Capítulo 6: Eres mi crush
Ser la lectora beta de Arnar resultó lo más entretenido que me había pasado en años. Nuestras conversaciones nocturnas iban desde las mayores tonterías, hasta los debates más profundos sobre nuestros escritos.
Él nunca tomaba mis consejos en el momento pero unos días después, como si fuera su propia idea brillante, los aplicaba igual.
Me hacía sentir como si tuviera diez años menos, no sólo por la manera en que me trataba; sino por la libertad que sentía al hablar con él. Esa libertad pronto se convirtió en confianza y, sin darnos cuenta, terminamos confesándonos cosas que no le habíamos dicho a nadie más.
Para ser sincera eso me daba pánico. Mostrar mi vulnerabilidad no estaba en mis lista de talentos y ahora Arnar tenía información que, si quisiera, podría usar para hacerme pedacitos en segundos. Había algo en él que me hacía sentir cómoda, como si estuviera segura de que nunca lo haría. Era raro.
El mundo de alguien poco sociable como yo tiene sus reglas. No hablar con mucha gente me daba paz y guardar mis secretos sólo para mí era una especie de escudo.
Cada vez que me veía obligada a compartir algo sobre mis sentimientos o experiencias, me quedaba con un dolor de estómago digno de maratón y el nudo se hacía peor cada vez que lo recordaba. Con Arnar nada de eso pasaba. Con él no existía ese maldito nudo. A veces le decía que me daba vergüenza hablar de ciertas cosas y, aún así, terminaba soltándole todo. Era como si una parte de mí supiera que estaba bien confiar en él.
Así fue como Arnar conoció la historia con mi ex, a quien él no tardó en bautizar como "el Cucaracho". Le conté sobre mi relación con mi hija, lo que nos llevó a romper, y cómo ese tipo me menospreciaba haciéndome sentir que nunca era suficiente. También compartí historias de mi trabajo, mi familia de origen y la eventual mudanza que estaba planeando. De alguna forma, con él todo parecía fácil de contar.
Poco a poco, fui descubriendo más cosas sobre él. Vivía solo y tenía dos gatos rescatados que adoraba como si fueran sus hijos peludos. Me contó que había recibido una beca para estudiar su maestría en música gracias a sus excelentes calificaciones. Aunque trabajaba de supervisor —algo que no tenía nada que ver con su profesión de historiador,— también escribía por afición, como yo. Además, hablaba inglés a la perfección ya que había vivido muchos años en el extranjero.
«¿Era posible que este hombre fuera más interesante cada vez que abría la boca?», pensaba a medida que me contaba todo eso.
Con el tiempo, fui juntando todas estas piezas de su vida. Arnar, al igual que yo, parecía mantener una prudente distancia emocional. Soltaba detalles de su pasado como si estuviera armando un rompecabezas pero sin las esquinas. Algunas piezas simplemente no encajaban, como si las estuviera guardando en otro cajón, ahí fue cuando me di cuenta de algo inquietante: lo que no me decía pesaba más que todo lo que compartía.
Fue entonces cuando empecé a dudar.
Ese lunes nos vimos en la cafetería de la facultad. Arnar se veía tan atractivo que me costaba concentrarme. No sabía si él no se daba cuenta de lo mucho que me gustaba o simplemente pensaba que yo era demasiado mayor para fijarme en él.
Su forma de hablar, sus chistes, cómo me hablaba de música y escritura...Todo en mí se revolucionaba cada vez que reía pero no me atrevía a confesarle nada. Me sentía como una idiota.
Ese día tuvimos una discusión tonta. Empecé a hacerle preguntas cada vez más incómodas, y sus respuestas se volvían más evasivas a medida que avanzaba.
—Cada vez que intento acercarme más me pones un muro —dije frustrada—. Es como si no quisieras que te conociera de verdad.
—No comparto mis sentimientos con nadie, no he tenido las mejores experiencias cuando me he abierto con las mujeres.
—Y, ¿eso qué tiene que ver conmigo?
—He confiado antes y me han hecho mierda. No estoy dispuesto a pasar por eso otra vez.
—No te haré daño, ¿no puedes confiar en mí?
—No voy a arriesgarme y no te voy a pedir disculpas por defenderme.
La impaciencia me ganó, así que recogí mis cosas y me levanté de la mesa de la cafetería decidida a irme.
—No estoy dispuesta a que me trates así. ¿Quién te crees que eres? —le solté, molesta.
Di media vuelta y emprendí el camino hacia la salida, pero antes de poder alejarme más, me agarró del brazo.
—No me gusta que me cuestionen —respondió con esa mirada desafiante que me ponía los nervios de punta.
—No me gusta que me mientan. Odio que me mientan.
—No te he mentido —dijo. Su tono ya no sonaba tan seguro.
—¿Y por qué me ocultas cosas?
—No las oculto —replicó.
—Arnar, soy demasiado perspicaz para no darme cuenta de que me estás escondiendo algo.
—¡Maldita sea, Brida! Lo único que te oculto es que... eres mi crush —soltó de repente.
Me quedé en shock. «¿Su qué?»
—¿Que soy tú qué? —le pregunté, incrédula.
—Mi crush, Brida. Eres increíble, linda y buena.
—Soy mayor que tú —dije aún tratando de procesarlo.
—Me gustas y ya.
—Pero soy mayor que tú —insistí, intentando que algo encajara en mi cabeza.
—¿Y eso qué importa? Me gustas.
—Tienes novia, Arnar.
—No es mi novia.
—¿Entonces qué es?
—Es... alguien a quien quiero mucho.
—Otra vez ocultas cosas.
—¡Puta madre! Que no oculto nada. Tengo una relación abierta con ella, salimos con diferentes personas.
—Pero sigue siendo tu novia.
—Sí...
—Entonces, ¿cómo me dices que soy tu crush?
—¿Sabes qué? ¡Cállate! —Y sin más, me agarró de la cintura y me besó.
Fue un beso increíble, de esos que te desarman, te dejan sin aliento y con la cabeza flotando en las nubes.
A partir de ese momento, no pude ignorar lo que sentía por Arnar. Dejarme llevar por esos sentimientos era como abrir la caja de Pandora de la desconfianza, y no estaba lista para firmar un nuevo contrato y convertirme en la protagonista de otro K-drama.
Mi angelito bueno susurraba con su vocecita: "¡Cuidado, Brida!, recuerda lo que pasó antes".
Tenía mis razones para ser cautelosa; no quería sumar más cicatrices a mi colección. Entonces, las preguntas empezaron a martillar en mi cabeza: «¿Cómo podía confiar en alguien que parecía un enigma? ¿Qué podría ver en mí, una madre separada con más historias que un libro de autoayuda? ¿Qué me hacía diferente?».
Al final, sabía que no quería arriesgarme a revivir un infierno, pero mi angelito malo me decía que Arnar era un puñado de grageas al que no podía resistirme.
Aunque, si hay que ser sinceros, las grageas a veces vienen en sabores extraños y puede que te toque alguna con sabor a moco.
Sin decirle nada, empecé a someter a Arnar a pequeñas pruebas, como hacía con todos. Lo observaba con más detenimiento, analizando cada palabra, cada gesto.
No tardé en descubrir lo que temía: no solo seguía saliendo con su "novia", sino que también estaba viendo a Maya y había tenido "algo" con al menos otras dos chicas del club de lectura. Esa verdad me cayó como un balde de agua fría. Me sentí utilizada, como si solo fuera una más, un simple juego para él. Me dolió en lo más profundo, porque todas esas veces que me dijo que yo era especial... ahora parecían una farsa.
Ya no pude más y decidí enfrentarlo, aunque sabía que las cosas no terminarían bien. Lo encontré en la cafetería, sentado como siempre, con esa calma que lo envolvía como una armadura. Esta vez, yo no iba a permitir que su serenidad me desarmara. El nudo en mi estómago se apretaba con cada paso que daba hacia él, pero no me detuve. Caminé decidida y, cuando estuve frente a él, dejé que la rabia acumulada se derramara de mis labios, soltando todo lo que había descubierto.
—Sé lo de Maya y las otras chicas —le dije, sin rodeos—. ¿Por qué no me lo contaste?
Arnar levantó la mirada lentamente, como si no le importara en lo más mínimo, y por un segundo vi una sombra cruzar sus ojos, pero desapareció tan rápido que no pude estar segura de haberla visto. Se cruzó de brazos, como si mi acusación fuera un fastidio menor.
—¿Por qué tendría que contártelo? —dijo, con la misma calma con la que alguien podría preguntarte si preferías té o café.
La indiferencia de su voz me enfureció aún más.
—Pensé que éramos amigos —dije, frustrada.
—¿Quieres saberlo todo? Bien, te lo diré, pero no te va a gustar.
—Arnar, no juegues conmigo.
—¿Que no juegue? —Su mirada se volvió dura, casi cruel—. Eres tú la que juega al detective, pero, ¿te has detenido a averiguar qué cosas son las que me gustan? ¿Cuáles son mis bandas musicales favoritas, mi fruta y color preferido, o qué videojuegos son mis predilectos? No sabes nada de mí, solo quieres indagar sobre mi pasado amoroso, no sobre quién soy.
—Arnar, sé muchas cosas de ti. Sé que te gustan los gatos, que disfrutas del Deathcore, que te encanta la manzana y que eres un hombre sensible.
Ignoró por completo lo que le decía.
—Escucha bien. Si tanto te interesa conocer mi pasado, pues escuchalo, no te gustara nada. Salgo con varias chicas, y me follo a quien me da la gana. Todas lo saben, no les miento. Y si quieres saber más, antes de entrar al club era un maldito nazi. Golpeaba a los inmigrantes por diversión. ¿Eso querías saber? ¿Contenta con la verdad ahora?
Cada palabra suya era como una bofetada que me dejaba sin aliento.
—¿Por qué me dices esto? ¿Qué tiene que ver? —balbuceé, sin poder encontrar el sentido en su confesión
—Más claro no te lo puedo decir, Brida. No soy la buena persona que pensabas. Sí, he hecho cosas de las que no me enorgullezco, pero no te debo explicaciones. Nadie me dice cómo vivir mi vida.
Me quedé en silencio, paralizada, mirando a un desconocido. Este no era el Arnar que me hacía sentir especial, que me hacía reír. Este era alguien completamente diferente, alguien capaz de hacerme trizas con unas pocas palabras.
—¿Por qué no me lo contaste antes? —insistí, pero mi voz ya no era más que un susurro, una súplica rota.
—Porque no necesitabas saberlo —replicó con desdén—. Soy así, Brida. No soy una buena persona, y probablemente nunca lo fui. Me gusta ver sufrir a los demás. Y lo que pienses de mí... me da absolutamente igual.
En ese momento algo se movió dentro de mí. El sentimiento de decepción me caló poco a poco mientras sentía que la conexión especial que había entre nosotros se desvanecía y se transformaba en una broma de mal gusto.
—Gracias por aclararlo todo —logré decir, aunque mi voz sonaba extraña y vacía—. Ahora me queda claro que yo también te doy igual. No volverás a verme en el club de lectura, para que no tengas que lidiar conmigo.
—Deja tus berrinches, Brida —me cortó, sin siquiera molestarse en ocultar el desprecio en su voz—. Te comportas como una niña de quince años y tienes treinta y dos. Ya no te soporto.
—Eso sería todo entonces —concluí, intentando contenerme.
—Como quieras —respondió con total indiferencia, levantándose de la silla sin siquiera mirarme.
Lo vi alejarse, y con cada paso que daba, sentí que todo lo que creía conocer de él era un fraude.
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