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Capítulo 11: Musa

Miradas y sonrisas iban y venían entre Arnar y yo. Así habían transcurrido las últimas dos sesiones del club de lectura mientras terminaba mi intercambio con Silvestre y hacía de lectora beta de las novelas de Arnar.

Al final de cada día, cuando ya no quedaba más que rendirse al cansancio de la jornada, nos buscábamos por mensajes o audios. Hablábamos de todo: desde ideas para nuestros capítulos hasta tonterías que, quizás, nadie más entendería sin rodar los ojos.

Me enseñó a distinguir entre géneros musicales y yo le mostré escenas de películas antiguas que, curiosamente, conectaban con lo que estábamos escribiendo.

La segunda parte de su trilogía era increíble y cuando le pregunté qué lo había inspirado a seguir con ella, respondió sin dudar :—Tú.

Me sentí como la Bruja Mala del Oeste en el momento exacto en que Dorothy le tira un cubo de agua: derretida en instantes. Este chico sabía cómo hacerme sentir especial

Así pasaron los días. Mely me observaba desde la cama con la barbilla apoyada en sus manitos mientras yo me maquillaba frente al espejo.

—¿Vas a salir con "el chico cool de los tatuajes"? —preguntaba con su sonrisa angelical.

Mientras intentaba mantener la calma, una idea revoloteaba en mi cabeza: lo último que necesitaba era que Mely hablara de esto frente a su padre. Erik, mi ex, todavía creía que mi vida giraba exclusivamente en torno a mi trabajo y a cuidar de nuestra hija y cualquier señal de que me estaba permitiendo disfrutar algo diferente podría detonar una guerra nuclear.

En medio de ese caos que llamaba vida, Arnar se convirtió en mi confidente, mi mejor amigo, mi compañero de lectura, mi lector beta y en mi lugar seguro.

Nuestras conversaciones comenzaron a volverse más profundas e íntimas y como por arte de magia, empezó a mostrarme piezas de su rompecabezas: sus heridas, sus dolores, su forma de entender el mundo y el porqué de sus reacciones. Me habló de su infancia, de un padre ausente, del maltrato que sufrió a manos de su cuidadora mientras su madre trabajaba para sostenerlo.

Nos habíamos moldeado de manera similar, ambos formados por la ausencia y la necesidad insatisfecha de afecto. Mi padre, estricto y casi militar, vivió exigiendo logros pero nunca ofreció ni una pizca de contención emocional.

Entre una charla y otra, algo empezó a encajar. Era como si el universo, en su sabiduría cósmica, hubiera decidido cruzar nuestros caminos para darnos cuenta de que no estábamos tan solos.

Así fue como un día, Arnar me pidió que nos viéramos en la facultad y quería mostrarme algo en la sala de ensayo de música. Cuando llegamos, todo estaba en completo silencio: la sala era solo para nosotros.

Nos sentamos en el suelo, rodeados de instrumentos. Las baquetas de la batería estaban allí tiradas sobre un banquito, Arnar las tomó con facilidad y comenzó a hacerlas girar entre sus dedos.

—¿Sabes tocar la batería? —le pregunté.

—Sí —respondió con su sonrisa tranquila.

—¡Wow! ¿Me enseñas algún día?

—¡Claro!

—¿Por qué no tocas en la banda de Alexa?

Había activado mi botón de la curiosidad.

—Eso es una larga historia —dijo mientras continuaba girando las baquetas—, pero tiene que ver con lo que te conté de mi amiga que murió.

No quise ahondar más: era evidente que ese tema lo hacía retraerse.

—¿Sabes? —comenté en un tono liviano—. A veces pienso que las cicatrices invisibles duelen más.

—Así parece — respondió con la mirada perdida en algún rincón de la sala, como si buscara respuestas entre los instrumentos silenciosos.

De repente, se volvió hacia mí y tomó mis manos entre las suyas.

—¿Sabes, Brida? No sé qué pasó ni cómo lo conseguiste pero te he contado cosas que ni mis amigos más cercanos saben.

—Yo también te he contado cosas que nadie más sabe —respondí sintiendo la suavidad de sus manos entre las mías.

—Gracias por confiar en mí.

—Pues tú también confías en mí —murmuré con el corazón desbocado.

Decidida a desviar la conversación antes de que mi cara se encendiera como un semáforo, pregunté:

—Arnar, ¿por qué me elegiste como tu lectora beta?

—Porque entiendes mi novela como nadie —respondió tranquilo y antes de que pudiera procesarlo, acarició mi mejilla—. También porque... me encantaría escribir contigo.

«Brida reiniciándose. No apague el equipo y espere un momento»

—¿Quieres que escribamos juntos? —pregunté saliendo de mi trance.

—Eso me haría feliz. Mucho más de lo que imaginas

Lo miré, entre divertida y asustada. Escribir juntos era abrir el corazón. Una propuesta arriesgada y lo sabía.

—Sabes que eso significaría casi como fundir nuestras almas, ¿verdad?— Me animé a confesar.

—Veamos qué pasa.

—Hmmm... no sé, me da miedo. —Me reí a medias—. Si empezamos esto, no podremos separarnos nunca.

—Bueno, ahí te dejo la propuesta —dijo guiñándome un ojo antes de levantarse del suelo.

Caminó hacia el tablero mezclador, encendió el computador y, sin darme tiempo para pensar más, añadió:

—Te pedí que vinieras para mostrarte esto.

Con un par de clics, la sala se llenó de música. Era una canción que había creado usando inteligencia artificial, pero la letra era suya, escrita en inglés. Mientras me ponía de pie y la melodía me envolvía, el coro resonó con fuerza:

Take my feelings in your hands...
... Never let me go.

Cada estrofa hacía eco en la sala como una caricia.

—Esa es la canción que uno de mis personajes le dedica a su amor... y es lo que yo te diría a ti —dijo mirándome tan tiernamente.

Me congelé en el acto, apenas capaz de reaccionar. Me sentía tan abrumada que tuve que recordarme a mí misma cómo respirar.

—¿La escribiste tú? —logré preguntar con la voz entrecortada.

—Sí, la letra y la música son mías.

—Es preciosa... eres increíblemente talentoso —respondí, aún tratando de asimilarlo todo.

Él dio un paso hacia mí, acortando la distancia.

—Brida, no puedo seguir fingiendo que no me importas. Te has convertido en alguien imprescindible para mí.

—Arnar, la última vez que hablamos decidimos ser amigos.

—Lo sé, pero no puedo evitarlo. Estoy empezando a enamorarme de ti —confesó mirándome seria y fijamente.

«¡OMG!».

Me quedé paralizada intentando procesar todo.

—Arnar... —empecé pero me faltaron palabras.

Dio un paso más y la distancia entre nosotros se volvió mínima. Podía sentir su respiración sincronizarse con la mía y sus ojos no dejaban de buscarme.

—No quiero que te alejes de mí. Te necesito... tú eres quien me mantiene cuerdo.

El aire se volvió espeso y me quedé sin aliento. La idea de ser su ancla, la razón que lo mantenía a flote, me desarmaba por completo. ¿Sería justo aceptar?

—Arnar, yo te quiero pero no sé si esto es lo mejor para nosotros.

—Quizás no lo sea, pero no puedo fingir que no me importas. Lo que siento por ti es real —reafirmó mientras volvía a acariciar mi mejilla—. No quiero hacerte daño.

—¿Lo dices por Alexa? —pregunté intentando controlar la mezcla de emociones que se agitaban en mi interior.

—Alexa significa mucho para mí... al igual que tú —admitió con un suspiro que parecía pesado.

«Igual que tú... igual que tú». Las palabras daban vueltas en mi cabeza.

«Yo no soy igual que nadie».

—No quiero comparaciones —dije molesta.

—No te estoy comparando. Eres mucho más que ella.

Busqué en su mirada algo que me diera la certeza de que podía confiar en él. En esos ojos había una vulnerabilidad que casi me convencía pero la voz de la razón, siempre tan clara y fuerte, me mantenía alerta.

—No quiero amores compartidos, Arnar. Quiero exclusividad y creo que es algo que no puedes darme —aclaré con firmeza

Me miró con una ternura que desarmaba, alcanzando lo más profundo de mi ser.

—Prometo que seré exclusivo... sólo dame tiempo —respondió, casi rogando.

Sin darme espacio para pensar, se inclinó hacia mí y volvió a besarme.

Caí redonda en la trampa, como mosca en la miel, perdiéndome de nuevo en sus labios, sabiendo que había cedido pero incapaz de arrepentirme.

Nos separamos después de un momento, ambos jadeando, medio perdidos. Mi corazón latía a mil por hora y mi  mente empezó a recorrer caminos inciertos. Alexa, Maya... los recuerdos de ellas revoloteaban en mi cabeza como una advertencia, luchando contra lo que mi corazón ya estaba decidido a sentir.

Así fue como terminé atrapada en una relación extraña con Arnar: amigos en público pero con la lengua pegada a su boca cada vez que estábamos a solas.

Lo peor era que no sabía qué esperar de esto.

«¿Qué demonios estás haciendo, Brida?».

Nuestras citas no solo ocurrían en el auditorio, también compartíamos citas literarias en el café de la universidad, rodeados de libros, escritos, lápices y notas mientras debatíamos sobre tramas, personajes y finales.

Cada jueves, me esperaba en el estacionamiento de la facultad, aguardaba que aparcara y subía a mi auto para devorarnos a besos.

Fue en esas citas cuando Arnar empezó a llamarme "musa". Me mató. Primero porque "musa" no era el típico "peque" que le soltaba a todo el mundo y, segundo, porque "musa" me hizo sentir como si de verdad yo fuera su fuente de inspiración. Un apodo más íntimo y que, sin duda, me gustaba.

Terminó convenciéndome de la idea de escribir juntos y, pronto, ya estábamos planeando cómo lo haríamos: ¿escribiríamos como escritores mapa, siguiendo una estructura clara, o como escritores brújula, dejándonos llevar por la intuición?

Me enseñó a usar escaletas mientras nos pasábamos tardes enteras discutiendo si un personaje debía morir o encontrar el amor. Detalles literarios que se acompañaban de nuestras manos entrelazadas.

Sin embargo, todo comenzó a cambiar un jueves: ese día, Arnar no estaba esperándome en el estacionamiento como siempre. Confundida, seguí hasta el club, donde lo encontré y saludé con la mirada.

Me senté junto a Lethe. Para mi suerte, el intercambio de novelas nos emparejó. Aproveché el momento para conocerla mejor.

Lethe era una chica que iluminaba cualquier lugar con su risa fácil y su simpatía contagiosa. Su energía era tan ligera como su forma de ser pero yo sentía que detrás de eso había una tristeza disimulada que se asomaba cuando ella pensaba que nadie la veía. Artista de alma, pintaba y escribía con tal intensidad que decía más de lo que su voz o sus gestos dejaban escapar. Era buena y amena, igual a una melodía, pero en el fondo estaba triste y sus sonrisas no lograban ocultarlo del todo.

—¿Cómo se llama tu novela? —le pregunté.

—"No me olvides".

Me reí y ella me miró confundida.

—¡Qué curioso! Lethe, la ninfa del olvido, escribiendo una novela llamada "No me olvides"

No pude evitar soltar más risas. Lethe se unió a la broma y reímos a la par.

—Dijiste que es la primera parte, ¿cómo se llama la segunda? —le pregunté entusiasmada

—"Si no me recuerdas".

—Lógico.

Ambas nos reímos nuevamente. Era un gusto enorme conversar y bromear con ella.

La sesión siguió sin mayores sorpresas. Mientras ordenábamos el auditorio con Gretta y Lethe, escuché a Arnar riendo con Silvestre, Aaron y Maya.

—No me van a creer que "mi chica", aquí presente, se levantó de la silla y le arrojó la champaña en la cabeza a ese pendejo —decía riendo y besando la frente de Maya.

Ese comentario me golpeó como un rayo. "Mi chica." 

Claro, Maya era "su chica" oficialmente y yo era... bueno, "musa", supongo.

Mi cara de póker lo decía todo: el veneno ya estaba dentro. Tomé mis cosas en silencio y me hice la tonta, mientras esperaba a que todos se fueran ya que sabía que él se quedaría. Cuando estuvimos solos, lo vi acercarse y decidí enfrentar la situación.

—¿"Mi chica"? —pregunté arqueando una ceja mientras me esforzaba por mantener la calma.

Arnar me miró un momento algo incrédulo.

—¿Eso te molestó? —indagó acercándose un poco con esa sonrisa de Dalai Lama.

—Podrías haberte ahorrado ese apodo, sobre todo cuando sabes que yo estoy aquí —le respondí cruzando los brazos

—Bueno, musa —dijo con una seriedad que me hizo preguntarme si había cambiado de persona—, sabes que lo nuestro es especial pero Maya también es parte de mi vida y eso no cambia nada entre nosotros.

Mi respiración se aceleró.

«¿Eso no cambiaba nada entre nosotros?»

—¿Ah, no? ¿Y qué se supone que tenemos, Arnar?

Guardó silencio un segundo, luego se encogió de hombros y me sonrió.

—Tal vez todo y nada, musa. No todo es blanco y negro. Hay matices —respondió filosofando.

La versión metalera de Erich Fromm me lanzó de nuevo a la deriva en esas corrientes oceánicas llamadas friendzone, amigovia, casi algo y, claro, la más fuerte de todas: mensa sin remedio.

—¿Quieres que te trate como a una novia, amor?

Su tono irónico me sacó de onda.

—No seas idiota —respondí perdiendo la paciencia.

En lugar de rebatir, me jaló de la cintura en un solo movimiento. Su proximidad me permitió sentir la calidez de su piel cerca de la mía.

—¿Quieres que terminemos esta discusión en tu auto? — susurró con descaro y, antes de que pudiera soltar una réplica mordaz, me plantó un beso.

Mis brazos reaccionaron por puro reflejo (o pura idiotez, quién sabe) y se enredaron en su cuello mientras mi boca se perdía en la suya.

«¿Por qué no? ¿Qué más da añadir más caos al caos?»


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