CAPÍTULO XXVII
Descendió Tobias de la máquina de juegos y se reunió con sus amigos.
—¡Eso fue asombroso! —exclamó Edward.
—En verdad se lució, joven Tyler —agregó Rachel a manera de felicitación.
—Gracias, amigos míos; los aprecio sobremanera —respondió Tobias.
—Y, ¿qué harás con ese collar? —preguntó Edward.
—Será un obsequio para Emma. Estoy seguro que lo amará.
—¿Quién es Emma? —preguntó Esther llena de curiosidad.
—Es una joven de mi pueblo natal, a quien hacía años que no tenía la oportunidad de ver. Me encontré con ella durante el periodo de descanso pasado, y ahora ella y yo somos algo más que simples amigos.
—Eso me parece impresionante. Lo felicito por ello, joven Tyler —dijo Rachel.
—Gracias, señorita Raudebaugh —expresó Tobias—. Me siento un poco agotado, y agobiado por el encierro en este recinto. ¿Podríamos ir de paseo a alguna parte al aire libre?
—De acuerdo —respondió Edward—. Rachel, señorita Sadler, ¿desean acompañarnos?
—Por supuesto que nos encantaría —respondió Rachel.
—Tan sólo permítame pedir permiso a mis padres —dijo Esther.
—De acuerdo.
—Mire, joven Everwood, allí vienen —anunció Esther.
En breve aparecieron el señor y la señora Sadler donde ellos se encontraban. El señor Sadler era un hombre alto de estatura y apuesto en apariencia para sus casi cincuenta años de edad, y llevaba puesta una chaqueta de color gris, pantalones de color negro, chaleco de color gris claro con estampados y una corbata a rayas de color negro con blanco. La señora Sadler, por su parte, usaba un elegante y decoroso vestido de color verde azulado con encajes en color negro.
—Madre, padre, que oportuno verlos —expresó la señorita Sadler—. Queremos hacerles una petición.
—¿Qué es lo que deseas, querida? —preguntó la señora Sadler.
—Mis amigos desean ir a pasear al parque «Starerne» y nos ofrecieron acompañarlos, por lo que quisiera que nos otorgaran su permiso.
—¿Tus amigos? ¿Te refieres al mozo Everwood y su compañero?
—Por supuesto.
—Estaría encantada de permitírtelo; sin embargo, todo dependerá de lo que diga tu padre. ¿Qué opinas, querido? —inquirió de su esposo.
—No estoy seguro al respecto, querida. ¿Son ellos caballeros dignos de confianza?
—Oh, querido, jamás debes dudar de su fidelidad. El mozo Everwood se encargó de cuidar a la señorita Raudebaugh cuando cayó enferma. Además, tan sólo observa un poco a su compañero. Es un muchacho alto, fuerte, y muy apuesto; nuestra pequeña estaría por completo protegida con tal portento de joven que, sin dudarlo, sería un buen partido para ella. Es evidente que nuestra hija y nuestra sobrina están en buenas manos.
—De acuerdo —suspiró el señor Sadler—, les otorgamos el permiso; pero deberán regresar a las seis de la tarde.
—Nos parece correcto —accedió Edward.
—Si lo desean, pueden darnos las cosas que han comprado, para que no estén incómodas en su paseo —invitó la señora Sadler.
—¿No será mucho problema?
—No te preocupes por ello, querida —agregó el señor Sadler.
Esther y Rachel asintieron y les entregaron los artículos que habían adquirido.
—Nos veremos a las seis de la tarde —reiteró el señor Sadler.
—No tenga ninguna duda de que así sucederá —aseguró Edward.
Así, los cuatro amigos dejaron el abarrotado establecimiento y se dirigieron al autwagen de Edward. Allí los esperaba Hans, sentado en el lugar del conductor, mientras continuaba con la lectura de su libro.
Al ver la llegada de su amo Edward, de inmediato dejó la lectura de su libro y descendió del vehículo para abrir sus portezuelas. Asimismo, ayudó a Edward y a Tobias a colocar sus cargas, las compras que habían efectuado, en un compartimento trasero.
Edward tomó el asiento del acompañante en el vehículo, mientras que Rachel, Esther y Tobias se acomodaron de la manera que pudieron en el asiento trasero.
—¿Hacia dónde nos dirigimos ahora, joven Everwood? —preguntó Hans.
—Al parque «Starerne» —indicó Edward.
—Enseguida, señor —dijo; acto seguido, encendió el vehículo y condujo al mencionado destino.
Ubicado muy hacia el sur de la ciudad, a numerosas calles de la galería «Klingenberger», y todavía más cerca del palacio de gobierno de Couland, los 4 kilómetros cuadrados que conformaban el área del gran parque «Starerne» estaban rodeados por una cerca de metal pintada en color negro reforzada con pilares cada cierta distancia, y junto a la cual crecían arbustos y árboles de no demasiada altura. El parque tenía numerosas entradas por toda el área del mismo, pero la entrada principal se encontraba en la esquina de la calle «Lewellyn». El área total del parque la conformaban numerosas zonas de áreas verdes, algunas de ellas dedicadas para recreación y la práctica de deportes. Una determinada sección del parque albergaba una pista de hielo para patinar, otra de ellas contaba con una pista de carreras para autwagen en miniatura, una tercera incluía un famoso zoológico y juegos mecánicos. El parque era atravesado de norte a sur, de la misma manera que sucedía en el resto de la ciudad, por las aguas del río «Flodelver», las cuales desembocaban en el célebre lago Starerne, el cual le otorgaba el nombre al parque. En efecto, la parte más meridional del mismo colindaba con la parte norte del lago; y tenía un acceso al público para que visitaran sus aguas y llevaran a cabo diversas actividades en ellas, desde navegar en bote hasta nadar y pescar.
Aparcó Hans el vehículo en la entrada principal para permitir a los cuatro amigos que descendieran del autwagen; acto seguido, aparcó el vehículo en un sitio cercano a la entrada mientras Edward y sus amigos ingresaban al ya mencionado recinto recreacional.
La entrada por a que pasaron poseía un gran tamaño. Se componía de tres puertas, una grande que se abría de par en par y dos pequeñas a su lado, con un par de pilares a ambos extremos sobre los que se veían dos leones rampantes. Sobre la puerta principal se encontraba un escudo heráldico perteneciente a la ciudad de Kaptstadt, y bajo este una inscripción que mencionaba el nombre del parque y la fecha de su fundación. En la entrada había numerosos vendedores que ofrecían productos de todo tipo, desde dulces y golosinas, pequeños juguetes para los niños, hasta periódicos y otras fuentes de información impresa. Allí también se encontraban reunidos un gran número de personas que se dirigían a su acostumbrado paseo dominical. Padres que llevaban a sus pequeños, conforme a la edad que tenían, ya fuera que caminaran o los transportaran en carros, hombres y mujeres que paseaban a sus mascotas, jóvenes parejas enamoradas que caminaban tomadas de la mano y compartían mutuas miradas llenas de ese hermoso sentimiento conocido como amor.
Caminaron a través de la primera área verde por un amplio sendero de adoquines blancos con piedras a los costados. El fresco y suave viento del quinto mes soplaba entre las ramas de los árboles que allí se encontraban y las hacían entonar, en compañía del canto de las aves, una serena melodía que podría dulcificar y relajar hasta el más agrio y agitado corazón.
A su alrededor podía verse a personas que realizaban gran cantidad de actividades. Algunos se encontraban sentados sobre el césped y tomaban un refrigerio mientras descansaban bajo la sombra de los árboles; los pequeños jugaban con pelotas y cometas, representaban escenas con su imaginación, perseguían mariposas y aves o jugaban con sus propias mascotas. También podían verse a jóvenes que practicaban deportes y juegos en equipo. En el gran número de bancas que se encontraban en derredor, algunos paseantes leían libros, otros escribían, alimentaban palomas o tan sólo descansaban y posaban la mirada en algún punto mientras sus mentes divagaban o meditaban en asuntos de interés primordial. Ese sitio también era especial para la reunión de un gran número de artistas, entre ellos dibujantes y pintores, actores callejeros que ensayaban y representaban obras, e incluso músicos que deleitaban a los paseantes con sus instrumentos e interpretaciones melódicas. No faltaban las parejas que aprovechaban la sombra del follaje y la suavidad de la hierba verde y fresca para recostarse o sentarse juntos para conversar o compartir muestras de cariño.
Entre la gran diversidad de personas que uno podría haber encontrado aquel día, en un sitio tan amplio y concurrido por la más variopinta clase de personas como lo era el parque «Starerne», los cuatro amigos se toparon en su camino con dos personas que resultaban ser grandes allegados suyos.
—¡Profesor Kay! ¡Andy! —se apresuró Tobias a saludarlos.
—Joven Tyler, que agradable sorpresa encontrarlo en este recinto. Y a ustedes también, joven Everwood, señorita Raudebaugh y señorita Sadler.
—Lo mismo opino, profesor Kallagher —agregó Edward.
—Y, ¿qué los trae por estos sitios? ¿Están de paseo? ¿Vienen con frecuencia? —preguntó Tobias con habla veloz.
—En efecto, joven Tyler. Andy y yo tenemos la sana costumbre de tomar un poco de aire fresco juntos, al menos, una vez por semana; esto con la intención de evitar que lo agobie el tedio por permanecer tanto tiempo encerrado en casa.
—Claro, porque si decidiera hacerlo por mi propia cuenta, me tomaría años salir de su casa —refunfuñó Andy—; aunque, en mi humilde opinión, hace falta algo para que esta tarde sea perfecta —dijo con una sonrisa en el rostro.
—Ya te lo he dicho mil veces, Andy, que en esta clase de sitios públicos no está permitido beber.
—Son unos aguafiestas —protestó de nueva cuenta, comentario que provocó que el profesor tornara los ojos hacia arriba y suspirara.
—Y ustedes, jóvenes, ¿disfrutan de un agradable momento de esparcimiento? —preguntó el profesor Kallagher.
—Por supuesto, profesor —respondió Edward.
—No tiene idea de lo maravilloso que lo hemos pasado este día —dijo Tobias—. Primero, visitamos la galería «Klingenberger», compramos algunas cosas, nos divertimos al jugar un juego bastante curioso e interesante, ¡y me gané un collar de perlas! —exclamó y luego mostró la joya con orgullo.
—Que estupendo; un collar de perlas. El joven Everwood podría bordarle un vestido que combine con eso —expresó Andy con evidente aire de sarcasmo. Rachel y Esther sólo le escucharon y observaron con gesto lleno de incertidumbre por sus palabras, pues no comprendían de qué hablaba.
—¡Andy! —reclamó el profesor Kallagher, quien compartía con Edward y Tobias el disgusto que las palabras de Andy provocaron en ellos.
—¡Ya entendí, mamá! —rezongó el hombre.
—Lo lamento —se disculpó el profesor, y Edward asintió a manera de que había perdonado la ofensa de Andy—. Vaya, en verdad que ha sido un excelente día para ustedes. En cuanto a nosotros, Andy y yo estaremos aquí un tiempo más, y después nos iremos de regreso a casa.
—De acuerdo. Nosotros visitaremos algunas de las secciones en el parque. Puede que, incluso, vayamos a pasear al lago y ver el ocaso esta tarde —recalcó Edward.
—Entonces, deseo que les vaya bonito en esta tarde —expresó el profesor.
—Gracias. Lo mismo para usted, profesor. Y usted también, señor Anderson —deseó el muchacho con las mejores intenciones.
—Sí, como digas —dijo Andy con indiferencia y cierto desdén.
Edward y sus amigos se despidieron del profesor y de Andy, y luego siguieron su camino con rumbo a la primera de las zonas de entretenimiento del parque: las atracciones mecánicas. Sin embargo, debido a una afluencia mayor de personas durante ese día, y a que no contaban con mucho tiempo disponible, además de una pequeña inconveniencia sufrida por el joven Everwood la cual no tenía estrecha relación con su enfermedad, no fueron muchas las atracciones a las que tuvieron la oportunidad de montarse. A pesar de ello, pasaron un ameno momento en ese lugar.
El segundo sitio en su itinerario fue la pista de autwagens en miniatura. Los cuatro se divirtieron un buen rato mientras conducían esas pequeñas y veloces máquinas. Esther Sadler era quien ganaba con mayor frecuencia las carreras, pues poseía insospechadas habilidades al volante; además, aventajaba a sus competidores por su menor peso; lo que hacía avanzar al vehículo con mayor velocidad. Era seguida muy de cerca por su prima Rachel y Edward quien, contrario a lo que aparentaba, poseía talento para conducir vehículos de esa categoría. Tobias, por el contrario, nunca ganó una carrera o, por lo menos, terminarla. Con frecuencia se estancaba en una curva o detrás de uno de los obstáculos y no lograba hacer avanzar su vehículo.
Para finalizar la tarde, cruzaron uno de los puentes que cruzaban el río Flodelver y unían el ala este del parque con el ala oeste a bordo de un carruaje tirado por caballos.
Concluido el paseo, una vez que llegaron a su destino caminaron por un sendero de piedras lisas. Había filas de árboles a cada lado de dicho sendero, los cuales extendían y entrelazaban sus ramas por encima de este y formaban una especie de techo o cubierta natural para los caminantes. Sin lugar a dudas era un paraje precioso el que ese lugar poseía.
Después de cruzar el túnel de ramas de árbol llegaron a un claro, el cual se trataba de la parte norte del lago Starerne. En su orilla se encontraban personas de todo tipo conforme llevaban a cabo actividades de las más diversas. Algunos aprovechaban un pequeño muelle que allí había para pescar, otros paseaban en botes de remos que se rentaban en una pequeña cabaña cerca del lago, y otros más descansaban sus pies en el agua o bajo la sombra de los árboles que rodeaban el vasto perímetro del lago.
Tobias, extasiado por la belleza de tan grande cuerpo de agua, se acercó a este y comenzó a arrojar piedras. Trataba de hacer que rebotaran el mayor número de veces sobre su superficie. Edward se acomodó debajo de uno de los árboles que se encontraban cerca del lago, pues se sentía un poco cansado y deseaba reposar, mientras contemplaba a su amigo que jugueteaba con el agua, feliz como un cachorro.
Rachel se sentó junto al joven Everwood y fijó su mirada en el horizonte. Eran cerca de las cinco de la tarde y estaba por oscurecer, así que no deseaba perderse ningún momento del ocaso. A ellos se les unieron también Esther y Tobias, quien deseaba reposar un poco antes de tener que dejar el parque y regresar a sus hogares. Allí estaban los cuatro, sentados bajo aquel árbol y en absoluto silencio, mientras observaban como segundo a segundo el sol comenzó a desaparecer en la lejanía y tiñó el cielo con un espectáculo de luces y colores. Las primeras estrellas y la luna se hicieron visibles en el firmamento y le dieron la bienvenida a la noche y el final de otro día.
—Es tan majestuoso; una de las cosas más hermosas que he tenido la oportunidad de contemplar en mi vida —comentó Rachel.
Edward volvió un poco su mirada hacia ella y dedicó una media sonrisa a su comentario.
—Opino lo mismo, Rachel —expresó Edward con intenciones un poco ocultas y doble significado en sus palabras; una clara dedicatoria a la belleza de su compañera de esa tarde.
Así permanecieron los cuatro amigos, con los ojos puestos en el espectáculo de luz y color del atardecer conforme meditaban en asuntos de profundidad para cada uno de ellos y se reencontraban con ellos mismos, durante un lapso de algunos minutos. Transcurrido este, los cuatro amigos se pusieron de pie, se sacudieron las prendas de vestir del polvo y las hojas del suelo y procedieron a retirarse, así como lo hizo la gran cantidad de personas que procedieron a retirarse.
Las lámparas del parque se habían comenzado a encender, pues ya se había oscurecido tras haber pasado media hora después de las cinco de la tarde. Como la entrada principal se encontraba bastante lejos de donde ellos estaban, decidieron tomar una salida lateral por el ala este del parque. Ese era su objetivo, cuando se toparon con un obstáculo que frenó su marcha.
Beneficiado por la soledad del lugar, y amparado por la oscuridad de la noche, un individuo de gruesas y musculares proporciones y espesa barba, vestido en chaqueta marrón, chaleco oscuro con rayas blancas muy delgadas, camisa de color gris y pantalones negros y un sombrero de bombín de color negro, apareció frente al grupo de adolescentes.
—Excelente noche tengan ustedes, muchachos en la flor de sus vidas —los saludó el hombre.
—Buenas noches tenga usted, señor —respondió Edward al saludo.
—Veo que han tenido un grato día de entretenimiento.
—Así es, señor —respondió Tobias lleno de entusiasmo—. Hemos visitado numerosos lugares y...
Tobias no pudo continuar más, pues Edward lo interrumpió al tocar su costado con el codo y negar con la cabeza. Su expresión llena de inquietud alarmó un poco a Tobias.
—Pues mi día ha sido bueno —habló de nueva cuenta el desconocido—. Tuve un almuerzo exquisito, tomé un buen trago de vino, y quedé de reunirme esta noche con unos amigos para gozar y pasarlo bien. ¡Miren! Acaban de llegar —anunció.
En ese preciso momento, dos hombres aparecieron a un costado de él. El primero de ellos era un hombre alto de complexión delgada, cara larga y fealdad tremenda; de aspecto desaliñado, con el cabello largo y los dientes sucios. Vestía ropas oscuras y avejentadas, además de un sombrero de copa viejo y algo torcido. El segundo de ellos era bajo de estatura y un poco regordete de cuerpo; estaba ataviado en prendas de mejor estado que su compañero y de chaqueta color azul oscuro que no le cerraba, y cubría su calva cabeza con una gorra.
—Lamentamos arruinar su tarde, muchachos, pero queremos algo de ustedes —dijo el más alto de ellos, con voz algo grave y un poco baja que lo hacía parecer un poco menos dotado de facultades mentales.
—Tan sólo sus posesiones materiales —indicó con voz aguda el más bajo.
Anunciadas sus intenciones, los tres hombres sacaron cuchillos de sus bolsillos. Edward y compañía comenzaron a retroceder un poco, mientras que el trío de malvivientes avanzaba con confianza hacia ellos.
—Mira, Jeff —advirtió el más alto de ellos—; mire nada más que preciosura de jovencita los acompaña.
—No voy a negarlo, Chuck, es preciosa —dijo Jeff, el líder del trío.
—Sí —comentó el pequeño hombrecito—; sería una excelente compañera para nuestro jefe.
—Tal como le gustan, jovencitas y con cabello de fuego —dijo ahora con cierto aire de lascivia el líder del grupo.
Este último comentario hizo que a Rachel se le erizaran los cabellos y se pusiera amarilla del miedo. Y no era la única. Edward y Esther se llenaron de preocupación por el bienestar de esa persona tan amada por ellos.
—Pueden quedarse con nuestras cosas, pero, por favor, se los ruego, no le hagan daño a la señorita —negoció Edward con voz temblorosa y llena de temor y nerviosismo, al mismo tiempo que metía su mano derecha en el bolsillo de su chaqueta.
—Lo lamento, muchachito, pero eso no es negociable —rechazó rotundo el delincuente.
—Edward, por favor, no permitas que esos hombres me hagan daño —imploró con voz baja y llena de miedo la señorita Raudebaugh.
—Eso jamás sucederá —afirmó Edward, y entonces sacó su mano de su chaqueta—. ¡Atrás! —clamó fuerte y con tanto valor que nadie imaginaba de donde pudo haberlo obtenido.
En su mano sujetaba una esfera de metal que relucía con lo poco de luz que recibía de los faroles que había en el parque
—¡No se atrevan a dar un paso más, o les aseguro que se arrepentirán!
Los tres asaltantes voltearon a verse entre ellos mismos, y después comenzaron a reír con fuerza. Nada en serio se tomaron las palabras de aquel alfeñique que los amenazaba con lo que, para ellos, era un simple juguete, y siguieron su paso firme hacia el aterrado grupo de amigos.
—¡Se los advertí! —gritó Edward, y entonces hizo su mayor esfuerzo en arrojar el esférico hacia el grupo de malvivientes.
Por desgracia, poco útil fue el esfuerzo que el muchacho realizó, pues el objeto cayó a tan sólo unos cuantos metros de ellos.
—¿Eso es todo lo que va a hacer? —preguntó Tobias.
—De seguro ocurrieron problemas técnicos —respondió Edward nervioso.
El trío de delincuentes avanzó ahora con velocidad hacia ellos. En su camino, Jeff, a manera de mofa, pisoteó el artefacto que Edward había arrojado. De haber sabido lo que a continuación les sucedería a él y a su grupo de perpetradores, de seguro no habría obrado de esa manera.
Luego de que Jeff quitara su pie del artefacto, este comenzó a sonar como si se tratase de la maquinaria de un reloj, y entonces se abrió por la mitad como quien parte un huevo. De pronto, una gran nube de humo de un color purpura oscuro salió de dicho aparato. La nube cubrió a los secuaces de Jeff, quienes caminaban detrás de él, y de inmediato los dos salteadores cayeron al suelo.
Jeff se volvió, y fue alcanzado por un poco de esa nube púrpura; pero esta sólo lo hizo toser.
—¡Tobias! ¡Rachel! ¡Señorita Sadler! ¡Contengan la respiración! —ordenó Edward.
—¿Pero qué en toda la tierra habitada fue eso? —preguntó Jeff desconcertado, y luego tosió varias veces—. ¡Chuck! ¡Bob! ¿Me escuchan? —volvió a preguntar, pero ninguno de sus compañeros dio una respuesta.
—¿Qué fue eso? —preguntó ahora Esther.
—Me siento un poco débil —dijo Rachel.
—Toma —le indicó Edward a Rachel, y entonces le proporcionó un pañuelo—, cúbrete la boca y la nariz.
—¿Qué es lo que hace ese humo? —preguntó Tobias, quien se cubría el rostro con la chaqueta.
—Es un gas somnífero, cortesía de Geoffrey Byron —respondió Edward, quien se cubría el rostro con otro pañuelo—. He trabajado en ese dispositivo por semanas, desde que Andy nos hizo la recomendación de tener elementos de defensa —habló en voz baja—. Es la primera vez que hago pruebas con él, y tal parece que es por completo efectivo.
Edward volvió la mirada hacia el malhechor, quien continuaba de pie, aunque su cuerpo oscilaba de un lado a otro. Entonces Jeff se volvió hacia donde se encontraban los jóvenes y avanzó con paso lento y tambaleante, cuchillo en mano y gruñendo.
—Creo que no funciona en todos. Tobias, hazme un favor. Llévate a las chicas a un lugar seguro. Busca un guardia de seguridad del parque y tráelo hasta este sitio.
—Por supuesto, señor Edward, pero, ¿qué es lo que hará usted?
—Voy a distraer a ese sujeto mientras llega la ayuda.
—Señor Edward, creo que ha aspirado demasiado de ese gas y ahora dice incoherencias. No creo que sea conveniente que haga eso. Venga con nosotros.
—Sólo voy a retrasarlos. No te preocupes por mí, sálvalas a ellas.
—Insisto, señor Edward, venga con nosotros; si es necesario voy a cargarlo en mis hombros.
—No pierdas más el tiempo con discusiones, y llévate a Rachel y a la señorita Sadler de una vez —ordenó un poco exacerbado.
—Tengo una mejor idea —sugirió Tobias, y de inmediato comenzó a correr hacia el malhechor—. ¡Attangreff! [12]—gritó, y en un instante interceptó al delincuente y lo derribó al suelo con furor. Fue de tal magnitud el impacto que el hombre arrojó el cuchillo, el cual dio un par de giros en el aire y luego cayó al césped donde quedó clavado con la punta al suelo.
Desplomado, el atracador lanzó un breve quejido de dolor ahogado; aflojó el cuerpo y cayó de inmediato inconsciente.
Tobias se levantó del suelo, sacudió su ropa de tierra y suciedad y se volvió a ver a sus amigos quienes lo contemplaban atónitos.
—Tenías razón, esa era una mejor idea —comentó Edward—. Ahora, vayámonos de aquí antes de que estos hombres despierten.
—Por supuesto, señor Edward; pero antes, busquemos a un guardia de seguridad o a un policía para que se lleven presos a estos malvivientes.
—Si encontramos uno en el trayecto, le daremos parte de lo sucedido.
Edward ofreció su mano para llevar a Rachel. Ella aceptó, y con su mano izquierda tomó la mano de Edward mientras que con su derecha sujetaba el pañuelo contra su rostro. Caminaba despacio y con paso vacilante. Aún se encontraba un poco débil, con toda posibilidad a causa de la impresión, o quizá del humo adormecedor que Edward había arrojado, el cual, para ese momento, ya se había disipado por completo.
Tobias hizo lo mismo con Esther quien, en esta ocasión, y debido a las circunstancias en las que se encontraban, aceptó el ofrecimiento de su amigo.
Marcharon en busca de un carruaje, como aquel en el que se habían montado horas atrás, para que los condujera hasta la entrada principal donde se encontraba aparcado el vehículo de Edward, y en su búsqueda se encontraron con un guardia del parque a quien le refirieron lo sucedido.
Alarmado por tan oscuros eventos acontecidos a poca distancia de donde él se encontraba, el hombre llamó a otros guardias más y se dirigieron donde ellos habían señalado. Allí encontraron a los tres delincuentes, tumbados en el piso y a punto de despertar.
Debido a las prevaricaciones que les fueron adjudicadas por los jóvenes, el trío de facinerosos fue arrestado y conducido ante las autoridades competentes a la mayor brevedad posible.
—Han hecho un buen servicio a la comunidad en ayudar a atrapar estos oscuros delincuentes, apreciables jóvenes —los felicitó el guardia de seguridad—. Ahora, permítanme escoltarlos hasta el conductor de los carruajes.
—Gracias, señor —agradeció Edward.
Marchó el grupo de amigos hasta un sitio no muy retirado de donde se encontraban, y allí estaba el conductor del carruaje quien los condujo hasta la entrada del parque.
Al salir de dicho recinto encontraron a Hans su conductor, quien se mostraba un tanto impaciente pues ya eran casi las seis de la tarde y Edward y su compañía no aparecían. Al verlos, su corazón se regocijó en gran medida y dejó ir la presión que le invadía.
Subieron aprisa al autwagen, y no menos deprisa condujo Hans hasta el domicilio de la familia Sadler, justo en el tiempo adecuado para evitar reclamos de parte de sus padres.
Ayudó Edward a Rachel a descender del autwagen y la llevó del brazo hasta la entrada de su domicilio. A su lado venía Esther, quien contemplaba a su prima y al joven por quien solía sentir apego.
—Gracias por tan magnífico día —dijo la joven Raudebaugh.
—Gracias a ti, por acompañarnos —respondió Edward.
Tomó la mano de Rachel con sus dos manos, la llevó hasta su rostro y le dio un pequeño beso en el dorso.
—Te veré mañana.
—Lo esperaré con ansias —respondió ella.
Dicho esto, tomó la mano derecha de Esther y también le dio un pequeño beso en el dorso de su mano.
—Hasta mañana —se despidió Edward.
En ese momento abrieron la puerta el señor y la señora Sadler, a tiempo para despedirse de Edward.
Así, partieron los dos jóvenes con rumbo a sus hogares para descansar de tan venturoso, a la par de aventurado, día que vivieron, el cual, sin lugar a dudas, permanecería en sus mentes por el resto de sus vidas.
NOTAS:
[12]El significado literal de la palabra ¡Attangreff! es «¡Ataque!».
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