CAPÍTULO XLIII
Silencio. Una respuesta válida para muchas situaciones. Un momento de silencio puede reflejar tantas emociones como un millar de palabras.
Esa fue la respuesta que Edward dio ante la noticia de la muerte de su amado abuelo. Sumado a esto su rostro descompuesto y sus ojos azules como un océano a punto de derramarse indicaban la pena que afligía al muchacho al enterarse de tan oscuras nuevas.
—Edward, si deseas hablar... —dijo su padre luego de colocar su mano sobre el hombro de su hijo.
—Estoy bien —interrumpió Edward con su mano sobre la de su padre, y procedió a encontrar sus ojos con los suyos—; era algo que desde hace tiempo se había previsto, pero no por ello deja de ser lamentable. —Bajó su mirada mientras una lágrima se escapaba por su ojo izquierdo, gesto que le hizo acreedor a otro abrazo por parte de su padre, y después de su madre—. Supongo que, debido a mi condición, no podré asistir al bongerfeuer.
—Lo lamento, hijo —respondió severo el señor Everwood.
—Deberás pasar la noche en observación —aclaró Arthur—. Si todo marcha bien, podrás retirarte por la mañana; sin embargo, recomiendo que mantengas reposo absoluto en casa durante los siguientes días.
—De acuerdo —habló Edward con resignación.
—Por ahora, debemos llevar a cabo algunas pruebas para monitorear tu condición de salud. ¿Puedes levantarte o incorporarte por tu cuenta?
—No consigo que mi cuerpo responda bien a mis órdenes —explicó consternado, y lo demostró con movimientos lentos y débiles de sus extremidades ante la afligida mirada de sus familiares.
Arthur percibió esto como una señal de alerta, por lo que procedió a llamar a una enfermera y un colega médico para que le llevasen una silla de ruedas y le ayudasen a cargar a su hermano.
Efectuadas las pruebas que por lo general le eran llevadas a cabo, fue trasladado de vuelta a su habitación donde permaneció en compañía de sus padres.
—Padre, señora Everwood, tenemos los resultados de Edward —anunció Arthur en el momento en que ingresó por la puerta de la habitación. Su cara mostraba resignación con evidente rastro de pesadumbre, mismo que Edward percibió.
Arthur exhaló con fuerza, abrió el sobre amarillo y extrajo de este un documento y una lámina.
—No son alentadores —recalcó, como si existiese una verdadera necesidad de recordarlo—. Las imágenes en la lámina indican un incremento en el área dañada, mucho mayor a la mostrada hace tan sólo una semana durante su análisis mensual de rutina. Su evolución es demasiado acelerada. Si su progreso continúa de esa forma, me temo que el fin de sus días llegará pronto. Conforme avancen los días, sus síntomas empeorarán. Ciertas áreas de su cerebro se muestran con daño severo según podemos ver en estas imágenes —señaló a las láminas—, zonas cruciales en lo que respecta a los aspectos motrices y otras funciones del cuerpo; debido a ello existe la posibilidad que sufra de pérdida de movilidad en las extremidades, pérdida del habla y tal vez de otras habilidades cognitivas en ocasiones. Es el pronóstico para nuestro hermano —concluyó al tiempo que meneaba su cabeza de lado a lado en aflicción—. Lamento no ser portavoz de mejores noticias —añadió compungido.
—Lo entendemos —añadió el señor Everwood, cuyos ojos comenzaban a lagrimear un poco, y abrazó a su esposa, quien se mostraba afectada por la noticia, con la intención de ofrecerle consuelo.
Edward, por su parte, les observaba con rostro afligido, pero en su corazón se encontraba lleno de remordimientos. Comprendía que, con toda probabilidad, su experimento había sido un factor primordial para que su mal empeorase. De nueva cuenta, aunque sin ninguna intención en ello, era el causante de su propio sufrimiento, y esto abrumaba por completo su entero ser.
Horas después, cuando el horario de visita terminó, partió el matrimonio Everwood de regreso a casa, y Edward quedó en manos de Arthur, quien permaneció a su lado esa noche.
Durante el transcurso de esa noche no se presentaron demasiados efectos negativos de su enfermedad, con la salvedad del dolor el cual persistió en intensidad y frecuencia. Debido a ello, el mayor de los Everwood prescribió a su hermano el menor un nuevo fármaco inyectable, el cual debía recibir con mayor frecuencia, pero en dosis menores.
Llegado el día siguiente, los Everwood volvieron al hospital a recoger a su hijo, a quien llevaron de regreso a casa con una nueva dotación de medicina.
De vuelta en su hogar, los Everwood culminaron de hacer sus preparativos para partir rumbo a Bigrort Traebaum y de esta forma llevar a cabo el bongerfeuer del abuelo Scott. Sólo Charles y Diana, además de alguno que otro sirviente, serían quienes les harían compañía en su trayecto. Edward, por su parte, quedó bajo el cuidado de Robert, quien se encargaría de atender todas sus necesidades durante los días que durase el proceso funerario.
Ahora bien, ese día se encontraba Edward en su habitación, tendido sobre su lecho en reposo total y con la mirada hacia el techo mientras meditaba en lo sucedido. Su corazón se encontraba dividido, pues mientras que una parte de él se arrepentía de haberse arriesgado de esa manera con el experimento y haber puesto en peligro su propia existencia, otra parte de él insistía en que no era su culpa, que fue un desperfecto o una situación que no podía ser controlada o prevista. Después de todo, las pruebas efectuadas en Tobias, aunque en menor escala, no provocaron percance alguno en el joven. Cualquiera que fuese el sentimiento que le dominase, de nada serviría enfocarse demasiado en ello y lamentarse por lo ocurrido; después de todo, ya lo que había sucedido no había forma de ser revertido, así que trató de desocupar su mente e intentó concentrarse en otro asunto.
En ello se encontraba cuando Robert apareció en la entrada de su habitación.
—Joven Everwood, tiene visitas —anunció.
—¿Visitas?
—Así es. El joven Tyler y la señorita Raudebaugh desean pasar a saludarlo.
—De acuerdo. Permíteles entrar.
Robert asintió, y de inmediato ingresaron Tobias y Rachel en el cuarto de Edward.
—¡Oh, aquí está! ¡Gracias al Todopoderoso, está con vida señor Edward! —le saludó efusivo Tobias al tiempo que le otorgaba un afectuoso abrazo—. Por favor, no vuelva a darme un susto como ese otra vez, señor Edward —dijo después de haberse separado de su lado.
—No cuentes demasiado con ello, amigo —respondió a modo de broma, lo que le hizo reír un poco.
Volvió su mirada hacia Rachel, y notó que su expresión se le veía seria, un poco disgustada, como si algo le ofendiera.
—Me alegra verte aquí, Rachel —habló el joven Everwood, con una tenue sonrisa en su rostro.
—Yo también me siento feliz de verte con bien, Edward —respondió con una mueca que intentaba convertirse en sonrisa y tono un poco hosco.
—En verdad te digo que lo lamento —se expresó Edward, pues comprendía la razón del por qué su amiga se mostraba taciturna—; no fue mi intención preocuparte tanto.
—Prometiste que todo estaría bien —espetó—. Prometiste que no habría ningún riesgo. No tienes idea cuan impotente me sentí al ver como ponías tu vida en peligro y como sufrías frente a mis propios ojos sin siquiera poder hacer algo para ayudarte. —La voz de Rachel comenzaba a entrecortarse, y en sus ojos se notaba cuán cerca se encontraba de soltar el llanto—. ¡Pensé que te apartarías de nuestro lado, sin siquiera darnos la oportunidad de despedirnos!
Hasta allí llegó el intento de Rachel de mantenerse fuerte y mantener quietas sus emociones, pues sin más se arrojó al seno de Edward y dejó salir allí toda esa frustración, toda esa impotencia, todo ese miedo que en su corazón se encontraba acumulado en forma de lágrimas y sollozos.
—¡Llegué a creer que jamás volvería a verte, que no habría una nueva oportunidad de sentir tu calor, de verte sonreír, de escuchar tu voz...! —gimoteó la doncella en palabras que hicieron que su corazón se hundiera en su pecho.
Con gran esfuerzo, levantó su mano izquierda y la colocó sobre la espalda de Rachel, encima de sus largos cabellos mientras le permitía descargar sobre él sus emociones.
—Tranquila; todo va a estar bien —la consoló el joven Everwood un momento después, con voz suave y baja, casi susurrante, vestigios evidentes del incidente sufrido durante el experimento; palabras que provocaron un gran pesar en el corazón de la joven Raudebaugh pues conocía que su intención no era otra sino hacerla sentir reconfortada, a pesar de las oscuras expectativas que se cernían sobre el menor de los Everwood. Por tal motivo prefirió no contradecir a Edward, sino que se dejó contagiar por el optimismo que irradiaba el joven en su actitud y sus expresiones.
—Sí... Todo va a estar bien —dijo ella tras separarse de él; y luego de limpiar sus ojos, le dedicó una sonrisa dulce.
—Oh, ahí está el rompecabezas que le envió el tío Cornwall —señaló Tobias en referencia al artefacto que se encontraba en la mesa junto a la cama de Edward, en un intento por cambiar la atmósfera del ambiente que allí se vivía—. ¿Todavía no logra resolverlo?
—No le he prestado suficiente atención, ya que me enfoqué demasiado en terminar el proyecto —respondió, y entonces tomó el artefacto en sus manos—. A propósito de esto —habló severo, con un dejo de tristeza en su voz—, debo darte una terrible noticia.
—Oh, no. Señor Edward, por favor, no me diga que... —sus ojos se mostraban al borde de las lágrimas.
—Lo siento tanto, amigo.
—¡No! —masculló en dolor para después volverse con la mano derecha sobre sus ojos y luego comenzó a gemir en dolor.
Rachel, compasiva, se acercó a Tobias y le ofreció un poco de consuelo entre sus brazos, mismo que aceptó y aprovechó para desahogar sus penas.
—Gracias —sollozó el muchacho.
En un fugaz momento se volvió hacia Edward, y este le contempló compasivo y gesto compungido, con sus brazos extendidos hacia él. Se apartó un poco de Rachel y se dirigió hacia el joven Everwood, sobre quien dejó salir también un poco de su dolor.
Después de un momento se apartó de su amigo y limpió su rostro con fuerza y tosquedad, incluida su nariz de la que un poco de mucosidad se había escapado.
—Puedes conservarlo —ofreció Edward a Tobias. En su mano extendida sostenía la caja rompecabezas que el abuelo Scott le envió—, de esta forma poseerás un recuerdo suyo.
Tobias tomó la caja y la contempló con gesto compungido y nostálgico. Seguro por su mente transitaron recuerdos gratos en compañía de Cornwall Scott cuando visitaba su hogar para almorzar y pasar una amena tarde con su familia, pues de inmediato una pequeña lágrima se fugó de su ojo izquierdo.
—Gracias, señor Edward. Es una pena que no haya logrado resolverla; aunque, si lo pensamos bien, podríamos aprovechar el tiempo para hacerlo y descubrir el misterio detrás del último obsequio que el tío Cornwall le dejó. Tome, usted es el experto en estos temas —le entregó de regreso la caja a Edward—; si yo lo intento, lo más probable es que pierda la paciencia y lo rompa con un martillo —expresó con un poco de humor en sus palabras.
—De acuerdo —dijo con una pequeña sonrisa en el rostro—. Jamás logré comprender de qué manera podría abrirlo —señaló mientras deslizaba algunas piezas—. No tiene un patrón a seguir o un diseño que deba ser construido, como con todos los rompecabezas de su tipo, a excepción de los cuatro cuadrados de color negro; pero no he encontrado alguna forma de acomodarlos para que la caja se abra. De seguro los cuadrados de color blanco son la clave, pero existe un sinnúmero de posibles combinaciones para ordenarlos.
Edward se detenía en ocasiones de mover las piezas y examinaba con mayor detenimiento la caja, ensimismado en sus pensamientos.
—Tuve una teoría hace tiempo —habló de pronto—, pero podría sonar un poco descabellada. Entre otras posibilidades, concebí las piezas del rompecabezas como un código de números binarios, e interpreté las piezas blancas como números uno y las negras como ceros, y de todas ellas fue la que consideré factible.
—Quizás deberías probarla —indicó Rachel.
—Sin embargo, existe una gran cantidad de números que podrían ser representados con los patrones del rompecabezas, por lo que tomaría bastante tiempo en resolverlo.
—Yo podría ayudarte —indicó Rachel, para después tomar una pieza de papel y una pluma del escritorio de Edward.
De acuerdo con el número de cuadros negros y blancos, Rachel comenzó a anotarlos en diferentes combinaciones de acuerdo con su valor y efectuaba cálculos para convertirlos de su equivalente binario a decimal. Sus cálculos eran precisos gracias a las clases de matemáticas con números binarios impartidas por el profesor Kallagher, tema en el que la joven sobresalía sobre muchos de sus compañeros y cuya comprensión era similar, si no superior, a la del joven Everwood.
—Todavía me faltan algunos, pero puedes comenzar con estos —indicó, y le entregó la lista a Edward para comenzar otra lista en otra pieza de papel.
El joven Everwood puso manos a la obra y procedió a deslizar las piezas de acuerdo a las combinaciones indicadas por Rachel.
Una a una, el joven descartó las opciones presentadas hasta que terminó la lista, pero para ese momento la joven Raudebaugh ya había terminado una segunda lista, la cual entregó a Edward.
Edward leyó el papel de arriba abajo, y en la parte inferior notó un número que le pareció conocido.
—Rachel, este número —señaló con su dedo índice junto al número al que se refería—, 1728; tengo una fuerte corazonada respecto a él.
Dicho esto, siguió el patrón que Rachel indicó y procedió a mover las piezas; y en el momento en que colocó la última, se escuchó un sonido similar a un cliqueo, y del espacio vacío que quedaba en el rompecabezas, y el cual permitía a las piezas deslizarse, apareció una pieza adicional de color blanco con un círculo negro en ella.
—¡Cricketty crack! —expresaron los tres con asombro.
—¡Yo lo presiono! —gritó Tobias, lo que interrumpió un silencio que había durado cerca de diez segundos mientras los jóvenes contemplaban extasiados lo que había sucedido con el artefacto.
En el momento en que Tobias presionó el botón, de la caja se abrieron varios cerrojos pequeños, y un flujo de adrenalina recorrió las espaldas de todos los presentes.
Con mano calmada, lo que mantuvo en un gran suspenso para Tobias y Rachel, Edward procedió a abrir la caja de madera, y fue entonces cuando encontró aquello que, gracias a las manos del joven Tyler, escapó de su sitio dentro de la caja y rondaba libre en su interior cada vez que esta era agitada.
Edward introdujo su mano trémula en la caja y extrajo de ella el curioso objeto mientras Tobias y Rachel observaban en total desconcierto.
—Parece la pieza de un rompecabezas —señaló Rachel.
La joven Raudebaugh se encontraba en lo cierto. El objeto en cuestión era una pieza de rompecabezas fabricado en madera de color negro y con la forma de una letra equis del alfabeto latino.
Edward le dio una vuelta para mirar la parte trasera, y encontró un pequeño hueco poco profundo en el centro.
—¿Qué cree que signifique, señor Edward? —preguntó Tobias.
Edward no podía eliminar de su rostro su expresión inquieta, confundida y meditabunda mientras sostenía en su mano el mencionado elemento. Lo examinó con sumo detenimiento incluso bajo lupa en un intento por descifrar el significado de ese enigma. Estuvo a punto de darse por vencido cuando decidió tomar la caja e inspeccionarla por dentro.
Se percató que había un espacio vacío en la caja con la forma similar a la pieza del rompecabezas, con seguridad el sitio del que se separó la pieza. Notó que se encontraba grabada una inscripción muy diminuta en coulandés clásico, la cual tuvo que examinar con lupa para conocer qué era lo que decía.
—«Bajo el norte de la estrella el viaje comienza» —musitó el joven Edward.
—¿Qué es lo que dijo, señor Edward? —inquirió Tobias.
—Es lo que dice la inscripción. «Bajo el norte de la estrella el viaje comienza».
—Debe ser un acertijo, o al menos eso supongo —concluyó el joven Tyler.
—¿Un acertijo? —expresó Edward con aire escéptico—. Mi querido amigo, siempre conviertes lo cotidiano en un...
Edward no alcanzó a terminar de hablar, pues en ese momento llegó hasta él una epifanía. Se quedó inmóvil y pensativo con la mirada perdida, señal que provocó cierto grado de alarma en sus amigos.
—Tobias, ¡eres brillante! —expresó con el rostro iluminado en palabras que le hicieron sentir orgulloso—. ¿¡Cómo no me di cuenta de ello antes!? —exclamó con sus ojos azules abiertos sin mesura.
—¿De qué? —inquirió Rachel.
—La caja... ¡esta caja! —señaló con su mano al rompecabezas completo con sumo éxtasis—. 1728, el valor de la contraseña, el diseño... —su lengua se trababa de la emoción—... sólo una persona pudo haber diseñado un acertijo tan intrincado; uno que, con toda probabilidad, oculta algo de inconmensurable valor.
—Hausner Reutter —dedujo Tobias.
—Correcto —señaló a su amigo con el dedo índice de su mano izquierda y una sonrisa entusiasta en su rostro.
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