CAPÍTULO IV
Eran las seis de la mañana del cuarto día del decimosegundo mes en el año 1869. La tenue luz que entraba por la ventana fue suficiente para despertar a Edward. Justo en el momento en que el joven abrió sus ojos comenzó a percibir una desagradable sensación de dolor que comenzó a invadir su zona cefálica de manera gradual, por lo que se incorporó en su cama y sujetó su cabeza con el cabello entre sus dedos a la vez que exhalaba un leve quejido conforme esta se volvía más intensa e insoportable.
—¿Sientes dolor? —expresó una voz a su lado.
Edward volteó para ver de quien se trataba y descubrió que era su hermano Arthur, de pie junto a su cama.
—¿Arthur? ¿Acabas de llegar? —preguntó algo sorprendido y con voz que sonaba cansada.
—De hecho, pasé la noche aquí en tu habitación.
Edward lo observó con un poco de desconcierto, entonces miró a su alrededor en su cuarto y encontró en la silla de su escritorio una manta gruesa y una almohada.
—¿Dormiste en ese lugar? —curioseó el muchacho.
—Toda la noche —contestó Arthur—. Tu estado de salud me tenía preocupado, así que decidí quedarme para confirmar que todo estuviese en orden. Según lo que pude observar, tuviste una excelente noche de sueño. Ni siquiera te percataste del momento en el que entré a tu habitación, quizás a causa del medicamento que tomaste. Y por lo que veo en este momento necesitas otra dosis. Aguarda un poco, pediré un vaso con agua a Robert.
Arthur salió de la habitación de Edward y llamó a Robert. En breve, el aludido apareció y Arthur le hizo saber su petición. Se retiró y volvió de nueva cuenta con un vaso con agua en su mano. Arthur tomó el vaso y agradeció a Robert quien pasó a retirarse. Luego, tomó de uno de los bolsillos de su chaqueta un frasco pequeño, tan pequeño como un dedo pulgar, en cuyo interior había un polvo de color blanco. Arthur destapó el frasco y vertió todo su contenido en el vaso. En el instante en el que el polvo tocó el agua, este comenzó a reaccionar de manera que generó pequeñas burbujas. Arthur agitó el vaso y luego se lo cedió a Edward quien lo bebió por completo. Dicha sustancia tenía un ligero sabor ácido, como jugo de limones, y las burbujas le provocaban un leve cosquilleo al pasar por su garganta. Cuando terminó, entregó el vaso a Arthur, quien lo colocó en una mesa de noche que se encontraba junto a la cama, y lanzó un leve suspiro de alivio a la vez que cerraba sus ojos.
—Gracias —susurró, y colocó una pequeña sonrisa en sus labios para después recostarse de nuevo en su cama.
—Soy tu hermano, no tienes por qué agradecer —expresó Arthur con una sonrisa comprensiva en sus labios.
—¿Cómo se encuentra Edward? —preguntó una voz profunda de alguien que recién había llegado a la habitación. Se trataba del señor Everwood en compañía de su esposa, y por la expresión de sus rostros podía percibirse que se encontraban concernidos.
—Tenía otro fuerte dolor de cabeza, así que le di un medicamento para aliviarlo —contestó Arthur.
—Perfecto —expresó el señor Everwood satisfecho.
—Hola, padre; hola, madre —saludó Edward con una gran expresión de regocijo en su rostro.
—Buen día, hijo —respondió el señor Everwood.
—Los amo —dijo de nueva cuenta con palabras un tanto alargadas y con la misma gran sonrisa dibujada. Entonces recostó su cabeza sobre la almohada con la mirada al techo y sin mudar su expresión, y entonces cerró sus ojos con la sonrisa todavía dibujada en los labios.
El señor y la señora Everwood observaron con extrañamiento el inusual comportamiento de su hijo.
—¿Se encuentra bien? —preguntó la señora Everwood.
—No se preocupen, es efecto de esta medicina —aclaró Arthur a la vez que les mostraba el frasco que le había administrado—. Al parecer la dosis es muy fuerte para Edward. Debo ajustarla para que pueda tomarla sin que sufra reacciones adversas. También me haré cargo de proporcionarles una gran cantidad de dicho medicamento cada cierto tiempo. No se preocupen por los costos, correrán por mi cuenta.
—De acuerdo. Procede como consideres conveniente —respondió el señor Everwood.
Arthur asintió y se retiró de la habitación; luego, salió de la casa con rumbo hacia su hogar para tomar el desayuno con su esposa y su pequeño hijo y después llevar a cabo aquello que había prometido hacer. El señor y la señora Everwood, mientras tanto, se acercaron a la cama donde se encontraba Edward, quien por efecto del medicamento se había vuelto a quedar dormido. El señor Everwood colocó su mano sobre la frente de su hijo y acomodó un mechón de su cabello hacia la izquierda. A su memoria vino el momento en el que su pequeño vio la luz, suceso que había sucedido más o menos a la misma hora en la que él se encontraba en la habitación de su hijo. No pudo evitar sonreír y que de su ojo izquierdo brotara una pequeña lágrima que secó con el dedo índice de su mano izquierda. Se apartó un poco y la señora Everwood se acercó a él para cubrirlo con su manta pues hacía un poco de frío y se había descubierto al incorporarse. Hecho esto, ambos se retiraron del cuarto y el señor Everwood cerró la puerta con cuidado.
Transcurridas unas cuatro horas desde lo que se narró con anterioridad, Edward volvió a despertar. Se sentía algo mareado y débil, pero aun así logró levantarse de su cama, y luego de esto caminó por su habitación conforme daba tumbos y se sujetaba de las cosas hasta que llegó al baño.
Tras hacer de sus necesidades y mojarse el rostro con agua para despertarse por completo, se dirigió al armario de su habitación de donde tomó un traje color azul marino muy oscuro, una camisa blanca, un chaleco gris y una corbata negra, y entonces pasó a vestirse con ese atuendo. Acomodó un poco su cabello con su mano y después bajó de su habitación a la sala de estar.
La sala de estar era uno de los cuartos más grandes de la residencia Everwood. Tapizada en papel de color blanco y con alfombra gris, tenía un juego de tres sillones, dos muy grandes y uno pequeño. Al centro había una mesa de vidrio rodeada también de algunas otras sillas muy elegantes de madera. En la misma habitación había también un piano, instrumento musical en el que Edward era un total desastre, donde los jóvenes Everwood practicaron sus lecciones de música y de vez en cuando alguno de ellos se daba la oportunidad de amenizar la tarde mientras interpretaba piezas de famosos compositores de la época, así como un reloj de péndulo, alguno que otro jarrón con flores, cuadros de pinturas y una gran chimenea.
Allí se encontraban los señores Everwood; él absorto en la lectura del periódico y ella ocupada mientras trabajaba en su tejido. Charles no se encontraba en casa debido a que sus compañeros de la facultad de leyes habían organizado una reunión en casa de uno de ellos y él había asistido a ella, y Diana se encontraba en la sala de estudio conforme devoraba libros como tenía por costumbre.
—Buen día tenga usted, padre; buen día le deseo a usted también, madre —los saludó al entrar al tiempo que hacía una pequeña reverencia.
—Edward. Buen día, hijo. No imaginábamos que estuvieses despierto —respondió el señor Everwood.
—No entiendo de qué es lo que hablas, padre, si son las... ¡diez de la mañana! —exclamó sorprendido al ver el reloj de la sala de estar—. No puedo creerlo. Lo lamento, padre; debí quedarme dormido.
—Así fue. Tu hermano te administró un medicamento, y al parecer eso provocó que durmieras otro tiempo más —explicó el señor Everwood.
—¿Medicamento? ¿Qué, otra vez estoy enfermo? —preguntó Edward un tanto confundido.
Desconcertados, sus padres volvieron sus miradas el uno hacia el otro cuando Edward efectuó su pregunta.
—Hijo, ¿no recuerdas acaso lo que sucedió ayer? —preguntó la señora Everwood.
Con cierto desasosiego por entender de qué hablaban sus padres, Edward hizo un esfuerzo por recordar los eventos ocurridos la noche anterior. A su memoria vino la graduación, el discurso, y entonces pasó por su mente lo sucedido en el hospital.
—Es verdad —suspiró y llevó su mano a su cabeza—. No sé por qué, pero tenía la total certeza de que todo eso había sido un mal sueño.
—No es muy diferente de lo que nosotros deseamos que fuera —opinó la señora Everwood con cierta tristeza.
—Por cierto, ¿es ese el periódico de este día? —preguntó Edward a su padre.
—Así es —respondió el señor Everwood.
—¿Podrías prestármelo cuando termines de leerlo?
—Por supuesto.
—Bien. Estaré en mi habitación por el momento. Bajaré cuando sea la hora del almuerzo —anunció.
Edward hizo otra pequeña reverencia y se retiró de la sala de estar. Como en ese momento sintió un poco de hambre, pasó a la cocina donde tomó de un cesto de frutas una gran manzana, misma que lavó en un recipiente con agua que allí se encontraba para dicho propósito, y se retiró a su habitación mientras la comía.
Pasada media hora después de las once de la mañana, Edward escuchó que llamaban a la puerta de su habitación. En ese momento disfrutaba de la lectura del libro «Historia de dos ciudades» escrito por Charles Dickens, el cual consideraba como su preferido, pero dejó la lectura del libro de lado para responder al llamado. Se trataba de Robert, el mayordomo, y traía en manos el diario.
—Joven Everwood, su padre el señor Everwood le envía esto —indicó, y le entregó el periódico a Edward.
—Gracias, Robert —expresó.
Robert hizo una pequeña reverencia y se retiró. Edward llevó consigo el periódico a su escritorio y comenzó a hojearlo hasta encontrar una nota que ansiaba encontrar. La leyó con tranquilidad, y conforme avanzaba en su lectura comenzaba a dibujarse una pequeña sonrisa en su rostro. Tomó de su mesa un objeto similar a un cilindro metálico de color cobrizo con incrustaciones metálicas y detalles en color dorado; deslizó un botón de color rojo que en dicho dispositivo se encontraba y de este salió una cuchilla oblicua. Con ella cortó el artículo del periódico y lo puso aparte para después remover el resto del diario hacia un lado; luego, tomó una pequeña botella de pegamento que destapó y procedió a esparcir sobre la parte trasera del recorte con una pequeña brocha. Por último, tomó de sobre su escritorio una carpeta con la cubierta forrada en piel de color rojo que estaba llena de recortes de periódico, buscó en ella una hoja en blanco y allí pegó la nota que acababa de recortar.
Antes de hablar con referencia a lo que había en dicho reporte, me es imprescindible aclarar cierta información con respecto a la nación de Couland. En lo que se refiere a avances tecnológicos, la nación de Couland sin duda se encontraba en la vanguardia. Los ingenieros y científicos de dicho país habían desarrollado una amplia gama de máquinas y dispositivos tecnológicos de uso cotidiano, desde versiones rudimentarias de electrodomésticos modernos hasta los ya célebres y mencionados autwagens, gracias a una tecnología que sólo se encontraba disponible en ese país y que funcionaba a manera de fuente de energía para dichas invenciones: la «batería Blyght», de la que procederé a hablar en otro momento.
Ahora bien, varios años atrás se había corrido un rumor; rumor que acabó por convertirse en un hecho factible que procedió a esparcirse por todo el país. Se hablaba del surgimiento de una nueva ciencia y nuevas tecnologías que, según las promesas de sus desarrolladores, revolucionarían y servirían de apoyo a todas las otras ciencias existentes y por existir. Edward, en su inmenso interés por los avances científicos y tecnológicos, se mantuvo atento del desarrollo de dicho descubrimiento desde sus inicios. La carpeta que con anterioridad se había mencionado contenía notas periodísticas que registraban todos los avances conseguidos hasta la fecha. Los había recolectado desde que el diario comenzó a publicarlos varios años atrás, y en la última nota informativa que había agregado ese día, a grandes rasgos, confirmaba que los alumnos de nuevo ingreso de algunos de los institutos más prestigiosos de Couland tendrían la oportunidad de ser instruidos en dicha disciplina y en el uso y funcionamiento de dichas tecnologías.
Una gran sonrisa se dibujó en el rostro de Edward quien cerró su carpeta y comenzó a prepararse para hablar con su padre.
Llegadas las doce del mediodía los miembros presentes de la familia Everwood tomaron asiento en torno a la mesa para almorzar. El menú de ese sábado para el almuerzo consistía en carne de pollo asada al carbón, vegetales cocinados, varias piezas de pan, algunas sopas, algunas colaciones y néctar de frutos frescos para beber. Como era costumbre de la familia Everwood los presentes se tomaron de las manos y el señor Everwood hizo una oración para dar gracias por los alimentos, y después de esto procedieron a comer. Edward, con la carpeta en mano, se puso de pie y aprovechó para pedir la palabra antes de siquiera probar bocado del suculento banquete.
—¿Deseas decir algo, Edward? —preguntó el señor Everwood, para después tomar una cucharada de sopa y llevársela a la boca.
—Por supuesto, padre; quisiera hacerte una pequeña petición.
—De acuerdo, hijo. Expresa tus inquietudes.
—Verás, padre, supongo, y espero no equivocarme en cuanto a ello, que estás enterado con respecto a ciertos descubrimientos y desarrollos relacionados al ámbito tecnológico que se han llevado a cabo en el país —habló el muchacho con confianza, aunque a menudo trastabillaba en sus palabras.
—Por supuesto, hijo; he leído y escuchado informes referentes a ese tema —expresó.
—Pues bien, de seguro habrás notado que en una de las fuentes de donde obtuviste dicha información hacen mención sobre los planes que se tienen de inculcar en la nueva generación de estudiantes de un gran número de institutos educativos todo lo relacionado con dicha disciplina.
—Ahora que lo mencionas, en efecto creo que en una nota reciente publicada en el periódico de hoy se menciona eso —respondió mientras tomaba un pedazo de pan y lo remojaba en un tazón con una crema que tenía una tonalidad verdosa—. Pero quisiera saber a qué punto deseas llegar.
—En este preciso momento me dirigía a ese punto, padre. Verás, uno de los institutos donde se llevará a cabo la implementación de dicho plan es el Instituto de Educación Media-Superior «Isaac Blyght», el mismo donde mis hermanos han recibido su formación académica correspondiente. Mi petición, si no encuentras ninguna objeción al respecto, es que me inscribas en ese mismo instituto.
Al instante todos los comensales dejaron de comer y centraron su atención sobre Edward.
—Así es, padre; quiero aprender todo lo necesario sobre esa nueva invención. Entiendo a la perfección que el tiempo que me queda es reducido, y quizá pueda hacer otras cosas con él, como por ejemplo disfrutar de los placeres que da la vida, viajar, recorrer el mundo y conocer otras culturas; sin embargo, mi mayor deseo, antes de que mi vida en este mundo culmine, es utilizar ese tiempo en algo en lo que, para serte sincero, estoy mucho más interesado en hacer, pero me gustaría conocer cuál es tu opinión al respecto.
El señor y la señora Everwood voltearon a verse el uno al otro. Ella sólo se redujo a asentir, gesto que el señor Everwood replicó con una sonrisa en el rostro.
—Mi esposa y yo lo consultaremos, y esta noche te daremos a conocer la decisión que hayamos tomado.
—Esperaré hasta entonces —respondió Edward para después tomar asiento y comenzar a tomar su almuerzo.
Tras haber terminado de comer, los Everwood se dirigieron cada cual a la actividad en la que se encontraban concentrados antes del almuerzo. Edward, por su parte, regresó a su habitación para continuar con el libro que devoraba momentos antes.
Varias horas después, cuando eran cerca de las seis de la tarde, Edward comenzó a sentir otro dolor de cabeza y mareos que lo obligaron a recostarse en su cama. Edward hizo saber de esta situación a sus padres y ellos llamaron a Arthur quien no tardó en hacer acto de presencia y, luego de haber saludado a sus padres, se dirigió presuroso a la habitación de su hermano para atenderlo.
Arthur entró y allí vio a Edward, tumbado de espaldas sobre su cama con su mirada en el techo y una mano sobre la frente, mientras en su rostro se dibujaban muecas de dolor.
—¿Cómo te has sentido este día, hermano? —preguntó.
—Todo marchó a la perfección hasta hace unos momentos, cuando el malestar regresó —respondió.
—Entonces he llegado a tiempo —dijo, y presentó a Edward una caja de madera. La abrió y de ella extrajo un pequeño frasco de vidrio, mucho más pequeño que un dedo pulgar y sellado con un corcho—. Esto es para ti. Es una caja completa; te servirá para un mes por lo menos. Deberás tomar uno de ellos cada seis horas. Esto mitigará las molestias de tu enfermedad sin provocarte reacciones negativas.
—Gracias —dijo Edward.
—Recomiendo tomar una después de la cena, de la cual, por cierto, ya es hora. Si lo deseas te puedo acompañar al comedor.
—De acuerdo.
Dicho esto, Arthur acompañó a Edward conforme le sujetaba del brazo y le ayudaba a bajar por las escaleras para llegar al comedor, pues sentía algo de vértigo y temía caer por ellas. Allí estaban ya el señor y la señora Everwood, además de Diana y Charles quien no hacía mucho tiempo atrás había regresado y esperaban a que Arthur y Edward se les unieran en la cena.
Cuando Edward llegó a la mesa su padre se puso de pie, cosa que todos los demás presentes hicieron.
—Edward, tenemos un anuncio que hacerte —habló con aire de prominencia en sus palabras.
—Escucho con atención, padre.
—Mi esposa y yo hemos analizado tu petición, y para tu regocijo hemos decidido apoyarla.
—¿En verdad? —inquirió sorprendido el muchacho.
—En efecto, hijo. El lunes trece de este mes, fecha en la que, de acuerdo con lo que nos informa tu hermana Diana, el instituto abrirá sus inscripciones, iremos juntos al Instituto Tecnológico de Educación Media-Superior «Isaac Blyght» para inscribirte y que recibas allí la instrucción que anhelas.
De inmediato, en su rostro se dibujó la expresión más brillante que se puedan imaginar. Tal era su éxtasis que incluso la molestia que sufría se disminuyó a tal grado que ni siquiera le parecía significativa. Se acercó a donde se encontraba su padre y extendió su mano hacia él, y su padre respondió al saludo con un firme apretón.
—Padre, en verdad te agradezco por todo tu apoyo. Y también agradezco a ti, madre —expresó hacia ella para entonces tomar su mano derecha con ambas manos.
—No tienes por qué agradecerlo; tu bien sabes que es un placer para mí conceder tus deseos.
Hecho esto, sus hermanos aprovecharon para colmar a Edward de felicitaciones por su venturosa decisión, en particular debido a la condición en la que se encontraba su salud, y al terminar hicieron una plegaria antes de comenzar a cenar en la que pidieron tanto por los alimentos como por la salud de Edward. Durante la cena sus hermanos tomaron la iniciativa para aconsejar a su hermano menor acerca de esa nueva etapa de su vida, consejos que Edward apreció sobremanera y se aseguró de retener en su memoria.
Transcurrieron entonces los días hasta que llegó el decimotercer día del decimosegundo mes. Fieles a su palabra, los Everwood se dirigieron al Instituto Tecnológico de Educación Media-Superior «Isaac Blyght» para registrar a Edward como estudiante de dicha institución. Para el director de dicho plantel educativo esto resultó ser una bendición. Durante cuatro generaciones de estudiantes los Everwood formaron parte del cuerpo estudiantil de dicha escuela. Fueron alumnos tan destacados que hicieron al instituto acreedor de numerosos galardones que ayudaron a exaltar aún más su reputación. Era evidente para el señor director que un quinto miembro de la dinastía Everwood haría que la institución ganara mucho mayor prestigio, por lo que no hubo demasiados reparos de su parte y aceptó sin vacilación al menor de los Everwood en su plantel.
Ahora a Edward sólo le restaba por esperar a la llegada del tercer día del primer mes en el año 1870, en el que ingresaría a dicha institución, sin imaginar que a partir de ese momento su vida daría otro giro inesperado.
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