Capítulo 1: Punto de Partida
Illinois, Indiana.
—¡Maldita sea Matt!
La señora sentada frente a mí levanta al crío, Matt, por el brazo de mala manera hasta dejarlo sentado en el asiento contiguo. Llevamos horas de viaje compartidas y aún que no estoy a favor del maltrato infantil yo misma le daría una colleja al maldito crío.
Matt es menudo y escuálido. Un crío paliducho de unos cinco años que en la última media hora se ha dedicado a darme patadas, tirar del pelo a su madre y tirar un vaso de café sobre la bolsa de mano que tenía sobre el regazo. En definitiva, siento una satisfacción inexplicable cuando su madre, una señora de aproximadamente cuarenta años lo amenaza con lanzarle la switch por la ventana en la próxima parada.
—Lo siento, nena —se disculpa por décima vez sacando un paquete de toallitas de su bolso. —. Este crío está endemoniado, al final lo voy a pegar con cinta al asiento.
—¡Que no! —protesta Matt.
—Pídele disculpas ahora mismo a la nena, Matt.
—¡No quiero!
—Mattew Carl Bennet.
Matt saca la lengua en mi dirección y contengo las ganas de meterle una patada en sus diminutas pelotas por debajo de la mesa.
Su madre me dedica una mirada de disculpa y el cansancio es claro en su mirada. Suspira chasqueando la lengua y se deja caer contra el respaldo de su asiento.
Odio los trenes.
Media hora después finalmente llegamos a la parada en la que he de bajarme, y lo agradezco infinitamente. Matt está dormido y su madre ha ido al baño así que aprovecho el momento para meter la mano en mi bolsa de tela y sacar una diminuta de plástico.
—Eh, bicho —chisto despertándolo.
Matt se frota los ojos con ambas manos y cuando se percata de que soy yo frunce el ceño.
—Toma —le exgiendo la bolsa y sus ojos se iluminan. —. Tápate la nariz y cierra los ojos, son unas chuches mágicas.
Con eso me dirijo a la salida mientras Matt se dispone a abrir la bolsa. Por el extremo derecho de mi bolsa de tela asoma un pico húmedo y curioso. Sonrío bajando del tren y abriendo un poco más el hueco para que de él emerja una cabeza peluda y amarilla.
—No me mires así, te ha tirado el café encima —me defiendo mirando a Tuska.
El patito entrecierra los ojos y yo vuelvo a empujar su cabeza al interior de la bolsa. Llevar animales en un transporte público tiene un costo adicional que no pienso pagar si puedo ahorrármelo.
Illinois, es conocido como "el Estado de la Pradera" y se caracteriza por sus granjas, bosques, colinas y pantanos. Un enorme pueblo a mi parecer, en el que la paz y calma natural son lo único a lo que aspiro.
Tuska, el pato camina a mi lado por la acera desnivelada entre edificios bajos con comercios a cada lado de la calle. Varias personas se sorprenden o miran divertidos como el animal avanza a mi ritmo dedicando miradas curiosas a todo el mundo. Tuska es un patito amarillo del tamaño de un un camión de bomberos de juguete al que le tintinea el cascabel del cuello -que por cierto odia- con cada paso.
Y hablando de cascabeles, los de la puerta de un pequeño hostal sueñan con insistencia cuando ésta se abre. El calor del interior nos envuelve y ambos proferimos una especie de ronroneo placentero. Gavril solía decir que ambos nos parecíamos y por eso nos compenetramos tan bien.
Un tipo desgarbado con el pelo aplastado por una gorra sucia se recoloca las gafas al percatarse de mi presencia. El resto del hostal parece estar desierto y el viento al otro lado del cristal silba con insistencia.
—Una habitación individual.
Dejo la tarjeta -una de tantas- sobre la madera.
El tipo que está despatarrado sobre la silla se yergue con pereza sin apartar la mirada de la mía.
—Solo efectivo. Normas de la casa —señala un cartel escrito a mano.
Suspiro poniendo los ojos en blanco y saco un puñado de billetes arrugados de la bolsa. Él se recoloca las gafas con el dedo índice sin dejar de mirarme, empujándolas sobre el puente de la nariz y suspira. Coge el dinero y me devuelve dos billetes de un dólar.
—La treinta y cuatro, segunda planta. —informa extendiendo una llave de la que cuelga una plaquita con el número.
—Gracias.
Tuska me sigue sobre la moqueta rasposa del suelo cuando el tipo silba.
—¿El pato es tuyo?
Tuska se da la vuelta y juraría que está frunciendo el ceño... Si tuviera uno, claro.
—Sí. No va a molestar, es muy tranquilo. —me precipito tragando en seco.
El tipo nos observa por un largo periodo de segundos hasta que finalmente se encoge de hombros suspirando.
—Que no se cague en las alfombras o las vas a tener que pagar.
Asiento repetidas veces cargando al pato en brazos y subiendo las escaleras de la derecha.
—Qui ni si cuigui in li ilfimbri —dice Tuska para después proferir un graznido —. Ese adolescente fétido acaba de llamarme perro.
Contengo la risa abriendo la puerta de la habitación, que resulta ser la primera del pasillo del lado derecho.
—No seas gruñón —digo con un suspiro cerrando la puerta detrás de mí.
Tuska salta de mis brazos con agilidad sobre la cama y tropezándose con sus propias patitas hasta caer de bruces sobre la superficie acolchada.
—¿Sabes qué es lo que más me molesta? —pregunta incorporándose —. Se me ha congelado el puto pico y creo que he pisado una mierda.
—¿Tienes que quejarte por todo?
Tuska me observa con los ojos entornados.
—¿Tenías que traernos al culo del mundo? Haber elegido Alaska.
—Hay una estufa.
—¡No quiero una estufa!¡Quiero ser respetado!
Me río dejando la bolsa sobre la cama y me acuclillo frente a él acariciandole la cabeza.
—¿Si te llevo a comer uvas me perdonas?
Tuska hace ademán de pellizcarme y aparto la mano justo a tiempo para que no me pegue un bocado.
—¿Responde eso a tu pregunta?
—Ah bueno, pues me voy a comer sola.
—¡Te voy a dejar un regalito sobre la almohada! —grita mientras me adentro en el baño.
Me doy una ducha con agua caliente que me ayuda a relajar los los músculos. Tuska tiene razón en una cosa, y es que hace un frío infernal, eso sí el infierno fuese un témpano de hielo o un iceberg como el que se cruzó en el camino del Titanic. Fuera como fuere salgo encontrándome al pato con las patas hacia arriba sobre las sábanas tiesas y de un blanco enfermizo.
—Voy a echar un vistazo por ahí —digo avisándolo. —. ¿Seguro que no quieres venir?
Empieza a andar tan rápido sobre la sábana que frena de golpe en el extremo de la cama.
—¿Me vas a traer uvas? —pregunta entornando los diminutos ojitos negros. —Porfi, porfi, porfavorcito...
Frunzo los labios pensativa y tengo que reprimir el impulso de abrazarlo cuando junta ambas alitas frente a su pico.
—Claro, por qué no...
El exterior es cada vez más insoportable, llevo tres prendas de ropa y aún así noto como se me congelan las costillas. En un cartel de neón sobre la puerta de una farmacia se distinguen los grados que acoplan el ambiente; menos trece. Trago en seco notando las mejillas... dejando de notar las mejillas más bien.
En concreto la calle en la que me encuentro está a unos cinco minutos del hostal con pinta de residencia, y cada calle es más similar a la anterior hasta el punto de toparme con dos zapaterías llamadas Koros en la misma avenida. Suspiro frotándome las manos para buscar algo de calor y maldigo cada puto segundo en el que me ha parecido buena idea salir, pero lo necesito. Necesitaba alejarme de esa soledad compartida con el ave. Tuska puede ser de lo más persuasiv, hasta el punto de hacerme odiar cada átomo que compone...
El cartel con una hamburguesa impresa con poca calidad por el pasar de los años o la posible antigüedad con la que lo hayan colgado, atrae mi atención y las tripas me rugen hambrientas. No recuerdo la última vez que he probado bocado y después de trece horas en tren lo único que ansío es un trozo de tarta de ciruela y un vaso caliente de leche. Sin darle más vueltas cruzo la calle y paso junto a media docena de motos apiladas de cualquier manera en la entrada.
El interior apesta a tabaco rancio y cerveza barata. Hay un puñado de tipos con notoria pinta de moteros cabreados en una esquina riendo, y varias camareras repartiéndose por todo el bar. Me muerdo el labio por el temblor que me recorre las rodillas por lo calados que están los huesos. Paso junto a un tipo vestido con chupa de cuero y una banana que le rodea la calva, sonrío para mis adentros cuando se tropieza con sus propios pies.
Tomo asiento en una esquina arrastrando una silla de madera hasta que la mesa cuadrada y desgastada queda incrustada entre mi pecho y el abdomen. La temperatura sigue siendo baja pero al menos ya empiezan a entrarme en calor los dedos de los pies.
—Bienvenida a Greg's ¿ya conoces nuestra carta? Tenemos hamburguesa de buey con patatas como especialidad del día —la camarera habla precipitadamente y me cuesta entender cada una de sus palabras. —.Por cada diez dólares de consumición tendrás una tapa con aceitunas o pepinillos gratis.
—Eh... este...
La chica es una joven aproximadamente de mi edad vestida con un uniforme amarillo mostaza y un chaleco rojo por encima. Al ver que no contesto alza la cabeza de la libreta y me dedica una sonrisa torcida.
—Entre nosotras, la hamburguesa está rancia y las patatas llevan dos años sin cambiar de aceite.
Abro la boca para decir algo pero la vuelvo a cerrar cuando se sienta con toda la confianza del mundo.
—No se ven muchas caras nuevas por aquí últimamente. ¿Turista?
Asiento.
—¿Muda?
Niego.
—¿Segura?
—¿Tenéis tarta? —pregunto carraspeando. —Quiero tarta.
Ella vuelve a sonreír y me fijo en sus enormes ojos marrones, tienen una forma redonda que le da un toque gracioso a su rostro tosco, y contrasta con las cejas frondosas pero bien definidas por una buena depilación.
—Mira por donde sí. ¿Zanahoria o macedonia?
—¿Ciruela?
—Cielo, yo soy quien limpia los baños —ríe —. Me niego a vender tarta de ciruela.
—Buen punto. ¿Cuál me recomiendas?
—La de zanahoria es la más reciente.
—Define reciente —pido con desconfianza.
—Dos días.
Suspiro pellizcándome el puente de la nariz y asiento.
—Pues esa.
—Buena elección.
—Esperemos...
La camarera se levanta y aprovecho de nuevo la soledad para sacar el móvil del bolsillo interior del abrigo. Aún no lo he encendido y tampoco le he metido la tarjeta. Me quito el abrigo al haber entrado en calor por la estufa de la pared que me da en la espalda y dejo sobre la mesa todo el material. A pesar de las personas en el interior nadie se fija en la chica de la esquina oscura y con una sonrisa admito internamente que me gusta este sitio.
La tarta no tarda en llegar y le agradezco a la chica haber incluido un café aún que no se lo haya pedido.
—Sube el volumen, Desk. —pite un tipo captando mi atención.
Desk, quien es la misma camarera que me ha atendido se limpia las manos en el delantal del uniforme y sube el volumen de la televisión. Por inercia sigo con la mirada lo mismo que todos en lo alto de otra esquina junto a la barra.
En la televisión, una reportera local se encuentra frente a una casa de ladrillos blancos donde una muchedumbre reunida grita algo que no entiendo.
—Es increíble que lo hayan soltado —dice una mujer pelirroja de mediana edad con un chaleco de cuero sin mangas sobre un jersey. —. Va a suceder alguna desgracia y nadie hará nada, como siempre.
—Ese puto crío —añade el tipo calvo junto al que he pasado al entrar —. Debería de pudrirse en una celda.
—En una tumba mejor.
—Yo iría a escupir encima —añade otro riendo.
Dejo de prestarles atención cuando en la pantalla aparece la foto de un tipo joven. La reportera sigue hablando pero Desk ha bajado el volumen de nuevo y todos vuelven a lo suyo. Yo por lo contrario sigo centrada en la imagen muteada de la muchedumbre frente a la puerta del que supongo ha de ser ese tipo.
—Y parecía un pueblo tranquilo ¿eh?
Miro a la chica, Desk, quien ha vuelto a sentarse frente a mí, pero esta vez mira hacia la pantalla.
—Es curioso, hace un par de años yo jugaba con ese tío —sigue ella, sin mirarme —. Bueno igual hace dos tampoco, pero fuimos juntos al instituto. Ll expulsaron el el último año.
—¿Y eso? —pregunto distraída mientras intento abrir el apartado de la tarjeta con la diminuta llave afilada. —¿Peleas?
Desk no dice nada durante un buen rato, y la miro para comprobar que sigue con la mirada fija en la pantalla.
—No. Homicidio —suspira —, encontraron a su tía enterrada en el jardín delantero de su casa.
Abro la boca sorprendida por la calma con la que lo dice. Ella lo nota y me sonríe con diversión.
—No han podido comprobarlo, y lo han soltado por falta de pruebas.
—¿Crees que ha sido él?
Desk se encoge de hombros torciendo la boca.
—A saber, pero ella lo ha criado desde que era un crío. Su madre lo dejó en su puerta y no ha vuelto nunca por lo que sé. Burn siempre le ha guardado rencor por eso.
Así que Burn. Vuelvo a mirar hacia la pantalla y bajo la foto del susodicho se puede leer en cursiva "Burn Castle".
—¿A su tía o a su madre?
—A las dos. —esta vez me mira y vuelve a limpiarse las manos en el delantal antes de extender una. —Desk Fitzgerald.
Por alguna extraña razón las vibras de me transmiten son cercanas a pesar de su cara de pocos amigos.
—Sara Winchester. —me presento estrechándole la mano por encima de la mesa.
—¿Cuánto llevas en Illinois, Sara?
—He llegado hace unas horas.
—¿Y te gusta?
Sonrío volviendo a mi dificultad para introducir la tarjeta.
—Bueno, mientras no me maten...
—No creo, aquí solo mueren vacas, vagabundos y la tía de Castle.
Me río sin saber muy bien porqué, pero cuando la puerta se abre y una figura alta de cabeza rapada entra por ella me quiero esconder debajo de la mesa.
—Madre mía —Desk me mira con los ojos como platos y una sonrisa de lado mientras yo me hundo en la silla. El tipo levanta una mano saludándome —. Dime que es tu hermano y no tu novio. Qué hombre...
No.
—¡Eh, Sara!
No...
—¡Sara!
Por favor... No...
—¡Sara!¡¿Y mis uvas?!
Mierda. Tuska.
Tuska con forma humana.
La camarera frunce el ceño sin dejar de sonreír cuando me mira y Tuska camina entre la gente hasta llegar a nosotras, quedándose de pie con su metro noventa y sin camiseta.
—¿No tienes frío, amigo? —pregunta Desk con descaro.
Tuska la mira desde lo alto con indiferencia y la aparta con nada de delicadeza sentándose en su lugar.
—¡Me has prometido uvas! —reclama con tono acusatorio.
Al menos lleva pantalones.
—¿Quieres un abrigo? —pregunta la camarera.
—¡Quiero mis malditas uvas! —gruñe golpeando la mesa con un puño.
Desk levanta ambas manos esbozando una sonrisa cargada de diversión.
—Voy a ver si tenemos, Hulk. No tires esto abajo.
Tuska la ignora como suele hacer con todo ser humano y se limita a mirarme con desprecio.
Joder...
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