CAPÍTULO XXXIV
Entonces sucedió.
En el preciso instante en que la orden del señor Everwood fue emitida, Tobias dio un salto y dejó caer su cuerpo hacia el frente de la misma manera en la que si fuese a arrojarse a un cuerpo grande de agua, y sintió como la adrenalina recorría su cuerpo durante el breve momento en el que se mantuvo suspendido en el aire. Sin embargo, esa fugaz sensación de euforia fue de inmediato reemplazada por un inconmensurable arrepentimiento en cuanto su cuerpo comenzó a ser atraído por la gravedad hacia el suelo. Ya era demasiado tarde; la decisión fue tomada, la acción efectuada y ahora quedaba pagar la consecuencia de sus acciones.
Con la fina elegancia con la que flota un tabique, Tobias se dirigió en picada hacia una inevitable caída que en realidad pudo haber sido evitada desde un principio si hubiese decidido no saltar. Sentía el viento que golpeaba con fuerza su cuerpo aferrado, con más fuerzas todavía, al glygzeug. Ya había pasado la cara sur del reloj del Skimmel Castburg, así como varios puntos de miradores. Sin duda resultó insólito para los visitantes del monumento contemplar tan inusitado espectáculo, y de ellos profirieron numerosas expresiones de asombro al respecto.
Tobias comenzó a preocuparse. No se elevaba como un ave, tal como pensaba que sucedería, y se encontraba cercano a sufrir el mismo destino que el modelo con el que Edward llevó a cabo la prueba. Sin embargo, no permitió que el pánico se apoderara de él. Recordó la disertación de Edward con respecto al funcionamiento del aparato, y entonces vino a su mente la forma de ganar elevación. Veloz como su pensamiento se lo permitió, giró ambas empuñaduras hacia atrás con fuerza, lo que hizo que las alas se inclinaran en esa dirección, y en un instante el glygzeug pasó de caída libre a una elevación repentina.
No podía dar crédito a lo que acababa de vivir. ¡Había estado a tan sólo metros de una espantosa muerte, y ahora se desplazaba por los aires igual que un ave! Entonces, con gran éxtasis profirió un estentóreo aullido.
Edward, por su parte, se mantuvo vigilante con respecto al estado de su mejor amigo. Sin duda logró sentir como su corazón estuvo a punto de salir de su pecho y su alma pendía por completo de un hilo. Durante todo el trayecto elevó profundas y fervorosas plegarias para que el experimento no fallase y su amigo no perdiese la vida de una manera trágica a causa de su pasión por la ciencia.
Fue en el momento en que vio a su amigo remontar los aires, además de su sonora y eufórica respuesta, audible incluso a la altura a la que Edward se encontraba, que por fin su alma encontró alivio y pudo constatar que la prueba había resultado ser un éxito rotundo. Fue tal su alborozo que incluso comenzó a danzar y a dar saltos pequeños; danza de la victoria que fue interrumpida por un pequeño malestar que logró apaciguar con otra dosis de su medicamento. Una vez recuperado de sus molestias, tomó un pequeño catalejo dorado de su maletín y procedió a seguir la trayectoria de Tobias.
El joven Tyler, por su parte, disfrutaba a plenitud el vuelo experimental. La sensación del aire que pasaba a través de su cuerpo era extraordinaria, y el sentir cómo su cuerpo desafiaba las leyes de la gravedad era un arrobamiento para su alma.
A pesar de ser un primerizo en el arte de la navegación aérea, Tobias ejecutaba con gran precisión, control y maestría cabriolas aéreas y realizaba maniobras espectaculares que incluso la más diestra de las aves envidiaría. Tal parecía que el glygzeug era una extensión de su cuerpo y que en verdad Tobias no pertenecía a los seres que habitan la tierra firme, sino que su alma pertenecía al viento y al cielo.
Fue en determinado momento de su vuelo cuando sintió que comenzaba a perder altura y, a ratos, maniobrabilidad del glygzeug, sin contar los obstáculos que a menudo debía evitar, que decidió que era momento de detener el vuelo. Recordó las indicaciones de seguridad que Edward proporcionó y entonces tiró del cordel rojo, y de inmediato dos grandes sacos de tela unidos a cuerdas resistentes se desplegaron de los paquetes que se encontraban en su espalda, agregados a la estructura del glygzeug. Esto consiguió que se incrementara su resistencia al avance y, por ende, aminorara su movimiento. Por desgracia para él, el dispositivo de control del glygzeug parecía no responder de manera adecuada, por lo que tuvo problemas para dirigirse a tierra firme de forma segura.
Sin más opciones a la mano, pensó con la mayor rapidez que pudo y decidió guiar el glygzeug hacia un gran árbol a las orillas del lago Starerne. Cerró sus ojos y se preparó para el impacto.
Las ramas del árbol se sacudieron con tanta fuerza que incluso atrajo la atención de algunos de los paseantes, aunque no es necesario decir que ya había captado la de un gran número de personas presentes en el parque esa tarde cuando lo vieron volar sobre sus cabezas.
Tobias abrió sus ojos y, al verse a salvo, aunque rodeado de la maleza del árbol que sirvió como freno de emergencia a su descontrolado vuelo, se despojó del glygzeug y procedió a descender del árbol con mucho cuidado y, una vez que tocó tierra firme, volvió la mirada hacia arriba y después hacia la lejanía, donde alcanzó a divisar en la distancia la cara del reloj del Skimmel Castburg.
Envuelto en gran frenesí, extendió las manos cerradas al aire y profirió tan fuerte grito que hizo que quienes presenciaron su forzoso aterrizaje se apartaran de él concernidas por su estado mental, lo cual para ellos parecía algo ausente en su persona.
Edward, por su parte, se mantuvo en intensa observación de Tobias y su vuelo experimental hasta el momento de su abrupta culminación. Entonces guardó de nueva cuenta el catalejo en su maletín, tomó el abrigo y bufanda de Tobias y procedió a abandonar la parte alta de la torre. Minutos después llegó hasta la parte baja y luego abandonó el monumento para dirigirse donde se encontraba el autwagen que los transportaba.
—¿Dónde está su amigo, el joven Tyler? —inquirió Hans.
—En el parque Starerne —respondió Edward.
—¿Se marchó solo?
—Algo así. El punto es que me espera allá, así que hay que apresurarnos.
—De acuerdo, joven Everwood.
Dicho esto, Hans encendió el autwagen y partieron hacia el parque.
Conforme sucedía todo lo que se narró en las páginas y párrafos anteriores, Rachel, Devon y Hawthorne continuaban con su paseo dominical. Se dirigieron primero al lago Starerne, donde rentaron un bote de remos.
—Hawthorne, ¿podrías hacernos un favor?
—Por supuesto, Devon.
—Es tan sólo un detalle, un pequeño gesto romántico.
—De acuerdo. Dime, ¿qué es lo que deseas que haga?
Devon se acercó al oído de Hawthorne y susurró algunas palabras que hicieron mutar su rostro en la más variopinta cantidad de expresiones. Observó a Devon con gesto entre ofendido y asqueado; pero al ver la impasible y entusiasta expresión de su amigo, suspiró con resignación y dijo:
—Está bien.
Dicho esto, los tres subieron al bote de remos y, de acuerdo con la petición que Devon le hizo al oído, la cual le provocó suma indignación, fue Hawthorne quien se hizo cargo de remar.
Con esfuerzo y un poco de transpiración, cosa que a Hawthorne, hombre de costumbres recatadas y caracterizado por su fino porte, desagradaba en sumo grado, se dedicó a llevarlos hasta el centro del lago. Una vez allí siguió la solicitud de su amigo y se dedicó a cantar, con voz etérea como de soprano, melodías románticas dedicadas para la pareja, lo que sorprendió, tanto a Rachel por su impresionante, aunque inesperado, talento, como al resto de paseantes que se encontraban en el lago en ese momento. Mientras tanto, la joven pareja yacía en el bote, tomados de la mano mientras se contemplaban el uno al otro con tanta dulzura que, en comparación, hasta la miel tendría sabor amargo.
Una vez que concluyó una ronda de cinco largas canciones, y por órdenes de Devon, procedió a llevarlos de vuelta a la orilla donde los jóvenes enamorados agradecieron a un exhausto Hawthorne por sus atenciones cálidas.
—Fue un placer hacerlo por ti, amigo —respondió de una forma poco convincente y algo sarcástica.
—¿A dónde quieres que vayamos ahora? —preguntó Devon a Rachel.
—Supongo que no conoces todavía la galería Klingenberger —respondió ella.
—Seré sincero, no conozco ese sitio.
—Entonces deberíamos ir para allá. ¡Seguro te encantará ese lugar!
—De acuerdo. Vayamos entonces —sugirió, y entonces el trío procedió a retirarse del parque y a dirigirse al mencionado establecimiento.
Ahora bien, sucedió que, mientras los tres jóvenes conversaban con tranquilidad de camino a la galería, un grito lejano captó su atención, así como la de varios transeúntes que tuvieron la oportunidad de escucharlo.
—¿Escuchaste eso? —preguntó Hawthorne.
—¿De dónde provino? —indagó ella, y entonces los tres comenzaron a indagar en derredor; sin embargo, no encontraron nada cercano a ellos que pareciera ser el emisor de tan curioso grito. Fue cuando alzaron la vista al cielo que descubrieron la fuente de dicho sonido.
En efecto, se trataba de Tobias, quien se desplazaba por los aires en el planeador de Edward y expresaba su emoción de manera sonora.
—¿Qué en toda la tierra habitada es eso? —preguntó Devon.
—No tengo idea —respondió Hawthorne—. Seguro ha de ser un ave exótica propiedad de algún hombre rico de la ciudad que debió escapar de su jaula.
—¿Es frecuente en esta ciudad contemplar tan insólitos avistamientos?
—No hasta donde tengo idea —respondió Rachel.
—Creo que se dirige al lago Starerne —señaló Devon.
Devon, Hawthorne y Rachel contemplaron a Tobias en vuelo hasta que desapareció de su vista. Luego de esto, los tres jóvenes continuaron su camino hacia la galería.
En su trayecto pasaron cerca de un callejón. En ese recinto se encontraban tres hombres; el primero de ellos sentado de espaldas a la calle mientras contaba un poco de dinero, el segundo era un hombre de baja estatura y cuerpo regordete, sentado en una caja de madera y a punto de quedarse dormido, y el tercero era un sujeto escuálido de horribles facciones y estropeada vestimenta que sorbía con frecuencia la mucosidad que de sus fosas nasales se escurría. Entonces, en el momento en que Devon, Rachel y Hawthorne pasaron a su lado, el hombre delgado estornudó con violencia.
—Que recobre pronto su salud —deseó Devon al desconocido.
—Gracias, señor —respondió con voz nasal el acatarrado sujeto, y procedió a limpiar su nariz con un pañuelo rojo bastante sucio.
Mientras llevaba a cabo dicha acción, el sujeto contempló al trío de jóvenes que acababa de pasar por su lado, y notó algo que capturó su atención.
—Jefe Jeff —tocó el hombro de su compañero en un intento captar su atención.
—Ahora no, Chuck —respondió el hombre, ocupado en su asunto.
—¡Jefe! ¡Tiene que ver esto! —apremió el delgaducho hombre.
—¿Qué es lo que sucede contigo ahora, Chuck?
—Vea, allá —señaló con su dedo hacia Rachel.
—¿Qué?
—Esa muchacha que va por allá se parece a esa chica en el parque, ¿recuerda? La chica de cabello rojizo.
Jeff se esforzó un poco para identificar a la persona a la que se refería su compañero, y en el momento en que Rachel volvió su mirada hacia Devon fue cuando llegó a la conclusión de que tenía razón.
—¡En efecto es ella! Pero ahora está con otros muchachos. ¿Dónde habrá dejado a ese mozalbete flacucho con sus juguetitos extraños? Sin mencionar a su amigo, el que parecía un toro. Que buen golpe me asestó. Todavía me duele la espalda sólo de recordarlo... ¡Bah, eso no importa! No podré vengar esa afrenta, pero al menos tendremos un premio de consolación, ¿no es así Chuck?
—Sí, jefe.
—Ven, sígueme —dijo a Chuck, y lo condujo al interior del callejón—. ¡Bob! ¡Despierta! —ordenó al regordete dormilón, quien despertó agitado y se colocó la gorra sobre su calva—. ¡Muévete, haragán! ¡Hay trabajo que hacer!
—S-sí, señor —respondió el hombrecillo.
Preparados los tres para la acción, Jeff dio órdenes en lo secreto a sus dos esbirros, quienes se adentraron en el pasillo para tomar un gran frasco de vidrio, el cual guardaron en un saco de tela, y otras cosas para después pasar a retirarse. Mientras tanto, Jeff desapareció por el callejón mientras jugueteaba con una llave en sus manos y en su rostro se dibujaba una risa tétrica.
Llegaron los tres jóvenes a la galería; sin embargo, detuvieron su marcha antes de poder siquiera ingresar al edificio debido a que Rachel se detuvo a mirar con detenimiento uno de los aparadores.
—Veo que has encontrado algo que ha captado tu atención, pequeña —habló Devon con una sonrisa que poco a poco se transformó en una expresión seria.
Y no era por poco, pues la señorita Raudebaugh, mientras contemplaba el escaparate, comenzó poco a poco a sollozar.
—¿Qué sucede, Rachel? —inquirió Devon.
—Ese collar... —señaló a una de las joyas que se mostraban en exhibición. Se trataba de un collar de plata con tres dijes en forma de gota, dos de tamaño pequeño y uno de tamaño mediano, en los cuales había gemas incrustadas.
Devon se acercó para observar mejor la prenda.
—Creo que me resulta familiar —opinó.
—Mi madre tenía uno parecido —expresó con melancolía—. Lo llevaba puesto el día en que ella y mi padre fueron asesinados. El asesino lo tomó después de quitarle la vida y después desapareció.
—¿Crees que se trate de la misma joya que la de tu madre?
—No puedo estar más en lo cierto con respecto a ello.
—Indaguemos al respecto. ¿Vienes con nosotros, Hawthorne?
—No, gracias, aquí estaré afuera y esperaré por ustedes —respondió él.
—De hecho, Devon, también quisiera quedarme afuera —aclaró Rachel al tiempo que agitaba su mano en su rostro—. Quisiera tomar un poco de aire fresco.
—Lo entiendo. Investigaré sobre el asunto, entonces. No me tardaré.
Rachel asintió, y Devon entonces ingresó a la joyería.
—Hawthorne, ¿puedo hablar contigo un momento en privado? —preguntó con severidad la joven Raudebaugh.
—De acuerdo —respondió él.
—Vayamos a ese callejón —indicó ella.
Hawthorne asintió, y ambos se dirigieron a dicho sitio.
—Bien, señorita Raudebaugh, ¿de qué es de lo que desea hablar? —preguntó Hawthorne.
La expresión de Rachel se transformó de una mirada que mostraba cierta pesadumbre a una llena de furia. En verdad que Hawthorne casi podía sentir su alma entera cubierta en llamas por los amenazantes ojos de Rachel, que él mismo juraría relucían como fuego.
—¿Por qué lo hiciste? —preguntó áspera, con cierto aire de molestia en sus palabras.
—¿Disculpe?
—Contactar a Devon y proporcionar información sobre mi persona. ¿Cuál fue la razón por la que llevaste a cabo tal acción?
—¿Qué acaso no sientes gratitud por haberte reencontrado con la persona que será tu futuro esposo?
—¡Por supuesto que sí! —contestó un poco alterada, e intentó calmarse—. Sin embargo, el hecho de que hayas sido partícipe en el emparejamiento es lo que lo vuelve sospechoso.
—¿Obrar de forma amorosa para con el prójimo te parecen actos llenos de sospecha?
—Eso, Hollingsworth, es lo que provoca desconfianza en mi persona. Jamás obrarías de forma favorable para con otros a no ser...
Ni siquiera logró terminar su acusación cuando su rostro se desencajó y su mente quedó amedrentada por el impacto de la repentina epifanía que acababa de tener.
—No puedo creerlo... Lo hiciste por mí —balbuceó.
—¿Qué fue lo que dijo?
—Sólo buscabas vengarte... ¡Lo que deseabas era que Edward y yo pagásemos las consecuencias de mis acciones! —exclamó—. ¿Esa fue tu motivación? ¿En verdad eres una persona tan simple?
—En verdad que no sé de qué estás...
—¡Deja de actuar como un demente y responde de una buena vez! —reclamó con ímpetu y rabia para sujetarlo con fuerza del nudo de su corbata que, con el tirón, se ajustó mucho más y comenzó a estrangularlo un poco.
—¡Está bien! ¡Está bien! ¡Lo confieso! ¡Todo fue un acto de venganza, un escarmiento como indemnización por su afrenta hacia mi persona! —contestó—. ¡Ahora suélteme que no puedo respirar! —solicitó con tan sólo un hilo de su voz.
Rachel lo dejó ir de manera brusca, y este comenzó de inmediato a toser y jadear para recuperar el aliento. Rachel, por su cuenta, respiraba agitada. Era la ira y el desprecio que sentía los que le arrebataban el aliento, y sus ojos comenzaron a inundarse de lágrimas.
—¡Eres un...!
Rachel no terminó de decirlo pues se vio interrumpida por una mano que cubrió su boca con un trapo húmedo que emanaba un fuerte aroma. Al mismo momento, Hawthorne cayó al suelo sin conciencia, víctima de un golpe en la parte trasera de la cabeza. Rachel intentó gritar, pero su clamor fue ahogado por Bob, el pequeño hombre seguidor de Jeff, quien todavía cubría su rostro con el trapo. No ofreció demasiada resistencia, pues el líquido con el que estaba empapado dicho objeto hizo que se desvaneciera en sus brazos. Chuck, por su parte, se dedicó a tomar el cuerpo de Hawthorne y llevarlo consigo a rastras dentro del callejón, seguido de cerca por Bob quien llevaba a Rachel en brazos.
Los plagiarios se dirigieron hacia un lugar donde se encontraba un autwagen de color negro en el que se encontraba Jeff. Este los ayudó a subir los inertes cuerpos de los jóvenes al vehículo, y después de esto los dos esbirros subieron al vehículo. Acto seguido, Jeff encendió el autwagen y partieron.
—Rachel, pequeña, no creerás lo que tengo que acaba de decirme el joyero —anunció Devon con entusiasmo una vez que salió de la joyería.
La buscó por todas partes, y también a su amigo, mas no logró dar con ellos por ningún lado.
Miró al piso desconcertado y encontró allí, cerca del callejón, un prendedor de cabello que la joven doncella llevaba en su cabello y un pañuelo viejo y sucio, los cuales levantó. A su lado había huellas de pasos, y señas como si hubieran arrastrado un cuerpo por el suelo húmedo del callejón.
—¡Rachel! —la llamó con fuerza sin perder la calma mientras se adentraba en el callejón; pero no encontró nada allí excepto las huellas del vehículo que había partido de ese sitio.
Devon las siguió hasta que perdió el rastro de ellas en la calle, lugar donde permaneció mientras volvía la mirada de lado a lado para ver si divisaba algún indicio que le indicara hacia donde se había dirigido el vehículo a la vez que profería el nombre de su joven amada.
Encontró sentado en la acera a un anciano incapacitado de las piernas que pedía limosnas a los transeúntes.
—Buen mozo, tenga misericordia de mi persona y otorgue a este pobre viejo de piernas débiles una moneda —imploró el mendigo.
—Buen día, señor. ¿Vio salir un vehículo de ese callejón?
—Así es, señor. Viajaban muy aprisa. Por poco y arrollan a una pobre mujer en su camino.
Devon sacó del bolsillo de su chaqueta una cartera grande, y tomó de esta un billete de quinientos mongelds, lo que llenó de pasmo y regocijo al necesitado.
—¿Ve esto, buen hombre? —se refirió al billete—. Le prometo que le daré más, además de alimento, ropa y un techo —dijo, luego se inclinó frente al hombre y colocó con cuidado el billete dentro del sombrero que empleaba para pedir limosna—, pero antes, por favor, dígame: ¿en qué dirección partieron?
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