Capítulo III
Maliah
«Nos vamos a mudar».
Las palabras de mi madre retumban en mi cabeza como un eco molesto, una y otra vez, como si fueran el coro de una canción de esas que odias, pero no puedes dejar de tararear.
Todo empezó hace apenas una hora, cuando mis padres nos llevaron a un restaurante tan elegante que hasta las servilletas parecían de papel moneda. El lugar estaba lleno de gente que se veía tan incómoda como yo, pero seguro más acostumbrada a comer en sitios donde los platos tienen nombres impronunciables. Caroline estaba sentada a mi lado, cada vez más pálida, como si hubiera visto un fantasma. O, mejor dicho, como si la noticia de la mudanza hubiera decidido chuparle el alma.
Mis tíos, que habían sido invitados al "gran anuncio", no parecían tener problemas para digerir la información. Su entusiasmo me resultaba ofensivo, como si acabaran de ganar la lotería en lugar de escuchar que nos estábamos despidiendo de todo.
—¡Felicidades, hermano! —decía el padre de Caroline, levantando su copa con una sonrisa de oreja a oreja—. España es un lugar increíble, un cambio maravilloso para la familia.
Me volví hacia Caroline, esperando algo de apoyo moral, pero ella seguía paralizada, con los ojos bien abiertos y sin parpadear. Por un momento, me preocupé de que se fuera a desmayar o algo peor. En cambio, sólo murmuró:
—¿España?
Y ahí estaba yo, peor que Caroline, tratando de procesar todo mientras sentía que mi cerebro funcionaba a un ritmo de tortuga. Bueno, una tortuga con resaca.
Hace cinco años, mudarnos era una rutina. Mi padre tenía un trabajo que requería cambiar de ciudad cada vez que se aburría del lugar en el que estábamos, y yo, como buena hija, lo seguía. Cada cambio significaba un nuevo colegio, el cual dejaba tan rápido como desempacaba. Nunca tenía tiempo para hacer amigos, y mucho menos para echar raíces. La educación en casa se convirtió en mi mejor amiga, junto con clases adicionales de francés y español que mi madre insistía en que eran necesarias para mi futuro brillante.
Luego, todo cambió. Volvimos a Los Ángeles, mi ciudad natal, y mi madre finalmente abrió su clínica de dermatología, algo que parecía estabilizarnos por fin. Mi padre comenzó a viajar solo por trabajo, mientras que yo intentaba recordar cómo era convivir con personas de mi edad. Fue aquí donde Instagram y yo comenzamos nuestro tóxico romance, y también donde aprendí a quedarme en un lugar el tiempo suficiente como para sentir que pertenecía. Ahora, me dicen que me largue de nuevo.
—Di algo, hija, por favor —pidió mi padre, rompiendo el incómodo silencio que se formó después de que soltaron la bomba.
—¡¿España?! —solté, tan alto que un camarero que pasaba cerca casi deja caer un plato.
España. ¿Cómo se supone que me enfrente a eso? Ni siquiera tengo el acento adecuado para pronunciar palabras como "tortilla española" sin sonar como una burla.
—¿Cuándo? —pregunté, aunque temía la respuesta.
—En una semana —dijo mi padre con una sonrisa que intentaba ser tranquilizadora pero que sólo logró irritarme más.
—¡¿Una semana?! —Mi cerebro estaba en cortocircuito. Eso no era mudarse, era como lanzarte por la ventana sin paracaídas.
—No puedo dejar la escuela así como así —repliqué, aferrándome a cualquier excusa lógica que pudiera detener esto.
Mi madre arqueó una ceja y cruzó los brazos. Uh-oh.
—¿De verdad te preocupa la escuela, Maliah? Porque tus calificaciones no reflejan precisamente que sea una prioridad para ti.
El golpe fue directo al ego. No pude evitar sonrojarme, más de rabia que de vergüenza.
—Eso no significa que no me importe —murmuré, aunque sabía que no tenía mucho con qué defenderme.
Mientras mis padres seguían hablando de lo "maravilloso" que sería nuestro nuevo comienzo, yo desconecté. La voz de mi madre se convirtió en un ruido de fondo, como si alguien hubiera bajado el volumen y sólo quedaran las vibraciones. ¿Cómo se supone que voy a dejar todo esto?
No es que tenga una vida increíble aquí, pero al menos es una vida que conozco. Mis rutinas, mis pequeños placeres, como escribir en mi libreta o escuchar a Billie Eilish mientras finjo que el mundo no existe. España me suena tan lejano, tan desconocido, como si me estuvieran mandando a otro planeta.
Miré a Caroline, que seguía callada, y me pregunté si ella estaría sintiendo lo mismo. Quizás peor, porque al menos yo sabía que mis padres estarían conmigo, mientras que ella se quedaría aquí, sola.
—Esto no puede estar pasando —murmuré para mí misma, mirando el techo del restaurante, como si algún dios bondadoso pudiera escucharme y revertir la situación.
Pero, claro, la realidad no funciona así. La única certeza que tenía en ese momento era que mi vida estaba a punto de dar un giro que no había pedido ni planeado.
La semana pasó volando, como un suspiro entre lágrimas y mocos. Con cada prenda que metía en la maleta, el peso de la realidad se hacía más evidente. Caroline y yo decidimos pasar un último día juntas antes de mi partida, ya que no quería verla llorar en el aeropuerto.
Caminábamos por el centro comercial con bolsas llenas de compras, aunque todas eran para Caroline. Se veía más emocionada de lo que estaba dispuesta a admitir.
—Esto es un asco, pero hay que verle el lado positivo —dijo mientras sostenía una blusa frente a un espejo.
—Estoy ciega o el lado positivo se quedó debajo de mi cama, porque no lo veo.
Caroline rodó los ojos.
—Deja de ser tan sarcástica, Maliah. Vas a conocer chicos nuevos, amigos... eso es positivo. Porque, siendo sinceras, nunca te sentiste cómoda aquí desde que regresaste de tus viajes. Yo soy básicamente tu única amiga, y eso porque somos familia.
—Ok, resumido: soy rara, no tengo amigos y tú ya te acostumbraste a que no voy a estar. Qué reconfortante.
—Definitivamente necesitas dopamina.
—Y tú necesitas un psiquiatra. —Me dirigí al Starbucks más cercano con paso decidido, ignorando su risa.
—No, en serio —insistió mientras nos sentábamos a esperar nuestras bebidas—. Piensa en Kallias. ¡Quizás el destino está conspirando! Podría ser una historia intensa.
—Claro, tipo: Hola, ¿qué tal? Soy la chica que confundió tu número. Por cierto, soy poeta amateur y fiel admiradora. Muy creíble, ¿no?
Caroline estalló en carcajadas, atrayendo las miradas de los demás clientes.
—Ya verás, prima, me vas a recordar cuando estés en una de esas historias dignas de novela romántica.
Después de muchas selfies, nos despedimos con una promesa. Caroline me hizo jurar que en España me arriesgaría más: en el amor, en la escuela, y hasta en la decoración de mi habitación.
—Prométeme que harás de esta etapa algo inolvidable. Vive con intensidad, ríe fuerte, llora si es necesario. Cuando estés en Nueva York en unos años, quiero que mires atrás y digas que valió la pena.
—Lo prometo —le dije, aunque la tristeza ya pesaba en mis palabras.
Nos abrazamos en el estacionamiento. La vi subirse a su auto y alejarse, y con cada metro que avanzaba, me sentía más lejos de todo lo que conocía.
El viaje fue largo, casi once horas de avión, pero finalmente aterrizamos en España. Cuando llegamos a la que sería nuestra nueva casa, mis padres tenían una sorpresa preparada. Me vendaron los ojos antes de entrar al vecindario.
—¿Estás lista? —preguntaron al unísono.
—Eso creo.
Cuando me quitaron la venda, mis ojos tardaron un poco en adaptarse a la luz. Pero lo que vi me dejó sin aliento: una casa enorme, blanca, con detalles en piedra, como sacada de una revista de lujo.
—¡No puede ser! —exclamé mientras miraba las tres camionetas estacionadas frente a la entrada.
—Oh, pero sí puede —respondió mi papá, sosteniendo unas llaves que agitaba con picardía frente a mí.
Me lancé sobre él para tomar las llaves, pero las retiró justo a tiempo.
—Es tuyo, pero... —dijo con una sonrisa que ya conocía.
—Pero tienes que cubrir sus gastos —interrumpió mamá.
—¿Y eso qué significa? —pregunté con incredulidad.
—Que tendrás que buscar un empleo —contestó papá, divertido.
Me reí nerviosa, tratando de procesar lo que acababa de decir.
Con emoción me acerqué al coche, un Mini Cooper convertible rojo brillante, absolutamente perfecto. Pero al entrar, mi euforia bajó un poco al encontrar un sobre en el asiento del copiloto. Dentro había un celular nuevo y una nota que decía:
"El primer mes del plan está cubierto, los siguientes te tocan a ti.
Te quieren,
Mamá y Papá."
—Muy graciosos —dije, mostrándoles la nota, mientras ellos simplemente se encogían de hombros.
La casa era impresionante, de esas que parecen hechas para películas. Mi padre nos explicó que era un complejo residencial de villas modernas en Málaga, y que había trabajado en ella durante los últimos dos años.
La vivienda tenía dos niveles, cinco habitaciones, seis baños, un salón amplio, y una cocina de diseño que, sospechaba, apenas sería utilizada porque mi madre rara vez cocinaba. Afuera había una piscina privada y un garaje con capacidad para varios autos.
—Ahora, la pieza de resistencia —dijo papá mientras hacía un sonido de tambores.
Al abrir la puerta de mi habitación, me quedé sin palabras. El espacio era amplio y luminoso, con una enorme ventana que ofrecía una vista directa al mar y a la piscina. Las paredes eran blancas, las cortinas de un azul cielo, mi color favorito. En una esquina había una estantería llena de libros entre ellos de Ariana Godoy, junto con un escritorio minimalista que tenía una laptop, una lámpara y todo lo necesario para el colegio.
El armario era un sueño hecho realidad: enorme, con ropa nueva perfectamente ordenada, y al lado un espejo de cuerpo entero. Encima de una cómoda había un reloj despertador moderno y una pequeña planta decorativa que daba un toque de frescura al ambiente.
La cama matrimonial, con sábanas suaves y acolchadas, me llamó como un imán. Me tiré sobre ella, suspirando mientras miraba el techo.
—Bueno, ¿cuál es el precio por tener esta habitación? —pregunté en voz alta cuando mis padres entraron a verme.
—Nada, excepto que seas feliz aquí —dijo mamá, mientras papá asentía con una sonrisa.
—Descansa, princesa. Esta noche cenaremos con unos amigos. Te van a encantar, son personas muy agradables. —Se acomodó la chaqueta mientras me miraba.
—¿Y qué tipo de amigos? —Pregunté, curiosa, sabiendo que algo en la forma en que lo decía no era normal.
—Ya lo verás. Solo asegúrate de que tu look sea adecuado, ¿ok? —respondió mientras salían de la habitación.
Ya a solas, me quedé mirando el techo. Aunque me sentía emocionada por mi nuevo cuarto, la idea de empezar de cero en un lugar nuevo seguía siendo abrumadora. Saqué mi celular para escribirle a Caroline, pero al no recibir respuesta, lo dejé a un lado.
La tarde avanzaba lentamente, y yo me encontraba recostada en mi cama, mirando por la ventana. El sonido suave de las olas chocando contra las rocas me mantenía en una especie de trance tranquilo, sin querer pensar en nada demasiado profundo. Estaba a punto de quedarme dormida cuando de repente, un golpe firme en la puerta me sacó de mis pensamientos.
—¿Maliah? —Una voz, suave pero decidida, se filtró por la puerta cerrada. Mi primer impulso fue ignorarla, pero el toque de su tono me hizo levantarme de inmediato.
—Buenas noches, señorita Maliah. Soy Ivonne, la encargada del servicio en casa. Sus padres me han pedido que la avise que la cena está por comenzar en veinte minutos.
Me quedo en la puerta, mirándola parpadear, procesando la información. ¿Servicio en casa? Esto sí que es nuevo para mí. Me esfuerzo por sonreír y respondo:
—Gracias, Ivonne. Ahora bajo.
Ella asiente, dándome una sonrisa cálida antes de retirarse, y cierro la puerta despacio. Mientras camino de regreso a mi cama, el cansancio se convierte en ansiedad. ¿Cena con unos amigos? No sé si quiero socializar después de haber pasado más de diez horas en un avión y unas cuantas más en modo zombie entre cajas y maletas. Sin embargo, sé que no puedo escapar. Esto forma parte del "nuevo comienzo" del que todos insisten en hablar.
Me acerco al espejo y suspiro al verme. Mi cabello parece una tormenta desatada, y mis ojos, hinchados ojerosos, parecen los de un panda desvelado. Decido tomarme cinco minutos para arreglarme.
Elijo un vestido azul claro que encontré en mi armario. Es sencillo pero elegante, con mangas de encaje y un dobladillo que me llega justo por encima de las rodillas. Me recojo el cabello en un moño desordenado y aplico un poco de brillo en los labios. "Esto servirá", me digo al mirarme al espejo. No quiero destacar, solo sobrevivir.
Al bajar las escaleras, siento como si estuviera descendiendo al inframundo. No puedo dejar de ajustar el vestido cada cinco segundos, arrepintiéndome de no haberme puesto un suéter por encima. El eco de mis tacones resuena por toda la casa, anunciando mi llegada como si fuera un desfile de moda. Fantástico, justo lo que necesitaba: más atención.
Cuando estoy cerca del salón principal, la escena me abruma. La estancia está llena de risas, charlas y el tintineo de copas. Mis padres están hablando animadamente con un hombre de cabello castaño, trajeado de pies a cabeza, que parece salido de una revista de negocios. A su lado está una mujer rubia y elegante, seguramente su esposa.
Me acerco lentamente, con la esperanza de que no fuera algo tan aburrido como la mayoría de las cenas de "amigos de papá". Y entonces, lo vi. Kallias.
No fue una simple observación, fue como si el aire se volviera más espeso y el mundo se hubiera detenido. Mi mirada se clavó en él tan rápido como si hubiera estado esperándome desde siempre.
Era altísimo, con una altura que hacía que los demás parecieran diminutos a su alrededor. Su cabello, blanco platinado, casi irreal, caía lacio sobre su cabeza, creando un hermoso contraste con sus ojos azules, fríos y penetrantes, como si pudieran leer cada uno de mis pensamientos. Cada movimiento suyo parecía medido, pero tan natural, que su postura era relajada y despreocupada. Lo que realmente me desconcertaba era la forma en que no hacía ningún esfuerzo por ocultar lo que parecía una especie de sonrisa sádica. Algo en su expresión indicaba que estaba disfrutando de un secreto que yo no podía entender.
Su rostro era perfectamente esculpido, con labios carnosos y una nariz perfilada, tan definida que parecía salida de una escultura antigua. No estaba musculoso en el sentido exagerado de los cuerpos de gimnasio, pero su físico era fuerte y firme, con un aire de poder que se percibía en cada paso. Su mirada se mantuvo fija en mí desde el momento en que lo miré. Su presencia, más que intimidante, era hipnótica.
Por un segundo, me sentí completamente inmóvil, como si mi cuerpo hubiera sido paralizado por algo que ni siquiera podía comprender. La forma en que me observó fue tan directa, tan penetrante, que algo en mi interior me decía que había notado mi desnudez emocional, aunque yo no sabía ni cómo reaccionar.
A su lado había una chica, seguramente su hermana. Era tan diferente en su apariencia y aura, como si fuera la antítesis de él. Rubia, de piel clara y perfecta, con un rostro angelical que contrastaba con la oscuridad que él emanaba. Tenía una sonrisa amable que me hacía sentir, por un breve momento, menos nerviosa.
—¡Maliah! —llama mi madre, con esa sonrisa radiante que siempre me deja sin escapatoria—. Ven, cariño, quiero presentarte a alguien.
"¡Claro, mamá! Por favor, preséntame al chico que accidentalmente piensa que soy una acosadora emocional."
Intento recomponerme y camino hacia ellos con una sonrisa lo más neutral posible, aunque por dentro siento que estoy en un campo minado. Mis padres sonríen como si estuvieran presentando a la siguiente Miss Universo.
—Esta es Maliah, nuestra hija —dice mi madre, colocando una mano en mi hombro como si fuera una vendedora de autos tratando de cerrar un trato—. Maliah, este es el señor Myers, el socio de tu padre, y estos son sus hijos, Kallias e Itzel. Ellos viven cerca y serán vecinos.
Vecinos. La palabra resuena en mi cabeza como una maldición. Y claro, me aclaro la duda: son hermanos. Buen dato, mamá.
Él me mira también, y, por un breve momento, sus ojos se encuentran con los míos. Una sonrisa apenas perceptible curva sus labios. Es una sonrisa que no puedo descifrar. ¿Intriga? ¿Diversión? ¿Burla? No lo sé, pero mi instinto me grita que no puede ser buena señal.
—Un gusto, señor Myers, señora Myers —digo educadamente, dirigiéndome a los adultos. Finalmente, mis ojos se encuentran nuevamente con Kallias, y la chica a su lado, y antes de que pueda detenerme, mi cerebro decide lanzar un torpe—: Hola.
Él levanta la vista del teléfono, sus ojos azules clavándose en los míos. Parece estudiarme por un momento antes de asentir, con una sonrisa breve pero algo enigmática.
—Hola —responde, con una voz tan tranquila y serena que me dan ganas de cavar un agujero y desaparecer.
Mis padres comienzan a hablar con entusiasmo sobre la mudanza, los negocios, las maravillas de Málaga, pero todo se convierte en ruido blanco para mí. Mi atención está dividida entre no hacer contacto visual con Kallias y no tropezarme con mis propios pies.
Itzel se disculpa para tomar una llamada, la miro mientras se aleja y deseo ir con ella, no estar bajo la mirada de este lobo hambriento.
—Kallias, ¿por qué no se pasean por el jardín mientras nosotros terminamos aquí? —dice su padre, lanzándome una mirada cálida pero claramente estratégica.
"Perfecto. Lo único que necesitaba: tiempo a solas con mi error de mensajes enviados."
Antes de que pueda negarme, Kallias se pone de pie y asiente.
—Claro. Ven conmigo.
Me obliga a seguirlo hacia el jardín, y me doy cuenta de que ahora estoy oficialmente atrapada en una película de comedia romántica, aunque con más ansiedad y menos encanto. Cuando llegamos al patio, él se apoya casualmente contra una barandilla, cruzando los brazos mientras me observa con curiosidad.
—Así que... tú eres Maliah.
Su tono es neutral, pero algo en su mirada me hace pensar que sabe más de lo que deja entrever.
—Ajá... Sí, esa soy yo —balbuceo, intentando sonar despreocupada, aunque probablemente parezca más una llama a punto de incendiarse.
Se queda en silencio por un momento, luego sonríe ligeramente, como si acabara de recordar algo gracioso.
—No sé si debería agradecerte por ese mensaje... o preguntarte qué rayos estabas pensando.
Mi corazón se detiene. "Lo sabe. Lo sabe todo."
—¿Mensaje? ¿Qué mensaje? —digo, fingiendo inocencia de la forma más patética posible.
Él alza una ceja, claramente divertido.
—El mensaje. Ya sabes, el de "Hola, amor platónico desconocido, estoy loca por ti pero nunca me he atrevido a decírtelo". Ese mensaje.
—Eso... —trago saliva, buscando desesperadamente una salida. Me cruzo de brazos, mirando hacia cualquier lugar menos a sus ojos—. Fue... un error. No era para ti.
—¿De verdad? —pregunta, y puedo escuchar la diversión en su voz—. Porque sonaba bastante personal.
—¡Pues no lo era! —replico rápidamente, demasiado rápido.
Kallias me mira fijamente por un momento más, luego suelta una risa baja, como si esto fuera lo más divertido que le ha pasado en años.
—Tranquila, no voy a molestarte por eso. Pero tengo que admitir... fue un buen inicio para conocernos.
Mi cara está en llamas en este punto, y estoy considerando seriamente lanzarme a la piscina para apagar el fuego de la vergüenza. Pero en lugar de seguir presionándome, él simplemente se endereza y señala el jardín iluminado por luces cálidas.
—De todos modos, ¿qué opinas de España hasta ahora?
—Eh... es bonito. Solo llevo unas horas aquí, pero parece... prometedor —logro decir, agradecida por el cambio de tema.
—Bueno, bienvenida. Ya veremos si este lugar termina siendo tan malo como crees.
Y con eso, me sonríe una vez más antes de quedarse en silencio, dejándome allí con mi corazón acelerado y una mezcla de emociones demasiado complicada para procesar.
Una cosa es segura: esta no será una mudanza cualquiera.
Itzel se acerca a nosotros mientras el silencio reina entre su hermano y yo.
—Maliah, ¿verdad? —preguntó con suavidad, con una voz que era casi un susurro, pero llena de interés.
—Sí, soy yo —respondí, tratando de no dejar que mi nerviosismo se reflejara demasiado.
—Espero que te adaptes pronto, España es... fascinante —su tono era amistoso, genuino. No se sentía como una amenaza, como todo lo que había visto en Kallias. Ella parecía mucho más fácil de tratar.
Kallias y yo intercambiamos miradas brevemente, y no pude evitar sentirme una vez más fuera de lugar, como si todo estuviera ocurriendo demasiado rápido.
—Gracias, espero que sí —respondí, antes de que el silencio volviera a llenar el espacio entre nosotros.
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