Primer Acto
Lo pienso una y otra vez, todavía hoy. ¿Cómo pudo pasar?
Supongo que no todas las preguntas tienen respuesta y que no todas las cosas tienen un porqué. A veces, simplemente, la vida da un vuelco en un abrir y cerrar los ojos y, lo que te dio, te lo arrebata sin que puedas hacer nada por evitarlo.
Él vino a mí cuando menos lo esperaba y permaneció el tiempo justo para devolverme la vida. Ahora que lo pienso, igual esa era su verdadera misión. Así que viviré, lo haré. Aunque me duela, aunque ese mismo dolor me desgarre la piel. Viviré, porque si no, nada tendría sentido.
Dicen que las mejores historias se dan bajo las lunas de agosto. Debo proclamar que eso es mentira. No era un gran mes. No hacía ni frío ni calor. Ni siquiera había luna llena. Por si fuera poco, el único cielo que podía ver era el techo blanco e iluminado del hospital.
Llevaba varios días allí. Mi enfermedad había avanzado rápido y respirar se había convertido en una especie de tortura. No podía alzarme de la camilla ni para hacer mis propias necesidades. Todos esperaban que muriese de un momento a otro y la canción One, de Metallica, sonaba de forma constante en mi cabeza. Sabía que se estaban planteando desenchufarme, y lo deseaba. Os juro que lo deseaba con toda mi alma.
Algunas veces, cuando los sedantes disminuían, podía abrir los ojos. Normalmente solo veía fluorescentes, la mirada perdida de mi madre o personas ataviadas con uniformes y mascarillas. Pero aquella noche, cuando abrí los ojos, le vi a él.
Sus ojos verdes me miraban de una forma especial. Juraría que nunca nadie me había mirado así. Entonces, se agachó y me besó en la frente. Fue un beso sencillo, inocente y tierno, pero despertó algo en mí.
—No dejaré que te vayas —susurró a mi oído—. Recuerda que me debes una cita.
Hurgué en mi memoria, y no tardé mucho en encontrarlo. Todo había sucedido tan rápido...
El día que lo conocí yo estaba tomando un cortado mientras estudiaba para el examen de Latín. Puede resultaros extraño, pero no soy capaz de concentrarme en una biblioteca. Necesito el bullicio de fondo, el aroma a café recién hecho y la música ambiental.
Nunca me ha gustado el silencio. Sabe a soledad y huele a peligro.
Por eso, cada día a la misma hora yo estaba allí. Sin embargo, nunca había sido consciente del chico que se sentaba a la mesa del fondo, la que estaba al final del local, la más oculta. La mesa destinada a la gente que adora la soledad y vive sin miedo. O, en otras palabras, la mesa reservada para la gente a la que le gusta el silencio.
¿Sabes cuando estás concentrado en algo y, sin saber por qué, todos tus sentidos se ponen en alerta? Eso fue exactamente lo que sucedió.
Estaba perdido entre mis apuntes, canturreando declinaciones y situando mentalmente los montes Urales, cuando sentí que me faltaba el aire y que mis latidos se aceleraban. Estiré la mano hacia la taza y me la llevé a los labios. Alguien respiraba a mi lado.
Me puse algo nervioso, como si se tratara de un fantasma. Sé que no es una reacción muy apropiada, pero los nervios a veces nos juegan malas pasadas. Finalmente, un carraspeo me obligó a mirar a la persona que se había situado a mi lado.
—Hola, ¿molesto?
Lo primero que pensé fue que tenía una voz muy bonita. Los ojos también eran bonitos y, además, con sus gafas negras aún se veían más grandes de lo que eran.
—¿Nos conocemos? —pregunté curioso, y puede que algo tembloroso. A veces me pasa. Ya os lo he dicho, los nervios son traicioneros.
—Supongo que no. —Parecía decepcionado—. Pero el tiempo es breve y pensé que no podía dejar pasar un día más sin decirte «hola».
Si os digo que me puse rojo, me quedo corto.
—Claro, Carpe Diem. —Me sorprendió mi respuesta tanto como a él, que ahogó un suspiro y sonrió afable.
—Más bien, Tempus Fugit —replicó, jocoso.
—Todo depende de cómo se mire. —Me vi a mí mismo sonriendo como un tonto. Cuando me di cuenta, disimulé lo mejor que pude—. ¿Quieres un café?
Me enseñó la taza que llevaba en las manos y se sentó a mi lado.
Estuvimos conversando por un rato, no demasiado, pero el suficiente para descubrir que era una persona especial.
Me gustaba.
En algún momento empecé a encontrarme mal. Comenzó como un ligero dolor de cabeza y, minutos después, era como si todos los músculos se hubiesen puesto en huelga para decirme que no querían trabajar. Sentí mucho dolor y algún que otro espasmo que logré disimular.
Me entraron las prisas. No quería que Ezequiel se diera cuenta de mi malestar, así que busqué una excusa barata y me levanté de la silla.
—Espera —rogó— ¿Me darás una cita, al menos? Quiero conocerte.
Me giré hacia él.
—Vas muy rápido —bromeé como pude mientras me colgaba la mochila al hombro.
—El tiempo es oro. ¿Me la darás, Elric?
Tragué saliva y dudé, pero acepté al fin.
—Te la daré. Lo prometo.
Me fui con su recuerdo grabado en mi mente, pero a medida que el dolor aumentaba, este se iba desvaneciendo. Esa misma noche me ingresaron. Se acercaba el final.
—I need somebody to know, somebody to have, somebody to hold. —Mientras me cantaba al oído, en aquel frío hospital, lágrimas huían de sus ojos. Creo que también de los míos—. Te necesito a ti.
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