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CAPÍTULO VI


Edward estaba tan ensimismado en descifrar el enigma que traía en sus manos que ni siquiera se dio cuenta que justo frente a él venía un muchacho de su misma edad, sólo que era poseedor de una altura y una complexión física mucho mayor que la suya. Su cabellera era corta, algo revuelta y desordenada, y de tonalidad rubia oscura. Sus ojos eran marrones y su tono de piel era un poco bronceado. Su indumentaria consistía en una chaqueta de vestir larga de color verde oscuro, camisa blanca de mangas largas, chaleco color verde pálido, corbata de color negro que usaba un poco desarreglada, pantalones de color negro y botas grandes de color marrón. Este joven de quien hablo tenía toda su atención puesta sobre su horario de clases a la vez que buscaba el salón donde debía asistir a tomar sus lecciones.

La colisión fue inevitable. Al instante del golpe Edward, de forma literal, rebotó sobre el cuerpo del muchacho como quien se topa contra una pared –es relevante mencionar que el joven con quien se topó poseía un físico bastante fuerte puesto que parecía que todos los días trabajaba sus músculos como si no hubiese un mañana– y soltó de sus manos el rompecabezas que procedió a estrellarse contra el suelo de manera estrepitosa; de hecho, al caer sonó como si algo se hubiese roto en este, lo que alarmó a Edward.

—¡Le ruego me disculpe! —se expresó apresurado el muchacho.

—Pierda cuidado, esto fue en parte también mi culpa. De no haber estado tan absorto en mis actividades este accidente hubiera sido evitado —respondió Edward nervioso y vacilante.

—Al menos permítame ayudarlo a levantar esto —dijo, y se inclinó para recoger del suelo el rompecabezas de Edward y después entregárselo.

—Se lo agradezco mucho, joven...

—¡Qué maleducado soy! Disculpe mi falta de modales. Tobias Tyler, para servirle —se presentó presuroso y luego extendió su mano.

—Everwood, Edward Everwood —respondió a la vez que estrechó la mano de Tobias, y después de esto procedió a echar una larga mirada a toda su persona mientras Tobias lo observaba sonriente—. Supongo que no provienes de esta ciudad, que has vivido por poco tiempo aquí y que recién te inscribiste en el instituto.

—Acertó en todo, señor Everwood. Mi familia y yo provenimos de un pueblo de nombre Bigrort Traebaum. Nos mudamos a esta ciudad hace más de una semana y llegamos a Kaptstadt el jueves por la tarde; pero, ¿cómo se dio cuenta de ello?

—Bueno, primero que nada, y sin intención de ser ofensivo, por tus modales y tu forma de hablar, propios de un campesino. Segundo, tu indumentaria te delata. No llevas puesto el uniforme del instituto, lo que da a entender que fuiste inscrito durante el fin de semana pasado y no le diste tiempo suficiente al sastre oficial de la institución para confeccionar tu uniforme; aunque sí traes prendida de tu chaqueta la insignia que te identifica como estudiante puesto que esta se te es entregada en el momento de la inscripción y es requisito de todos los estudiantes portarla en su vestimenta. No te preocupes, el director será indulgente contigo y te permitirá utilizar tu vestimenta casual al menos por este día y lo más probable es que recibas tu uniforme escolar esta tarde. Asimismo, tus botas no están muy bien lustradas y aún conservan algo de la tierra del campo de donde provienes. De hecho, tienes algunas hojas de pasto pegadas sobre ellas; un tipo de hierba que no crece en esta ciudad y que es distinto del que se encuentra plantado en los jardines del instituto —explicó Edward a la vez que hablaba de manera rápida y algo atropellada, lo que dejó boquiabierto a Tobias.

—No puedo creerlo. Esa explicación sobre las plantas y todo lo demás que dijo, de seguro debe tener grandes conocimientos sobre diversas materias, y tal vez hasta alguna habilidad para las deducciones. ¿Es acaso usted alguna suerte de joven prodigio? —preguntó azorado.

—Seré sincero... —Edward intentó explicarlo con la mayor humildad posible cuando sonó la campana del instituto que anunciaba el momento de iniciar con las clases—... Se hace tarde, debemos llegar a nuestros salones de clases.

—Lo sé, es lo que trataba de hacer antes de que tuviéramos este pequeño accidente, pero aún no logro encontrar mi salón de clases.

—Conozco el plantel escolar por completo. Puedo ayudarte con eso, si me lo permites.

—Le agradecería mucho que lo hiciera.

—De acuerdo. Sólo dime cuál es tu primera clase y te llevaré hasta su salón.

—Permítame verificar —respondió conforme tomaba de su bolsillo el horario de clases—. Tengo como primera clase... ¿«Informática»?

—Esto debe ser una curiosa coincidencia. Al parecer ambos tenemos la misma clase en el mismo horario. De acuerdo, acompáñame, iremos al salón de clases.

—Voy detrás de usted, señor Edward.

Edward y Tobias se pusieron en marcha con rumbo al edificio donde se encontraban los salones de clases. Al entrar subieron por las escaleras hasta el piso segundo y caminaron hasta el final del pasillo para llegar a su destino. Mientras se dirigían al salón, Edward continuó con la conversación.

—Por cierto, mencionaste que provienes de Bigrort Traebaum. ¿El nombre Cornwall Scott te parece conocido? —preguntó Edward.

—¿Se refiere al tío Cornwall? ¡Por supuesto! Nos encanta invitarlo a almorzar todos los domingos —respondió Tobias—. Es un gran carpintero, no tienes idea de cuantas cosas ha reparado en nuestra casa. Pero, ¿por qué lo pregunta?

—Bueno, él es mi abuelo materno.

—Espere un momento. ¿Entonces es usted el «pequeño Eddie», hijo de la tan amada y recordada Elizabeth, al que menciona con frecuencia en sus conversaciones?

—Si es ese el apelativo con el que mi abuelo me identifica entonces sí, soy ese «pequeño Eddie».

—¡Esto es asombroso! ¡Me he hecho amigo del nieto de mi mejor amigo! Bueno, eso sí es su decisión considerarme de tal forma.

—Si así lo deseas —respondió algo vacilante, a lo que Tobias respondió con los brazos levantados a la vez que lanzó un sonido similar a un aullido corto lleno de emoción.

Muchos de los jóvenes que se encontraban cerca de ellos comenzaron a observarlos como si se tratasen de bichos extraños e incluso Edward se sintió un tanto incómodo. Tobias, por el contrario, actuó como si lo que hizo fuese la cosa más normal en el mundo.

—Por cierto, ¿qué es esa cosa extraña con la que juega? —curioseó el joven Tyler.

—¿Esto? Es un rompecabezas, obsequio del abuelo Scott. Me lo envió hace algunos días.

—Tiene su firma por todas partes. Al tío Cornwall le encanta crear cosas así de extravagantes. ¿Me lo permite?

—Por supuesto —respondió, y le prestó el rompecabezas a Tobias quien comenzó a verlo por todos lados al tiempo que movía alguna que otra pieza.

Fue entonces cuando arribaron al sitio deseado. Ubicado en el último salón de clases del segundo piso, se encontraba un aula que antes pertenecía a la clase de «Historia», pero que había sido remodelada y ampliada para convertirse en un salón de clases distinto. Este se veía bastante espacioso, pues todas las mesas estaban distribuidas hacia las orillas del salón, lo que dejaba un gran espacio vacío en el centro. La única mesa que se mantenía en su lugar era el escritorio del profesor, ubicada al frente de la clase cerca de la pizarra, la cual también tenía algo inmenso encima de esta cubierto bajo una sábana blanca. Sobre las mesas había algún objeto de gran tamaño y apariencia misteriosa, cubierto también por grandes sábanas blancas y junto a estos había letreros que decían «Favor de no remover las sábanas sin el permiso del profesor». Los alumnos que pertenecían a dicha clase, el número de los cuales ascendía a veinte con la llegada de Edward y Tobias, se encontraban aglomerados en el centro del salón; algunos conversaban mientras que otros inspeccionaban llenos de curiosidad y trataban de resistir la tentación de levantar las sábanas y saber que había debajo de ellas.

Tobias no tardó en saludarlos a todos mientras se presentaba con suma efusividad y elocuencia. Era un joven tan extrovertido y amistoso que no tardó ni siquiera un instante en volverse amigo de aquellos jóvenes. Edward trató de seguir el ejemplo de Tobias e hizo un gran esfuerzo por congeniar con algunos de sus compañeros, aunque no fue mucho el éxito que obtuvo.

Tan sólo instantes después apareció una persona en el salón cuya apariencia le resultaba familiar a Edward. Este era un hombre cuya edad estaba muy cercana a los treinta años, con una cabellera rubia un poco larga y alborotada y piel algo pálida, de muy alta estatura y complexión física delgada. Su vestimenta acentuaba su espigado cuerpo. Llevaba puesto un abrigo con capa, largo y en color negro, bajo el cual vestía una chaqueta larga y pantalón de color negro, camisa blanca de mangas largas, chaleco gris, corbata negra y botas oscuras largas que llegaban hasta las rodillas. Sobre la cabeza cargaba un alto sombrero de copa, gafas oscuras redondas sobre los ojos, guantes negros de piel cubrían sus manos, en las que llevaba un largo bastón de madera oscura con empuñadura metálica en la derecha y un maletín negro en la izquierda, mismo que depositó sobre su escritorio. Luego, con su bastón dio unos cuantos golpes al suelo, lo que capturó la atención de todos los estudiantes, y acto seguido extendió ambos brazos hacia los lados.

—¡Bienvenidos sean todos ustedes, estimados jóvenes estudiantes que anhelan cultivar sus mentes! —exclamó, para luego cambiar de pose con el bastón apoyado en el suelo y ambas manos sobre el—. Les doy la más cálida bienvenida a su primer año de estudios en el Instituto Tecnológico de Educación Media-Superior «Isaac Blyght». Deseo con total sinceridad que tengan un gran año escolar, y que disfruten al máximo el aprendizaje. Me es un honor presentarme ante ustedes como su instructor, y me es placentero saber que ustedes serán mis primeros aprendices. Pero antes, daré a conocer la identidad de su servidor. Mi nombre es... —dijo a medida que se acercaba al pizarrón, luego tomó una tiza y comenzó a escribir su nombre en la pizarra. Cuando concluyó, se dio la media vuelta e hizo una suerte de reverencia mientras se retiraba el sombrero de la cabeza—... Kedrick Kallagher. Pueden llamarme profesor Kallagher, señor Kallagher o, de forma simple, profesor «Kay».

Una vez que concluyó su presentación, se quitó las gafas oscuras y las cambió por un par de enormes gafas redondas de cristal, lo que permitió ver sus ojos color esmeralda; luego tomó su sombrero y lo colocó encima de la mesa junto con el bastón. Tobias comenzó a aplaudir animoso, con una gran sonrisa que iluminaba su rostro como si hubiera presenciado un espectacular acto circense. Edward volteó a verlo con sumo desconcierto mientras los demás se reían por su inusual reacción.

—Gracias, gracias; son un público estupendo —dijo el profesor—. Vamos a comenzar nuestro primer día de clases, y para ello tomaré la asistencia. Si gustan pueden tomar asiento allí, en esas sillas —ordenó, y los estudiantes procedieron a tomar su lugar en cada una de las mesas.

Puesto que nada más había diez mesas, cada una con dos sillas, y había veinte estudiantes en total, tuvieron que acomodarse en pareja. Mientras, el profesor Kallagher buscaba en su maletín una carpeta en la que llevaba la lista de los estudiantes de esa clase.

—Señor Edward, ¿puedo sentarme con usted? —preguntó Tobias, a lo que Edward accedió y entonces el joven Tyler tomó el asiento correspondiente.

—Bien, aquí está la lista. Comenzaré con sus apellidos y cada uno de ustedes me dirá si se encuentra presente. Además, me gustaría conocerlos un poco, así que, por favor, pónganse de pie y digan algo sobre ustedes. ¿Les parece bien? —preguntó, a lo que todos dieron una respuesta afirmativa—. De acuerdo, comencemos. Atkinson, Vivian.

—Aquí —respondió una joven, y después de ponerse de pie, compartió información referente a ella de acuerdo con la actividad sugerida por su maestro. Al terminar, el profesor puso una marca en la lista y continuó.

—Bloomfield, Sharon

—Aquí —respondió otra joven que hizo lo mismo que Vivian.

—Cooper, James.

—Aquí —respondió un chico que siguió con la misma actividad del profesor.

—Davenport, Martin

—Aquí —respondió otro muchacho.

—Everwood, Edward

—Aquí —respondió Edward, y trastabilló un poco en su habla.

—Un momento. ¿Edward?

—¿Sí?

—¿Tú eres Edward Everwood? —volvió a preguntar el profesor Kallagher.

—Discúlpeme, profesor, pensé que había quedado claro que así era.

—No, no es eso; sucede que estudié en el mismo grupo que tu hermano, Arthur Everwood, cuando asistimos a este instituto —explicó—. No fui un amigo muy allegado de él, pero tuve la oportunidad de conocerlo y nos llevábamos muy bien, y ahora tengo el gran honor de tener como alumno a uno de sus hermanos menores. Estoy seguro de que serás un estudiante digno de tu estirpe, tal como lo fue tu hermano —expresó con sinceridad, y Edward sonrió nervioso—. Mejor dejemos eso de lado y háblanos sobre ti, joven Everwood.

—Bueno, mi nombre ya lo conocen. Me gusta construir cosas, armar rompecabezas y resolver acertijos... —expresó con cierta seriedad, respuesta que dejó un poco perplejo al profesor. Acto seguido, Edward permaneció en un breve momento de tenso silencio mientras las miradas de sus compañeros caían sobre él. De hecho, podía sentir el peso de esas miradas en sus hombros, y esto lo ponían cada vez más nervioso—... Creo que eso es todo lo que puedo decir sobre mí —añadió, y su lengua trastabilló un poco.

—Bien, gracias por tu participación. Continuamos con...

El profesor Kallagher nombró uno a uno a los estudiantes restantes hasta que llegó el turno de...

—Tyler, Tobias.

—¡Aquí! —respondió con sumo entusiasmo y de inmediato se puso de pie—. Pues bien, mi nombre es Tobias Tyler, provengo de Bigrort Traebaum, mi familia y yo nos mudamos hace unos cuantos días a la ciudad debido al nuevo empleo de mi padre en una empresa que fabrica autwagens. Me encanta pasear, correr, trepar árboles y lugares altos, nadar en el río y practicar deportes y actividades físicas vigorosas. También me gusta actuar, danzar, cantar y sé tocar la guitarra. No me gusta mucho la lectura o el estudio en general. Mi sueño es... No sé si deba decirlo, es un tanto vergonzoso.

—No es una obligación, si no deseas...

—¡Qué importa, lo diré de cualquier manera! —interrumpió al profesor con su grito—. Mi más grande deseo es ayudar a las personas. Quiero algún día trabajar en algo que me permita servir a la comunidad. Soy una persona muy servicial; así que, si un día alguno de ustedes precisa de mi ayuda, no duden en preguntar por ella, queridos compañeros. No importa si es algo pequeño como recoger un objeto o algo tan grande como limpiar el jardín de su casa, estaré deseoso de ayudarles.

—Muchas gracias, joven Tyler, por...

—¡Aun no termino, profesor Kay! —aclaró apresurado.

—Esto... de acuerdo. Prosigue.

—Lo siento, es que estoy tan emocionado por conocerlos mejor. Quisiera volverme su mejor amigo y pasar gratos momentos junto a ustedes, mis apreciados compañeros de clase. Sólo quiero desearles a todos que tengan un gran año escolar. Ya. Es todo lo que deseo decir, profesor Kay.

—Está bien. Ahora que hemos concluido con nuestras presentaciones, pasaremos a tomar nota del temario de clases. Tomen una hoja y escriban lo siguiente.

El profesor Kallagher se dispuso a dictar los temas, junto con sus subtemas, que analizarían durante el año escolar; sin embargo, no habían comenzado siquiera cuando Tobias Tyler levantó su mano para hacer una pregunta.

—De acuerdo, joven Tyler, ¿cuál es su pregunta?

—Bien, verá, no entiendo de que se tratará esta clase. ¿«Informática»? ¿Qué clase lleva un nombre tan poco claro cómo ese? Además, ¡me intriga saber que hay debajo de estas sábanas! ¿Podemos removerlas, por favor?

—No veo razones para negarme; de una forma u otra estaba previsto que mostráramos a los estudiantes lo que hay debajo de esas sábanas en el transcurso de la clase. De acuerdo, pueden removerlas.

Todos los estudiantes hicieron tal y como el profesor indicó y así descubrieron que había oculto allí debajo. Y lo que allí estaba guardado resultó ser llamativo y fascinante a sus ojos.

Se trataba de una extraña máquina de gran tamaño compuesta por numerosos mecanismos, engranajes, cilindros, discos de metal y varios rollos de cinta metálica perforada. Al frente de ésta, conectado a todo el mecanismo, se encontraba un dispositivo muy similar al teclado de una máquina de escribir con numerosas teclas, y sobre esta había una suerte de caja grande fabricada en madera con una pantalla de cristal.

—¿Y esto que es? —preguntó uno de los estudiantes.

—Esto, mis estimados pupilos, representa el resultado de décadas de diseño, estudio, trabajo, esfuerzo y dedicación. Es el más grande avance conocido en toda la historia de la ciencia y de la humanidad hasta nuestros días; un dispositivo destinado a cambiar el curso de la ciencia y convertirse en una de las herramientas de mayor provecho para la humanidad. Estimados jóvenes, ¡les presento la «Commaskinen»! —respondió con cierta euforia en sus palabras.

—¿Y esto qué hace? ¿Cómo funciona? ¿Para qué puede servir? —comenzaron a preguntar los estudiantes.

—Esta máquina permite al usuario realizar numerosas y diversas tareas, desde efectuar complejos cálculos matemáticos hasta crear documentos escritos. También permite almacenar información para después consultarla, modificarla o eliminarla de sus registros, entre muchas otras funciones que más adelante conocerán. Esa es la razón de la existencia de esta clase: enseñarles a utilizar esta herramienta. De hecho, el Instituto Tecnológico de Educación Media-Superior «Isaac Blyght» y la Universidad de Couland son las primeras instituciones educativas en todo el país en contar con esta clase de equipos, y también las primeras en incluir en su plan de estudios una materia relacionada al estudio de la «Informática», como han decidido llamar a esta nueva ciencia. Por si esto no fuera suficiente, solicitaron que algunas de las mentes que colaboraron en el desarrollo del proyecto estuvieran presente en dichas instituciones educativas para instruir a las nuevas generaciones sobre el uso de la Commaskinen y sus posibles aplicaciones, razón por la que me encuentro en esta institución.

—Sabía que su rostro me parecía conocido. No sé cómo no pude identificarlo antes —aclaró Edward—. Usted apareció en una fotografía del periódico del día veintitrés del quinto mes del año anterior, junto al resto de científicos, investigadores e inventores que formaron parte de la creación de esta invención.

—Por lo que veo has permanecido informado sobre el desarrollo de esta tecnología.

—En efecto, profesor Kallagher —expresó entusiasta—. De hecho, tengo en casa una carpeta repleta de recortes de las noticias relacionadas a este tema, y no tiene idea de cuánto he deseado desde entonces poner mis manos sobre una de esas fantásticas máquinas y aprender todo lo relacionado a ellas.

—Y tendrás la oportunidad de hacerlo. De hecho, les mostraré algunas de las funciones básicas que veremos más adelante.

El profesor Kallagher encendió la máquina que se encontraba en su escritorio por medio del uso de una de las palancas con las que contaba, y la Commaskinen comenzó a moverse y a hacer ruidos. Acto seguido, todos los estudiantes comenzaron a arremolinarse en torno a él. En la pantalla pronto comenzaron a aparecer una serie de puntos que poco a poco se organizaron hasta formar la palabra «DATER». Luego esta se borró y poco a poco se cambió por otro mensaje que decía: «Bienvenido al sistema DATER. Por favor, presione una tecla para elegir una función», y bajo este mensaje aparecían algunos símbolos encerrados en cuadrados. El profesor Kallagher presionó una de las teclas, de gran tamaño y con un símbolo similar al de una hoja de papel con una esquina doblada y líneas dibujadas sobre ella. Al instante, el símbolo correspondiente en la pantalla se oscureció y la pantalla cambió de diseño, pues ahora se veía un gran rectángulo con una pequeña línea vertical en la parte superior izquierda.

El profesor Kallagher comenzó a teclear algo sobre el teclado, y en la pantalla aparecieron letras mientras la línea, que podríamos decir que era como un cursor, se movía por la pantalla. Al finalizar, presionó una tecla grande en el teclado y el cursor descendió una línea mientras en la pantalla se veía el mensaje que el profesor había escrito, y este era: «¡HOLA, MUNDO!».

—Y bien, ¿qué les parece? —preguntó el profesor Kallagher, pero ninguno de sus estudiantes daba una respuesta. Estaban todos tan maravillados a un nivel estratosférico que incluso las palabras habían sido robadas de sus bocas.

—¡Yo quiero probarla primero! —gritó Tobias eufórico, y de inmediato todos los otros estudiantes comenzaron a comentar su entusiasmo y su excitación al mismo tiempo.

—Todos tendrán su oportunidad de utilizarla. Pero primer permítanme hacer sólo una cosa —explicó, entonces comenzó a teclear algo en la máquina, y en la pantalla comenzó a aparecer el siguiente mensaje: «PRIMERA CLASE DE INFORMATICA DEL PRIMER GRADO, GENERACIÓN 1870-1872. PROFESOR: KEDRICK KALLAGHER. ALUMNOS:»; luego, dejó espacios para que cada uno de los estudiantes pasara a escribir su nombre. El primer de ellos fue Tobias, el más emocionado de todos ellos, y después le siguió el resto de los estudiantes bajo la orientación del profesor.

Edward decidió esperar con paciencia a que todos terminaran para escribir su nombre, y mientras hacía esto inspeccionaba el aparato. Revisó cada parte, cada elemento, y observó detalle a detalle su funcionamiento. De hecho, en ocasiones tomaba notas en su cuaderno y realizaba bocetos de las piezas de la máquina. A Edward le fascinaba esta máquina en su totalidad. Como amante de las invenciones, consideraba esta invención como la cumbre del avance científico, y sin duda deseaba aprender todo cuanto fuera posible sobre él.

—Parece que ya todos escribieron su nombre —dijo, y se puso a contar la lista—. Aquí falta uno. ¿No anhelabas acaso hacer uso de ella, Edward Everwood?

—Por supuesto —respondió.

—Adelante, te daré el privilegio de cerrar la lista —le dijo para luego cederle el espacio.

Edward tomó asiento y comenzó a teclear su nombre. Y mientras que todos los otros estudiantes parecieron tener problemas para utilizar la Commaskinen, pues cometían equivocaciones a la hora de escribir sus nombres o tardaban mucho en encontrar las letras, ese no fue el caso de Edward. Sin perder mucho tiempo, encontró las teclas correctas y escribió su nombre en la pantalla de manera casi tan veloz como su instructor, lo que dejó más que atónitos a sus compañeros e incluso al profesor.

De inmediato, algo dentro del profesor se iluminó. Ese joven resultaba, de alguna manera, interesante para el profesor Kallagher, y por alguna razón veía a una versión más joven de sí mismo en Edward.

«Asombroso» pensó. «Dominó el uso del teclado con tan sólo observarme y observar a sus compañeros. Además, este joven ha mostrado una total inquietud por el funcionamiento de la máquina mucho mayor que la de cualquier otro de sus compañeros. Tal vez hasta entienda de una forma distinta cómo trabaja esta tecnología. Quizá no tenga el poder para predecir el futuro, pero presiento que este joven hará grandes cosas más adelante en su vida, y lo mejor será encaminarlo por la senda correcta».

—Esto, ¿profesor Kallagher? Ya concluí —dijo con cierto nerviosismo pues las miradas de sus compañeros fijas sobre él lo alteraban un poco.

—Está bien. Ahora, ¿puedes ver sobre el teclado esa tecla que tiene un símbolo similar a hojas de papel apiladas una sobre la otra?

—En efecto.

—Presiónala.

Edward hizo tal como el profesor Kallagher le ordenó. De inmediato, la máquina comenzó a moverse un poco y a hacer un sonido extraño muy similar a chirridos graves. Entonces, por detrás de la máquina comenzó a aparecer poco a poco una hoja de papel, y sobre ella estaba impresa todo lo que habían escrito.

El profesor Kallagher sostuvo el papel y mostró a sus estudiantes el resultado final, lo que los dejó atónitos.

—Esta es una de las funciones que esta máquina puede efectuar. ¿No es una maravilla? Pues bien, en esta clase aprenderán más acerca de ella y de sus funciones, y como dominarlas por completo. Ahora bien, ya que hemos vislumbrado un poco de su funcionamiento, procederemos a continuar donde nos quedamos minutos atrás, ¿les parece?

A esta pregunta respondieron los alumnos de forma afirmativa para después pasar a tomar cada uno de ellos su lugar en el salón. El profesor Kallagher continuó en su labor de dictar a sus alumnos el temario de su clase y explicó de forma breve algunos detalles de los temas a tratar hasta que la clase culminó. El profesor despidió a sus estudiantes, quienes debían marcharse para dirigirse a otra aula, y arregló el salón para recibir a sus siguientes estudiantes.

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