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CAPÍTULO XXXIII


Los días después de aquel fin de semana transcurrieron con absoluta normalidad. Uno bien podría imaginar que, debido a lo sucedido en casa de los Sadler esa noche, la relación actual entre Edward y Rachel podría ser tensa y tener momentos incómodos; mas fue interesante y curioso que no resultara ser de esa manera.

Por el contrario, Edward y Rachel parecían ahora más unidos; como si fuesen dos hermanos. Sus tratos, saludos y atenciones fueron los mismos que solían ser antes de aquel fin de semana, cosa que dejaba más que extrañados a la señorita Sadler y al joven Tyler debido a que, en su caso, cuando Esther informó a Tobias que sus sentimientos no correspondían a los del muchacho, ambos se trataron como si fuesen desconocidos por un tiempo hasta que volvió a rayar en ellos la familiaridad que les había tomado tiempo conseguir.

Lo que no dejó de causar ciertas punzadas de dolor en el corazón de Edward fue lo que ocurrió el día lunes, el décimo sexto día del décimo mes, cuando las amigas con las que Rachel se frecuentaba en el instituto descubrieron en mano de la joven Raudebaugh el anillo que simbolizaba su actual relación con Devon. Fue un aluvión de preguntas el que las jóvenes dejaron caer sobre Rachel, e incluso algunas se atrevieron a argumentar que esa joya se le había sido entregada por Edward. Para su pena –no la de Rachel, sino la de Edward, quien a menudo se encontraba presente en dichas situaciones–, Rachel tuvo que desmentir tales insinuaciones y admitir que no había sido el joven Everwood el que le había dado esa muestra de su afecto, sino más bien otro hombre. Las reacciones fueron evidentes. Muchas se decepcionaron, mientras que otras, con júbilo, la felicitaron sobremanera. Fueron momentos como esos los que exigieron mayor esfuerzo de parte de Edward para mostrar fuerza y mantener la serenidad que le caracterizaba.

Sin embargo, eso no fue lo único interesante en la agenda de nuestros personajes. Sucedió también que, durante las siguientes semanas, y gracias a una plática que Andy entabló con el jefe Beasley –huelga decir que, más que una conversación amena, aquello pareció un monólogo unidireccional saturado de protestas de variado contenido, color e intensidad; en particular ahora que el buen Andy ya podía mantenerse en pie por más tiempo gracias a las técnicas de rehabilitación administradas por Evelyn y a ciertos aditamentos proporcionados por el profesor Kallagher, y podía hablar, o mejor dicho gritar, de frente con Baldric Beasley–, por fin Edward y Tobias recibieron algunos casos que resolver. Claro estaba, el nivel de los muchachos aun no era el suficiente para asignarles casos importantes, por lo que tanto Andy como ellos tuvieron que satisfacer su deseo con casos de minúscula importancia.

Sin embargo, es curiosa y notoria la manera en la que la ironía trabaja; pues si bien el jefe Beasley se encargó de proporcionar sus casos menos importantes, fueron estos lo que, sin advertirlo, proporcionaron gran fama y renombre al equipo de investigadores; mismos de los que hablaré sin profundizar demasiado en detalles.

La gran mayoría fueron asuntos sin demasiada dificultad; lo mismo resolvían el robo de una simple joya hasta la desaparición de un vehículo enorme, o de un niño pequeño, a quien después encontrarían dentro de un agujero en una zona boscosa de la ciudad; con vida, por supuesto, aunque por completo aterrado.

Sin embargo, el crimen que lanzó al estrellato a la dupla fue un curioso robo a una joyería. El joven Everwood y su fiel compañero Tobias asistieron a resolver dicho caso el día miércoles, el décimo octavo día del décimo mes. Y, tan prestos como se presentaron, así de prestos resultaron ser para resolver el crimen.

Edward llevó a cabo una pesquisa profunda. Analizó los detalles en la escena del crimen, interrogó al propietario y también indagó por si acaso algún testigo podía dar fe de lo sucedido. Hubo testigos, si, un reducido número de ellos, y cada uno de ellos dio su respectivo testimonio.

Desconcertado, Edward siguió una corazonada y solicitó ver los documentos y registros financieros del joyero, mismos a los que tuvo acceso. Una vez que los analizó, ordenó a uno de los oficiales asignados por el jefe Beasley para que hicieran compañía que pusieran en custodia al propietario y que también llamaran al jefe Beasley. Este apareció pronto en la escena de crimen, y Edward solicitó que arrestara al joyero. ¿La razón? Él mismo era el culpable del crimen.

Durante su interrogatorio al propietario, Edward notó ciertos indicios que captaron su atención: una cortada en su dedo pulgar derecho que se había hecho ese mismo día y astillas de vidrio en sus pantalones y zapatos, productos del momento en el que destrozó las vitrinas para aparentar que alguien había entrado a hurtar ese día. Aunado a esto, el testimonio proporcionado por los testigos resultó ser poco convincente y nada concordante, lo que fue una gran casualidad en su favor. Asimismo, en sus registros financieros, además de un decremento en sus ingresos de los últimos meses, notó ciertos documentos que hacían referencia a deudas y préstamos solicitados por el propietario, mismos que tenían el carácter de no haber sido finiquitados. Para Edward y Tobias esto no resultó ser otra cosa sino la pista que necesitaban para declarar al culpable.

El motivo era simple: intentaba engañar a la empresa de seguros para cobrar el dinero del seguro contra robos del establecimiento, dinero más que suficiente para pagar los préstamos y algunas de las deudas. Sólo necesitaba evidencia convincente de que había sido víctima de daños por parte de terceros; sin embargo, no contó con que las circunstancias resultarían estar en su contra.

Tan veloz como llegó la policía al lugar de los hechos lo hizo también la prensa local, quienes procedieron a realizar su reporte de los acontecimientos sucedidos en ese lugar. Agregaron a dicho informe algunas fotografías, en las que aparecieron Tobias y Edward; el primero posaba como si se tratase de toda una celebridad, con una mano en la espalda, la otra en su inflado pecho y la mirada altiva y orgullosa, mientras que el segundo permaneció cabizbajo y ocultaba su rostro con su capa y sombrero. Fue gracias a esta nota periodística que el equipo conocido como «Gato Negro y Lobo» llegó a estar en boca de todos los habitantes de Kaptstadt; en particular de los jóvenes, a quienes les interesaba sobremanera conocer el rostro y la verdadera identidad de aquellos que se habían convertido, de la noche a la mañana, en héroes nacionales.

Pues bien, los hechos que a continuación serán expuestos en este escrito sucedieron durante los días finales del décimo mes. Era el día domingo, el vigesimonoveno día. El clima en la ciudad era otoñal y fresco, con el cielo tupido de nubes y vientos ligeros, y los árboles se desprendían de su follaje trocado del verde al rojo brillante que tapizaban las grises y opacas calles de su vivo color. Sin duda, el día perfecto para pasear por la ciudad, tal como lo hacían Rachel y Devon, o para realizar experimentos científicos, como era el caso de Edward y Tobias.

En efecto, esa era la manera en la que ellos aprovechaban ese día. Por un lado, como se había vuelto un hábito desde que Rachel y Devon eran considerados una pareja, los dos tomaban el almuerzo en el «Royal Palacest», el más prestigioso de todos los restaurantes de Kaptstadt, si no era el más prestigioso de todo Couland.

Por su parte, Edward y Tobias tenían planes diferentes para ese día. Desde el día anterior se pusieron de acuerdo en verse en casa del joven Everwood a eso de las dos de la tarde, en particular porque Edward requería la ayuda de su amigo para transportar ciertos objetos que necesitarían para la prueba. Asimismo, Edward solicitó a su padre que le permitiera utilizar el apoyo de Hans para que los llevaran al lugar de la prueba, mismo al que accedió, siempre y cuando volvieran antes de las seis de la tarde.

Llegó el joven Tyler a las dos de la tarde, con suma puntualidad. Lo más seguro era que había caminado, o incluso corrido, a la residencia Everwood como tenía por costumbre. Edward, mientras tanto, se mantenía en su habitación concentrado y en la labor de tomar notas en una libreta.

—Joven Everwood, lo visita el joven Tyler —anunció Robert.

—Gracias. Permite que entre, y avísale que lo espero en la habitación del traspatio.

—Enseguida, señor.

Edward tomó la libreta de anotaciones y la guardó dentro de un maletín de color marrón con correa larga, el cual colgó de su hombro izquierdo. Acto seguido, se dirigió hacia el mencionado recinto donde, para su sorpresa, ya se encontraba su amigo.

—Señor Edward, un gusto verlo —lo saludó Tobias.

—Lo mismo digo. Hacía mucho tiempo que no te veía —respondió Edward a su saludo con cierto tono humorístico en sus palabras, lo que arrancó una pequeña sonrisa en el rostro de Tobias—. ¿Trajiste lo que te encargué?

—Por supuesto —respondió Tobias. Esa tarde él llevaba un largo abrigo color marrón claro y una bufanda gris al cuello, pero al desabotonar un poco su abrigo permitió ver a Edward que bajo sus prendas llevaba puesto su uniforme de investigador. Asimismo, señaló cargar sus guantes y su curioso casco de aviador con gafas en los bolsillos de su abrigo.

—Perfecto.

Edward abrió la puerta de la habitación y permitió que Tobias ingresara.

—¿Ves la gran mochila que se encuentra en la mesa?

—Claro que sí, señor Edward. ¿Quiere que le ayude a llevarla?

—En efecto, amigo.

Tobias tomó la gran mochila de color oscuro que se encontraba sobre la mesa, aquella a la que hizo referencia Edward, y se la colgó sobre sus hombros. La mochila parecía pesada, pero Tobias la llevaba a cuestas con la misma facilidad que quien carga un saco relleno de algodón.

—Sígueme —indicó Edward, y lo guio hasta donde se encontraba el autwagen que Hans había preparado para esa tarde.

Tobias dejó la mochila en el compartimento trasero del vehículo, lo abordaron y entonces partieron con rumbo hacia la torre Skimmel Castburg.

Para ese momento, Rachel y Devon habían terminado su almuerzo y se encontraban ahora en el parque Starerne pues, de acuerdo con Devon, se encontrarían allí con un amigo suyo al que apreciaba sobremanera.

Mientras el aludido hacía acto de presencia, Devon y Rachel procedieron a visitar el pequeño zoológico del parque. A Rachel le fascinaban los grandes y exóticos felinos que se encontraban en exhibición en esa sección del parque además de los lobos, animales que consideraba de sus preferidos; razones por las que se dirigieron a esas áreas desde el principio de su recorrido.

—¡Devon, amigo mío! ¡Por fin te encuentro! —llamó una voz en la lejanía que a la señorita Raudebaugh le pareció demasiado conocida.

—Qué alegría me da encontrarte en este sitio, viejo amigo —lo saludó Devon una vez que dicha persona llegó a su encuentro—. Rachel, deseo presentarte a un amigo muy querido —dijo Devon, y Rachel se volvió sobre sus talones para ver a quien se refería.

Hubiera deseado no haberlo hecho de saber de quién se trataba, pues de inmediato su radiante rostro y su expresión fascinada por ver sus animales favoritos se trocó en una mirada repleta de desprecio y desilusión.

—Rachel, él es...

—Hawthorne Hollingsworth —espetó ella mientras él permanecía de pie, con el rostro erguido y la más orgullosa de las sonrisas.

—Creo que ya has tenido el privilegio de conocerlo —aclaró Devon.

—Como opinión personal, considero que «privilegio» es una forma demasiado elegante para referirse a ello; pero en efecto tienes razón, ya he tenido la oportunidad de saludarlo.

—Lo mismo digo —expresó Hawthorne a Devon con una sonrisa cálida—. Como te lo comenté, la señorita Raudebaugh y yo asistimos al mismo instituto, y permíteme decirte, amigo, que ella ha causado un 'gran impacto' en mi vida —comentó, e hizo un gesto disimulado al frotar su nariz con su mano—. No quiero ahondar en detalles; prefiero que, a su debido tiempo, inquieras de ello por tu propia cuenta.

El rostro de Rachel era todo un poema de resentimiento, y sentía algo de decepción por la clase de amistades con las que su novio estaba asociado.

—Sin duda has acertado en tus expresiones, amigo mío —expresó Devon—. Rachel ha resultado ser la clase de persona de la que me has hablado todo este tiempo; de hecho, ha superado con creces mis expectativas. No creo que existan maneras de agradecerte el que me hayas puesto en contacto con esta hermosa joven.

—Un momento. ¿Qué es lo que quieres decir con eso? —preguntó Rachel.

—Hawthorne fue quien me platicó acerca de ti. Cuando volví de mi viaje a América, de inmediato indagué por referencias sobre tu persona. Fue entonces cuando me enteré de lo que había sucedido esa noche después de que me marché, hecho que provocó una profunda herida en mi corazón debido al aprecio que tengo por ti, e investigué acerca de tu paradero. Me informaron que te encontrabas en Kaptstadt y que vivías en casa de tus tíos.

»No podía viajar a esta ciudad hasta que culminara algunos asuntos pendientes en Trandel, así que decidí ponerme en contacto con una estimada y vieja amistad, Hawthorne. Al tratarse de un joven de alta alcurnia, di por sentado que estaría al tanto de las novedades de la sociedad de Kaptstadt.

»Inquirí de tu persona por medio de él, y con gusto me proporcionó toda la información relevante que poseía sobre ti. Fue de esa manera como pude comunicarme contigo.

Rachel se mostraba atónita, y contemplaba a Devon boquiabierta y con ojos desmesurados. No daba crédito a lo que sus oídos acababan de escuchar, a tal grado que prefirió nunca haberse enterado de ello. Sin embargo, se mantuvo serena, e incluso al finalizar su explicación sonrió con ternura.

—Fue bueno que haya resultado ser de esa forma —opinó—; de otra manera, jamás habría tenido la oportunidad de conocer a tan mirífica persona.

Rachel, tras expresar esas palabras, se tomó del brazo de Devon y se volvió para ver su rostro con gesto lleno de cariño.

Hawthorne Hollingsworth, por su parte, no removía de su cara su gesto lleno de desconcierto; pues los afectos y las reacciones que la joven mostraba eran por completo sinceras.

—Amado mío, quiero pasear por este lugar —indicó.

—De acuerdo. ¿Te parece si nos dirigimos al lago?

—Esa idea es estupenda. Vayamos, pues.

—Hawthorne, ¿quieres venir? —preguntó Devon.

—De acuerdo —respondió el aludido. Entonces, los tres procedieron a hacerlo de esa forma.

Mientras tanto, en un lugar no muy apartado de donde ellos se encontraban, Edward y Tobias, conducidos por Hans, llegaron hasta la torre Skimmel Castburg. Hans ayudó a los jóvenes a descender del vehículo, así como a descargar de este la gran mochila que habían guardado en el compartimento trasero. Tobias se colocó de vuelta la mochila sobre sus hombros y, guiado por Edward, se dirigieron a la entrada del edificio.

Allí se encontraba un portero, entrado en años y arrugado como pasa, aunque no compartía ni su color ni mucho menos su dulzura, ataviado en ropajes de color rojo oscuro con camisa blanca y corbata negra.

—¿Quién anda ahí? —preguntó con cierta hosquedad el anciano, y entonces se colocó sus pequeñas gafas redondas de cristal.

—Soy yo, señor Bloom; Edward Everwood, hijo del arquitecto Zachariah Everwood —lo saludó Edward y estrechó su mano—, y este es mi amigo Tobias Tyler.

—Encantado de conocerlo, joven Tyler.

—Lo mismo digo —respondió Tobias.

—No te conocía, muchacho. Has cambiado mucho desde la última vez que te vi —comenzó a decir a Edward—. En verdad que han pasado muchos años. De hecho, tu padre casi no frecuenta este sitio, aunque si lo hace tu abuelo. No tienes idea de lo interesantes que son sus conversaciones. Díganme, muchachos, ¿qué asunto es el que tienen por acá?

—Vengo a realizar un experimento científico para un proyecto, y necesitamos ingresar a la torre para ello. Es un experimento que involucra gravedad, cosas que caen desde alturas, vuelo; como el de Galileo o Leonardo da Vinci, ¿entiende?

—¿Experimento dices? —indagó el viejecillo, y entonces soltó un suspiro áspero—. Nunca me gustó la clase de ciencia cuando iba en la escuela. De hecho, la escuela donde iba no tenía demasiados libros. Usted verá, joven Everwood, era una escuela muy pobre, así que teníamos que poner mucha atención en la clase. Era un poco difícil porque compartía asiento con un muchachito llamado Simeon que todo el día me tenía mareado con sus cuentos sobre un tesoro de un tal...

—Disculpe, señor —interrumpió Edward—, antes de que comience a narrarnos la historia de su vida, ¿nos permitirá pasar? —preguntó Edward.

—Sí, sí; claro, ¿por qué no? —respondió con vacilación, y entonces abrió la puerta.

—Gracias —expresó Edward, y entonces entró.

—Su historia se escucha interesante. Vendré en otro momento para escucharla —comentó Tobias.

—¡Tobias! ¡Date prisa, por favor! —ordenó Edward.

—Me tengo que ir. Saludos, señor Bloom —se despidió Tobias—. ¡Voy en camino, señor Edward!

Tobias entonces ingresó al edificio y llegó al sitio donde lo esperaba Edward.

El recinto era de un tamaño impresionante. La torre en sí era tan sólo un monumento creado por uno de los ancestros del clan Everwood en honor a los 700 años de la fundación de Kaptstadt, por lo que no había demasiado en el interior del edificio. Lo único que se encontraba en la planta baja era un inmenso pilar de forma rectangular que ayudaban a sostener la estructura de la construcción. Había también cuatro escaleras que conducían hasta la parte superior de la torre, con algunas paradas en determinados puntos en los que había amplios corredores con grandes espacios adecuados a manera de mirador para contemplar el paisaje desde la altura. En ese mismo piso inferior se encontraban también dos ascensores, uno en la pared orientada hacia el este y el otro en la pared orientada hacia el oeste.

Edward condujo a Tobias hasta uno de los ascensores; bajó una palanca que se encontraba a un costado de la puerta hasta el indicador marcado con el símbolo correspondiente a la letra «L» y, en cuestión de minutos, el ascensor llegó hasta su piso. Al ingresar, cerró la puerta y después accionó otra palanca en el interior hasta el indicador marcado con la letra «C» y, en ese instante, el elevador comenzó a moverse [14].

Conforme subían, un sonido fuerte y rítmico comenzaba a escucharse, y se hacía más fuerte entre más arriba se encontraban.

—¿Qué es ese ruido? —preguntó Tobias.

—Es la maquinaria del gran reloj. Ya lo verás cuando lleguemos allá; seguro te impresionará.

Minutos después el ascensor se detuvo. Edward abrió la puerta del ascensor y notaron que se encontraban en una habitación enorme pero vacía, la cual no tenía acceso a miradores, y lo único que en ella podía verse era una escalera que llevaba hacia el piso superior. El ruido de la maquinaria era muy fuerte en ese lugar, aunque no lo suficiente para ensordecerlos.

—Falta poco para llegar a nuestro destino —aclaró Edward—. Sígueme —ordenó, y guio a Tobias hacia la escalera.

Al subir a esta llegaron al cuarto donde se encontraba la enorme maquinaria del reloj. Aquí el ruido era tan insoportable que ni siquiera podían ser escuchados sus propios pensamientos, por lo que hubo la necesidad de colocarse un par de orejeras proporcionadas por Edward, las cuales tomó de su maletín. Asimismo, podían verse allí, en la parte superior de dicho recinto, las campanas del reloj que gritan a los cuatro vientos cuando del día ha transcurrido una hora más. Tobias, como Edward había augurado, se mostraba maravillado ante.

—¡Vaya obra! ¡Esto es... increíble! —gritó el joven Tyler encantado y alucinado con el movimiento acompasado y de forma tan magnifica organizado de la maquinaria.

Edward atrajo la atención de Tobias al tocar su brazo, y este se volvió de su arrobamiento hacia su amigo.

Por medio de señas, pues las palabras resultaban inútiles en ese bullicioso recinto, Edward indicó a Tobias por donde debían de ir.

Lo llevó hasta otros escalones de metal, los cuales subían hasta la parte más alta de la torre; una cúpula de forma cuadrada con pequeñas columnas y una baranda de cerca de un metro de alto. Encima de esta se encontraba una veleta y una larga aguja pararrayos.

Ni bien llegaron allí, Tobias dejó la carga en el suelo y de inmediato se acercó a la baranda. Boquiabierto, contempló el paisaje en derredor.

—Jamás había estado en un lugar tan alto —comentó lleno de éxtasis, luego se volvió hacia Edward—. ¡Es como estar en la cima del mundo! Tal vez, si me estiro lo suficiente, podría tocar el mismísimo cielo, señor Edward.

Edward no respondió a esto; tan sólo sonrió y meneó la cabeza.

—¡Venga, señor Edward, y admire la ciudad desde la altura!

—Gracias, Tobias; pero aquí me encuentro bien —respondió vacilante mientras se sujetaba con fuerza de una de las columnas.

—Señor Edward, si no lo conociera, pensaría que le aterra la altura —comentó Tobias, y Edward mostró una sonrisa nerviosa—. No puede ser. ¿En verdad tiene temor a la altura, señor Edward?

—Decir que tengo miedo sería una manera un tanto extrema de llamarlo. Lo considero una cierta incomodidad —respondió nervioso.

—Yo considero que le cuesta admitirlo —respondió Tobias.

—Como sea. Ven aquí, hay que darnos prisa y hacer esto lo más pronto posible. A las cuatro de la tarde comienza la ronda de vigilancia, y no es conveniente que nos encuentren aquí arriba.

—De acuerdo, pero, ¿qué es lo que vamos a hacer?

—¿Recuerdas el artefacto que se encontraba colgado en la pared del taller?

—Sí.

—Mientras trabajábamos el otro día en el proyecto, indagaste acerca de dicha máquina con frecuencia y admiración, y expresaste tu deseo de utilizarla cuando estuviese terminada. Pues bien, está hecho; lo he mejorado, le he dado los toques finales y hoy, Tobias Tyler, tendrás el privilegio de ser de los pocos seres humanos que han logrado surcar los cielos.

Tobias clamó jubiloso con las manos en el aire, pero su encanto desapareció en un instante.

—Espere, señor Edward. ¿Está por completo seguro de que no fallará? —preguntó concernido.

—Confía en ello, amigo mío. Esta máquina no fallará —respondió, y luego procedió a mostrar todos y cada uno de los cálculos que efectuó, así como el pequeño modelo a escala que construyó para probar su invención que se encontraba en la caja junto a las demás cosas, el cual incluía un pequeño muñeco que pesaba unos dos kilos, un peso aproximado al 2% del peso de Tobias. De hecho, Edward tomó el pequeño modelo y lo arrojó por la orilla de la torre para demostrar como su proyecto no iba a fracasar.

Por desgracia, y para horror de ambos jóvenes, el modelo no se comportó de la manera que Edward esperaba, pues si bien este se sostuvo en el aire por unos segundos, y realizó un pequeño y elegante planeo, enseguida procedió a descender en picada y giró en espirales hasta dar contra el suelo, donde quedó por completo despedazado.

Edward y Tobias se acercaron a la cerca de protección, aunque con cierto nerviosismo e incomodidad el primero, para ver lo que sucedía con el modelo. Al ser testigos del funesto resultado del experimento, volvieron la mirada el uno hacia el otro, Tobias tragó un poco de saliva y Edward se apartó de la orilla.

—En verdad te digo, amigo mío, que la prueba salió de manera diferente cuando la llevé a cabo en casa. ¡Pero no tienes de qué preocuparte! —expresó Edward al tiempo que agitaba su cabeza con rapidez y levantaba sus manos mientras intentaba tranquilizar a un aterrado Tobias—. La diferencia radica en la altura, y que además tú puedes controlar el dispositivo para planear por los aires, cosa que no era posible con el modelo —explicó con una sonrisa nerviosa que se difuminó poco a poco al ver la expresión de Tobias—. Pero, si no deseas probarlo, si no sientes confianza en que vaya a funcionar, lo entenderé.

—Lo haré —susurró Tobias.

—¿Disculpa?

—Voy a hacerlo, señor Edward; ¡voy a saltar! —exclamó.

—¿En verdad? ¿No sientes preocupación de que esto vaya a fallar de alguna manera u otra? —habló con tono un tanto disuasivo.

—Señor Edward, confío a plenitud en que usted jamás haría algo que pudiera hacerme daño. Si ha creado algo para que yo lo utilice, estoy seguro de que no tendrá problemas y que funcionará a la perfección.

—De acuerdo —asintió Edward—. Pero antes de que siquiera intentes hacerlo, permíteme explicarte cómo funciona esta máquina.

—Escucho con atención.

—Bien. Primero, te explicaré sobre los cordones que resaltan en la mochila. El cordón verde, por ejemplo, es el que despliega el mecanismo de este dispositivo. Adelante, tira de él; necesito que esté desplegado para mostrarte cómo funciona el resto de la máquina —animó Edward a su amigo, y este así lo hizo.

De manera repentina, el mecanismo se activó. La cuerda con el sujetador verde se contrajo de regreso a su posición y entonces los tubos plegados de aluminio y metal coleitande que conformaban la estructura comenzaron a desplegarse hacia lo largo y hacia lo ancho. Una tela liviana pero resistente emergió como la vela de un barco y se extendió a lo largo de la estructura, con cables metálicos que la unían a esta. Había también, en su parte baja, una pequeña sección similar a una cola de ave, atada también con cables. Asimismo, apareció al frente suyo una estructura similar a un manubrio de una bicicleta con empuñaduras de cuero en color negro. En el centro de la maquina se encontraba lo que parecían ser paquetes pequeños adheridos a la estructura. La dimensión plena del artefacto era de ocho metros de envergadura y dos metros de ancho.

¡Cricketty crack! ¡En verdad que se ven impresionantes! —exclamó Tobias maravillado mientras tocaba las alas del aparato.

—Por su parte, el cordón rojo despliega un dispositivo de frenado de emergencia que se encuentra dentro de esos pequeños paquetes en tu espalda. Este te ayudará a reducir tu velocidad y de esta forma descender a tierra sin problemas. No tires de él a menos que sea necesario en el más estricto de los casos.

»Para controlar el «Glygzeug», nombre con el que nos referiremos a esta invención...

—Suena terrible —opinó Tobias.

—Lo sé, pero apeguémonos al término, ¿de acuerdo? —solicitó, y Tobias asintió—. Como decía, para controlar la dirección del vuelo, deberás girar el manubrio hacia tu derecha o hacia tu izquierda de acuerdo cual sea la dirección que desees tomar —informó, y Tobias comenzó a girar el manubrio de lado a lado. Cada vez que lo hacía, la cola viraba en esa dirección—. Ahora bien, si quieres elevarte a mayor altura, tira un poco del manubrio hacia atrás, y viceversa; si deseas descender, empuja el manubrio hacia adelante.

—¿De esta manera? —preguntó Tobias mientras lo hacía, y las alas se inclinaban hacia el frente o hacia atrás según la dirección en la que Tobias lo hacía.

—Exacto, amigo. Lo haces bien.

—Gracias, señor Edward.

—De acuerdo, continuaré con la explicación. En ocasiones sucederá que el glygzeug perderá estabilidad. Puedes recuperarla si rotas el manubrio de manera vertical —señaló con sus manos conforma hacía la mímica—. Si comienzas a inclinarte demasiado a la derecha, rota el manubrio un poco hacia la izquierda, en el sentido contrario de las agujas del reloj. Eso lo enderezará. Lo mismo sucederá en caso contrario; sólo debes alternar posiciones hasta que vuelvas a tu posición horizontal, que es la que debes mantener durante el vuelo. ¿Entendiste lo que acabo de explicar?

—Por supuesto, señor Edward. Sólo tengo una pequeña duda.

—¿Cuál es?

—¿Puedo hacer trucos mientras esté en el aire?

Edward permaneció un momento en silencio mientras lo contemplaba serio y pensativo. Incluso llevó su mano izquierda al rostro para cubrir un poco su boca y nariz mientras buscaba una manera de responder a la duda de su amigo.

—Dejemos... eso... para otro momento —respondió—. Pero si nuestro primer vuelo es un éxito, seguro podrás hacerlo después.

—¡Excelente!

—De acuerdo. ¿Te sientes preparado para hacer el salto?

—Por completo —respondió animoso.

—Bien. Toma tu posición —indicó, y Tobias se trepó a la cerca—. Recomiendo que te quites el abrigo y la bufanda, ya que pueden estorbar en el momento de planear, y no olvides ponerte tu casco y tus gafas —señaló, y su amigo hizo tal como se lo indicó.

Cuando terminó de hacer esto, hizo a Edward una seña con su pulgar derecho levantado, lo que indicaba que todo estaba en orden.

—Perfecto. Ha llegado la hora de la verdad. Cuando lo indique, darás el gran salto. ¿Algunas palabras para conmemorar el suceso?

—Déjame pensarlo... —dijo, y permaneció un minuto en silencio mientras buscaba las palabras adecuadas— ¡Ya! —exclamó cuando al fin su cerebro logró dar con una frase que consideró adecuada—: «Un pequeño salto, y el cielo dejará de ser el límite».

—Nada mal —expresó Edward, y colocó su mano sobre el hombro de Tobias.

Tobias asintió en agradecimiento, y permaneció de pie en silencio sobre la cerca de protección en la espera de que Edward indicara el momento de pasar a los anales de la historia de la humanidad.

El viento soplaba con un poco de fuerza, un factor que, con toda certeza, resultaría favorable para dicha prueba. Sus manos sudaban un poco mientras sujetaba la empuñadura del manubrio; sus piernas temblaban tanto que casi dejaban de soportar su peso, y su corazón latía con tan gran estruendo que, si cada ciudadano de Couland guardaba silencio al mismo tiempo, cada máquina era apagada, y cada animal fuera callado, podría escucharse hasta los más recónditos rincones del país.

Había transcurrido un minuto, pero la intensidad del momento y la tensión que el joven Tyler sentía hacían que pareciera una eternidad, la cual concluyó en el momento en que la garganta de Edward profirió con fuerza la siguiente orden:

—¡Ahora!


NOTAS: 

[14] Es importante recalcar que el idioma coulandés no empleaba el alfabeto latino, sino más bien uno compuesto por su propio sistema de caracteres. Asimismo, su estilo de escritura era distinto, y recordaba al empleado por ciertos idiomas orientales como el japonés. Sin embargo, no sucedía de esa forma con los números, pues empleaban el sistema numérico arábigo.

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