Capítulo 7: La llave lanzada al mar
Habían pasado dos semanas desde que decidí dejar el club de lectura. La vida continuó pero un vacío incómodo persistía en mi pecho, como si hubiera dejado el alma en ese auditorio lleno de butacas.
Cada jueves, al llegar a casa, abrazaba a mi hija y me hundía en el sofá con un libro en las manos. Ninguna historia conseguía atraparme igual. Ni dragones, ni romances, ni detectives brillantes podían competir con los jueves en el club.
Bloqueé a Arnar en todas partes. Durante las primeras horas me sentí valiente, heroica y hasta algo poética. Después de unos días, empecé a revisar el teléfono, tal vez un poco más de lo normal. Una mirada rápida por aquí, un desbloqueo casual por allá. Era ridículo, como si con bloquearlo hubiera lanzado un hechizo que me hacía estar aún más pendiente.
Una parte de mí anhelaba que se diera cuenta de su error y buscara la manera de disculparse.
Me miraba en el espejo, observando a esa mujer madura que sabía lo que quería.
«No te vas a dejar llevar por las contradicciones de un niño que ni siquiera sabe lo que es el respeto», me repetía. Luego me acordaba de su risa, su ingenio... y ahí estaba yo otra vez, como boba, peleando con mis emociones.
Un sábado, mientras organizaba mis libros e intentaba que la pila de lecturas pendientes no me sepultara, sonó el timbre. Abrí la puerta y me encontré con Silvestre sonriendo, como el gato de Cheshire, con todos los dientes a la vista.
—¡Brida! —exclamó lanzándose a mi cuello como un torpedo—. ¡Te he extrañado! ¿Por qué no has ido al club últimamente?
Tragué en seco e inventé la primera mentira que se me ocurrió, con la soltura de un político en campaña electoral.
—He estado ocupada —dije sonriendo.
La mirada de Silvestre dejaba claro que no me creía ni una palabra.
—Arnar me pidió que te dijera que te extraña —soltó, como quien comenta el clima—. Dice que eres muy admirada en el club, que todos quieren que vuelvas.
El nombre de Arnar me golpeó en el estómago como una patada. Mientras tanto, mi yo interno —ese saboteador que siempre me recuerda cada mala decisión— empezaba a afilar sus garras.
Silvestre seguía hablando, imperturbable, completamente ajena a la guerra civil que tenía lugar dentro de mí y yo asentía en piloto automático, como si estuviera atenta.
Lo cierto era que cuando alguien hablaba mucho, muy rápido o sobre algo que no me interesaba, mi cerebro se apagaba y activaba el "modo avión".
—¿Entonces irás? —preguntó Silvestre después de una larga explicación de la que capté la mitad, con suerte.
—¿Qué? ¿Ir adónde?
—¡A la fiesta, Brida! —bufó, como si la distraída fuera yo—. ¡Maya y Alexa están organizando el cumpleaños de Arnar y me pidieron que te avisara!
—Ah... no lo sé. Déjame ver si alguien puede quedarse con mi hija. Necesito organizarme.
Me miró como si acabara de confesarle que tenía un dragón en el jardín.
—¿Tienes una hija?
—Sí, soy toda una doña —respondí, divertida con su cara de sorpresa.
—Arnar nunca mencionó que tenías una hija.
—Le pedí que no lo dijera. No es algo que tenga que ver con el club.
Ella asintió como si hubiera comprendido el sentido profundo de la vida.
—Claro, tiene sentido —dijo, solemne—. La estás protegiendo.
—Exacto.
Le sonreí aunque, en realidad, la que necesitaba protección de mis propios sentimientos era yo.
Silvestre se fue dejando mi mente hecha un lío. No quería ver a Arnar, pero, ¡maldita sea!, era su cumpleaños y, aunque me fastidiara reconocerlo, le tenía cariño.
Cerré la puerta con un suspiro y, justo cuando pensaba que estaba sola, Amelie apareció como un fantasma, con una sonrisa de oreja a oreja.
—¡Mamá! ¿Quién es Arnar? — preguntó con los ojos grandes y brillantes de curiosidad.
—Mely, ¿qué te he dicho de escuchar conversaciones ajenas?
Ella se encogió de hombros, con esa carita de inocente que claramente no se la creía ni ella.
—Pues... que no debería... pero es que "casualmente" estaba cerca —dijo, poniendo mucho énfasis en el "casualmente".
No pude evitar reírme, negando con la cabeza.
—Ajá, claro. Pues "casualmente" te puedes ir a otra parte, ¿no?
Amelie se cruzó de brazos, como una pequeña abogada a punto de ganar su primer caso.
—Está bien, pero solo si me dices quién es Arnar —insistió.
Suspiré, resignada. Ganarle a Amelie cuando se las daba de detective era misión imposible.
—Es... un amigo. ¿Ya, contenta?
—Un "amigo", dice... —repitió haciendo comillas en el aire y levantando una ceja—. Apuesto a que hoy para su fiesta, te pondrás esos tenis geniales y te maquillarás quedando igualita a Anne Hathaway.
—Mely, no seas lambiscona —le dije entre risas.
—Yo solo digo lo que observo, mamita.
—Ey, Enola Holmes, ¿veamos una película? —sugerí, intentando desviar su atención de mi vida amorosa.
Ella sonrió, satisfecha con su pequeña victoria y se lanzó al sofá para escoger la película. Y ahí estábamos las dos viendo por enésima vez Descendientes II. No es que no quisiera compartir la emoción de Amelie, pero prometo que si escuchaba otra vez el coro de "Chillin' Like a Villain" podría empezar a corearlo dormida.
El resto del día fue una batalla épica entre mis dos angelitos. El angelito zen, con su voz suave y tranquila, me susurraba que me quedara en casa, leyendo un buen libro, con una taza de té y la paz como única compañía: "Mereces tranquilidad, ¿para qué meterte en más líos?", me decía, con su aura de calma absoluta.
Mientras el ángel rebelde, acomodándose su copete, me decía con voz en off: "¡Vamos!, ponte algo espectacular y haz que Arnar se arrodille, bese tus pies y se disculpe como es debido. Después, que te envuelva en sus brazos como si no pudiera vivir un segundo más sin ti".
Ahí estaba yo, atrapada entre la calma del ángel zen, que me decía que no valía la pena, y la provocación del otro, que me empujaba a la tentación.
Justo cuando sentí que mi cerebro estaba a punto del sobrecalentamiento mental, Gretta irrumpió en mi casa como un huracán desbocado.
—¡Vine a sacarte de estas cuatro paredes! ¡Y si es necesario, te arrastro amarrada a la fiesta de Arnar! —exclamó sin un gramo de duda.
—Sabes que no me gustan las fiestas, Gretta. Prefiero quedarme aquí y trasnocharme con un buen libro —respondí, sabiendo muy bien que eso no la iba a detener.
Gretta me lanzó una mirada afilada y me recordó, con precisión quirúrgica, que le debía una salida.
—Ni me vengas con excusas. Me debes una, ¿o ya olvidaste que cuidé a tu Mely para que pudieras escaparte aquella vez?
Suspiré, resignada. Le debía una grande, sobre todo porque aquella vez mi hija había ensuciado su vestido favorito. Y cuando Gretta te miraba así, sabías que no había escapatoria.
La idea de volver a ver a Arnar y volver a sentir esa conexión caótica que a veces me incendiaba, me ponía nerviosa. Sin embargo, no iba a huir para siempre. Soy una mujer adulta, no una adolescente en crisis existencial... aunque, a decir verdad, algunas de mis decisiones recientes me hacían dudar de eso.
—Lo voy a pensar —dije, intentando sonar más firme de lo que realmente me sentía.
Gretta se cruzó de brazos, con una expresión que claramente decía: «Esto no es negociable».
Me quedé pensando; Arnar era un desastre, sí, pero su caos no tenía por qué ser el mío.
Resoplé, aceptando lo inevitable. Tomé el teléfono y llamé a mi madre para pedirle que cuidara a Mely. Resignada, le dije a Gretta:
—Está bien, iré. ¿Paso por ti a las nueve?
Gretta sonrió triunfante.
—¡Así se habla, guerrera!
En casa de Maya todo estaba listo para celebrar a Arnar, ese iceberg humano que, paradójicamente, odiaba los festejos. Lo sabía bien; él me había contado una vez que perdió a su madre justo un mes después de su cumpleaños, y esas fechas siempre le dejaban hecho polvo. ¿Acaso Maya o alguien más de los organizadores sabía esto? Tal vez sí o tal vez no. Todo en Arnar era un misterio, uno que yo misma intenté descifrar... hasta que me rendí.
Gretta y yo llegamos a la fiesta más psicodélica a la que había asistido. La casa de Maya parecía un caleidoscopio: colores vibrantes por todos lados, muebles vintage que hasta Marilyn Monroe habría envidiado, alfombras de estampados inverosímiles cubrían el suelo y la iluminación era tan baja que por momentos parecía una cueva bohemia. Un par de lámparas de lava se agitaban en las esquinas, mientras unas luces de neón en forma de palmeras y flamencos le daban al lugar un toque...¿tropical?
En un rincón, Maya había montado su cabina de DJ improvisada: un altavoz que hacía vibrar hasta los cimientos y una colección de vinilos amontonados al azar junto a una rockola sesentera que parecía sacada de un museo. Me sentía como si estuviera en una película coproducida por Wes Anderson y Stanley Kubrick, en ese punto exacto entre lo surrealista y lo extravagante.
Saludé a las chicas y chicos del club, pero de Arnar, ni rastro. El bullicio y la música empezaron a abrumarme así que decidí escabullirme al jardín trasero. Allí, al fondo, vi una figura sentada en el suelo. Absorto en su teléfono, Arnar levantó la vista y cuando nuestros ojos se encontraron, el tiempo pareció detenerse. La sorpresa en su rostro se transformó rápidamente en una sonrisa.
—No esperaba verte aquí —dijo intentando sonar despreocupado pero su sonrisa lo traicionaba.
—Pero aquí estoy —respondí esforzándome por mantener la calma mientras mi corazón hacía un maratón en mi pecho.
Se hizo un silencio incómodo, ese tipo de silencio que solo ocurre cuando tienes mil cosas que decir pero no sabes por dónde empezar. Pensé en darme la vuelta y marcharme pero algo me decía que no debía, que, tal vez, lo que necesitaba era escuchar lo que tenía para decir.
—Brida... —comenzó a decir pero se detuvo y miró hacia otro lado.
Sin pensarlo demasiado, me senté a su lado. Saqué mis auriculares, los conecté a mi playlist y le pasé uno. Él sonrió al ver el gesto. No dijimos nada más, sólo nos quedamos allí escuchando música.
Después de un rato, sentí su mano rozar la mía. Fue como un pequeño rayo de electricidad que me recorrió por completo. Entonces, rompió el silencio.
—Necesito disculparme.
—Te escucho —respondí quitándome el auricular.
—Soy un tirano —confesó—. Me gusta hacer sentir mal a los demás.
—¿Por qué? —pregunté, sorprendida por su sinceridad.
—Porque así me han hecho sentir a mí.
Había algo profundo en sus ojos, una especie de tristeza que no había visto antes.
—Brida, perdóname —continuó.— No disfruté hacerte sentir mal, me dolió. Es la primera vez que no me gusta ser un tirano. Contigo no puedo, no lo mereces.
Sus palabras llegaron directo al grano, sin rodeos ni excusas. De alguna manera, derritió las murallas que había levantado con tanto esfuerzo.
Este chico que había sido una especie de maldito en mi vida, ahora se veía... vulnerable. Con sus cicatrices, sus grietas abiertas y una honestidad que nunca esperé de él.
—Está bien —dije cruzando los brazos en un gesto automático de defensa—. Pero no vuelvas a tratarme así.
—No lo haré.
Suspirando aliviado, hizo una pausa, como queriendo tomar un respiro antes de soltar la bomba.
—Brida, Alexa me pidió cerrar la relación, y yo accedí.
—Ok —respondí sintiendo cómo se me rompía el corazón.
Él me tomó del mentón y mi respiración se hizo más difícil.
—Si no puedo tenerte, no puedo permitir que te alejes. Eres lo mejor que me ha pasado —susurró.
Un escalofrío recorrió mi cuerpo, y no era solo por la proximidad de su toque.
—¿Podemos ser amigos? —preguntó mirándome a los ojos.
—Claro que podemos —respondí mientras era lanzada por la borda directamente hacia el océano de la friendzone.
—Yo guardaré todo lo que siento por ti en un cajón.
«¡Wow!, este hombre es como una señal robada del Wi-Fi del vecino: a veces fuerte y clara, otras, inalcanzable o con conexión intermitente. Y yo aquí, tratando de encontrar la contraseña»
—Vale, yo haré lo mismo, pero cerraré el cajón con llave y la arrojaré al mar —le propuse.
Su risa resonó en los fragmentos rotos de mi corazón y, por un momento, me sentí más entera.
—Feliz cumpleaños —dije finalmente—. Aunque sé que no te gusta celebrarlo.
—Verte fue el mejor regalo que he tenido jamás —susurró antes de besarme suavemente en la frente.
La ternura de su gesto me dejó con una sensación extraña, como si algo se hubiera quebrado y reparado a la vez.
Mientras me llevaba el dorado recuerdo de ese beso en la frente, me di cuenta que, tal vez, la llave en aquel cajón giraba en banda y era imposible cerrarlo.
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