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CAPÍTULO XXXII

Despertó el joven Everwood a eso de las seis de la mañana, a causa del estridente sonido de la campana de su reloj despertador. Se inquietó un poco al verse sobre su cama, cubierto con su manta, aunque todavía llevaba puesta su ropa de la noche anterior.

Hizo un poco de esfuerzo por recordar que había sucedido, y a su memoria vino una visión fugaz de cómo él se había despertado después de la medianoche, con toda posibilidad debido al frío, se levantó del suelo, se subió a su cama y se cubrió con una manta para después volver a dormir. Tal vez, debido a su somnolencia y al efecto anestésico de la medicina, ni siquiera se percató del momento en el que llevó a cabo tales acciones.

Con la certeza de que sus memorias no estaban erradas, se incorporó en su cama y luego se sentó en la orilla con la mirada baja. Por su cabeza transcurrían los recuerdos de la noche anterior, memorias que arrancaban de su pecho hondos suspiros. Se sentía tan decaído que estuvo a punto de regresar a su cama y permanecer en ese lugar el resto del día, si no era que decidía hacerlo hasta el momento de su muerte, pero entonces un llamado a su puerta captó su atención.

—Edward, hijo; ¿estás despierto? —preguntó la señora Everwood.

—Así es, madre —respondió.

—Qué bueno, porque tienes visita, y quiere entrar en tu habitación —anunció la señora Everwood.

—Esto... de acuerdo, madre. Dile que espere un momento, no estoy presentable.

—Está bien —respondió, y luego se escuchó como que charlaba con alguien más.

«¿Visitas? ¿A esta hora de la mañana?» se preguntó mientras se dirigía hacia su armario para dejar allí sus prendas de vestir de la noche anterior y colocarse otra vestimenta. Tomó otros pantalones de color azul marino muy oscuro, su preferido, una remera blanca con botones en el cuello, una camisa blanca de mangas largas, anudó con prisa un lazo azul marino con delgadas rayas blancas y rojas, se colocó los tirantes del pantalón, luego un cinturón y por último un chaleco de color oscuro por la parte del frente y claro por la parte de atrás.

—Avisa a mi visitante que ya puede entrar.

La puerta se abrió casi de golpe, lo que sorprendió un poco a Edward.

—¡Gracias, señor Edward! —clamó el joven Tyler con total entusiasmo.

—¿Tobias? —preguntó extrañado— Que susto me has dado, y que gusto de verte. ¿Qué te trae por aquí?

—Tan sólo paseaba por este vecindario, y entonces decidí venir a tu casa.

—¿Paseabas por este lugar? Pero si vivimos separados por algunos kilómetros de distancia —expresó sorprendido.

—Es que corrí hasta aquí —respondió, lo que aumentó más la extrañeza del joven Everwood—. Me despierto muy temprano, horas antes de que amanezca, y me dedico a correr algunos kilómetros por las calles de la ciudad para después detenerme y efectuar algunos ejercicios. Es parte de mi rutina diaria, la cual me ayuda a mantenerme en forma —explicó; luego, se retiró su chaqueta color verde oscuro y entonces comenzó a flexionar sus brazos y posar como si fuese un fisicoculturista que mostraba su cuerpo. Algunos de sus músculos se notaban en gran medida a través de su camisa, la cual parecía que estaba a punto de rasgarse por la tensión—. Entonces, como ya había terminado, y me encontraba cerca de este lugar, me dije a mi mismo: «Creo que sería una buena idea saludar al señor Edward», y, bueno, aquí me encuentro. Después de todo, no se requieren motivos especiales para visitar a tus seres queridos, ¿no es así?

—Estás en lo cierto. Agradezco mucho que hayas tomado la molestia de visitarme, amigo.

—Con gusto lo haría cualquier otro día, si no es mucha molestia y sin abusar de su hospitalidad.

—No te preocupes. Eres bienvenido cuando gustes —respondió Edward con voz que sonaba un poco seria.

—Algo no está bien con usted, señor Edward.

—¿Por qué lo dices?

—Su expresión, sus ojos hinchados y rojos, su forma de hablar indiferente, podría decir sin dudar que en ese momento atraviesa por un periodo de aflicción.

—No te inquietes por ello, Tobias. Estoy bien.

—¿Es por su enfermedad?

—No, Tobias, yo...

—Sucedió algo entre usted y Rachel —adivinó.

El cambio de gesto de Edward en el momento que escuchó esto resultó ser la prueba definitiva para Tobias.

—¡Lo sabía! —expresó orgulloso, como si hubiese resuelto el crimen del siglo o encontrado la respuesta a la pregunta más importante del universo. Sin embargo, el dejo de tristeza mostrado en el semblante de su amigo hizo que sus ánimos decayeran un poco—. Lo lamento, señor Edward —expresó con gesto compasivo.

—Descuida —respondió él con seria y pesarosa voz.

—Si lo desea, puede hablar conmigo, contarme sus penas, desahogar su dolor...

—Tobias, agradezco mucho la molestia y el interés que demuestras para conmigo; sin embargo, estoy bien, y no necesito hablar.

—Vamos, señor Edward, usted me ayudó mucho cuando la señorita Sadler me rompió el corazón; y opino que lo más conveniente es darle a usted el mismo apoyo.

—De acuerdo —suspiró el joven Everwood, y procedió a derramar su corazón ante Tobias.

Le platicó todo lo sucedido la noche anterior, con lujo de detalles. No omitió nada, no habló mal de alguien, no se victimizó ni intentó ser subjetivo y desequilibrado. Explicó a Tobias, como si lo hiciera con un niño pequeño, todo lo relacionado al asunto de la herencia de Rachel, así como las razones por las que consideraba a Devon superior a su persona.

Tobias estaba impactado. Con cada palabra, cada recuento de lo sucedido, se le derretía el corazón hasta que al final no logró soportarlo más. Al borde de las lágrimas, y sin permitir a Edward que concluyera su narración de los hechos, procedió a dar a su amigo un cálido abrazo.

—Todo estará bien, señor Edward —le dijo, y puso su mano sobre la cabeza de su amigo.

El joven Everwood se estremeció con esta muestra de afecto de parte de su amigo y pegó su rostro a su sólido pecho. Con esto, volvió a ceder a las lágrimas.

—Adelante, señor Edward, no reprima sus emociones. Desahóguese. No se inquiete, no será menos hombre sólo por eso.

—Joven Everwood, el desayuno está servido —interrumpió Robert asomado a la puerta de su habitación—. ¿Va a quedarse el joven Tyler a desayunar? —preguntó discreto después de ver dicha escena.

Edward se apartó un poco de Tobias, se quitó las gafas y limpió sus ojos. Con una mueca en su rostro, que con esfuerzo intentó transformar en sonrisa, respondió:

—Por supuesto.

—Excelente. Prepararé otra silla y cubiertos —dijo antes de pasar a retirarse.

—¡Comida! —exclamó Tobias—. Una de las pocas cosas que pueden hacerme feliz.

—Vayamos, entonces —sugirió Edward; luego se colocó una chaqueta y después de esto los dos jóvenes se dirigieron al comedor.

Una vez que llegaron, los miembros de la familia Everwood allí presentes recibieron a Tobias con efusivos saludos, y luego tomaron sus respectivos asientos y, después de la oración por los alimentos, dirigida por el señor Everwood, procedieron a tomar el desayuno.

Los ojos enrojecidos e hinchados de Edward, así como su expresión taciturna la cual, con muchos esfuerzos, intentaba ocultar detrás de una máscara de dicha y apacibilidad, alertaron a la señora Everwood quien, discreta como era su persona, lo dio a conocer a su esposo. Él, por su parte, permaneció silente, asintió con su característica sonrisa y tomó la mano de su esposa.

El desayuno continuó con toda normalidad, entre conversaciones animadoras y alguna que otra anécdota graciosa contada por Tobias. Para el momento en que terminó, Edward anunció que se encontraría en su habitación, y Tobias solicitó acompañarlo. Edward accedió, y hecho esto él y su amigo se marcharon a sus aposentos.

—Deberíamos hablar con Edward; es evidente que algo le aqueja —sugirió la señora Everwood luego de que su hijo se retirara.

—Concuerdo contigo, querida. Considero conveniente hacerlo una vez que su amigo se haya retirado —respondió el señor Everwood, a lo que su esposa asintió.

Mientras tanto, en la habitación, Edward se quitó su chaqueta de vestir, la colgó de vuelta en su armario y procedió a acostarse en su cama.

—Y bien, ¿qué desea hacer ahora, señor? ¿Tiene algún plan? ¿Hay algún lugar a donde quiera ir? —preguntó Tobias.

—No —respondió con tono serio y amargo en su voz, y se volvió de espaldas a Tobias en su lecho.

—De acuerdo. ¿Qué le parece si construimos alguno de los rompecabezas que tanto le gustan? O tal vez prefiera crear un artefacto...

—Gracias, pero no —interrumpió Edward.

—¿Y qué tal los deberes escolares? ¿Ya los realizó?

—Tobias —respondió vuelto hacia él—, no tengo deseos de hacer algo el día de hoy. —Edward se giró otra vez sobre su cama y dio la espalda a su amigo—. Tan sólo quiero quedarme aquí, recostado sobre esta cama. Tal vez lo haga por el día de hoy, tal vez por el resto de mi vida; no lo sé, y no me interesa saber de nada más. No tengo idea de si tienes otra cosa mejor que hacer; pero si es así, te recomiendo que no pierdas el tiempo con...

Edward no terminó de decir esta respuesta cuando se volvió para ver a su amigo, quien lo contemplaba lleno de confusión. Su expresión lucía iluminada, y poco a poco su gesto de pesadumbre se convirtió poco a poco en uno lleno de éxtasis y fascinación, como si se hubiese dado cuenta de una maravillosa epifanía.

—Tiempo... ¡Por supuesto, tiempo! —farfulló mientras su amigo lo observaba extrañado—. Tobias, tengo una idea de lo que haremos el día de hoy —expresó con un poco de emoción luego de levantarse de su cama de un salto.

Acto seguido, se dirigió a su armario, y de este tomó cajas de materiales y herramientas, las cuales cedió a su amigo para que las llevara consigo. También tomó una caja metálica con incrustaciones plateadas, tomó de su mesa su cuaderno de anotaciones y algunos utensilios de escritura y llevó todo esto consigo.

—Sígueme —ordenó, para después salir de su habitación. Tobias asintió, e hizo como su amigo lo solicitó.

Bajaron por las escaleras que conducía a los pisos inferiores y se dirigieron a la salida trasera de la residencia Everwood, la cual conducía al traspatio y el jardín. De allí, avanzó hasta una pequeña cabaña construida en ladrillo y madera de no más de cuatro metros de ancho por ocho de largo, de la cual abrió también su puerta para permitir a Tobias entrar allí.

Entraron, y Edward cerró la puerta tras de sí. Luego, presionó un interruptor en la pared junto a la puerta y una luz se encendió, y esto permitió que pudieran ver lo que dentro de ese cuarto se encontraba resguardado: una mesa grande y vieja de madera al centro y varias otras mesas alrededor, en las que había cajas con desperdicios de metal, madera, tornillos, cintas metálicas, cilindros, tuercas y engranes, algunas herramientas algo avejentadas y una pequeña ventana que daba al exterior y permitía ver el jardín trasero donde los empleados trabajaban. Asimismo, en las paredes y sobre algunos estantes que allí se encontraban, podían verse un gran número de las creaciones inconclusas del joven Everwood.

—Esto parece como un laboratorio secreto —comentó Tobias, para luego colocar las cajas sobre un espacio vacío en la mesa del centro.

—Podría considerarse de esa forma. En realidad, antes era una habitación donde mis hermanos solían reunirse a jugar cuando eran pequeños; pero con el tiempo comenzó a ser empleado para guardar herramientas y otros objetos. Aquí es donde suelo llevar a cabo los trabajos que requieren espacio y herramientas de uso pesado. Robert u otro sirviente suelen ser quienes me brindan una mano dichas situaciones; pero hoy aprovecharé tu presencia y tu entusiasmo para auxiliarme en este propósito.

»Como tú bien lo sabes, desde no hace mucho el profesor Kallagher y yo trabajamos en conjunto en un proyecto especial. Tu colaboración ha resultado, por completo, útil y beneficiosa para el mismo. Sin embargo, a pesar de nuestros avances, todavía hace falta afinar muchos detalles; justo lo que este día vamos a hacer tú y yo.

—Excelente, señor Edward. Por cierto, ¿qué es esa cosa? —señaló a un artefacto colgado de la pared, el cual tenía un aspecto de varios tubos unidos como si estuvieran plegados, además de un par de correas gruesas que colgaban de este, como si estuviese diseñado para ser llevado a cuestas.

—Esto es... digamos que el prototipo de una máquina voladora. La hice cuando pequeño, pero jamás la probé. Todavía necesitaba algunos ajustes, pero decidí dedicarme a otra clase de proyectos antes de culminarla.

—¿Esa cosa vuela?

—Se supone, si mis cálculos no son errados. Pero dejaremos eso para otro día. Por ahora, nos enfocaremos en esto —respondió Edward; entonces tomó su libreta y la abrió en una página llena de anotaciones y el boceto de lo que parecía ser una máquina de tamaño pequeño—. Para ello, utilizaremos esto —explicó ahora, y de la caja metálica pequeña tomó un pequeño cristal transparente, en el cual podía notarse una curiosa ramificación similar a filamentos en color dorado, la cual parecía surgir desde un extremo y se extendía por el interior del inusual mineral.

¡Cricketty crack! ¿Qué es esa gema? —preguntó Tobias lleno de asombro.

—Amigo mío, te presento el cristal «qvazerull», uno de los minerales menos comunes en todo Couland. Es un mineral cuya estructura es similar a la de los cristales qva conocidos, pero debido al escaso número de ejemplares, sus características y propiedades no han sido estudiadas a fondo.

—Excepto por Hausner Reutter, ese personaje de quien usted tanto habla, ¿no es así?

—En efecto, Tobias. Encontré numerosas referencias al uso de dicho mineral en el libro que investigamos en la biblioteca. De acuerdo con sus estudios, el cristal «qvazerull» posee la capacidad de almacenar cargas eléctricas, provenientes ya sea de una batería Blyght o de otra fuente distinta.

»Uno podría llegar a concluir que el número de posibles aplicaciones para un mineral de tan inusuales características podría haber sido infinito; sin embargo, el uso final que Reutter definió en sus estudios distaba demasiado de aquél que en un principio tenía concebido para este mineral. Todo inició cuando Reutter se dedicó a estudiar la anatomía humana...

—¿Anatomía humana? —preguntó desconcertado Tobias—. ¿Qué tiene que ver el cuerpo humano con la creación de una máquina?

—Hausner Reutter analizaba las teorías de Luigi Galvani relacionadas con la capacidad del cerebro de emitir impulsos eléctricos, los cuales son conducidos a través del sistema nervioso y permiten poner nuestros músculos en movimiento —explicó, a la par de que flexionaba un poco su brazo derecho para ejemplificar su explicación.

»Basado en la teoría del galvanismo, Reutter propuso la hipótesis de que nuestros propios pensamientos también son impulsos eléctricos. En una paráfrasis de sus escritos y estudios, Hausner Reutter especuló la posibilidad de que dichos impulsos generados por nuestro cerebro no sólo podían emplearse para mover el cuerpo humano, sino también otra clase de cuerpo.

—¿Se refiere a un cuerpo mecánico? —inquirió Tobias.

—Has acertado, mi querido Tobias. Reutter creía en la posibilidad de controlar vehículos pesados, como un autwagen, con el poder del pensamiento, o incluso algo de mayor complejidad.

»De acuerdo con su libro, el hecho de que su deceso era inminente incrementó en él sus temores hacia la muerte. Había tanto conocimiento por adquirir, tantas experiencias por vivir, tantos inventos por desarrollar, y no quería perderse todo ese mundo de posibilidades. Fue entonces cuando comenzó el desarrollo de una invención que, de acuerdo a sus especulaciones, las cuales muchos ya consideraban locuras o desvaríos producto de su avanzada edad y de su deteriorado estado de salud, le garantizaría la oportunidad de evitar su muerte.

»En un intento por evadir su destino, sin saberlo, le dio al mundo una esperanza de vida. Es una desgracia que no tuviera la oportunidad de ver con sus propios ojos el resultado de su investigación.

—De seguro estaría orgulloso —comentó Tobias—. Pero hay algo que todavía no entiendo; bueno, además de toda esa explicación que acaba de ofrecer. —Edward convirtió su gesto iluminado con una sonrisa de gozo en una mueca de decepción cuando escuchó esto—. ¿Qué tiene que ver ese raro mineral con lo que acaba de decir?

—Todo, mi estimado amigo. Verás, Tobias, las intenciones de Hausner Reutter eran mucho más complejas y ambiciosas que sólo controlar una máquina con su mente.

»Como ya lo he explicado, Reutter imaginaba al cerebro como un pequeño generador de impulsos eléctricos, entiéndase los pensamientos —expuso, y Tobias asintió como si fuera todo un entendido en la materia—. Eso para él significaba que cada idea, cada recuerdo, cada memoria de nuestras vidas, aquello que conforma nuestra verdadera persona, está formada por esos pequeños impulsos que viajan a través del cerebro. Su principal interés era trasladar toda la esencia de una persona a esto —señaló con el cristal en mano—. De acuerdo con su hipótesis, el cristal qvazerull fungiría como un almacén de dicha información. Utilizaría el mecanismo que vamos a fabricar para acceder a dichas memorias, y la otra máquina, la cual el nombró «El corazón del hombre artificial», sería la que interpretaría todas esas instrucciones y las llevaría a cabo.

»Todo ese conjunto de máquinas y procesadores de información los integraría en un cuerpo mecánico creado a imagen y semejanza del hombre. De esta manera, y según era su propuesta, Hausner Reutter viviría libre de las limitaciones de la vida humana, como las enfermedades, la vejez y la muerte.

—¡Asombroso! —exclamó Tobias con su rostro lleno de estupefacción—. Y como su motivación dista de ser diferente de aquellas que impelieron al señor Reutter a realizar ese proyecto, usted intentará...

—Exacto, mi querido amigo —interrumpió Edward—. ¡Gracias a Reutter y su invento, y si las cosas marchan a la perfección, podré evadir mi propia muerte! —expresó entusiasmado con sus manos en el aire. Su rostro elevado se mostraba lleno de confianza, aunque podía notarse un leve tinte de desequilibrio en su mirada.

—Pero, señor Edward, ¿no resultará esto contraproducente?

Edward bajó los brazos de golpe y miró a Tobias con desconcierto.

—¿A qué te refieres? —preguntó.

—Bueno, usted tendrá una nueva vida en un nuevo cuerpo más fuerte e indestructible, y eso sin duda será excelente y una maravilla digna de admirar; pero, ¿está seguro que el resto del mundo lo aceptará de esa manera? Mejor dicho, y abordo este tema desde una perspectiva más personal, ¿está seguro que la señorita Raudebaugh podrá llegar a amarlo en esa forma?

Edward se quedó gélido. Algo dentro de su ser pareció caer hasta sus pies en cuanto su amigo pronunció estas preguntas que lo hicieron volver a la realidad. En efecto, permaneció en silencio, con gesto descompuesto y ojos desmesurados, por espacio de casi un minuto mientras meditaba en las implicaciones que llevar este plan a cabo podrían significar.

—Ellos... Ellos lo... Me aceptarán —respondió. Su lengua se trabó un poco al expresar su respuesta, e incluso agitó un poco su cabeza de lado a lado mientras lo decía—. Al ver el resultado de este experimento, todos quedarán tan maravillados que olvidarán cualquier excusa que hayan planteado para rechazarlo —expuso, aunque su forma de hablar, atropellada y confusa, parecía albergar grandes rastros de duda a pesar de la gran convicción con la que lo expresó—. ¡Pero no hay que preocuparnos de eso por ahora! —exclamó al tiempo que agitaba sus manos en el aire—. En su lugar, enfoquemos nuestra atención en construir el artefacto.

—De acuerdo, señor Edward —dijo Tobias un poco serio—. Usted indique que es lo que se debe hacer, y yo seguiré sus órdenes.

—Por supuesto. Lo primero que vamos a hacer es...

Dicho esto, Edward procedió a mostrar los planos a Tobias y señaló cuales piezas eran las que emplearían en la construcción del artefacto.

Ambos jóvenes dedicaron toda esa mañana, y parte de la tarde, en construir la mencionada máquina. Con frecuencia Edward revisaba el trabajo de su amigo y también sus cálculos y especificaciones para comparar el resultado. No todo en esa tarde fue arduo trabajo, pues también tuvieron sus momentos de reposo y distracción, sin olvidar el suculento y exquisito almuerzo que nutrió sus almas.

Para cuando estaban próximas las cuatro de la tarde, el aparato estaba construido. Satisfechos y gustosos por haber efectuado una buena obra, los jóvenes estrecharon sus manos y compartieron pequeñas palmadas en el hombro, así como expresiones de felicitación.

—¿Qué es lo que sigue ahora, señor Edward? —preguntó Tobias.

—Probarla —indicó Edward—; y para ello, utilizaremos el cristal.

Edward procedió a tomar el cristal qvazerull y, luego de tomar un pequeño taladro de broca muy fina, procedió a realizar un par de pequeñas perforaciones con la profundidad suficiente para alcanzaron a tocar la base y uno de los filamentos de las ramificaciones del cristal. Después de esto, lo adaptó dentro del mecanismo e introdujo a los agujeros el filamento de un cable, el cual se conectaba con el resto del dispositivo. Acto seguido, selló las perforaciones con un adhesivo líquido para que los cables no se desconectaran del cristal.

—Cristal qvazerull instalado. Ahora, debemos probar si el dispositivo funciona y permite almacenar un pulso eléctrico. Para ello, lo conectaremos a este otro aparato que diseñé para la prueba —aclaró, y entonces tomó de la caja que le ordenó a Tobias que llevara un dispositivo metálico de aspecto rectangular, el cual poseía un interruptor de color rojo, una bombilla y algunos cables.

Conectó el dispositivo a la máquina que contenía el cristal y entonces presionó el interruptor rojo. La bombilla se encendió, y esto era un indicador de que una corriente eléctrica había sido emitida de dicho aparato, y de inmediato, en veloz viaje a través de los cables de la máquina a la que el cristal estaba conectado, pudo verse una chispa de color azul, la cual llegó hasta el cristal qvazerull y comenzó a moverse a través de este a altas velocidades hasta que al final se detuvo en la punta de una de las ramificaciones que estaba conectada al cable, y comenzó a parpadear de forma intermitente.

Edward y Tobias permanecieron en silencio. El éxtasis del descubrimiento había arrebatado de sus bocas cualquier palabra que de ellas pudo haber emanado. Tobias extendió su mano para tocar el cristal, pero una pequeña descarga recibida lo disuadió de esto. La reacción de su amigo provocó en Edward una pequeña carcajada.

—Funciona —susurró Edward—. ¡Funciona! —exclamó extasiado mientras abrazaba a su amigo.

—¡Lo felicito sobremanera, señor Edward! —lo encomió Tobias y procedió a estrechar su mano con fuerza y lleno de emoción.

—Esto es increíble... ¡Reutter tenía razón! —expresó, y se acercó otra vez al aparato que contemplaba como un niño que acaba de recibir un juguete nuevo—. Probemos con más pulsos —indicó Edward lleno de entusiasmo, y entonces procedió a presionar el interruptor del aparato.

Emitió diferentes tipos de pulsos. Algunos eran breves, otros eran largos, otros más eran una mezcla de breves con largos, como si se tratase de un mensaje en código Morse. Todos y cada uno de ellos llegaron de la misma manera hasta el cristal, hicieron el mismo recorrido y se almacenaron en la misma ramificación donde lo hizo la anterior. Allí se había acumulado todos esos pulsos, y todos ellos parpadeaban a su determinado ritmo. Aquello era todo un espectáculo mesmerizante y arrobador que robó el aliento de los muchachos.

—¿Quién lo hubiera imaginado, señor Edward? ¡Ésta cosa funciona!

—Por lo menos sabemos que puede guardar impulsos. Lo que en verdad importa, y considero es de mayor dificultad, es cómo tomar dichos impulsos y transformarlos en órdenes para que una máquina las obedezca. Pero eso, mi amigo, lo dejaremos para otro día.

Edward procedió a desconectar el emisor de pulsos del cristal y guardó todo el prototipo del proyecto en una caja metálica con un candado especial cuya combinación era sólo conocida por él. Asimismo, recogió todas sus herramientas y objetos que había llevado abajo y las guardó en otra caja, la cual cedió a su amigo. Hecho esto, se dirigieron de regreso a la habitación de Edward para guardar todo en su debido lugar.

—Este día ha resultado estar lleno de maravillas, señor Edward. Agradezco mucho su hospitalidad, los alimentos que sirvieron y las atenciones que mostró para con mi persona.

—Es un placer, amigo mío. Recuerda que...

Edward se vio interrumpido por un poderoso malestar en su cabeza. Sus piernas flaquearon, y no hubo fuerzas para mantenerlo en pie, por lo que cayó sentado en el suelo de su cuarto. Asimismo, sus debilitadas manos soltaron la caja que sostenía, la cual, para beneplácito suyo, cayó sobre sus piernas.

—¡Señor Edward! —exclamó Tobias aterrado, y se dispuso a ayudar a su amigo. Entonces lo levantó del suelo sin dificultad y lo colocó sobre su cama.

—El... Estuche. Está allí —farfulló Edward, y luego señaló hacia su escritorio.

Tobias tomó el estuche de cuero que contenía las jeringas y lo abrió. Ahora había sólo dos, pues Edward había arrojado la tercera la noche anterior.

—¿Quiere que busque ayuda? —preguntó Tobias, a quien el susto no terminaba de pasársele.

—No es necesario —respondió con voz débil—. Remueve la cubierta. Inserta la aguja aquí, a través de la tela —señaló el costado de su muslo; orden que Tobias acató con vacilación—. Presiona el émbolo rojo —finalizó.

Al hacerlo de esa manera, Tobias administró la dosis de medicamento a Edward. El efecto fue instantáneo y notorio en el rostro del joven Everwood, quién soltó un profundo suspiro de alivio.

—Gracias —susurró él.

—¿Ya se siente mejor?

—Un poco. La debilidad y los mareos cesarán en minutos, pero el dolor se ha ido.

En silencio, Tobias contempló la jeringa por un breve momento, y después se la cedió a Edward.

—No soporto verlo de esa forma, señor Edward. Tanto sufrimiento no es justo para una persona como usted.

—No te inquietes por ello, amigo mío; si las circunstancias resultan estar a mi favor, todo esto pasará dentro de poco.

—Tenga por seguro que tendrá todo mi apoyo en esto, señor Edward —afirmó, y Edward asintió con una sonrisa en el rostro.

—Gracias, amigo; y gracias por todo lo que has hecho por mí este día.

—Para eso estoy —respondió con gran sonrisa y colocó su mano sobre el hombro de Edward.

Permanecieron allí por un momento hasta que Edward se sintió mejor. Entonces llevó a su amigo a su casa, pues era ya muy adentrada la tarde y no quería que sus padres se molestaran con él, a pesar de que durante sus conversaciones en el almuerzo dejó en claro que había solicitado permiso para quedarse en casa de su amigo desde el día anterior.

Tras regresar a casa, Edward se dirigió hacia su habitación, y fue grande su sorpresa al encontrar allí dentro a sus padres. Se habían sentado en su cama, pero se pusieron de pie en cuanto el muchacho atravesó por la puerta.

—Padre, madre; ¿qué es lo que hacen aquí? —preguntó con sorpresa.

—Tan sólo queremos conversar contigo —respondió el señor Everwood—. ¿Nos podrías permitir un momento para hacerlo?

—Por supuesto; siempre tengo tiempo para hablar con ustedes ¿De qué es de lo que desean hablar?

—Queremos que seas sincero con nosotros y nos digas si existe algo que te provoque aflicción —respondió la señora Everwood.

—No entiendo de qué hablan, o por qué razón lo preguntan —respondió Edward.

—Esta mañana, tu madre y yo notamos en tu expresión gran pesadumbre —expresó el señor Everwood—. No te mentiré cuando te digo que nos tenías intranquilos y quisimos darte nuestra ayuda; pero decidimos abordar el tema en privado para que pudieras hablar con más confianza.

Edward sonrió un poco y meneó de forma sutil la cabeza de lado a lado mientras mantenía su mirada baja.

—No tienen por qué sentirse intranquilos. En verdad les digo que estoy bien.

—No es así —contestó tajante la señora Everwood—. Hijo, yo te crie, y conozco cada fibra de tu ser. Sé muy bien cuando dices la verdad, y en este momento no lo haces. Por favor, confía en nosotros y danos a conocer lo que sucede en tu corazón.

Edward no tenía escapatoria, ya que su madre lo había descubierto. Suspiró con fuerza y ojos cerrados y entonces habló.

De la misma forma como lo hizo con Tobias, Edward narró lo que había sucedido la noche anterior durante la cena en casa de los Sadler. Y de la misma manera en la que reaccionó Tobias, así lo hicieron sus padres. No es complicado imaginar sus gestos llenos de aflicción y compasión conforme Edward relataba los hechos y hacía un esfuerzo descomunal para evitar romperse a llorar.

Ante los ojos de su hijo al borde de las lágrimas, la señora Everwood se apresuró a apretar el cuerpo de Edward a su regazo en un sentido abrazo, y el señor Everwood se unió a esta muestra de afecto y conmiseración para con su hijo.

—¡Fui un iluso! —sollozó—. Sabía muy bien que esa suerte de sentimientos era tan sólo una mera ilusión; y aun así permití que crecieran en mi pecho y creí que tendría un final feliz con ella. ¡Soy el culpable de mis propios sufrimientos! —gimió—. ¿Cómo pude equivocarme de esa forma?

—A todos nos sucede, Edward —respondió su padre—. Nos equivocamos, y pagamos con dolor las consecuencias de nuestros actos. Pero ya no debes culparte por eso. Lo mejor que puedes hacer es perdonarte y continuar adelante.

—¿Cómo voy a verla de ahora en adelante? ¿De qué manera podré hacer frente al hecho de que estaré a su lado, pero ella ya no será más para mí? Estará tan cerca, y será tan lejana. Oh, padre, oh, madre quería, ¡no sé qué es lo que haré!

—Tendrás que ser fuerte y saber aceptar tu derrota —respondió la señora Everwood—. Tampoco debes olvidar que fue lo que te movió a acercarte a ella en primer lugar, en este caso, ayudarla a volver a ser feliz. Deberás mantenerlo en mente a partir de este día. Será doloroso, pero cuando en verdad amas a alguien, aun cuando sabes que no es para ti, buscarás la forma de hacerla feliz.

—Claro, aunque no por ello deberás desvalorizarte como persona —agregó el señor Everwood—. Mantén un sano equilibrio, hijo, y trata de buscar la felicidad de ambos.

—Lo entiendo perfecto. Gracias por sus consejos, madre, padre. Los guardaré muy bien, y tengan por seguro que los aplicaré —expresó Edward.

—Eres nuestro hijo, es nuestro deber de padre, y nuestro sincero deseo, darte nuestro apoyo.

—Por eso los amo —expresó Edward de nueva cuenta, y volvió a abrazarlos.

—Señor Everwood, señora Everwood, joven Everwood, la cena ya está servida —irrumpió Robert de nueva cuenta en esa emotiva escena.

—Siempre tan oportuno, Robert —comentó Edward con un toque de humor en sus palabras.

—Vayamos, pues —ordenó el señor Everwood, y así pasaron a hacerlo.

Los Everwood disfrutaron de su deliciosa cena entre amenas conversaciones como tenían por costumbre, y al terminar procedieron a ir cada uno a sus respectivas actividades nocturnas previas a la hora de dormir.

De vuelta en su cuarto, Edward procedió a ordenar las cosas para el día siguiente. Levantó del suelo la jeringa usada la noche anterior, la cual tuvo que desechar pues se rompió después de usarla, y decidió preparar otra para guardarla en su estuche. Tomó su reloj, también dañado y con el cristal resquebrajado, y lo colocó de vuelta en su estante. Después de esto, pasó a darse un baño de tina.

Sumergido en el agua, mientras las burbujas le hacían cosquillas en su piel, y rodeado de un apacible silencio, Edward aprovechó para meditar en lo que sus padres le habían dicho. Pero no sólo las sabias palabras que ellos aconsejaron tocaron las más profundas fibras dentro de su ser, sino que también aquella interrogante que su amigo le planteó lo tenía por completo mortificado, a tal grado que comenzó a sembrar grandes dudas en él con respecto a si los motivos por los que llevaba a cabo su proyecto eran los correctos.

Esa idea había anidado en su cabeza como una bandada de cuervos, y estaba resuelta a no abandonarlo sin importar cuantos esfuerzos llevara a cabo para ahuyentarla. En verdad le concernía el hecho de que su idea resultase contraproducente, y que uno de los principales objetivos por los que deseaba llevarla a cabo no le fuera posible conseguirlo.

Cansado de darle tantas vueltas a sus pensamientos, una vez que terminó de darse su baño, decidió acostarse en su lecho para descansar. Mientras contemplaba el techo de su recámara, dijo con resolución:

—Ella lo hará. Estoy seguro de que lo hará. Sus afectos serán los mismos, y no habrá objeción alguna que ella pueda dar.

Y entonces procedió a dormir.

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