CAPÍTULO XXII
Viernes, el décimo segundo día del quinto mes en el año 1871. Para muchos fue un día que pecó de ordinario; para muchos, excepto para dos jóvenes hermanos, no de sangre, sino de amistad.
Ese día Edward Everwood y Tobias Tyler estaban por salir de clases. Se habían enfrentado a una extenuante sesión de matemáticas, cálculo y álgebra impartida por el profesor Fawkner, y lo único que deseaban era descansar un poco. En efecto, la actitud del profesor Fawkner para con ellos había sido tan demandante que llegó a empeorar una jaqueca que poco a poco comenzó a formarse durante la clase, misma que resistió hasta el final para no dar algo en su contra de lo que el profesor pudiera hablar.
Después de que Edward pasó a la enfermería para beber un vaso con agua y tomar de su medicamento, se dirigieron los amigos a sus respectivas actividades extraescolares cuando de pronto fueron encontrados por el profesor Kallagher en uno de los corredores.
—Me alegra tanto encontrarlos, jóvenes. Los he buscado por todas partes.
—¿Qué es lo que sucede, profesor?
—Andy los espera en el salón de informática, y tiene algo importante para ustedes.
—De acuerdo. Vayamos —ordenó Edward; y acto seguido los tres se dirigieron hacia el mencionado salón.
Allí dentro se encontraba Andy Anderson, y en sus manos sostenía una carpeta de piel de color marrón.
—Tengo buenas noticias para ustedes, mis muy apreciados aprendices. El jefe Beasley se los ha enviado para someterlos a prueba. He aquí su primer caso —les explicó para entonces entregarles dicha carpeta.
Edward la tomó, la abrió, extrajo de ella el expediente y comenzó a leerlo
—El afectado lleva por nombre Benedict Quigly. Hace unas horas hizo un reporte por el robo de una de sus pertenencias más preciadas: su anillo del feudo.
—¿Anillo del feudo? ¿Qué cosa es eso? —preguntó Tobias.
—Un anillo del feudo es una posesión que se hereda de padres a hijos y que garantiza al poseedor ser acreedor al patrimonio que pertenecía a su anterior dueño —explicó Edward—. Durante los primeros años de colonización de este país, los fundadores de Couland se reunían en juntas especiales para discutir asuntos relacionados a la distribución de las tierras y propiedades. Dichas juntas tenían un carácter clandestino, y para poder ingresar a ellas cada fundador debía mostrar un anillo a quien vigilaba la entrada del recinto donde estas se llevaban a cabo. Los anillos fueron creados por un artífice, quien se encargó de escribir una clave secreta en cada uno de ellos. Dichas claves se les eran otorgadas a un inspector y sólo él, el dueño del anillo y el artífice la conocían.
»El inspector revisaba el anillo cuando el fundador ingresaba, y si la clave del anillo no correspondía con sus registros, se le impedía la entrada a su poseedor. Aunque el sistema de gobierno ha cambiado en los últimos siglos y han dejado de lado el empleo de estas piezas de joyería, hay quienes aún los conservan pues identifican a su propietario como el legítimo dueño de las tierras que le pertenecen como herencia. Mi abuelo aún conserva el suyo; mi padre lo heredará tras su muerte y él lo heredará a Arthur cuando perezca.
—Pues bien —continuó el detective Anderson—, según el reporte el anillo desapareció durante el transcurso del día. El señor Quigly lo tenía guardado en una caja fuerte oculta detrás de un mueble de madera. Se enteró de su desaparición esta misma tarde, mientras guardaba ciertos valores dentro de su caja fuerte. Levantó el reporte cerca de las cuatro de la tarde, pero el jefe Beasley aún no ha enviado a un equipo policiaco para que indague sobre el paradero de dicho artefacto. Decidió, en cambio, enviar el caso a ustedes. Como novatos en el arte de la investigación, lo consideró apropiado para poner a prueba sus habilidades. Y, por mi parte, confío en que darán lo mejor de ustedes y demostrarán que están listos para este trabajo.
—Así será —aseguró Edward.
—Los llevaremos a mi casa en este momento, pues allá se encuentran sus uniformes. Deberán vestirse lo más aprisa posible para poder partir sin demora.
—¡Entendido! —exclamó Tobias a la vez que efectuó un saludo militar.
Dicho esto, partieron los cuatro a casa del profesor, donde procedieron a colocarse sus respectivas vestiduras, aunque en esta ocasión, para variar un poco su indumentaria, Tobias se colocó una gorra de color marrón de las que utilizan los niños que venden el periódico. Una vez colocados sus disfraces, se dirigieron con gran velocidad al domicilio de Quigly.
No fue demasiado largo el viaje, pues los Quigly vivían en una zona suburbana de la ciudad ubicada, para conveniencia de ellos, cerca del domicilio del profesor Kallagher.
—Muchachos, hemos llegado. Les deseo lo mejor en su primer trabajo —se despidió el profesor.
—Gracias, profesor Kallagher —respondió Edward.
—Si necesitan ayuda, no olviden llamar a Andy. El podrá aconsejarlos, y les será de utilidad para salir de sus aprietos.
—De acuerdo.
Dicho esto, el profesor les hizo una seña de despedida y se retiró del lugar. Entonces, Edward y Tobias se dirigieron a la residencia de la familia Quigly.
Llamaron a la puerta, y en breve apareció un hombre robusto y grueso de carnes. Sus ojos pequeños se perdían en la gordura de su rostro, y su cabello mostraba una calva tan prominente como su gruesa nariz. Estaba el hombre ataviado en un traje gris oscuro con camisa y chaleco de color blanco.
—¿Quiénes son ustedes y qué es lo que desean? —preguntó de forma algo hosca el individuo.
—Buen día, señor. Somos «Gato Negro» y «Lobo»; investigadores privados —se presentó Edward con un poco de nerviosismo en sus palabras, al grado que trastabillaba en su habla.
—¿«Gato Negro»? ¿«Lobo»? ¿Qué clase de broma es esta? —preguntó exacerbado el hombre.
—El jefe de la policía Baldric Beasley nos asignó el caso —respondió Edward, otra vez dubitativo y nervioso, y entonces procedió a tomar de su chaqueta un documento firmado por Beasley, el cual era la orden que autorizaba sus actividades de investigación y su participación en ese caso, y se lo mostró al hombre.
—Los de la policía se han vuelto locos —reclamó con disgusto el sujeto—. ¡Adelante, pasen! —les ordenó todavía molesto.
—Gracias —expresó Edward, y acto seguido él y Tobias entraron a la casa de Quigly.
—¡Querida, llegaron los investigadores! ¡No vas a creer el chiste que los de la policía ha decidido jugarnos! —gritó la persona.
En breve, una mujer madura de cabello castaño y rostro de no muy buen aspecto; y con ello nos referimos a la belleza de la mujer, la cual en efecto escaseaba, y no a su salud, pues daba muestras claras de estar libre de la maldición de las enfermedades. En cuanto a su físico, no era este ni portentoso ni esperpéntico, pero se le notaba el peso de los años en la piel, y llevaba puesto encima un largo vestido color rojo, demasiado ostentoso para una persona de su clase y situación económica.
—Oh, menos mal, querido. Espero que ellos logren encontrar el paradero de su anillo —exclamó con voz aguda y aire pomposo.
—Ella es mi esposa Delia, y yo soy Benedict Quigly —se presentó, y también a su esposa.
—Mucho gusto, señores —respondió Edward.
—Y bien, ya que están aquí, ¿por dónde van a comenzar? —preguntó el señor Quigly.
—Me encantaría comenzar a hacerle unas preguntas a usted y su esposa, si no resulta inconveniente —respondió Edward.
—Por supuesto que no. Haré cualquier cosa que me ayude a recuperar mi preciosa posesión hereditaria. Vengan, vayamos a la sala de estar, allí estaremos más cómodos.
El señor Quigly guio a Edward y Tobias hasta la sala de estar; un recinto de mediana comodidad compuesto por tres sofás de distintos tamaños y tapizados algo avejentados, y una pequeña mesa de madera en el centro. Las paredes estaban cubiertas de papel tapiz viejo y amarillento, con algunos cuadros de sus familiares sobre ellas.
Edward y Tobias tomaron asiento en el sofá de tamaño mediano, mientras que los Quigly se sentaron en el sofá grande. Edward procedió a tomar de su chaqueta una libreta pequeña y un lápiz de madera.
—Díganos, señor Quigly, ¿dónde se encontraba usted en el momento del robo? —comenzó Edward con el interrogatorio.
—Trabajaba en la oficina.
—¿Dónde trabaja usted?
—En «Lorry's & Lorry's, Despacho Jurídico y Asesoría Legal»
—¿Es usted abogado?
—No, sólo soy asistente ejecutivo del señor Lorry.
—¿Existe alguna evidencia que pruebe la veracidad de su respuesta?
—Tengo algunos documentos firmados y sellados a nombre del señor Lorry y con fecha actual. Si lo desea puedo traerlos para que compruebe la verdad de mis palabras.
—Me parece conveniente; será de gran ayuda en su coartada. Mientras lo hace, continuaremos con su esposa.
Dicho esto, el señor Quigly partió a su habitación para buscar sus documentos.
—Ahora, señora Quigly, ¿dónde se encontraba usted en el momento del robo? —continuó Edward.
—Me encontraba fuera de casa, supongo.
—¿Supone? ¿Qué acaso no recuerda que hizo este día?
—Por supuesto. Lo que sucede es que no tengo la certeza de la hora en la que sucedió el atraco, pero imagino que fue en un momento en el que no me encontraba presente.
—Bien. Cuéntenos, señora Quigly, ¿qué hizo este día?
—Bueno, me desperté temprano, como a las seis de la mañana. Preparé el desayuno para mí y para mi esposo, luego me despedí de él cuando se marchó al trabajo y entonces me dediqué a limpiar la casa. Llegadas las nueve de la mañana partí al mercado para realizar algunas compras. Regresé cerca de las once y preparé el almuerzo. Mi esposo llegó a las doce. Almorzamos, el regresó al trabajo y yo me dediqué a lavar algunas prendas de vestir. Él regresó cerca de las cuatro de la tarde, cuando yo descansaba en la sala de estar mientras leía un libro y comía un panecillo. Fue entonces cuando nos enteramos del percance.
—Entonces, de acuerdo con su historia, el robo pudo haber ocurrido entre las nueve y las once de la mañana. Dígame, señora Quigly, ¿cerró usted bien las puertas de la casa antes de salir?
—Y las ventanas también —afirmó.
—¿Revisó la chimenea?
—Dos veces.
—¿Alguien más tiene una copia de su llave?
—No, sólo mi esposo y yo.
—Es un poco sospechoso —dijo Edward para sí mismo, y colocó su mano izquierda sobre su boca.
—Aquí tiene, señor investigador —llegó el señor Quigly con los papeles que había mencionado momentos atrás, y se los cedió a Edward quien los revisó.
—Su historia es verídica, señor Quigly —confirmó Edward—. Procederemos ahora realizar una inspección en su casa.
—Adelante.
Edward y Tobias se levantaron de sus asientos y comenzaron a hacer una ronda de inspección por el interior de la casa.
Lo primero en ser revisado fue la puerta principal. Con ayuda de una lupa, Edward echó una mirada profunda a la cerradura. Buscaba un indicio de que la entrada hubiera sido forzada, pero no hubo nada que confirmara su sospecha. Sin embargo, mientras se encontraba allí, cerca de la entrada, Edward alcanzó a distinguir un leve aroma peculiar. Revisó de donde procedía ese olor, y se dio cuenta de que emanaba de un abrigo del señor Quigly. Edward hizo una mueca, expresión llena de confusión, y continuó su investigación.
Salieron de la casa y comenzaron a revisar por fuera. Esperaban encontrar algún indicio de personas que hubieran visitado la residencia ese día, pero no tuvieron demasiado éxito en ello, al menos en el jardín principal y los costados de la casa. Sin embargo, en la parte trasera encontraron algo que les pareció interesante.
La habitación Quigly se encontraba hacia la parte trasera de la casa, en el segundo piso de la residencia, y tenía vista hacia el patio trasero de la propiedad. Fue en ese recinto donde encontraron un indicio que les pareció interesante.
Junto a la pared trasera había un parche de tierra donde se encontraba una pequeña planta con flores, la cual parecía haber sufrido daño proveniente de algo grande que había caído sobre ella. A su alrededor, en la tierra, se veían huellas de zapato de un tamaño considerable, las cuales parecían alejarse de la residencia Quigly y perderse entre los arbustos del patio trasero. Asimismo, la pared trasera estaba trepada por madreselva, una parte de la cual parecía haber sido desprendida de la pared.
—¿Habrá escalado alguien por aquí? —preguntó Tobias.
—Yo diría que más bien descendieron por ella. Volvamos a la casa —sugirió Edward.
Una vez que ingresaron, pidieron al señor Quigly que los dirigiera a su habitación. Este con gusto los guio a una escalera, a la que subieron para llegar a un segundo piso donde se encontraba la habitación principal del matrimonio Quigly.
—¿No han tocado nada de la escena del crimen? —inquirió Edward.
—En efecto. Desde que enviamos el reporte a las autoridades nos hemos mantenido alejados de la habitación.
—De acuerdo. Puede retirarse, si lo desea. Mi compañero y yo continuaremos con nuestro trabajo.
—De acuerdo. Adelante.
Edward asintió, y cuando el señor Quigly se retiró, giró la cabeza de su bastón, el cual procedió luego a desensamblar en sus piezas individuales de las que extrajo herramientas para su labor.
Primero, inspeccionó la ventana que daba hacia el patio trasero. Revisó en ella el más mínimo rastro de huellas, y logró encontrar algunas en el cristal. Además, el seguro de la ventana se encontraba removido, lo que indicaba que alguien había salido de la residencia Quigly por ese medio.
Entonces comenzó a rondar por la alcoba marital Quigly e inspeccionó hasta en los rincones más profundos de la habitación. Prestó atención a cada detalle, cada elemento, desde la más mínima hebra de hilo que allí vio hasta las cosas que se encontraban guardadas dentro del armario.
—Señor «Gato Negro», creo haber encontrado algo de interés —dijo Tobias, y acto seguido mostró una calceta de color negro.
—¿Dónde encontraste eso? —preguntó Edward.
—Bajo la cama.
—Guárdalo —ordenó, y Tobias lo hizo así.
Edward, mientras tanto, inspeccionaba el armario de los Quigly en la esperanza de encontrar algo que le fuera de utilidad en la resolución del caso.
Proveniente de las chaquetas del señor Quigly, Edward alcanzó a percibir un aroma muy tenue, similar al que había olfateado momentos atrás. Revisó la chaqueta y dentro de ella encontró un pañuelo impregnado con esa esencia. Edward lo tomó, lo guardó dentro de su chaqueta de vestir y examinó el armario.
Fue en una de las secciones dentro del armario que Edward encontró algo que, al parecer, captó su atención; entonces tomó el cuaderno de su bolsillo y comenzó a hacer algunas anotaciones e incluso un burdo boceto.
Hecho esto, procedieron a inspeccionar la caja fuerte, la cual se encontraba abierta y cuyo interior era un desorden. Edward revisó la perilla con los números de la combinación, y también la manija. Asimismo, inspeccionó el cerrojo y pudo notar que ni siquiera había sido forzada.
—¿Sabes qué es lo que veo aquí, «Lobo»? —preguntó Edward.
—¿Qué cosa señor Ed... digo, señor «Gato Negro»?
—Nada. No veo indicios de que alguien haya entrado a hurtar en este recinto, al menos no por la fuerza.
—La persona que robó este lugar debió haber sido alguien conocido, o alguien que sabía cómo entrar y salir de esta casa —agregó Tobias.
—Así es; y debía ser alguien que sabía que era lo que buscaba. Observa, «Lobo», el interior de la caja fuerte. ¿Notas algo curioso?
—Todo está en desorden, señor.
—Así es, pero mira algo más. ¿Lo ves?
—Señor Ed... disculpe, señor «Gato Negro», pero no lo veo.
—Todo continúa allí dentro. Si te das cuenta, dentro hay joyas, hay dinero, hay documentos importantes; pero de todos los artículos posibles tan sólo se llevó una pieza. Quien atracó este sitio sólo buscaba el anillo, no otras pertenencias. Debemos hablar de esto con el señor Quigly.
Edward y Tobias abandonaron la habitación. Mientras caminaban por el pasillo que conducía a la escalera, notaron unos cuadros a los que, momentos atrás, no le prestaron la debida atención, y en ellos vieron algo que los hizo compartir una mirada mutua, como si hubiesen tenido la misma revelación.
Una vez que descendieron, fueron recibidos por los señores Quigly.
—Y bien, ¿qué encontraron el gato y el perro?
—Es «Lobo» —corrigió Tobias, y Edward le dio un codazo leve y aclaró un poco su garganta.
—Permítame decirle, señor Quigly, que los hallazgos fueron mínimos, pero lo que alcanzamos a deducir de ellos fue bastante. Quisiera compartir los frutos de nuestra investigación con ustedes; pero antes, debo hacer una llamada al jefe Beasley.
—Lo considero adecuado —accedió el señor Quigly.
Edward utilizó el telephon de la residencia Quigly y pasó a llamar al jefe Beasley. Cuando terminó su llamada, se dirigió a ellos, quienes se encontraban en la sala de estar.
—El jefe Beasley no tardará en venir. Sin embargo, deseo hacerle algunas preguntas mientras él llega.
—Como desee —accedió el señor Quigly.
—Bien. Anota esto, «Lobo» —ordenó después de tomar su libreta y cederla a su amigo, quien asintió y abrió el cuaderno en una página en blanco—. Señor Quigly, ¿tiene usted un hermano?
—Así es. Archivald Quigly.
—¿Es mayor, o menor que usted?
—Es mi hermano mayor, el primer hijo que le nació a mi padre.
—¿Hace cuánto tiempo no tiene contacto con él?
—Muchos años; creo que un par de décadas.
—Cuando su padre lo desheredó, ¿verdad?
—En efecto, señor «Don Gato». Pero ¿cómo sabe que mi hermano fue desheredado? —preguntó con algo de nerviosismo.
—Porque el anillo del feudo sólo puede ser heredado al hijo mayor de la familia, al primogénito, salvo en la excepción de que este haya fallecido o, en su caso, desheredado; y la respuesta que usted me dio no indica que haya perdido la vida, sino que todavía se encuentra con vida.
El señor Quigly soltó un hondo suspiro, y su esposa volteó a verlo extrañada.
—No muchos saben esto de mi familia. Mi hermano mayor era la dicha de mi padre y su principal orgullo. Por desgracia, su actitud nunca correspondió con el honor que mi padre le asignaba. Desde joven, comenzó a tener problemas de dinero. Solía perderlo en apuestas, entregado a los vicios y los placeres. Mi padre intentó corregirlo en varias ocasiones, pero él nunca aceptó su disciplina.
»Un día, sus actos llegaron demasiado lejos cuando robó dinero, alhajas y otros bienes pertenecientes a mi padre para saldar una deuda. En su ira, lo expulsó de nuestra familia, revocó su derecho a heredar sus propiedades y su anillo del feudo y lo obligó a marcharse lejos, donde no pudiera saber de su deshonra.
»Han pasado décadas desde entonces. Mi padre falleció hace poco tiempo, y me dejó a cargo esa valiosa posesión hereditaria. ¿Acaso piensa que fue él quien robó ese anillo?
—Con toda probabilidad intuyo que él es el arquitecto detrás de esta vil maquinación —comenzó a explicar mientras deambulaba por la sala—; sin embargo, él no fue la persona que ingresó a la propiedad y tomó posesión de su herencia. A su edad no podría haber llevado a cabo las acciones de escape que hizo el perpetrador, como saltar de una ventana y colgarse de una liana para descender a tierra y luego huir. No, eso lo llevó a cabo alguien que conocía muy bien esta residencia, alguien que ya ha ingresado aquí como invitado, ergo, trabaja para él.
Edward procedió a tomar asiento en el sofá pequeño mientras observaba a la señora Quigly, a quien en ese momento comenzó a ponerse pálida su tez.
—Dígame, señora Quigly, ¿cuál es el nombre de la persona que le obsequió ese lujoso vestido?
—¿El... el vestido? Mi... mi esposo me lo obsequió —respondió agitada
—No me refiero al que lleva puesto, señora, sino más bien al que guarda con tanto celo bajo llave dentro de su armario —dijo Edward severo, lo que hizo temblar a la señora Quigly y que cambiara de mil colores su tez, al grado que casi sufría de desfallecimiento.
—¿Qué? —preguntó ofendido el señor Quigly.
—¡No... no sé de qué habla, querido! —intentó evadirse.
—«Lobo», descríbame el objeto que encontramos en el armario, en el compartimento secreto bajo las sábanas.
—Caja grande, envuelta en papel de regalo color rojo, con un listón dorado y una tarjeta de «Aurora's», una prestigiosa tienda de ropa femenina de excelente calidad, la cual dice: «Para Delia, de parte del caballero de tu corazón» —dijo una vez que tomó la libreta y leyó lo que en páginas anteriores se encontraba escrito.
—Gracias.
—Querida, creo que tienes muchas cosas que explicar —ordenó con maldad y una evidente ira el señor Quigly.
La señora Quigly no pudo resistir más.
—Su... su nombre es Curtis. ¡Pero es sólo un amigo!
—Nunca había escuchado sobre él, querida —presionó una vez más el señor Quigly.
—Pues debe ser un amigo muy cercano, porque además olvidó esto —agregó Tobias, y mostró una calceta de color oscuro de un tamaño considerable, la cual guardaba dentro de su abrigo envuelto en una pieza de papel—. Con esos pies tan pequeños, dudo que esto le pertenezca a usted, señor Quigly.
Quien ahora casi se desvanecía era el señor Quigly.
—Tienes un amante... ¡Has manchado nuestro lecho conyugal con otro hombre! ¡Pecadora, ramera! —gritó enloquecido.
—Sin embargo, ella no es la única con secretos —agregó Edward, y al señor Quigly casi se le salían los ojos tan sólo de escuchar esto—. Dígame, señor Quigly, ¿quién es ella?
—¿De qué habla ahora? —preguntó, en un intento por defender su inocencia.
Edward tomó de su bolsillo un pañuelo blanco y comenzó a olerlo.
—«Pasión», un perfume barato que utilizan ciertas mujeres dedicadas a la labor más antigua y poco honorable de todas. Ya había tenido la oportunidad de olerlo en otro momento, en una de las pruebas de olfato que nuestro instructor nos asignó. Su esposa no lo tiene entre sus pertenencias; sin embargo, sus prendas de vestir tienen rastros de ese aroma. Además, encontré esto en una de sus chaquetas —mostró el pañuelo a los señores Quigly, en el que se veían bordadas las iniciales «R. F.».
—¡Mujeriego sinvergüenza! —gritó ahora la mujer en frenesí violento.
—Esto... ¡puedo explicarlo! —se excusó el señor Quigly.
—¡Quiero el divorcio! —exigió ella.
Así se dio comienzo a una discusión acalorada entre el señor y la señora Quigly quienes se pusieron de pie y comenzaron a caminar por toda la casa mientras lanzaban gritos e improperios ocasionales.
Edward volvió su mirada hacia Tobias, quien mostraba su expresión llena de horror y pesadumbre; como si los conflictos entre familias resultasen ser algo ajenos a su existencia.
—Creo que los dos tienen mucho de qué hablar —dijo Edward, y Tobias tan sólo lo observó con gesto pesaroso y un poco confundido.
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