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Capítulo 1: Arnar

Esta historia comienza como muchas; escribiendo. Mi nombre es Brida. Soy una chica común, con una vida común. Siempre he pensado que nunca he llamado la atención de nadie, y la verdad es que lo prefiero. Cuanto más desapercibida pase, mejor.

Soy bastante desconfiada, así que, cada vez que alguien se me acerca, lo someto a una serie de pruebas. Nadie lo sabe... bueno, ahora ustedes sí. Si alguien las pasa, entonces, quizá le abra mi corazón. Soy una buena amiga, pero si me fallas, te expulso del "paraíso de Brida". Mi psiquiatra dice que soy un poco extrema y que debería trabajar en ello.

Pero vamos a lo importante: ¿cómo conocí a Arnar?

Arnar era un badboy.
Arnar era un fuckboy.
Y Arnar era mi crush.

Lo recuerdo como si fuera ayer. Era marzo, y yo discutía con mi mejor amiga, Gretta, sobre cuál de mis fanfics era el mejor. Ella siempre fue mi "editora", la que le daba luz verde a todas mis locuras literarias. Nos conocemos desde que éramos niñas, y claro, fue ella la culpable de que conociera a Arnar.

Gretta estudiaba Filosofía y yo siempre la llevaba a la universidad porque me quedaba de camino al trabajo. Íbamos discutiendo, como de costumbre, cuando de repente suelta una bomba:

—Publiqué uno de tus fanfics en mi club de lectura de la facultad.

—¿Qué? —respondí, horrorizada.

—Lo que escuchaste. Lo leyeron... y quieren conocerte.

—¿Quiénes?

—Los del club de lectura, ¡boba!

—¿Y esos quiénes son? —pregunté, algo molesta.

—Estudiantes de varias facultades.

—Un montón de bebés nerds.

—Que tú seas una "mujer de familia" no significa que todos sean bebés nerds. Además... —interrumpió sus palabras y sacó un espejo de su mochila—: ¡mírate! ¡Eres la viva imagen de una geek! ¿Con qué derecho me llamas nerd?

—Igual, Gretta. ¿Qué voy a hacer con un montón de bebés?

—No son solo bebés, hay gente de todas las edades. Anímate, ya es hora de que otros conozcan tu talento.

—¿Y qué se supone que quieres que haga?

—Súmate al club. Te explico las reglas y, si las sigues, puedes entrar. Nos reunimos todos los jueves después de las seis.

—Lo pensaré.

—Al menos...

—¡Ya bájate, o harás que llegue tarde a la oficina! —la corté.


Y así fue como caí en esa trampa. Una trampa peligrosa, si soy sincera. Mostrar mis escritos y aceptar críticas me aterraba, pero tampoco quería que mis historias se quedaran olvidadas en mi computadora. Necesitaban brillar, y qué mejor que un grupo de bebés intelectuales para juzgarlas.

Ese día jueves y antes de salir del trabajo, pasé por el baño para cambiarme de ropa. No iba a llegar a la facultad con falda y tacones, obviamente. Me puse mis tenis, mi adorada camisa de cuadros y mi camiseta de Kill Bill. Me miré en el espejo y ajusté mis gafas.

«Sí que tienes cara de geek»  me dije, recordando las palabras de Gretta. Cepillé mis dientes y me dirigí al famoso club de lectura del que tanto me hablaba.

El lugar era un salón grande, con ese olor a madera antigua, como un auditorio de esos que crujen cada vez que das un paso. Al entrar, vi que había solo tres personas, pero Gretta no estaba. Mi nula habilidad para saludar a desconocidos y fingir ser sociable ya me estaba agotando antes de empezar, pero era la única forma de sobrevivir en esos ambientes.

Se presentaron, y así conocí a Aaron, Silvestre y Maya. Eran divertidos, interactuaban como si fueran un trío de locos, y me hacían reír con solo mirarlos. Luego, el auditorio empezó a llenarse de más miembros del club. Finalmente apareció Gretta, y me saludó con nuestro típico saludo (un puño, dos dedos y palmas). Éramos diez en total.

Para describirlos, diría que había de todo: góticos, nerds, punks, normies y dos chicas lesbianas. Lo primero que amé del club fue eso: la diversidad sin juicio alguno.

Era hora de empezar. Tenía que pasar las pruebas para entrar. Me sentía como una masona en su ceremonia de iniciación, o como si estuviera a punto de unirme a un club clandestino. Pero no comenzamos. Maya señaló que faltaba alguien: Arnar. Y, sin Arnar, no había fiesta. 

Todos asintieron y lo esperaron, así que asumí que él era el líder del grupo. Había un asiento vacío entre Maya y una chica gótica, que seguramente estaba reservado para él.

De repente, la puerta rechinó y un chico altísimo entró al auditorio. Iba vestido de negro, con una camiseta de una banda de la que jamás había oído hablar, múltiples tatuajes, audífonos colgando de su cuello y una gorra. Todos volteamos a verlo. Por la sonrisa de Maya, supe que ese personaje era Arnar.

Era imponente. Su actitud y sus botas militares me recordaron al metalero del que me había enamorado tontamente en la facultad. Saludó al grupo levantando el índice, meñique y pulgar en un gesto relajado, se quitó los audífonos, dejó su mochila a un lado y se sentó junto a Maya. Ella le puso la mano sobre la pierna, y no pude evitar fijarme en lo marcados que estaban sus muslos bajo esos ajustados jeans negros. Después, lo vi besar en los labios a la chica gótica que estaba al otro lado.

—Ya estamos todos —dijo Maya con una gran sonrisa—. Hoy nos acompaña una aspirante a nueva integrante del club. ¿Te puedes presentar? —continuó, señalándome con el dedo.

Me puse de pie y sentí la mirada del recién llegado sobre mí. Algo en él me dio escalofríos, pero seguí adelante:

—Me llamo Brida, tengo 32 años y estoy aquí porque mi intrusa amiga les mostró uno de mis escritos y me invitó a participar. Ustedes dirán qué debo hacer, pero el sadomasoquismo no va conmigo —solté, haciendo sonreír al chico que no dejaba de mirarme.

Luego me senté, y él tomó la palabra:

—Hola, Brida. Soy Arnar. El Dios, el Rey o el Líder de esta tropa.

—Eres Satanás —lo interrumpió Silvestre.

—Sí, también —asintió Arnar—. Tengo 25 años y soy historiador. Lo que necesites, puedes pedirlo sin problemas; estamos aquí para apoyarnos y aprender.

—Gracias —dije, sorprendida por la amabilidad y el aplomo de este chico, que no era el bebé que me había imaginado.

—Brida, ya me conoces. Soy Maya. La prueba que debes pasar es simple: cada uno de nosotros escribirá una frase en un papel. Con todas las frases, deberás construir un mini relato. Luego Arnar lo leerá y te hará una crítica. Si aprueba, estás dentro.

—Entonces, eres como el verdugo —le dije a Arnar.

—Soy un Dios —respondió, sonriendo de medio lado.

—Bueno, aquí estoy. ¿Qué esperan para darme sus frases? —los desafié, y Arnar soltó otra risa, moviendo la cabeza.

Maya repartió papeles y lápices. Uno a uno, me fueron entregando sus frases. Cuando llegó el turno de Arnar, se puso de pie, caminó hacia mí, se inclinó hasta quedar a mi altura y dijo:

—No te preocupes, peque. Ya estás dentro —me entregó su papel y volvió a su asiento.

Su voz era tan sexy... ¡Dios! Me sentí como una veterana asaltando cunas.

«25 años, Brida, ¿qué te pasa?» me repetía a mí misma.

Para salir del trance, saqué mi cuaderno y busqué un lugar donde apoyarme.

—¿Puedo comenzar? —pregunté.

Maya levantó el pulgar, y empecé a desdoblar los papeles con las frases:

Un día soleado.

El conejo barrigón. 

Caramelos de menta.

Busca, busca y nunca encuentra.

Y se marchó.

Vamos, amiga, tú puedes (esta era de Gretta, sin duda).

Yo quiero ese sueño, señor Pool.

No te preocupes.

No lo mires o te mato.

¿Que harás después?

La última frase era de Arnar. Levanté la vista y lo encontré mirándome con intensidad. Me ruboricé como una colegiala y me maldije por mi inseguridad. Él lo notó, porque sonrió y volvió a charlar con sus compañeros del club.

Tomé mi cuaderno y comencé a garabatear el relato. Mis dedos tamborileaban sobre la página mientras repasaba las frases: Un día soleado, El conejo barrigón, Caramelos de menta... Algunas eran absurdas, otras ligeramente poéticas. Pero ese era el reto, ¿no? Hacer algo coherente de lo que parecía un caos.

Inspiré profundo y dejé que las palabras fluyeran, casi sin pensar. Algo en la forma en que Arnar me miraba desde el otro lado del salón me desconcentraba, pero también me impulsaba a querer sorprenderlo. ¿Qué harás después? Esa última frase seguía rondando en mi mente. La suya.

Entonces escribí:

Era un día soleado y yo estaba tendida en el césped, disfrutando un helado, cuando de repente apareció un conejo barrigón corriendo hacia mí. ¡Un conejo! Se detuvo justo a mi lado, jadeando, como si acabara de correr una maratón. Pensé en lo que haría Alicia en mi lugar.

—¿Quieres caramelos de menta? —le ofrecí, porque, ¿qué más haces cuando un conejo gordo te mira fijamente?

El conejo lo olfateó, me miró como si acabara de insultar a su familia y siguió su camino. Ni un gracias, nada. Y se marchó, dejándome frustrada.

Suspiré, recordando lo que siempre me decía mi mejor amiga: "Vamos, amiga, tú puedes". Aunque, sinceramente, en ese momento no tenía ni idea de qué se suponía que podía hacer. ¿Domar conejos malhumorados? No lo creo.

Lo seguí. Dignamente lunática por estar persiguiendo a un conejo, pero cuando escuché a unos niños decir: "No lo mires o te mato," sentí que el pequeño animal estaba en peligro.

Alcancé a ver cómo se refugiaba en una madriguera, y entonces escuché una voz a mis espaldas:

—No te preocupes, niña —me dijo un jardinero, señalando la madriguera—. Ese conejo ha perdido a su familia; busca y busca, pero nunca encuentra a los suyos. Aun así, sabe cómo resguardarse.

—Gracias. No quería que lo lastimaran.

—No pasará —respondió con una sonrisa tranquila.

Entonces sonó mi teléfono, y vi un mensaje:

"¿Qué harás después?"

Qué descaro el suyo, preguntándome tal cosa teniendo un harem de chicas a su alrededor... Aunque, pensándolo bien, yo también quiero ese sueño, señor Pool.

"Lo que tú quieras, cariño" Respondí, esbozando una sonrisa.


Cerré mi cuaderno, suspiré y me levanté, caminando en dirección a Arnar.

—Dios del Olimpo, aquí tienes mi escrito —dije, tratando de sonar más confiada de lo que me sentía.

—Gracias, peque. Lo leo ahora —respondió mientras tomaba el cuaderno de mis manos. Se levantó y se sentó unos asientos más allá, solo, poniéndose los audífonos y preparándose para leer.

Mi sorpresa fue enorme cuando lo vi reírse a carcajadas con mi relato. Desde mi lugar, pude ver sus manos, ambas tatuadas con símbolos nórdicos. Los reconocí de inmediato, gracias a los múltiples documentales que tenía que ver con Gretta para sus investigaciones de la facultad. Arnar era un atractivo misterio, y él lo sabía perfectamente.

Mis pensamientos se interrumpieron cuando Arnar me hizo una seña con la mano para que me acercara. Tragué saliva y, aunque nerviosa, caminé hacia él y tomé asiento a su lado. No les voy a negar que estar cerca de ese chico me intimidaba, no solo porque alguien ajeno a Gretta estaba evaluando mis escritos, sino porque su presencia resultaba... intrigante.

—¿Brida? ¿Así te llamas? —me preguntó, como si no lo hubiera escuchado antes.

—Sí, ya te lo dije.

—Escribes genial. No me había reído tanto en mucho tiempo, eres muy ingeniosa.

—Gracias. ¿Eso significa que estoy dentro? —pregunté, ansiosa por saber.

—Claro, lo estás.

—¡Excelente! —exclamé, extendiendo mi mano para que me devolviera el cuaderno. Pero él lo retuvo con una sonrisa.

—Me debes una cita —soltó, desvergonzadamente.

—¿Perdón? —pregunté, completamente desconcertada.

—Te pregunté qué harías después y respondiste que lo que yo quisiera. Pues quiero una cita.

—Ey, bájate de esa nube. No soy una asalta cunas —le dije, tomándome su petición como una broma.

—No me bajaré de ninguna nube —respondió, firme—. Me lo debes. Y por lo demás, no te pregunté si querías o no —sentenció mientras cerraba mi cuaderno, me lo entregaba y se marchaba, dejándome sin palabras.

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