado en el sofá, con los codos apoyados en las rodillas y las manos entrelazadas, mirándome con una expresión que no podía descifrar.

—¿Tienes idea de lo ridícula que luces con ese gato en brazos? —preguntó finalmente, rompiendo el silencio con un tono seco.

—¿Tienes idea de lo aterrador que es verte aparecer y desaparecer como un fantasma? —respondí, tratando de sonar segura, aunque mi corazón seguía latiendo desbocado.

Él se recostó en el sofá, como si mi respuesta le hubiera divertido. Sus ojos brillaban levemente, como si los relámpagos no tuvieran nada que ver con ello.

—¿Aterrador? Por favor, Piolín. No me des tanto crédito.

—Entonces explícame qué diablos estabas haciendo parado frente a la ventana, mirándome como si fueras el villano de una novela de suspenso.

Él arqueó una ceja, y por un momento pensé que iba a decir algo importante. Pero en lugar de eso, soltó una risa baja, como si mi pregunta no mereciera una respuesta seria.

—Estaba asegurándome de que no te electrocutaras ahí afuera —dijo finalmente, con una sonrisa irónica—. Aunque, para ser honesto, no habría sido tan mala idea.

—Eres un idiota —murmuré, estrechando más al gato contra mí, quien volvió a maullar, probablemente en apoyo a mi declaración.

—¿Y qué se supone que harás con eso? —preguntó, señalando al gato con un gesto despreocupado.

—Lo voy a cuidar. ¿Algún problema?

Kallias suspiró, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá.

—No me gustan los gatos.

—Pues a el no le gustas tú tampoco —repliqué sin pensar, y para mi sorpresa, él soltó una carcajada genuina.

Era raro escucharlo reír de verdad. Me desconcertó tanto que por un momento olvidé lo mucho que me irritaba. Pero la sensación no duró mucho.

—Espero que no tenga pulgas. Y si araña los muebles, vas a ser tú quien pague los daños.

Rodé los ojos y di media vuelta, decidida a ignorarlo, pero antes de que pudiera salir de la sala, su voz me detuvo.

—Piolín.

Me giré lentamente.

—¿Qué?

Él me miró fijamente, como si estuviera a punto de decir algo importante, algo que cambiaría el rumbo de nuestra conversación absurda.

—Deberías cerrar las ventanas de tu habitación. La tormenta se pondrá peor esta noche.

Y con eso, se levantó del sofá y desapareció por el pasillo, dejándome sola con un millón de preguntas.

¿Por qué siento que todo lo que dice tiene un doble sentido? pensé mientras subía las escaleras con el gato.

Cuando llegué a mi cuarto, cerré la puerta tras de mí y me senté en la cama, abrazando al pequeño animal. Las palabras de Kallias seguían repitiéndose en mi cabeza, como un eco molesto.

Algo en su mirada, en su tono... No podía explicarlo, pero estaba segura de que había más de lo que decía.

—Tú y yo vamos a descubrir qué se trae entre manos —le susurré al gato, quien me miró con esos ojos enormes y brillantes que parecían entenderlo todo.

Y así, con el sonido de la tormenta rugiendo afuera, me preparé para lo que prometía ser una noche larga y llena de preguntas sin respuesta.

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