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CAPÍTULO XIV


Transcurrieron un par de semanas desde aquel sábado en el que Edward y Tobias accedieron a formar parte del proyecto del ex detective Andy Anderson y el profesor Kallagher. Con puntualidad y constancia, los dos jóvenes se presentaron los días sábado para aprender un poco más del oficio del señor Anderson, y durante los días de clases ponían en práctica todo aquello que se les enseñaba. Asimismo, Edward recomendó ciertos libros a Tobias para que se instruyera con respecto a la ciencia de la investigación y la criminología; mismos que con gusto aceptó leer, aunque con la certeza de que poco de ellos nuestro joven compañero logró absorber.

Ahora bien, durante esas semanas, y fiel a lo que se había propuesto, Edward había llevado a cabo un sinnúmero de intentos por volverse más cercano a la señorita Raudebaugh. Resultó favorable para el joven que ella no aceptara una sola de las proposiciones que le fueron hechas por otros de sus compañeros de estudio durante ese tiempo. Todo aquel que intentaba ganarse el corazón de la doncella, sin importar el medio que utilizara para conseguir dicho propósito, era desdeñado casi de inmediato y recibía una respuesta tan gélida como el invierno en Couland.

Por desgracia, a causa de su negativa actitud hacia las intenciones amorosas de sus compañeros de clase, muchos de quienes fueron rechazados por la joven, heridos en el corazón por la actitud que muchos de ellos consideraron como orgullosa hacia sus pretensiones, comenzaron a fabricar rumores en torno a ella con tal de arruinar su reputación. Uno de los primeros en hacer correr esa suerte de comentarios de tan mal gusto fue el mismísimo Hawthorne Hollingsworth, el primero a cuyos encantos resistió la señorita Raudebaugh.

Con su actual notoriedad ahora manchada por los prejuicios que en torno a ella se habían generado, Rachel Raudebaugh se ganó el desprecio de muchos de sus compañeros en el instituto, tanto de su mismo sexo como del opuesto quienes, debido a que creían a ciegas las palabras que circulaban en boca de tantos sin siquiera tomarse un momento para corroborarlo, llegaron a menospreciarla en sumo grado.

El único que se apiadaba de la joven Raudebaugh era Edward. Fueron numerosas las oportunidades en las que se ofreció a acompañar a ambas jóvenes durante el almuerzo, compañía que ellas encontraban grata y que apreciaban sobremanera a pesar de la situación que se había generado en torno a Rachel. Con frecuencia, Edward compartía con las jóvenes algo del conocimiento que había adquirido con la lectura de sus libros. En ocasiones era un pasaje de una novela, y en otras eran datos fascinantes sobre cierta materia, en especial de artes, música y animales, algunas de las cosas favoritas de Rachel. Sus intenciones tenían un doble propósito pues, a la vez que compartía un momento en compañía de aquella persona por quien sentía un gran amor, se dedicaba a observarla con detenimiento, escuchaba lo poco que de su boca salía y, con esa información, deducía cuanto podía de la joven.

Hawthorne Hollingsworth era testigo de la cercanía del joven Everwood con la joven Raudebaugh, un contacto mucho mayor que lo que él logró conseguir. Esto provocaba en su persona sentimientos nocivos y ominosos, mismos que sólo la envidia podría engendrar, y en su astucia motivada por haber permitido que esa clase de pensamientos anidaran en su cabeza y dar rienda suelta a su corazón a que se dejara llevar por la influencia de estos, comenzó a maquinar una serie de artimañas para perjudicar la amistad entre Edward y Rachel.

Caminaban por un corredor un poco solitario del instituto el joven Everwood acompañado de su fiel amigo Tobias Tyler, un miércoles, el primer día del sexto mes en ese año. Se dirigían hacia la primera de sus clases y conversaban acerca de la tarea de ese día cuando Hawthorne Hollingsworth apareció justo frente a Edward.

—¿Qué novedades tienen ahora el perro y el gato? —preguntó Hawthorne con la intención de provocarlos.

—Buen día tenga usted también, joven Hollingsworth —respondió Edward calmado.

—¿Qué es lo que quieres ahora, Hollingsworth? —preguntó algo ofuscado Tobias.

Edward notó que su amigo comenzaba a perder los humos, por lo que puso su mano sobre el brazo de este a la vez que le musitaba que se calmara.

—Oh, nada, sólo quería saludar a mis más apreciados colegas y desearles que tuvieran un buen día. ¿Qué acaso no tengo derecho de hacerlo?

—Como usted diga, joven Hollingsworth —respondió Edward, quien no terminaba de tragarse la evidente falsa modestia de Hawthorne.

—Por cierto, ¿no habrán visto por aquí a la doncella Raudebaugh? Tengo tantos deseos de saludarla.

—Te vas a llevar una gran desilusión, Hawthorne. Ella ni siquiera tiene deseos de saludarte —contestó Tobias con cierto aire burlón hacia el joven Hollingsworth.

—No me interesa; el sólo hecho de que ella note mi presencia me deja satisfecho. Pero si no tengo la oportunidad de saludarla, al menos estaré seguro de que ustedes le harán llegar a ella mis saludos. Después de todo, usted es muy cercano a ella, ¿no es así? —habló en referencia a Edward—. A propósito, eso es algo que me parece interesante de ustedes. De hecho, a todo el instituto le parece algo peculiar el que ustedes dos lleguen a estar tan familiarizados el uno con el otro.

—Le suplico, Joven Hollingsworth, que sea más claro con lo que intenta decirnos pues no creo entender a qué se refiere.

—Oh, eso me parece tan poco usual de ti, Edward Everwood. Tú, que eres un joven lleno de perspicacia, ¿no logras entender que es lo que trato de decirte? Pues bien, seré más claro contigo. Todos en el instituto han comenzado a correr rumores sobre ustedes.

—¿De qué habla? ¿A qué clase de rumores se refiere? —indagó concernido y lleno de incertidumbre.

—Pues bien, algunos, cuyos nombres no me atrevo a decir para no verme como una persona sin educación, han comenzado a decir que usted disfruta de la compañía de mujeres de dudosa reputación.

Tras escuchar esto, Edward y Tobias compartieron miradas mutuas de confusión por un breve momento. El rostro de Edward mostró una expresión tan descompuesta y llena de desconcierto que incluso podría convertirse en un desafío para el más experto caricaturista, y la cara de Tobias no era la excepción.

—¿Por qué? —preguntó perplejo.

—No estoy al tanto de qué tan enterado estés al respecto, pero es un hecho que ha llegado a saberse en esta institución que la señorita Raudebaugh es una joven de dudosos principios morales; y sobre usted han comenzado a correrse rumores no muy favorables debido a su relación con esa fulana —respondió Hawthorne con aire de insulto, respuesta que de a poco comenzaba a sacar de quicio al joven Everwood—. Así que —añadió—, si yo fuese usted, tendría cuidado de no relacionarme con una meretriz hecha y derecha.

Esto fue el colmo para Edward quien, después de escuchar tal comentario de Hollingsworth, cerró sus ojos, respiró hondo y levantó su mano derecha para después chasquear sus dedos. En ese preciso instante en que escuchó el chasquido, Tobias reaccionó veloz como un relámpago, tomó al joven Hollingsworth de las solapas del traje, lo acercó a la pared más cercana y lo levantó a cerca de medio metro del suelo. Hawthorne no se esperaba tal reacción de parte de Edward y de Tobias; de hecho, en su rostro se evidenciaba el miedo que este último le había provocado. Varios estudiantes que se encontraban a ese alrededor se detuvieron en seco para contemplar la escena, temerosos de que se convirtiera esto en una reyerta.

—Escúcheme bien, joven Hollingsworth —lo reprendió Edward—. No me interesa en lo absoluto la opinión que tenga usted sobre mi persona. Por mí, usted puede decir cuántas sandeces salgan de su boca, y eso ni siquiera llegaría a inmutarme en lo más mínimo. Pero le advierto una cosa: no permitiré que de su boca profiera habla perjudicial en contra de la señorita Raudebaugh. Ella es una dama que merece ser tratada con respeto, y si usted no le confiere la cortesía que ella es digna de recibir, tenga por seguro que habrá repercusiones en contra de su persona.

Con las palabras de Edward, la expresión en el rostro de Hawthorne pasó del temor a una sonrisa socarrona.

—Tal como lo sospechaba; te gusta esa meretriz —murmuró—. De acuerdo, Everwood, aceptaré su consejo. Prometo no difamar a esa joven. Es más, evitaré también, en lo sumo posible, hablar mal de su persona y de la señorita Raudebaugh.

—¿Por qué será que no creo en sus palabras? —cuestionó Edward.

—Lo sé, lo entiendo. Me he ganado una reputación negativa gracias a mis acciones. Sin embargo, lo que te prometo es real, Everwood —respondió a la vez que extendía su mano.

Edward lo observaba dubitativo. Miraba su mano extendida y también la expresión de su rostro que había pasado de burlona a seria y convincente. Soltó un breve suspiro y, sin ceder más lugar a la duda, estrechó su mano con la de Hawthorne. Se miraron a los ojos con seriedad, y luego del apretón de manos Edward ordenó a Tobias bajar a Hawthorne al suelo.

—Más le vale que cumpla con su promesa, joven Hollingsworth —advirtió Edward.

—Por supuesto, Everwood; es más, lo juro por mi vida —aseguró Hawthorne, y luego colocó su mano derecha sobre su pecho a la altura del corazón.

Edward y Hawthorne continuaron su camino hacia sus respectivas aulas, pues ya sus clases estaban por comenzar. Lo mismo hicieron todos los demás estudiantes al ver que no sucedió nada que pudiera considerarse de gran peso entre los jóvenes.

Mientras Edward y Tobias se dirigían hacia su respectivo salón de clases, Hawthorne se detuvo en medio del pasillo y se quedó de pie al tiempo que los veía alejarse. En ese momento su rostro volvió a mostrar su típica sonrisa sardónica, se dio la media vuelta y se marchó con rumbo a su aula.

Edward, por su parte, no quedó conforme con lo sucedido. En su corazón se mantuvo el presentimiento que algo sucedería en cualquier momento. Por eso, durante la hora del almuerzo vigiló con tesón al joven Hollingsworth. Hawthorne lo sabía, por eso evitó darle motivos a Edward para sospechar de su persona. Al mismo tiempo, en ocasiones contemplaba con detenimiento a la joven Raudebaugh. Analizaba su comportamiento, sus expresiones, todo lo que podía con la intención de obtener algo de información que pudiera utilizar con el execrable propósito de arruinar la relación que hubiera entre Edward y Rachel; claro, de forma discreta para no levantar sospechas. No sólo él lo hacía, también pidió a algunos de sus condiscípulos que compartían asignaturas con Rachel para que la vigilaran y le proporcionaran cuanta información sobre ella les fuera posible.

Ahora bien, el día siguiente se suscitaron ciertos eventos que tuvieron impacto en la vida de Edward. Sucedió que durante algunas semanas Edward se había mantenido ocupado en un proyecto especial para el Club de Ciencias. Con la finalidad de transportarlo con mayor facilidad y evitar que este sufriera algún desperfecto, pues esto era de naturaleza frágil y muy valiosa para el muchacho, lo había guardado dentro de una gran caja de madera con un par de candados que él mismo había confeccionado mucho tiempo atrás para proteger sus cosas más preciadas. Por desgracia, el paquete completo resultó ser un poco más pesado de lo que esperaba, y mucho más de lo que su cuerpo podía cargar sin dificultad, por lo que tuvo ciertos inconvenientes a la hora de transportarlo desde sus aposentos hasta el autwagen. Hubo la necesidad de llamar a Robert para que lo auxiliara en esa tarea, debido a que por un momento estuvo a punto de caerse de las escaleras. No era difícil imaginar la expresión alarmada en el rostro de sus familiares, y también de los sirvientes, al ver como nuestro héroe tropezaba a menudo en su descenso a la planta baja; motivo que los incitó a brindarle su ayuda.

Al llegar al instituto, Edward intentó obtener una victoria sobre el adversario al que momentos atrás se había enfrentado y que había resultado vencedor sobre él; por esa razón decidió llevar la caja por cuenta propia.

Esa decisión resultó ser un craso error. Tan sólo con avanzar unos cuantos pasos, sus piernas flaquearon y su cuerpo entero comenzó a tambalearse.

—Debería permitirme ayudarle con eso, señor Edward.

—Gracias, Tobias, pero quiero... probarme... a mí mismo... de las cosas... que soy capaz... ¡de hacer! —contestó entre pausas por el esfuerzo que lo dejaba casi sin aliento cuando, de pronto, comenzó a trastabillar en su paso, y estuvo a punto de caer al suelo de no haber sido por la oportuna ayuda de Tobias.

—Señor Edward, creo que ya se ha probado lo suficiente —aclaró mientras los sujetaba a él y a la caja.

—Tienes razón —suspiró Edward con resignación, y entonces le cedió la carga de la caja a Tobias.

—Vaya que esto es pesado, señor Edward. No es algo a lo que no esté acostumbrado a cargar, pero de igual forma considero que usted es digno de mérito por intentar llevarlo.

—Agradezco tu cumplido, amigo —expresó mientras intentaba recuperar el aliento.

—A propósito, ¿qué es lo que lleva allí dentro?

—Es un proyecto en el que he trabajado durante cierto tiempo. Lo mostraré en el Club de Ciencias y pediré a los demás compañeros que me ayuden en caso de que necesite ajustes o mejoras.

—Quiero estar allí para verlo. Aprovecharé que esta tarde no tengo ensayos en el club de teatro y le haré una visita.

—Si lo deseas, puedo mostrártelo en este momento.

—¡Eso me encantaría! —Su entusiasmo había crecido.

Por orden de Edward, Tobias colocó la caja en el suelo y Edward procedió a abrirla.

¡Cricketty Crack! —exclamó Tobias—. ¿Qué se supone que es eso? —preguntó mientras sus ojos, que se abrieron en gran medida, veían llenos de fascinación el contenido de la caja.

Dentro de esta se encontraban dos curiosos artefactos. El primero de ellos tenía la apariencia de una caja metálica grande. Sobre esta se encontraba un par de antenas expandibles con pequeñas esferas metálicas en la punta, un par de interruptores y varias palancas, botones y algunas luces. El segundo tenía un diseño intrincado y un aspecto bastante peculiar. Se trataba de un objeto con un cuerpo de aspecto esférico, de unos treinta centímetros de diámetro, fabricado también con piezas de metal. Podía verse en su interior parte de la maquinaria, como engranajes, alambres y algunos pequeños motores. De éste salían una antena en el centro con una pequeña esfera en la punta y cuatro soportes sobre cada uno de los cuales se encontraba un pequeño motor eléctrico, y sobre estos últimos había hélices rodeadas con guardas circulares alrededor de ellas. Bajo el aparato, cuatro patas lo sostenían y lo levantaban a centímetros del suelo.

—Esto, mi estimado amigo, es el fruto de un largo tiempo de diseño, planificación y desarrollo.

—Suenas como el profesor Kay —comentó Tobias; comentario que hizo sonreír a Edward.

—La idea de este artefacto me vino hace mucho tiempo atrás, pero no fui capaz de fabricarlo sino hasta hace poco, cuando conseguí conocimientos más avanzados de física y otras ciencias, además de la ayuda de Thomas Weiller y el profesor Kallagher. Sin lugar a dudas, esta es mi más grande creación hasta ahora.

—¿Y qué es lo que hace?

—Permíteme demostrártelo, querido amigo.

Edward extrajo primero el aparato con las hélices y lo colocó sobre el suelo, tomó de su bolsillo un cilindro metálico pequeño donde contenía una batería Blyght y la introdujo por una abertura ubicada en la parte trasera del artefacto, cerca de la cual había un muy pequeño interruptor que presionó e hizo que se encendiera una pequeña luz de color rojo en la esfera de la antena. Luego tomó el otro objeto, el que parecía una caja metálica con palancas, presionó un interruptor y al instante dos luces, una de color rojo y una de color azul, se encendieron en este. Luego encendió otro interruptor y las hélices de la máquina comenzaron a girar e hicieron un ruido tan fuerte que de inmediato captó la atención de un grupo de estudiantes que, por casualidad, en ese momento se encontraban fuera del instituto.

Comenzó a mover las palancas de este aparato hasta que consiguió que se elevara del suelo, cosa que dejó sin habla no sólo a Tobias, sino a quienes contemplaban el suceso, los cuales habían formado un círculo en torno a Edward y Tobias, incluidos entre este grupo de espectadores también a varios profesores. Con más movimientos de las palancas hizo que este objeto maniobrara por los aires, aunque con una lenta velocidad, y efectuó giros, vueltas, subidas y bajadas; y a cada acción que llevaba a cabo se ganaba comentarios llenos de admiración de parte de la concurrencia. De pronto, al encontrarse cerca de unos diez metros de distancia de Edward, el aparato descendió a tierra con la misma gracilidad que un ladrillo lo haría si fuese arrojado desde las alturas y se apagó al instante en que tocó el suelo. Asimismo, la luz roja que se había encendido en la caja controladora que Edward sostenía en sus manos también se apagó en el momento en que la máquina tocó tierra. La audiencia pronto comenzó a comentar y murmurar, con cierta preocupación y decepción, sobre la misteriosa falla que la máquina había sufrido. Algunos de ellos incluso se dirigieron hacia donde el aparato volador había caído para recuperarlo.

—¿Qué ocurrió? —preguntó Tobias.

—Se salió de mi alcance —respondió, y entonces procedió a dirigirse hacia donde el objeto había caído mientras Tobias lo seguía—. Verás, cuando esta máquina llega a una determinada distancia de donde se encuentra el control principal —continuó su explicación—, la señal que me permite controlarla no llega hasta ella, por lo que los motores se apagan al instante. Es un pequeño detalle que aún debo corregir.

—A pesar de ello, esa invención es sin duda impresionante, señor Edward. Una máquina voladora; eso jamás se había visto —comentó Tobias; comentario que no estuvo sólo pues los presentes apoyaron su opinión—. ¿Qué nombre le pondrá a su invento, señor Edward?

—Todavía no he pensado en un buen nombre para mi creación.

—¿Qué le parece «Flygenbakugen»? Ya lo sabe, por su forma esférica —sugirió, y el ahora reducido grupo de personas que se encontraban presentes comenzó a opinar que esa les parecía una buena opción.

—Lo veo apropiado —respondió, entonces levantó la máquina voladora del suelo y comenzó a contemplarla por un momento—. Flygenbakugen. Algún día esta máquina revolucionará muchas cosas de la misma forma que lo hace la commaskinen —expresó con optimismo y su mirada desviada hacia el edificio escolar, lo que le hizo volver de sus ensoñaciones y revisar su reloj de bolsillo—. Creo que ya han sido suficientes demostraciones. Vamos, Tobias, tenemos que llegar a nuestra primera clase —indicó.

—De acuerdo, señor Edward.

Edward se apresuró a tomar sus cosas y devolverlas a la caja. Tobias se ofreció a ayudarlo con el pesado cargamento, petición a la que Edward accedió, y ambos se dirigieron a su primera clase; cosa que hicieron también quienes tuvieron la oportunidad de atestiguar el funcionamiento de la flygenbakugen.

Fue una curiosa coincidencia que ese día la primera clase fuese Química. Para Edward esto resultó ser muy conveniente debido a que la clase se llevaba a cabo en un laboratorio de ciencias, el mismo recinto donde el Club de Ciencias efectuaba sus sesiones. Así, Edward podía guardar allí su experimento hasta que llegara la hora de la sesión del Club.

Al llegar al laboratorio, se encontró con la novedad de que el profesor no había llegado todavía, por lo que pidió a Tobias que colocara la caja en una de las mesas vacías que se encontraban en un rincón del laboratorio. Una vez hecho esto, el joven pasó a retirarse por la razón de que esa era una de las pocas asignaturas que no compartía con su amigo.

Al verlo llegar con tan inusual carga, mucho de sus compañeros de clase comenzaron a preguntarle sobre el contenido de la caja. Edward les explicó que se trataba de alguna suerte de experimento, lo que atrajo todavía más su atención y pidieron verlo. Algunos de ellos tuvieron la oportunidad de ver esa máquina volar por las inmediaciones del instituto, e incluso les habían contado a sus compañeros al respecto de ella, y estaban deseosos de tener la oportunidad de contemplarlo un poco más de cerca. Edward accedió a la petición de sus compañeros, y por ello abrió la caja para mostrar con orgullo su trabajo.

Mientras esto sucedía en una parte del laboratorio, Rachel Raudebaugh se encontraba de pie junto a una ventana abierta del mismo recinto. Podía percibirse cierta melancolía en su mirada, una tristeza que también reflejaba en su semblante decaído y en sus hondos suspiros que en ocasiones dejaba escapar. Sostenía en sus manos un pequeño objeto atado a una cadena de plata, y cada vez que lo observaba hacía que de sus ojos brotaran lágrimas y que ella sollozara un poco. Edward estaba consciente de su presencia y su comportamiento al entrar al recinto, y su intención principal era preguntarle sobre su situación. Y en verdad que el estado de Rachel era un tanto alarmante. Desde hacía días que Edward había notado cómo la joven había desmejorado en su aspecto físico. Su tez se veía más pálida que de costumbre, y su cuerpo y su rostro evidenciaban una considerable pérdida de peso, lo que lo tenían intranquilo. Por desgracia para él, debido al revuelo que había causado su experimento, no logró cumplir con el cometido que se había propuesto.

—Vaya, este objeto sí que se ve interesante —expresó un joven de cabello castaño oscuro que sostenía en sus manos el aparato de Edward.

A Edward no le costó mucho reconocer a este muchacho. Se trataba de Dick Jones, un estudiante con el que compartía clase y que además formaba parte del séquito de seguidores de Hawthorne Hollingsworth.

—Gracias —dijo Edward.

—Me pregunto qué es lo que hace este interruptor —preguntó al tiempo que presionaba el interruptor de encendido del aparato, pero este no hizo nada.

—Necesita una fuente de energía para funcionar —explicó Edward, y entonces mostró la pequeña batería Blyght que tenía en su bolsillo.

—Qué pena, deseaba verlo volar por los aires —expresó otro joven, de cabello rubio y un poco más alto que Edward y Dick; otro de los compañeros de mesa de Hollingsworth a quien Edward conocía por el nombre de Luke Jameson.

—Si eso es lo que quieres, aquí tienes —respondió Dick, y de inmediato tomó el invento de Edward y lo arrojó por los aires hacia el otro joven, quien lo atrapó en sus manos.

—¡Un momento! ¡Deténganse! ¡Por favor, no hagan eso! —pidió Edward a los muchachos sin mucho éxito, pues comenzaron a lanzar su aparato el uno hacia el otro, como si se tratase de una pelota—. ¡Por favor, muchachos, lo van a dañar! —continuó en su ruego, pero ellos no accedieron a su petición y siguieron con su juego mientras Edward intentaba atrapar su creación.

A su alrededor sus compañeros mostraban reacciones diversas ante este suceso. Algunos se unieron al bando de los perpetradores y festejaban la travesura que le hacían a nuestro protagonista, mientras que otros se mostraban inconformes por el reprobable comportamiento de esos jóvenes.

—Dick, deja de comportarte como un tonto y entrégale a Edward su invento —ordeno uno de los compañeros, quien ya estaba cansado de esa jugarreta.

—Paul tiene razón —agregó Esther—. Ya fue suficiente, devuélvele al joven Everwood su aparato.

—De acuerdo, de acuerdo, está bien. Toma, Edward; aquí lo tienes.

Dick le ofreció a Edward su flygenbakugen de vuelta. Edward intentó tomarla de sus manos, pero en ese momento Dick hizo un pequeño amago a Edward y entonces arrojó su invención de nueva cuenta; pero en esta ocasión no se la arrojó de vuelta a Luke, sino que lo hizo en una dirección diferente.

Edward, desesperado por obtener de vuelta su aparato y temeroso de que con tanto juego que esos muchachos hicieron con su máquina se hubiese dañado algo dentro de ella, hizo todos los intentos posibles por atraparlo. Por desgracia, en su preocupación por conseguirlo, no se dio cuenta que en la dirección en la que Dick lo había lanzado se encontraba Rachel.

Tropezó el joven Everwood con la joven Raudebaugh. Ella, en su sobresalto por el inesperado golpe, dejó caer de sus manos el objeto que sostenía, y con rápida reacción se sostuvo con sus manos sobre el marco de la ventana pues, de no haber obrado de esa forma ella hubiera sufrido el mismo destino que su pertenencia. El mencionado objeto, en su caída, se estrelló con gran fuerza contra una pequeña cornisa en la que rebotó, y después continuó su trayecto hasta impactar de lleno contra el suelo.

—¡Oh no! —gritó llena de angustia.

Edward cayó al suelo, y sobre él lo hizo su máquina que golpeó un poco su cabeza y derribó sus gafas. Dick y Luke comenzaron a soltar estruendosas carcajadas a la vez que se daban mutuas palmadas en la espalda por haber tenido éxito con su broma mientras que, a su alrededor, sus compañeros permanecieron atónitos y un tanto preocupados por las victimas de dicha treta, en especial Esther. Rachel se volvió para ver quien la había golpeado y la había obligado a arrojar su propiedad, y encontró a Edward detrás de ella, sentado sobre el suelo mientras frotaba su cabeza. Junto a él se encontraba su flygenbakugen, algo dañada por los golpes que había recibido.

—¡Joven Everwood! —exclamó Rachel con fuerza y enojo.

—¡Se-señorita Raudebaugh! —respondió. Luego se levantó y permaneció sobre el suelo de rodillas—. ¡L-le imploro que tenga compasión y me perdone por mis actos llenos de imprudencia!

Ella no puso atención a la súplica de Edward y abandonó de inmediato el salón de clases.

—Prima, ¿a dónde vas? —preguntó Esther alarmada, y entonces procedió a seguirla.

Consternado, Edward tomó sus gafas del suelo, se las colocó y después salió detrás de ambas y las siguió para saber hacia dónde se dirigían.

En breve Rachel y Esther llegaron hasta donde se encontraba el objeto que se le había caído. Se trataba éste de un reloj de bolsillo fabricado en plata, con el emblema de la familia Raudebaugh grabado sobre él. Rachel lo tomó con manos trémulas y sus ojos bien abiertos e inundados de lágrimas. Lo abrió, y dentro notó con alivio que una pequeña fotografía de sus padres, que guardaba en ese pequeño compartimento, aún se encontraba intacta; por desgracia, la carátula no tuvo el mismo destino pues esta se había roto y el reloj había dejado de funcionar por completo. Angustiada, lo agitó y lo acercó a su oreja para ver si emitía algún sonido, pero nada sucedía. Entonces le dio cuerda mientras comenzaba a ahogarse en llanto. Al ver que este ya ni siquiera funcionaba, a pesar de todos los intentos que hizo, cayó de rodillas al suelo y comenzó a llorar con las manos sobre el rostro y la cadena del reloj que colgaba de entre sus dedos. Su prima se acercó a ella y colocó sus manos alrededor de Rachel mientras intentaba consolarla.

Edward llegó momentos después, agitado por el esfuerzo de bajar aprisa las escaleras. Se detuvo un momento para recuperar el aliento; luego, se dirigió donde se encontraban Rachel y Esther. Al ver que se encontraba hincada sobre el suelo y sollozaba, extendió su mano para tocar su hombro.

—Joven Everwood —susurró Esther.

—Señorita Raudebaugh —la llamó con voz suave. Ella descubrió su rostro y volvió la mirada para verlo, mirada de la que podía sentirse que emanaba un gran odio.

Edward ofreció su mano para ayudarla a levantarse del suelo, pero ella se negó al golpearla y apartarla con su mano derecha. Luego, intentó ponerse de pie por sus propios medios, pero como esto se le dificultó un poco debido a cierta debilidad física pidió a su prima que le auxiliara. Una vez de pie comenzó a ver a Edward con severidad y frialdad tal que podría congelar hasta el mismo sol.

—Usted rompió mi reloj —reprochó.

—Ya se lo dije, señorita Raudebaugh; fue un accidente —se excusó Edward y trastabilló en sus palabras—. Ruego que muestre misericordia hacia mi persona y...

Edward se vio interrumpido debido a que Rachel levantó su mano derecha, dispuesta, al parecer, a propinarle una bofetada, lo que alarmó a Esther e hizo que se llevara las manos al rostro. Él incluso se preparó para recibir el impacto del golpe de la dama. Ella, por su parte, se contuvo, cerró su mano, luego sus ojos y agachó la cabeza mientras lloraba un poco. Después de esto, guardó su reloj en uno de los bolsillos de su chaqueta y, con ambas manos juntas a la altura de su vientre, miró a Edward a los ojos, con su misma mirada gélida inundada en un mar de lágrimas.

—Aléjate de mí, y no quiero que vuelvas a hablarme —expresó con amargura y entonces procedió a retirarse.

Esther se acercó a él, colocó su mano derecha sobre el hombro de Edward y, con gesto triste, movió con levedad su cabeza de lado a lado y luego se retiró para ir detrás de su prima.

Edward permaneció de pie en ese sitio durante unos momentos. Agachó la mirada atribulado y luego llevó su mano hacia su cabeza pues el golpe que había recibido hizo que le comenzara a doler. Él adjudicaba el origen de ese dolor, no a la herida, ni mucho menos a su enfermedad, sino más bien a la angustia que sentía por lo sucedido.

Mientras se encontraba en ese lugar, alcanzó a escuchar una pequeña conversación proveniente de su salón de clases. Eran Dick y Luke quienes festejaban por el éxito obtenido por sus tretas. Sin embargo, no fue sino hasta que alcanzó a escucharlos mencionar el apellido Hollingsworth cuando por fin cayó en cuenta del motivo de dicha broma de tan mal gusto. Resultó evidente para Edward que lo que Hawthorne buscaba era fracturar su amistad o cualquier oportunidad de llegar a algo más grande con ella; cosa en la que, para desdicha del muchacho, había tenido éxito.

Dentro de Edward algo comenzó a fracturarse. Por primera ocasión comenzó a sentir dentro de su corazón como ese odio intenso que durante tanto tiempo había abrigado hacia su adversario, pero al cual nunca le había dado rienda suelta, de a poco lo inundaba por completo. Pero el dolor que sentía en su cabeza comenzaba a incrementarse. Respiró profundo y tranquilizó su entero ser.

—Ahora no, Edward; hay algo más importante en lo que debes enfocar tu atención —se dijo a sí mismo; acto seguido, se dirigió de vuelta a su salón de clases, no sin antes pasar al comedor escolar para pedir un vaso con agua y tomar un poco de su medicamento.


[4] ¡Cricketty crack! es una expresión de sorpresa de amplio uso en Couland.

[5] «Flygenbakugen» se traduce «pelota voladora».

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