
05 - 💋MARTÍN GARCÍA💋
Tatuajes. Yo amaba los tatuajes VideoTatoo. Desde que jugaba en la liga juvenil de baloncesto nacional, soñaba con tener un par de ellos. Hasta que un día, gracias al dinero que hacíamos con Sofía, pude hacerme un par. Y ese día quería lucirlos. Cuando Julieta y yo entramos al Subterráneo del edificio más fiestero del barrio más fiestero de todo Marte, Techniterra, ella se quitó la chaqueta y automáticamente se encogió y guardó en una riñonera que se liaba alrededor de su cintura.
Yo en cambio, solo tenía puesto una simple camisilla sin mangas de color azul, lo que dejaba ver mis impresionantes VideoTatoo's recorrer mis brazos. Y literalmente los tatuajes se movían. Tenía un dragón chino de varios colores girando por todo el brazo izquierdo y una partida de Mario Bros en bucle en el brazo derecho.
Una chica pasó al lado mío mirándome. Yo solo tomé la mano de Julieta en busca de no perderla.
No pensaba que los tatuajes atraería chicas: eso no me importaba. Lo único importante de esos tatuajes era que molaban... y molaban un montón. Había un par o quizá más personas en la fiesta usando esos VideoTatoo's, pero los que yo llevaba eran mucho más geniales y grandes. Me había gastado gran parte de mis ahorros en esos.
Mentira, nunca ahorraba.
Apenas tenía algo de dinero y me lo gasta en lo primero que le impresionaba más. ¿Qué sentido tenía guardarme el dinero si mañana podría morirme? Eso era bueno, porque me hice más difícil de impresionar.
Julieta me hizo un gesto para que me agachara y me pusiera a su altura. El tumulto de gente nos atropellaba de vez en cuando, desequilibrándonos. Yo me agaché un poco.
—¡Me ha sobrado un poco! —dijo ella.
—¡¿Violeta?! —pregunté. Apenas escuchábamos por el ruido de la música techno hardbass, clásica en el interior del domo. El suelo retumbaba y la gente gritaba eufórica. Algunos coreaban las letras aunque la mayoría de canciones no tenían ni media oración.
Ella asintió. Julieta era dos cabezas más baja que yo, no porque ella fuera enana (porque medía 1,70) sino porque yo era una jirafa. Medir 1,99 es bastante y no pasaba desapercibido entre tantas personas bajas. En mi adolescencia había practicado baloncesto y había sido el mejor del Colegio New Dome del séptimo octante.
«Olvida esa época», me dije. Había algo más importante frente a mí.
Julieta estaba esperando una respuesta.
—¿Me vas a invitar o lo quieres vender? —le pregunté a Julieta.
—¿Tú qué crees? —dijo ella.
Comencé a bailar con una sonrisa enorme. Caminé hasta el centro del enorme salón subterráneo e hice un par de geniales pasos con los brazos bien estirados hacia el techo y la música guiando los movimientos de mis pies. Ella se quedó en su sitio pensativa. Unos segundos después regresé con ella, animado, y la tomé de la muñeca a Julieta, llevándola hacia el centro de nuevo.
—¡Diviértete un poco —le dije—, no seas tan fría!
Ella solo bailó sin importarle nada. El mundo era muy grande y el universo infinitamente grande. ¿Qué importaba bailar mal? ¿A caso tenía sentido estar en una rave, deprimido y con cara de pocos amigos?
Luego de un rato, alguien se nos acercó. Era un flacucho que vestía muy elegante. A su lado una mujer, en realidad parecía una niña. El flacucho de cara larga y pálida tenía un vaso de plástico con algo dentro que se desparramaba mientras más se acercaba. Parecía querer hablar con nosotros, pedirnos algo vergonzoso. La chica vestía muy llamativa, como la mayoría de las chicas en el club: camisa de color primario y unos jeans ajustados, pelo gris.
—Hola —dijo el chico, mirando de frente a Julieta con sus ojos oscuros.
—¡Piérdete! —le dije. Era un poco celoso.
—No le hagas caso —intervino Julieta, mirando a la pareja con su típica sonrisa de vendedora—, ¿necesitan algo de nosotros?
—He oído que tienen Violeta de la mejor calidad —sugirió el flacucho.
Ella me miró de soslayo. Yo solo hice un gesto de «Haz lo que quieras, no me mires a mí».
—Usted parece alguien que tiene mucho dinero.
—Tengo mucho dinero —dijo el cliente.
—Mi cuenta es 000352515 —dictó Julieta. A veces vender la hacía feliz—. Uso Domepins.
La chica de pelo gris comenzó a dar saltos de felicidad. ¿Por qué se ponían tan felices los clientes por su Violeta? Julieta nunca se había drogado, más por miedo a empeorar sus ataques de pánico que por conservadora. En fin, no podía ser conservadora siendo una microtraficante de los suburbios. Ella sabía lo difícil que era conseguir hacer la Violeta de forma correcta y lo caro que era y cómo venderla. Sin embargo, no sabía qué sentían los demás al probarla.
Y yo no la obligaría a probar nada.
El chico miró su teléfono y automáticamente buscó en la red marciana el sitio web de Domepins para enviar el pago a la cuenta 000352515. Levantó la cabeza cuando encontró la cuenta de Julieta.
—Son cien pins por diez gramos —dijo Julieta. Era un precio bastante justo para una sensación tan... reconfortante.
Él dudó por un momento pero miró a su acompañante y soltó aire. Entonces, envió el dinero a la cuenta sin quejas. Eso pasaba siempre que compraban por primera vez, pero luego regresaban a gastar lo que sea para volver a tener violeta, aunque sea un gramo.
A Julieta le llegó la notificación de pago y la transacción debía llevarse. Entonces ella metió la mano en su bolsillo y sacó una de las pequeñas bolsitas de empaque. El producto de veía genial y brillante. Violeta perfecto hecho polvo.
A la pelogris se le hizo agua la boca.
Julieta Yamada les entregó la bolsita en forma rápida y sin que nadie sospechara. La extraña pareja se marchó disimuladamente, mezclándose con el gran público. Demasiada gente.
La música estaba demasiado fuerte.
Fui y la tomé de la cintura, por detrás y recosté mi cabeza sobre el hombro de ella. Ella por un momento se tranquilizó un poco.
—¿Entonces no haremos lo de la lista? —dije.
Ella se apartó unos palmos y se giró para verme con cara de pena. Esa cara me gustaba. Tenía ese aspecto asiático que le daba cierto aire de exótico, esos ojos oscuros que se asemejaban a la profundidad del espacio.
—¿Bailar desnudos en una fiesta de Techniterra? —quiso saber ella—. Me gusta este lugar, y si hacemos eso no volveremos a entrar nunca más.
—Bueno —acepté con resignación—. Será la próxima. Al menos hoy vamos a diver...
Ella no pudo oír el resto de la oración.
Julieta estaba sonriendo pero de pronto todo se fue a la mierda, o eso me había dicho que sintió aquella noche en Techniterra.
La música se ralentizó.
Sus oídos se ensordecieron.
Comenzó a sentir como el corazón le palpitaba más rápido y su pecho tenía una enorme presión que le asfixiaba. ¡Algo quiere salir de su pecho!
Necesitaba oxígeno. Le faltaba el aire. Terror, miedo, pánico. «Mucha gente, mucha gente, mucha gente», susurraba. Quería salir de allí. Y yo no sabía cómo actuar frente a ello. ¿Y si moría?
Todo le pesaba demasiado como para cargar con su propio cuerpo. Mareo, mareo. Así hasta que cayó al suelo. Manos y rodillas temblaron y luego ella... se desplomó en mis brazos.
Media hora más tarde estábamos ambos sentados afuera del edificio. Estábamos en la banqueta para esperar el buz. Ya no teníamos la motoneta como para regresar al departamento de nuevo.
—Me siento incapaz de controlar mis emociones —dijo Julieta—. Ya ha pasado un par de veces, pero siempre intentaba estar sola.
—¿Quieres hablar de eso? —pregunté.
—Perdón por arruinar tu noche, yo...
—No arruinaste nada, Juls —le dije—, estas cosas pasan. Deberíamos ir a un hospital, esa asma podría terminar en algo peor.
Ella se echó a reír.
—No es asma, Martín —me dijo.
—¿En serio? —quise saber—. Siempre creí que sí. O sea, por eso no fumabas ni nada, creí que era por el asma. ¿Entonces qué fue eso?
Ella siguió con la vista a un auto autómata que pasaba por la carretera y hacía un ligero sonido en blanco que la tranquilizaba. Eso sabía de Julieta: ella no podía estar en completo silencio. Cuando dormía necesitaba escuchar sonidos blancos. Nunca pude entender sus motivos, pero me daba curiosidad.
—Ojalá fuera asma —dijo ella agachando de nuevo la mirada al suelo—. Tengo crisis de ansiedad de vez en cuando. O ataques más bien, no sé identificarlos.
—No sé nada de eso, solo sé de asma.
Ella me miró y estaba con un rostro bastante demacrado, a punto de lagrimear.
No dije nada más y la abracé. Ella sonó la nariz para tragarse de alguna forma el lloriqueo.
—La lista... —susurró ella—, tú querías hacer eso y yo lo arruiné.
—Ey, ey, ey. A la mierda la puta lista —exclamé, tranquilizándola—. Vámonos al departamento, ¿sí? Vamos a tomar una ducha, vamos a ver una serie y luego dormiremos. Sofía ha de estar preocupada por ti, ya sabes que me golpea mucho si te pasa algo y yo le tengo mucho miedo a esa loca.
Ellase levantó de la banqueta y asintió.
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