Capítulo VIII
Kallias
El frío todavía cala en mis huesos. Estoy seguro de que un resfriado está al acecho después de haberme empapado bajo la lluvia. Al llegar a casa, trato de evitar hacer ruido. Papá, Itzel y Meghan están cenando en el comedor, pero sinceramente no tengo ganas de unirme a ellos. Con los pies entumecidos y el cuerpo aún húmedo, solo quiero llegar a mi habitación, ducharme y tomar un té de jengibre lo suficientemente caliente como para derretir un glaciar.
Después de la ducha, me pongo unos pantalones deportivos y me envuelvo en una manta. Mientras busco en mi mochila, encuentro algo que no debería estar ahí: las llaves de Maliah. Un llavero con un pequeño Piolín con una tanga roja cuelga de ellas, pretendiendo ser sexy. La imagen es tan ridícula que no puedo evitar soltar una carcajada. Recordé cómo acabaron en mi poder: se le cayeron, justo después de que casi se fuera de bruces. No me molesté en devolvérselas, claro, más por fastidiarla que por olvido.
Si se entera, probablemente me asesine. Está claro que no me soporta.
Despierto más temprano de lo normal, motivado por la idea de ir a buscar a Maliah antes de clases. Al bajar a la cocina, mi papá está sumergido en el periódico mientras Itzel desayuna con una sonrisa que me da mala espina, como si estuviera planeando algo. Tras un breve saludo, engullo algo rápido y salgo al volante del Jeep.
El cielo está cubierto de nubes grises que prometen lluvia. No quiero repetir el desastre de ayer, así que decidí tomar el auto en lugar de la moto. Al llegar a la casa de Maliah, ahí está ella, con los brazos cruzados y una mirada que podría derretir hierro.
—Buenos días, ¿cómo estás, Piolín? ¿Te llevo al instituto?
—No me queda de otra —responde secamente, subiendo al Jeep—. Y para tu información, llegas tarde.
—Uy, alguien no está de humor. ¿Por qué eres tan gruñona? —le digo con una sonrisa divertida.
—Es simple: no me simpatizas.
Al echarle un vistazo de reojo, no puedo evitar notar los pequeños detalles que la hacen única. Su coleta alta, casi desafiando la gravedad; las pecas que salpican su nariz diminuta; y esa mirada felina que parece una amenaza silenciosa. Pero también está su actitud, una mezcla de sarcasmo e independencia que, aunque no lo admitiré en voz alta, me resulta intrigante.
Cuando llegamos al instituto, el bullicio típico de la mañana ya llena el ambiente. Todos se voltean a mirarnos, y no puedo resistir la oportunidad de bromear.
—Creo que deberíamos tomarnos de la mano para darles algo de qué hablar. —Sonrío, sabiendo que mi comentario la sacará de quicio.
—Ni loca haría algo así. Además, olvidé tomarme mi antialérgico, y tú me causas alergia.
Río, más por su ingenio que por su tono.
—Bueno, hoy me duché, así que no traigo pulgas ni alergias. —Ella esboza una pequeña sonrisa, pero antes de que pueda decir algo más, Kendra aparece como un huracán.
Su cabello rubio brilla bajo el sol, y su expresión mezcla desaprobación y celos.
—¿Qué haces con una becada de cuarto año, osito? —pregunta, cruzándose de brazos.
Antes de que yo pueda responder, Maliah interviene.
—Tranquila, Barbie clonada, no me interesa tu Ken. Solo fue un aventón.
Kendra lanza un bufido, pero antes de que pueda replicar, Maliah ya se ha ido, dejando a todos los curiosos con cuchicheos y miradas indiscretas.
La mañana transcurre con lentitud. Durante la clase de Historia, mis pensamientos se desvían hacia Silas. Mi amigo no ha estado bien últimamente. Su aspecto demacrado y el peso que lleva sobre los hombros me preocupan. Hace unos días, en las carreras del puerto, escuché rumores sobre drogas, pero jamás pensé que él pudiera estar involucrado.
Silas siempre fue reservado, el tipo de persona que evitaba problemas. Ahora es él quien los busca. Me siento impotente, preguntándome cómo ayudarlo sin empeorar la situación.
Cuando finalmente llega el momento del partido amistoso, siento una mezcla de emoción y presión. Como capitán del equipo, sé que todos esperan que lidere el juego hacia la victoria.
El estadio está lleno de energía. Los gritos de los espectadores retumban como tambores, y los colores azul y blanco de nuestro equipo inundan las gradas. El campo, húmedo por la lluvia reciente, desprende un leve aroma a césped fresco. Miro alrededor, observando a mi equipo prepararse para el saque inicial. Puedo sentir la presión sobre mis hombros. No es solo un partido amistoso, no para mí.
Reúno a mis compañeros antes de empezar.
—Escuchen, chicos. Tenemos que mantener la calma y jugar como sabemos. Esto es nuestro terreno. Vamos a demostrarles de qué estamos hechos.
Al otro lado del campo está Iker. Alto, con el cabello castaño despeinado y una sonrisa de suficiencia que podría sacarle de quicio a cualquiera. Es uno de esos tipos que no necesita esforzarse para llamar la atención. Su reputación como capitán del equipo rival lo precede: rápido, hábil y, sobre todo, estratégico. No juega sucio, pero siempre sabe exactamente cómo empujar a sus oponentes a cometer errores.
Desde el momento en que el silbato suena, puedo sentir su mirada sobre mí, calculadora. Es como si estuviera esperando el momento perfecto para atacarme, y eso me irrita más de lo que debería.
El partido comienza con fuerza. Tomamos posesión del balón, y Kamari lo pasa con precisión hacia mí. Avanzo con velocidad, esquivando a un defensa, pero antes de que pueda siquiera pensar en un disparo, siento un choque. Es Iker, quien aparece de la nada y me roba el balón con una facilidad insultante.
—¿Eso es todo, capitán? —dice con una sonrisa ladeada mientras corre hacia nuestro campo.
Muerdo el labio, conteniendo el impulso de contestarle. No puedo distraerme.
Iker no solo juega bien; juega con una calma que me desconcierta. Mientras yo estoy todo nervio y adrenalina, él parece estar en control absoluto. Cada movimiento suyo es preciso, casi elegante. Sus pases cortan nuestro sistema defensivo como si lo conociera de memoria, y sus compañeros parecen seguirlo con una lealtad absoluta.
—¡Kallias, atrás! —grita Kamari, sacándome de mis pensamientos.
Corro para interceptar a Iker antes de que entre al área, pero ya es demasiado tarde. Con un giro rápido, lanza el balón al arco y anota el primer gol. El estadio se llena de gritos, pero esta vez no son para nosotros.
Iker se voltea hacia mí, y aunque no dice nada, su expresión lo dice todo: Estoy por encima de ti.
A medida que el primer tiempo avanza, mi frustración crece. Intento controlar el balón, armar jugadas, pero Iker siempre está ahí, interrumpiendo, anticipando, como si pudiera leer mi mente.
Hacia el final del primer tiempo, se da el enfrentamiento que he estado evitando. Mientras intento avanzar por el centro del campo, Iker se cruza en mi camino. Forcejeamos por el balón, hombro contra hombro, hasta que, en un arranque de rabia, lo empujo.
—¿Qué te pasa, Kallias? —dice, fingiendo sorpresa mientras el árbitro pita una falta en mi contra.
Su tono burlón es la chispa que enciende mi ira.
—No soportas perder, ¿verdad? —añade con una sonrisa que hace hervir mi sangre.
Kamari interviene antes de que la situación escale.
—Tranquilo, no vale la pena. Es solo un amistoso.
Pero para mí, no lo es. Este partido se siente personal, y no sé si es por mi propio orgullo o por la manera en que Iker me hace sentir como un jugador amateur.
En el vestuario, el entrenador está furioso.
—¡¿Qué demonios están haciendo ahí fuera?! —grita, lanzando su gorra contra una de las taquillas—. Kallias, tú eres el capitán. Actúa como tal ¿Vinieron a admirar el paisaje o a jugar? Si no se enfocan, les juro que los hago desfilar por los campus vestidos de hadas.
No respondo. Sé que tiene razón. Necesito calmarme, pero cada vez que pienso en la expresión de Iker, en su maldita confianza, me hierve la sangre.
Kamari se sienta a mi lado y me da una palmadita en el hombro.
—No dejes que te saque de tu juego, hermano. Juega por el equipo, no por él.
Sus palabras, aunque simples, me ayudan a enfocarme.
Regreso al campo con una mentalidad diferente. Si Iker quiere jugar a ser un estratega, yo también puedo hacerlo.
El segundo tiempo comienza, y esta vez estamos más organizados. Kamari se adelanta por la banda derecha y cruza el balón hacia mí. Lo recibo con el pecho y lo mantengo pegado al suelo. Esquivo a un defensa, luego a otro, y finalmente me encuentro cara a cara con el portero.
Lanzo un tiro con toda la fuerza que tengo, y el balón atraviesa la portería como un rayo.
El estadio estalla en gritos, y esta vez, son para nosotros. Me giro para mirar a Iker, buscando alguna señal de frustración, pero no la encuentro. En lugar de eso, él sonríe y me aplaude lentamente, como si estuviera impresionado.
—Buen tiro —dice cuando paso junto a él.
No sé si está siendo sincero o sarcástico, pero no tengo tiempo para analizarlo.
Con el marcador empatado y solo dos minutos restantes, sé que necesitamos algo especial para ganar.
Kamari me lanza un pase largo, y corro con todas mis fuerzas. Iker está justo detrás de mí, presionándome. Puedo sentir su respiración, escuchar el sonido de sus pasos acercándose.
En el último segundo, giro sobre mi eje, dejando a Iker atrás, y disparo.
El balón cruza el aire y golpea el fondo de la red.
El árbitro pita el final del partido, y mis compañeros corren hacia mí, levantándome en el aire.
Cuando finalmente me acerco a Iker, extiendo la mano.
—Bien jugado —digo, aunque no puedo resistir una pequeña provocación—. Y que no te afecte mi victoria, recuerda que solo era un amistoso.
Él sonríe con calma.
—Tranquilo, yo sé manejar una derrota.
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