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CAPÍTULO III


La vida del pequeño Edward resultó bastante complicada. Desde que era un niño dio señas de gran debilidad física y de poseer una salud deplorable. Con suma frecuencia sucumbía a enfermedades y males de diversas índoles, a tal grado que ver entrar y salir doctores a su habitación se convirtió en algo habitual en su vida. Sin duda resultó un gran reto para Christine y una gran decepción para el señor Everwood, quien nunca imaginó que alguien de su misma estirpe careciera de las características que convertían a los Everwood en una de las familias más fuertes de Couland. La frágil salud de su hermano menor hizo que creciera en Arthur una fuerte preocupación por la vida de este, pues era el último recuerdo de la madre a la que tanto amor profesó; razón que lo impelió a dedicarse a estudiar medicina para de esta forma poder cuidar mejor de él en el futuro.

Convivir con sus hermanos le fue muy complicado. No soportaba realizar actividades físicas al aire libre con ellos. Tan sólo correr unos pasos hacía que terminara extenuado y sin aliento. Su pálida tez se tornaba roja cual tomate y con frecuencia terminaba bañado en sudor, aun cuando el clima era tan fresco que hacía casi imposible el que uno transpirase siquiera un poco. De hecho, la mayor parte de su infancia la vivió encerrado en su propia casa, detrás de las cuatro paredes de su cuarto que lo separaban del mundo exterior.

Nunca asistió a una escuela para recibir su educación básica, a diferencia de sus hermanos. Toda su educación la recibió en casa. El señor Everwood, preocupado porque su hijo se perdiera de recibir su debida formación académica, contrató a los mejores tutores, instructores y maestros particulares que pudiese encontrar no sólo en Kaptstadt, sino en todo Couland, con tal de brindarle la mejor educación a su retoño.

Para colmo de males, en el ámbito académico no siempre fue un muchacho destacado; debido tal vez a verse con frecuencia afligido por dolencias que mermaban sus facultades. Los instructores no daban muy buenas referencias a sus padres de su progreso estudiantil, e incluso llegaron a darse por vencidos y afirmar que, lo más probable, es que tuviera alguna deficiencia cognitiva.

Los Everwood, a pesar de mostrarse un tanto indignados con la opinión de los tutores, no perdieron la esperanza e hicieron lo posible por ayudarle a progresar en lo académico. Contrataron otra clase de instructores que tuvieran un enfoque diferente en su educación, además de que ellos mismos se involucraron en sus lecciones, y en esta ocasión los resultados que obtuvieron fueron favorables.

Sus nuevos instructores señalaron algunas habilidades sobresalientes en el pequeño: Edward poseía un ingenio innovador para construir objetos con materiales simples, como bloques de madera, piezas de relojería, metal y otros materiales que tuviese a su alcance. Asimismo, se le percibía una notable destreza para resolver rompecabezas, acertijos y juegos de palabras.

Su padre, fascinado por las impresionantes aptitudes que su hijo demostraba, apoyó el desarrollo de sus talentos. A menudo le compraba rompecabezas cada vez más complejos y le conseguía piezas de diversos materiales para que crease cuantas cosas deseara. Asimismo, su hermana Beatrice apoyó bastante en su educación e inculcó en él el gusto por la lectura. Con frecuencia lo acompañaba en la sala de estudio o le llevaba alguno que otro libro cuando no estaba en sus posibilidades salir de su habitación. Gracias a ello, Edward se convirtió en un ávido lector de libros de diversos temas, desde asignaturas comunes como matemáticas, biología, ciencias e historia, hasta de temas un poco más complejos como mecánica, ingeniería, carpintería entre otros, todos relacionados a la fabricación y reparación de diversas cosas en general, lo que le ayudó a pulir sus habilidades. Asimismo, comenzó a progresar a pasos agigantados en su formación académica. En verdad que sus talentos se encontraban ocultos; sólo necesitaba la motivación adecuada y un gran esfuerzo de su parte y de sus padres para hacerlos salir a la luz.

Con el paso del tiempo, la condición de Edward mejoró poco a poco contra todo pronóstico, pues muchos de los doctores que lo atendieron auguraron que no llegaría a vivir para ver su décimo invierno, por lo que todos en la casa Everwood resultaron regocijados de que dichas predicciones estuviesen erradas. Sin embargo, su aspecto físico no parecía tener mejora alguna. Era más bajo y mucho más delgado de carnes que otros niños; incluso Diana era más alta que él a su edad. Su piel se veía muy pálida, en contraste con el color de piel tan saludable que mostraban sus hermanos, y en lo que se refería a su fuerza física, esta no era suficiente, pues tenía a menudo dificultades incluso para levantar algunos objetos que cualquier otro niño de su edad podría llevar en sus manos sin problema alguno – sin embargo, es notable mencionar que su salud se volvió más estable y su condición física mejoró de manera notoria, pues para el momento que llegó a cumplir catorce años de edad, tenía una estatura y una complexión física promedio para un joven de su edad, aunque todavía eran un poco bajos para los estándares de su estirpe.

Al llegar a la edad de once años, y comprobar que su estado de salud se mostraba más estable, Edward le hizo a su padre una petición especial. Deseoso de conocer mejor el mundo exterior, convivir con personas de su misma edad y compartir con otros sus conocimientos, suplicó al señor Everwood que lo inscribiera en un instituto tal como a sus hermanos.

Al principio, tanto el señor Everwood como sus hermanos dudaban mucho de cumplir con dicha solicitud. Suponían que sería riesgoso para un joven de su condición aventurarse en un ambiente en el que lo más probable fuera que estuviese expuesto a sufrir ciertos peligros para su salud y su vida, pero fue la voz de su madre sustituta la que hizo entrar en razón al señor Everwood. Ella consideró que sería estimulante para su desarrollo vivir experiencias que lo desafiaran y salir del ambiente cotidiano al que estaba tan acostumbrado. No iba a vivir toda su vida enclaustrado y conocería el mundo a través de las páginas de libros. Así fue como en el año de 1867, con doce años, Edward Everwood asistió por primera vez a un salón de clases.

No vamos a ahondar demasiado en las experiencias vividas por nuestro joven héroe durante dicho periodo de su vida pues son en su totalidad irrelevantes para el transcurso de la historia. Lo único que podemos decir con respecto a ello es que las cosas no resultaron ser tal y como él lo hubiese deseado.

No le fue sencillo hacer amigos. De hecho, ni siquiera tuvo demasiado contacto con otros de sus compañeros. Su estatus como joven «prodigio» –vamos a llamarlo de esa forma pues considero que es la más adecuada para referirnos a su persona– no le fue de mucha ayuda para entablar una amistad. Sus años pasados en total aislamiento fueron los principales causantes de sus fallas en la comunicación con otros jóvenes. De nada le servía tanto conocimiento que había adquirido durante todos esos años si no lograba compartirlo con otros como era su deseo. Aun así, eso no lo desanimó ni le hizo desistir en sus intentos.

Lo único que consiguió en el instituto fue atraer la atención de muchachos aprovechados y abusivos. Debido a que sabían que el joven Edward procedía de una célebre estirpe, daban por sentado que en sus bolsillos y en su maletín llevaba cosas de inestimable valor. Además, muchos de ellos sentían celos del pequeño y de sus elevadas capacidades. Fueron numerosas las ocasiones en las que el joven Everwood cayó víctima de esos delincuentes juveniles que sacaban partido de su ventaja en tamaño y fuerza. Sin embargo, prefirió no contarle a su padre de sus desventuras escolares, no fuera a ser que este sobreactuara y se tomara estos incidentes de una forma negativa y el remedio resultase peor. Tal vez lo cambiarían de instituto o tomaría medidas exageradas para protegerlo que podrían exponerlo al ridículo o a un odio todavía mayor que el que ya sentían por él. En su lugar, en un intento de aplicar un poco de diplomacia, buscó la forma de encontrar una solución pacífica y llegar a un consenso en común con ellos. No muchos se negaron a los acuerdos que propuso el joven Edward, pues resultaban beneficiosos para ambas partes: Edward los ayudaría con los trabajos escolares y ellos prometían no hacerle daño e incluso protegerlo de otros abusivos.

Así pasaron los tres años de educación media del joven Edward Everwood, entre clases, tareas, proyectos escolares y almuerzos en lo que por lo general se desenvolvía por su propia cuenta sin una sola compañía a su lado. A pesar de ello, su generación llevó su nombre debido a ser el alumno con el aprovechamiento más destacado, aunque no por ello el más popular, dentro del instituto.

Se le encomendó dar un breve discurso de graduación el día de la clausura. Edward, tímido como siempre lo había sido, se preparó con arduo empeño con varias semanas de antelación para lograr vencer su temor a hablar en público.

El día del discurso se le contemplaba por completo nervioso. Sudaba con frecuencia, aun cuando la fecha de la clausura era durante los primeros días del mes decimosegundo, y sufría de intensos temblores y sobresaltos ante los más mínimos estímulos sonoros.

En el momento de dar su discurso, tomó una gran bocanada de aire y repasó en su mente cientos de ejercicios para controlar la ansiedad y el nerviosismo que había leído y practicado. Comenzó a hablar calmado, despacio, y efectuaba pausas que lo hacían ver solemne y culto. Conforme avanzaba, tomó un poco más de confianza y habló con mayor claridad, fluidez y soltura. Ni una palabra tuvo un tropiezo; nada se escapó de su memoria, ni el más mínimo detalle ni la más mínima coma de su bosquejo.

Al terminar, fue recibido en una oleada de aplausos, una recompensa que jamás hubiera imaginado recibir alguna vez en su vida. Saludó a los miembros del presidio y se sentó junto a sus demás compañeros quienes, sorprendidos por tal muestra de elocuencia, por primera vez en tres años tomaron en cuenta su presencia y lo colmaron de elogios.

Terminada la ceremonia, se reunió con su familia en el vestíbulo del auditorio escolar.

—Edward, hijo, permíteme felicitarte —expresó el señor Everwood al tiempo que estrechaba primero su mano y después convirtió ese gesto en un gran abrazo fuerte como el de un oso—. Has culminado una etapa de tu vida, y lo has efectuado de manera excelente, digna del honor familiar. Me siento orgulloso de ti, hijo mío, en verdad lo digo.

—En efecto, «grandullón» —dijo su hermano Charles, quien puso su mano sobre la cabeza de Edward y revolvió un poco su oscura cabellera. Lo llamaba «grandullón» de forma cómica e irónica debido a su baja estatura.

Edward respondió a este gesto con una sonrisa y un guiño de su ojo izquierdo.

—Eres digno de merecer otro aplauso —expresó Christine Everwood—, te luciste en gran manera con tu discurso.

—Incluso yo, que soy profesora de Literatura y hago presentaciones de mis libros —aclaró Beatrice—, suelo tener problemas con mis discursos; pero tú, hermanito, lo hiciste estupendo.

—Gracias, padre, y gracias a todos —respondió Edward—. Aprecio sobremanera sus...

Edward interrumpió lo que en ese momento decía, y entonces puso su mano derecha sobre su cabeza. Cerró sus ojos, apretó los dientes y lanzó un quejido.

—Edward, hijo, ¿qué te sucede? —preguntó azorado el señor Everwood

Edward no alcanzó a responder. En un abrir y cerrar de ojos se desvaneció justo frente a ellos. Su leve cuerpo se desplomó. Charles, quien se encontraba más cerca de él, alcanzó a atraparlo antes de que diera contra el suelo.

—Edward, ¡Edward, responde! —suplicó el señor Everwood con su mano sobre él mientras lo movía un poco de un lado al otro para ver si reaccionaba—. ¡Arthur, revísalo pronto! —ordenó al ver que su hijo no volvió en sí.

Arthur se acercó a él, sujetó su muñeca para sentir su pulso y alcanzó a sentir un latido muy débil. Tocó su frente y esta se sentía fría y algo sudorosa. Revisó sus ojos, y estos los tenía vueltos hacia arriba.

—Hay que llevarlo a un hospital de inmediato —ordenó Arthur.

El señor Everwood lo llevó en sus brazos. No le fue dificultoso pues Edward era liviano y pequeño y el señor Everwood era un hombre de gran estatura y musculatura. Junto a él se encontraba Christine Everwood quien le hablaba y soplaba aire sobre él con un abanico. Detrás de él lo seguían Charles, Diana y Beatrice.

A su alrededor los presentes los observaban aterrados y llenos de preocupación. Los más despreocupados eran algunos de los muchachos que solían ser sus abusones, quienes aprovecharon para decir, con tono de mofa, que Edward no había resistido la presión del discurso y se había desmayado como una damisela en apuros; expresiones que fueron bien recibidas por sus condiscípulos, pero mal tomadas por gran parte del estudiantado, profesores y padres de familia quienes dieron una reprimenda a estos muchachos por su carencia de empatía ante una situación de tal gravedad.

A toda velocidad se subieron a los autwagen; en uno de ellos iba el matrimonio Everwood, en el otro Arthur conducía a solas mientras que en el tercero iban los tres hermanos restantes. Entonces marcharon, veloces como el viento del norte, con la vida del menor de los Everwood que pendía de un hilo mientras rogaban porque su desventura no tuviese un desenlace todavía más funesto.

El hospital no se encontraba lejos del instituto, y había poco tráfico en las calles; pero debido a la intensidad del momento el camino les pareció eterno. Arthur, quien ya para ese entonces trabajaba como médico en ese hospital, se bajó del autwagen para pedir a un grupo de médicos y enfermeras que lo auxiliaran a llevar a su hermano a la clínica, y ellos de inmediato enviaron una camilla, lo descendieron del vehículo y lo condujeron hasta una habitación. Mientras las enfermeras procedían a retirarle algunas prendas de vestir a Edward, entre ellas la chaqueta, la corbata, el chaleco y los zapatos con la finalidad de estimular la circulación sanguínea, Arthur explicó al equipo médico todo lo que había sucedido. También les citó de su historial médico y algunos de los síntomas de los males que había padecido durante toda su vida.

Con esa información, lo primero que los médicos hicieron fue intentar reanimarlo. Después de verificar que sus signos vitales estuvieran estables, como su respiración y su pulso, hicieron uso de los métodos que conocían para reanimar a quienes habían sufrido de algún síncope.

Cuando Edward por fin reaccionó, encontró frente a su cama a varios doctores, lo que incluía a su hermano Arthur vestido con una blanca bata que le fue facilitada por una de las enfermeras del lugar.

—¿Te encuentras bien, hermano? —preguntó Arthur.

—No lo sé. ¿Dónde me encuentro? ¿Qué me sucedió? ¿Quiénes son ellos? ¿Qué le ocurrió a mi ropa? —interrogó azorado el muchacho.

—Tranquilo. Te encuentras en el hospital; sufriste un vahído en el momento en el que te felicitábamos por tu discurso; ellos son colegas médicos, me ayudan a auscultarte, y tu ropa está por allá —respondió, y señaló una mesa en un rincón de dicha habitación.

—¿Un vahído?

—Así es, te desvaneciste frente a nuestros ojos, hermano. Ahora, ¿podrías hablarnos un poco al respecto de lo que sucedió en el vestíbulo del auditorio de la escuela?

—Sólo viene a mi memoria que de pronto sentí un fuerte dolor de cabeza y después no supe más.

—¿En qué parte de la cabeza sentiste esa molestia, jovencito? —preguntó uno de los médicos.

—Justo aquí —respondió, y señaló un punto en el centro de su cabeza.

—¿Cómo fue el dolor? ¿Fue repentino pero muy fuerte? ¿Fue gradual, o fue intermitente?

—Fue súbito, súbito y bastante intenso.

—Según tu historial médico proporcionado por tu hermano, había sufrido de desvanecimientos en ocasiones anteriores. ¿Habías sentido dolores de cabeza en momentos previos a esos desvanecimientos?

—No lo recuerdo. Quizás en una que otra ocasión, pero no estoy seguro al respecto.

—De acuerdo. Nos gustaría realizarle algunos análisis, pero antes debemos consultarlo con su padre.

—Está bien.

El grupo de doctores salió de la habitación y dejó solo a Arthur con él. Luego hablaron con el señor Everwood para informarle sobre su estado y comentarle de los procedimientos que debían ser llevados a cabo.

—Lo que sea necesario mientras sea por su salud —respondió.

Dicho esto, trasladaron a Edward a una habitación donde había algunas máquinas de apariencia extraña. Una de ellas era similar a un gran tubo horizontal de color como el cobre, con muchos bulbos que emitían luces e incluso salía algo de vapor de otros tubos unidos a esa máquina. Había junto a ese equipo una extraña máquina llena de engranajes, tubos, láminas de metal e incluso un dispositivo muy parecido a una máquina de escribir.

Primero extrajeron sangre de su cuerpo que la llevaron a examinar en un laboratorio contiguo a esa habitación. Después otro doctor examinó sus ojos y sus oídos y otras zonas de su cuerpo, luego le pidieron que se desvistiera, se colocase una bata y acto seguido lo introdujeron en el mencionado tubo, donde una fuerte luz resplandeció sobre su cabeza en numerosas ocasiones con la misma velocidad que un relámpago.

Luego de estos análisis fue trasladado a la habitación donde con anterioridad se encontraba, y varias horas más adelante, cuando eran ya cerca de las nueve de la noche, los doctores aparecieron con los resultados.

Uno de ellos, el líder del grupo de diagnóstico, sugirió hablar primero con los padres de Edward en privado. Tras escuchar esto, Arthur se preparó para lo peor, por lo que se dirigió a la habitación de su hermano para conversar con él y tranquilizarlo.

Los condujeron a un cuarto solitario donde había numerosas placas similares a las que se utilizan para revelar fotografías. En una de ellas se encontraba el nombre de Edward, y se podía ver el interior de su cráneo. Junto a este se mostraban los resultados del análisis de sangre de Edward, y ambos confirmaban el mismo diagnóstico.

—Los he traído aquí porque lo que estoy a punto de informarles no es algo agradable de escuchar, y quería que ustedes se enterasen primero para que se lo informen a sus demás familiares —habló con gran calma y seriedad el facultativo—. En momentos posteriores se lo haremos saber a su hijo. Pero antes, permítanme decirles que, a partir de este momento, su hijo va a necesitar todo el apoyo que les sea posible dar, no sólo en sus cuidados, sino también en lo relacionado a su estado de ánimo. Una noticia como esta puede derrumbar hasta a la persona más fuerte, y no me gustaría que esto influyera en su vida y en el transcurso de su enfermedad. Es un hecho conocido que un enfermo que entra en un estado de depresión suele sucumbir al mal que lo aqueja con mayor facilidad y prontitud que uno cuyo estado de ánimo es más positivo. Por eso los exhorto a que traten de mantener su estado de ánimo elevado; háganlo sentir confortable, tranquilo, que lleve una vida plena en lo que sus posibilidades se lo permitan —señaló, y ambos padres asintieron.

»Sin más preámbulos, les daré el diagnóstico del joven Edward Everwood. Su hijo tiene un extraño abultamiento, allí, en esa sección del cerebro —explicó, y señaló con su dedo un bulto en dicha parte, justo entre los hemisferios—. Se trata de alguna suerte de crecimiento anormal, según lo muestran las pruebas efectuadas. Además, encontramos pequeñas concentraciones de células de características anormales en su torrente sanguíneo, y existe una gran posibilidad de que estas hayan sido las causantes de dicho padecimiento.

—¡No puede ser! —exclamó la señora Everwood al tiempo que llevó sus manos al rostro para cubrir su nariz y boca. El señor Everwood entonces la tomó del brazo e intentó confortarla.

—Doctor, dígame por favor. Este mal que padece mi hijo, ¿puede ser curado de algún modo? —indagó consternado el señor Everwood.

El médico se removió los lentes de su rostro, bajó un poco la mirada y meneó la cabeza.

—Lo lamento, pero esa clase de mal no es curable, aun a pesar de los avances que hemos alcanzado en el ramo de la medicina.

No considero que sea necesario explicar cuál fue la reacción de los señores Everwood ante tan trágica noticia. Ellos se miraron el uno al otro, consternados y abrumados. La señora Everwood fue la primera en romper en llanto, y se lanzó al regazo de su esposo para desahogarse. El señor Everwood también cedió a las lágrimas, pero trataba de ser fuerte para consolar a su esposa, aunque por la expresión descompuesta y desencajada de su rostro podía verse con claridad cuan afectado estaba por la noticia.

—¿Cuánto tiempo es lo que le queda de vida a Edward, doctor? —preguntó el señor Everwood.

—Debido a que aún se encuentra en una fase inicial, podríamos estimar de dos a tres años —respondió con severidad.

—¡De dos a tres años! ¡Es tan poco tiempo! No es justo; él es un buen muchacho, no se merece esto —se lamentó la señora Everwood.

—Lo entiendo, querida, pero no está en nuestras manos solucionarlo. De nada servirá quejarnos o ponernos a buscar culpables. Sólo debemos ser fuertes y aceptarlo.

—Pero, ¡es tan difícil!

—Lo sé, amor, lo comprendo a la perfección. Pero hay que hacerlo por Edward.

La señora Everwood asintió de nueva cuenta y volvió al regazo del señor Everwood.

—Mi pequeño, mi pequeño —musitaba al tiempo que el señor Everwood acariciaba su cabello.

—Si ambos están de acuerdo, procederemos a informar a su hijo de su situación —señaló el médico.

Los señores Everwood asintieron y se retiraron de la habitación junto con el doctor, quien llevaba en sus manos la placa y los resultados de la prueba. Conforme se dirigían a la habitación, limpiaron sus rostros y trataron de cambiar su expresión para no revelar algo negativo ante sus hijos, en especial ante Edward.

Entraron entonces a la habitación donde se encontraba Edward. Arthur estaba le proporcionaba un medicamento que el mismo había preparado pues Edward había comenzado a sentir dolores de cabeza de nueva cuenta, y momentos después de beber del preparado comenzó a sentirse un poco mejor. Arthur notó la expresión llorosa en los ojos de Christine Everwood y de su padre, y supo que la noticia era peor de lo que imaginaba, por lo que fue con ellos para reconfortarlos un poco. Edward acostó su cabeza sobre la almohada de la cama con los ojos cerrados, pues ya sentía un poco de sueño y el medicamento de Arthur había causado en él un efecto láudano que lo hizo sentir algo adormecido y relajado.

—Joven Edward Everwood, tenemos los resultados de sus análisis.

—Proceda, doctor —respondió con los ojos abiertos y reclinó un poco la cabeza para verlo mejor.

—Lamentamos informarle que padece de un extraño crecimiento de carácter maligno dentro de su cerebro, para el que no existe cura.

Tras escuchar esto el sueño que sentía se ahuyentó de él y se incorporó con rapidez sobre la cama. Su corazón latía presuroso y su respiración se agitó.

—¿Qué? —preguntó pasmado el joven.

El doctor le mostró la lámina que les habían mostrado a sus padres donde se veía el escaneo de su cerebro y el bulto que crecía en su interior. Edward lo observó con ojos desmesurados, y después se sentó sobre la cama con la cabeza apoyada entre sus manos. Así permaneció por un rato, sin mudar su expresión llena de pasmo.

—¿Cuánto tiempo? Dígame, doctor, por favor, ¿cuánto es lo que me queda de vida? —preguntó.

—Se estima que de dos a tres años —respondió.

Edward entonces se enderezó; tenía la mirada perdida y el rostro inmutable e inexpresivo; ni siquiera movía los ojos ni parpadeaba y apenas se le notaba que respiraba. Permaneció así por unos segundos, lo que preocupó un poco a los médicos y también a sus padres.

—Entiendo —dijo momentos después.

Edward removió las mantas que lo cubrían y se sentó con sus pies en el suelo.

—¿Qué es lo que quieres hacer, hijo? —preguntó el señor Everwood.

—Sólo quiero irme de aquí. Me siento cansado y quiero descansar —respondió mientras aún conservaba su gesto estático.

—Si lo desea puede pasar la noche en este hospital —sugirió uno de los médicos.

—Agradezco su ofrecimiento, doctor, pero en verdad quiero ir a casa.

—¿Ya no hay más que se pueda hacer por él aquí, o sí? —preguntó Christine Everwood.

—Tal parece que no —respondió el médico principal—. Ya se le practicaron los análisis debidos, y no contamos con la medicación adecuada para tratarlo. Podría quedarse en el hospital por los siguientes tres años hasta que llegue el momento de su partida, pero aquí sólo podríamos cuidar de él, alimentarlo, darle medicamentos contra el dolor y otros de sus malestares; eso sólo en caso de que así lo decidan ustedes.

—No —expresó Edward, y miró a los ojos al médico de cabecera—. Deseo volver a mi vida normal. Ya he vivido demasiado tiempo detrás de paredes. Pasar mis últimos momentos encerrado en otras me sería insoportable. Permítanme, por favor, volver a casa con mi familia. Allá me sentiré mucho más cómodo.

—Dejen que vuelva —opinó el señor Everwood—. Cumplan su voluntad.

—Si así lo desea, y así lo aceptan sus padres, así será —respondió el médico quien después volteó a ver a los señores Everwood, a lo que el señor Everwood asintió como respuesta—. De acuerdo, entonces déjenme buscar sus papeles para autorizar el alta —informó.

Así lo hizo el doctor, quien salió acompañado de sus colegas mientras Edward buscaba su ropa y se vestía. Los que estaban más que alarmados eran sus padres. Cualquier otra persona, al recibir nuevas de naturaleza tan oscura, tendría la más variopinta de las reacciones. Algunas se entristecerían, otras maldecirían y se enojarían con quien la culpa no tiene; pero Edward no hizo ni una ni otra. Su rostro permaneció inexpresivo con un leve rastro de sorpresa, o tal vez temor, en su mirada. Permaneció en silencio todo el tiempo, desde su salida del hospital hasta su llegada a casa. Con frecuencia sus padres intentaron hacer que hablara. Le preguntaban cosas sencillas, como por ejemplo si tenía hambre o si deseaba ir a algún sitio en particular, pero en respuesta Edward desviaba la mirada, asentía o meneaba la cabeza un poco.

Al llegar a casa, Edward se despidió de sus padres y de sus hermanos con cortesía, a quienes deseó que tuvieran una muy buena noche. Entonces se retiró a su habitación y cerró la puerta.

El señor y la señora Everwood se miraron consternados y desconcertados. Voltearon a ver a sus hijos, quienes compartían la misma expresión.

—Ha sido un día largo; debemos... Descansemos —ordenó el señor Everwood.

—Llevaré a Beatrice a su hogar —aclaró Arthur—, después iré a casa, hablaré con mi esposa y vendré de regreso para ver como continua la condición de Edward.

—De acuerdo —expresó el señor Everwood.

Beatrice se despidió de su padre y de Christine y se retiraron. Charles, Diana y los señores Everwood se dirigieron a sus respectivas habitaciones. Robert el mayordomo y Amelia estaban un tanto intranquilos por la expresión de los rostros de sus amos y de los muchachos, e incluso por la conducta de Edward, razón que les hizo inquirir del señor Everwood con respecto a ese asunto. El señor Everwood explicó todo con detalle, lo que causó que Amelia casi se desmayara de la impresión.

Mientras tanto, Edward estaba en su cuarto de pie con el brazo derecho cruzado sobre su pecho, y con su mano izquierda apoyada sobre este se cubría nariz y boca. Tenía todavía la mirada fija y extraviada y con la mente revuelta. Aún resonaba en sus oídos el eco de las palabras del médico sobre su diagnóstico. Volteó a ver su mesa de trabajo y encontró el mecanismo de un reloj en el que tenía tiempo que trabajaba, así como el libro de relojería que le indicaba como construirlo. Tomó el reloj con su mano izquierda, lo contempló largo rato y luego de soltar un hondo suspiro lo depositó en la mesa junto a las demás piezas. Entonces sintió como los ojos le pesaban, en parte por el cansancio que sentía y en parte por el medicamento de su hermano, y decidió que lo más adecuado era irse a descansar. Mudó entonces sus prendas de vestir, apagó las luces de su habitación y se acostó a dormir. 

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