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CAPÍTULO II

Eran las tres de la tarde del primer día del mes primero del año 1855. Un gran número de autwagens, vehículos similares a carruajes impulsados por un motor eléctrico que funcionaba con una gran batería Blyght y que eran dirigidos por medio de un volante y tres palancas para controlar la velocidad, la dirección y el frenado, se dirigían en fila con paso lento y bamboleante por un camino con rumbo a las afueras de la ciudad de Kaptstadt.

En el autwagen que iba a la cabeza del desfile se encontraban varios hombres empleados de una reconocida empresa funeraria de la ciudad. Iban ataviados en ropajes oscuros y adornados con sombreros de copa. Sus rostros se veían inmutables, pero podía sentirse cierta compasión en su interior. En la parte trasera del vehículo en el que viajaban se encontraba la señora Everwood, en el reposo del sueño eterno dentro de un ataúd de maderas finas que emanaban un delicado y refrescante aroma. El segundo autwagen llevaba a la familia Everwood y a los criados Robert y Amelia. En el resto de ellos se encontraban algunos amigos del señor Everwood, así como el resto de la servidumbre de su casa.

El camino era pedregoso y con muchos baches. A su alrededor podía verse una hermosa campiña cubierta por un verde pasto, árboles inmensos rebosantes de vida rebosantes de aves canoras que habían hecho morada en su follaje y entonaban una melodía que para los pasajeros sonaba más bien como una marcha fúnebre, además de arbustos silvestres adornados con flores de dulce aroma que hacían bien en ayudar a mitigar el dolor y la tensión.

Tras cerca de media hora de camino llegaron a su destino, una colina sobre la que se encontraba un gran edificio de piedras carcomidas por los años y que poseía una chimenea de boca muy ancha. Los empleados de la funeraria descendieron del autwagen, abrieron la puerta del compartimento trasero y extrajeron el féretro. Al mismo tiempo, de los demás autwagen comenzaron a descender el señor Everwood, quien llevaba al pequeño Edward en los brazos, sus hijos y los demás asistentes. Una vez que descargaron el cuerpo del vehículo, los empleados cargaron la caja colina arriba por un camino cubierto de losas que conducía al edificio. Detrás de ellos marchaba la procesión a paso lento, algunos de quienes la conformaban lo hacían en silencio mientras que otros en gemidos y llanto.

Se encontraban en el umbral del gran edificio, frente a una puerta fabricada en madera negra con una aldaba de hierro que correspondía a las pantagruélicas dimensiones de la construcción. Los trabajadores de la funeraria llamaron a la puerta por medio del pesado objeto metálico que de ella pendía, e instantes después apareció un sujeto de tétrica apariencia, quien abrió la puerta en atención al llamado. Caminaba encorvado como si los años le pesaran; su cuerpo delgado y el rostro pálido y cubierto de arrugas le daban una apariencia casi cadavérica y parecía que estuviese al borde de la momificación en vida. Estaba ataviado en ropas negras con un sombrero de copa tan avejentado como su propietario y tenía varios mechones de cabello de color gris que cubrían su esperpéntico rostro. Los más pequeños se sintieron un tanto incómodos y hasta impresionados por la apariencia de dicha persona.

—¿Qué asunto es el que los trae por aquí? —preguntó el sujeto con voz áspera después de echar un vistazo a la multitud.

—Somos los empleados de la funeraria. Traemos el cuerpo de la señora Everwood para el «bongerfeuer».

—De acuerdo. Adelante, pasen. ¿Son ellos los familiares de la señora Everwood?

—En efecto —respondió el señor Everwood con mustia y seria voz—. Mi nombre es Zachariah Everwood. Ellos son mis hijos: Arthur, Beatrice, Charles y Diana. Y este es el pequeño Edward —dijo en referencia al bebé que llevaba en brazos.

—Mi más sentido pésame para usted, señor Everwood, y para toda su familia. ¿Va a participar en el proceso del bongerfeuer?

—Así es. Deseo también que mis hijos estén presentes para que tengan la oportunidad de despedirse de su madre.

—Bien. Pasen entonces.

El señor Everwood asintió y procedió a entrar en el recinto, acompañado por sus hijos y también la servidumbre y amigos. El sitio en cuestión era bastante amplio, una gran sala con una mesa de piedra en el centro sobre la que los empleados de la funeraria depositaron el féretro con el cuerpo de la señora Everwood.

—Por favor, abran el féretro. Quiero ver por última vez el rostro de la mujer que tantos años felices dio a mi vida —ordenó el señor Everwood.

Los empleados obraron tal y como el señor Everwood ordenó. Removieron primero con cuidado la tapa y después la manta que cubría el cuerpo. Allí estaba ella, ataviada con un gran vestido blanco; no el mismo que utilizó el día de su boda sino más bien uno de sus preferidos, mismo que vistió en numerosos eventos y bailes. Los encargados de preparar el cuerpo la habían maquillado un poco e incluso se tomaron el tiempo de arreglar su cabello en un peinado recogido por detrás de la cabeza.

Al verla, el señor Everwood fue invadido por la nostalgia, y de inmediato comenzó a recordar todos aquellos momentos dichosos que con ella compartió; memorias que hicieron mella en su corazón no pudo evitar ceder al llanto. Entregó al pequeño Edward en los brazos de Amelia, quien también ya tenía el rostro descompuesto y de cuyos ojos comenzaba a brotar alguna que otra lágrima, y se acercó a la caja. Acarició su rostro con suma ternura, puso su mano derecha sobre las de su esposa, pues los que prepararon el cuerpo las habían colocado juntas una sobre la otra encima de su vientre, y entonces comenzó a gemir lleno de dolor.

Los pequeños se acercaron a su padre. Arthur, Beatrice y Charles fueron quienes abrazaron al señor Everwood y él también los abrazó. Así permaneció por espacio de unos minutos hasta que se sobrepuso; entonces se incorporó, limpió sus lágrimas y dirigió estas palabras a su difunta esposa:

—Te apartaste de nuestro lado. Tu partida ha dejado una herida profunda en nuestro corazón; pero tenemos que ser fuertes, debemos resignarnos y aprender a vivir con ello. Me causa un dolor tan grande, y me hace sentir tan impotente, tan débil e inútil, el saber que nada pude hacer para evitar que nos abandonaras. Pero aún nos queda una esperanza, la esperanza de que volveremos a vernos pronto, mi preciado tesoro, cuando tu eterno sueño culmine. Hasta entonces, amada mía.

Se apartó un poco del ataúd y preguntó a sus hijos si querían acercarse para despedirse de ella. Diana era aún muy pequeña para comprender lo que era la muerte, pero aun así tuvo la oportunidad de decirle adiós a su madre al enviarle un pequeño beso a distancia con su mano. Arthur colocó en el féretro una carta que había escrito tiempo atrás para ella en la que expresaba todo el amor y aprecio que sentía por su madre; Beatrice depositó un ramo de flores y Charles colocó dentro uno de sus juguetes preferidos, uno de los obsequios tejidos que ella hizo con sus propias manos para su pequeño. Acto seguido pasaron los sirvientes a despedirse de la señora Everwood.

Cuando terminaron, los empleados de la funeraria cargaron en hombros el féretro a otra habitación dentro del mismo edificio. En ese sitio se encontraba un enorme horno de piedra y ladrillos y una banda transportadora. El cuarto estaba cerrado, pero tenía un muro con un gran cristal que permitía a los asistentes al bongerfeuer observar el proceso.

Los empleados colocaron el ataúd en la banda y el hombre que allí trabajaba –y lo más probable era que residía en ese mismo recinto pues también se divisaba una suerte de cama pequeña con unas mantas sobre ella, algunas de las cuales lucían un tanto raídas con los años, muy cerca del horno– accionó una palanca que encendió una máquina y esta, entre chirridos, puso en movimiento la cinta transportadora. La cinta llevó el ataúd directo al horno donde los restos de la señora Everwood fueron pasados por el calor abrasador del fuego.

Transcurridas alrededor de dos horas que más bien parecieron una eternidad, durante las que los Everwood, junto con la servidumbre y sus amigos, esperaron en la sala principal en conversaciones cuya intención era la de ayudarles a cobrar algo de ánimo, apareció el hombre de desgarbada figura con una urna de oro en sus manos, y dentro de esta se encontraban las cenizas de la señora Everwood. El anciano se la cedió al señor Everwood, quien las tomó y las abrazó junto a su cuerpo, abrazo al que luego se les unieron sus hijos.

—¿Cuánto va a costar? —preguntó el señor Everwood.

—Quinientos mongelds —respondió el anciano.

El señor Everwood buscó en sus bolsillos su cartera, y al encontrarla extrajo de ella un gran billete que equivalía a la cantidad mencionada. Luego de pagar por el servicio del bongerfeuer, tanto los Everwood como los demás asistentes volvieron a su respectivo hogar, salvo por el señor Everwood quien aún tenía un asunto que debía atender.

El señor Everwood condujo en autwagen hasta llegar a un sitio que se encontraba en las cercanías de la ciudad; lugar por el que pasaron durante su trayecto al crematorio donde el bongerfeuer fue realizado.

—Robert, quiero que lleves a mi familia. Hay un asunto que requiere mi atención —ordenó el señor Everwood.

—Por supuesto, señor.

—Regresa por mí en una hora.

—De acuerdo, señor —dijo, y entonces acató la orden de su amo.

El mencionado lugar era conocido por el nombre de «Speinmory Stoin». Se trataba de un recinto peculiar, rodeado por un gran muro de piedras con una gran reja de color dorado algo despintada. En su interior se podía encontrar una inmensa cantidad de losas de gran grosor erguidas sobre el suelo. La gran mayoría se encontraba ordenada en hileras a lo largo y ancho del lugar, pero había zonas apartadas en las que se encontraban varias de ellas acumuladas en grupo, y todas ellas contenían nombres y fechas grabadas en su superficie.

Al entrar a dicho sitio caminó por un pequeño sendero de tierra y piedras que conducían a la zona norte del lugar. Allí se encontraba una sección en especial llena de losas grandes de color oscuro cuyos nombres grabados estaban teñidos en reluciente color dorado. Se trataba de las piedras memoriales del clan Everwood.

Como se tenía por costumbre, cuando un miembro del clan Everwood perecía, el familiar más próximo del difunto tenía el encargo de grabar en una de esas losas el nombre de aquel cuya vida se había extinguido. Por siglos, hijos tallaron el nombre de sus padres, esposos dejaron grabados en ella el nombre de sus grandes amores e incluso hubo padres que registraron sobre su superficie el nombre de los retoños cuyas vidas fueron arrebatadas mucho antes de lo que se tenía previsto. Desde su juventud, cada uno de los miembros del género masculino de la familia Everwood era enseñado en el arte de cincelar en piedra para continuar con dicha tradición.

Con herramientas en mano, el señor Everwood se dio a la tarea de cincelar el nombre de su amada Elizabeth en una de las rocas que allí se encontraba a su disposición. Golpe a golpe, pedazo a pedazo, dejó pequeñas marcas que poco a poco comenzaban a tomar la forma del nombre de su difunta mujer. Al finalizar, tomó un poco de pintura dorada y procedió a pintar cada muesca con un pincel pequeño. Una vez que culminó esta tarea, se retiró a su casa junto a Robert para reunirse con su familia.

Tras llegar a su vivienda, el señor Everwood encontró a sus pequeños en la sala, sentados, cabizbajos y sin hacer ni un ruido.

—¿Están bien? ¿Tienen hambre? ¿Quieren comer algo? —inquirió el señor Everwood con sus hijos. Sin embargo, ninguno de ellos estaba de ánimo para tomar alimentos; él sólo lo hacía con la intención de convivir con sus pequeños.

Como ellos se encontraban cansados y por completo desanimados, el señor Everwood los reunió en la sala de estudio, conformado por un gran salón con paredes tapizadas en color cerceta alfombrado de color gris y en el que había varios libreros, una chimenea, dos poltronas cerca de esta, un escritorio, un sillón grande y algunas mesas pequeñas redondas. Allí se puso a leerles algunos libros de cuentos y otras historias hasta que se durmieron. Robert y Amelia le ayudaron a llevarlos hasta su habitación, donde se despidió de ellos con un beso de buenas noches y después de esto trató de descansar. A ratos se despertaba con los llantos de Edward, a quien con ayuda de Amelia limpiaba, alimentaba a base de biberón y ayudaba a dormir.

Al día siguiente, apenas rayó el alba, el señor Everwood dio la orden a Robert, Amelia y otros sirvientes que les ayudara a empacar ciertos efectos personales, pues ese mismo día tomarían el tren que los llevaría hasta las cercanías del poblado de «Bigrort Traebaum» para visitar a Cornwall Scott, el padre de la difunta señora Everwood y el único pariente vivo que le quedaba.

Tras varias horas de trayecto los Everwood arribaron a la estación de trenes que se encontraba más cercana al pueblo. Luego, el señor Everwood contrató los servicios de algunos empleados para que ayudaran a cargar su equipaje y rentó en un puesto de la estación de trenes un autwagen en el que transportó a su familia y sus cosas. Entonces condujo por cerca de una hora desde la estación hasta la casa del señor Scott en Bigrort Traebaum.

El señor Cornwall Scott era un hombre cuya edad rozaba las seis décadas de existencia. Su complexión era pequeña y más bien algo regordeta, con la cabeza un poco calva y la nariz redonda como una patata. Era un hombre muy gracioso que amaba los buenos chistes, y en el pueblo lo reconocían por su estruendosa carcajada que podía escucharse a varias casas de distancia. Además, era muy simpático; todos en el pueblo le tenían gran cariño y lo llamaban «el tío Cornwall». Provenía de una familia acomodada dedicada a la crianza de ganado y la agricultura, por lo que poseía una vivienda lujosa a la par de modesta con algunos cuantos sirvientes.

Al llegar a su domicilio, el señor Scott los recibió con sumo entusiasmo como tenía por costumbre. Hacia un largo tiempo que los Everwood no lo visitaban y sólo se comunicaban por la vía escrita. Ver lo mucho que sus nietos habían crecido fue algo que lo colmó de gran dicha y lo dejó sorprendido, e incluso se conmovió al ver a su nuevo nieto, el pequeño Edward. Sin embargo, lo que más notó fue la ausencia de su amada hija.

—¿Dónde está ella? ¿Por qué no se encuentra con ustedes mi más adorado tesoro? —inquirió el señor Scott tras su calurosa bienvenida.

—Ese es, en efecto, el motivo de esta inesperada visita —aclaró el señor Everwood con severa voz—. Sugiero que entremos a su casa; hay algo de lo que deseo hablar con usted.

La forma en la que el señor Everwood hablaba, su expresión decaída y sus ojos al borde de las lágrimas hicieron que el señor Scott se preocupara e incluso le dio un leve indicio de lo que estaba a punto de decirle. Sin más tiempo que perder, acompañó al señor Everwood hasta la sala de estar de su casa. Sus pequeñuelos entraron junto con él mientras que los sirvientes de la casa del señor Scott y los empleados del servicio de renta del autwagen ayudaban a llevar el equipaje de los Everwood dentro de la casa.

Una vez acomodados cada uno de ellos en un sitio de la sala de estar, incluso a los pequeños quienes se sentaron en el sillón más grande, el señor Everwood comenzó a hablar.

—Señor Scott, me embarga una pena profunda en demasía. No considero necesario explicarle el dolor que inunda hasta el rincón más recóndito de mi ser.

—¿Dolor? Pero ¿de qué habla? ¿Ocurrió acaso algo infortunado entre ustedes dos?

—En efecto, señor Scott. La noticia que estoy a punto de darle no será sencilla de digerir, ni mucho menos de ser transmitida. Por favor, haga el intento de mantener la calma.

—Con sus palabras sólo consigue que me preocupe —respondió a la vez que su voz comenzaba a quebrarse—. Señor Everwood, por favor, sea claro. ¿Qué es lo que sucedió con mi preciosa Elizabeth?

—Señor Scott, me apena informarle que hemos sido víctima de una calamidad. Resulta complicado a la vez que desgarrador aceptar que aquella persona a la que entregué mi vida y mi devoción... —el señor Everwood hizo una pausa para intentar guardar la compostura, pero al final el dolor lo venció—... ya no se encuentre entre nosotros.

—¡No! —gimió el señor Scott.

—Lamento con toda mi alma expresarle tan oscuras nuevas, máxime por el intenso amor que tanto usted como yo profesábamos hacia Elizabeth.

—¡Tiene que ser mentira! ¡Esto no puede haber sucedido!

El señor Scott intentó levantarse de su asiento, pero sus piernas, ahora debilitadas por haber sido oyente de tan fatídicos informes, no lograron soportar su peso y cayó de rodillas justo enfrente de la concurrencia. Allí en el suelo se aferró del tapete con fuerza mientras profería lamentos.

Inmediato a ese incidente, el señor Everwood se acercó a él para verificar que se encontraba bien, y hecho esto aprovechó para rodearlo con sus brazos al tiempo que expresaban su dolor en llanto tan amargo como el del apóstol Pedro luego de haber negado a Jesús. Los pequeñuelos no se quedaron atrás, y prontos se acercaron a sus seres queridos para tratar de confortarlos y de paso desahogar un poco de su dolor.

Un corto espacio de tiempo fue el que ellos permanecieron en el suelo donde dejaron salir sus penas por la pérdida de tan amado ser mientras a su alrededor los sirvientes del señor Scott contemplaban entristecidos la escena. Ya un tanto repuestos, el señor Everwood ayudó al señor Scott a ponerse de pie y tomar asiento de nuevo. Los sirvientes aparecieron para ofrecer a cada uno de ellos una taza de té relajante, pero el señor Scott no pudo siquiera darle un sorbo mientras que el señor Everwood a duras penas podía pasarlo por la garganta.

—¿Cuándo sucedió esto? —preguntó el señor Scott.

—Ayer por la mañana. Falleció durante el alumbramiento de Edward.

—Esto es todavía más lamentable. Pobre pequeño, no tendrá la dicha de conocer a quien dio su vida por él —expresó con voz ahogada el señor Scott conforme acariciaba la cabeza de Edward, quien en ese momento lanzó un pequeño bostezo.

—Traje conmigo sus restos. No me atreví a esparcirlos por el respeto que le tengo a usted. Además, ella merece que sus restos sean esparcidos en la tierra que la vio nacer, la tierra donde han vivido sus seres más apreciados y de la que la arranqué el día de nuestro casamiento. Si me lo permite, le traeré el contenedor.

—Está bien.

El señor Everwood fue en busca del contenedor con las cenizas y cuando volvió se lo cedió al señor Scott. Este lo tomó entre sus brazos y lloró sobre él mientras le hablaba con cariño como cuando era una pequeña. Luego tomó la urna y la colocó en una repisa que se encontraba por encima de la chimenea, junto a ciertos efectos personales que pertenecían a Elizabeth Everwood y que el señor Scott conservaba, además de otros objetos que pertenecieron a su esposa cuando se encontraba entre los vivos.

—Mañana, por la mañana —dijo, y entonces se dio la vuelta—. Soltaremos sus cenizas en la cima de la colina, donde se encuentra el gran árbol.

—Me parece adecuado —respondió el señor Everwood.

—Por ahora ya se hizo tarde; considero que mejor vayamos a tomar alimentos y descansar.

—Me parece bien. ¿Quieren comer algo, hijos míos? —preguntó el señor Everwood a sus retoños, a lo que ellos asintieron.

La familia entonces se retiró de la sala de estar y se dirigió al comedor para cenar. Pero, a pesar de lo apetitosa que la comida lucía, los ánimos se encontraban por los suelos, por lo que poco de ella fue lo que probaron. Luego de la cena procedieron a descansar.

Al día siguiente, cuando el sol apenas mostraba su rubia cabellera sobre el horizonte, todos los que se encontraban en casa del señor Scott se levantaron para esparcir los restos de la señora Everwood. Marcharon a pie, pues el lugar al que el señor Scott se refería se encontraba cercano. Conforme avanzaban por el camino, la noticia del fallecimiento de la hija del señor Scott comenzó a esparcirse por todo el pueblo. No fueron pocas las señoras, en especial las más entradas en años, las que se desmayaron de la impresión al recibir la noticia, y muchos de los habitantes del pueblo, solidarios como solían serlo con el tío Cornwall, se unieron a la marcha fúnebre. Algunos iban en silencio mientras que otros murmuraban melodías o recitaban algunos pasajes bíblicos relacionados a la esperanza de la resurrección de los muertos.

Llegó el cortejo fúnebre hasta una colina cubierta por un verde pasto con aroma a rocío matinal. Bajo la sombra de aquel gran árbol, famoso por haber atestiguado una de las historias de amor más emocionantes de todo Couland, el señor Scott tomó la urna, la abrazó por última vez y cedió a las lágrimas de nueva cuenta.

—Nos veremos pronto, amado tesoro. Bajo la sombra de este árbol nos volveremos a reencontrar. También estará tu esposo y tu madre, y juntos formaremos de nuevo y para siempre una hermosa familia. Pero por ahora tendremos que vivir sin ti. No será fácil la vida sin tu amor, sin tu cariño, sin tus palabras, tu sentido del humor y tu activa imaginación. La vida ha perdido brillo por tu ausencia. Vuela ahora, hija mía; ve y reposa en la tierra que te vio nacer.

Con estas palabras el señor Scott dio un beso a la urna, luego la abrió y arrojó con fuerza las cenizas. Hacía un poco de viento, lo que ayudó a llevárselas por todo el páramo verde que rodeaba la colina. Tras haber culminado, cada uno de los asistentes se dirigió a su propio domicilio, no sin antes darle el pésame al señor Everwood y al señor Scott. Momentos después volvieron a casa del señor Scott, donde tomaron sus alimentos y algunas horas más tarde los Everwood pasaron a retirarse. Antes de irse, el señor Cornwall Scott prometió enviarle a su nuevo nieto un obsequio fabricado por sus propias manos cada año mientras permaneciera con vida, pues tenía también grandes habilidades para la carpintería, la herrería y para realizar artesanías. Por su parte, el señor Everwood prometió mantenerse en comunicación constante con el señor Scott.

Transcurrido un tiempo después del bongerfeuer de la señora Everwood, el señor Everwood se encomendó a una tarea de suma prioridad. Como sus hijos todavía se encontraban en las tiernas etapas de la vida, en especial Edward quien no hacía mucho había llegado al mundo, el señor Everwood consideró que no era apropiado que sus hijos crecieran sin una figura materna, razón que lo impelió a efectuar la búsqueda de una persona que desempeñara el cargo de nodriza y madre sustituta para sus hijos y para el pequeño Edward, al menos durante los primeros años de su vida.

Varios avisos fueron colocados en los más reconocidos diarios de Kaptstadt, así como en sitios de amplia concurrencia. Sin embargo, el resultado no fue tan favorable como imaginaba. La sola idea de tener que cuidar no sólo a un pequeño, sino también a otros cuatro, disuadió incluso a muchas de las más experimentadas aspirantes. Sólo unas pocas fueron las que se presentaron, y de ellas sólo una logró satisfacer los requisitos que el señor Everwood propuso.

Su nombre era Christine, tenía treinta años y había estado casada con un hombre que había fallecido durante un viaje a América tres años después de su casamiento. Estuvo embarazada en un par de ocasiones; por desgracia ninguno de sus embarazos llegó a término pues perdió ambos bebés. Se presumía que padecía de alguna suerte de mal que le producía esterilidad. Sin embargo, adquirió una gran experiencia en el cuidado de los niños pues se había encargado no sólo de velar por los hijos de algunos de amigos y familiares, e incluso a los hijos de alguna que otra persona importante de Kaptstadt, sino que también formó parte integral en su formación. Esa clase de referencias, llegadas hasta oídos del señor Everwood por personas influyentes muy allegadas a él, fueron las que lo convencieron de contratarla.

Tres años fueron los que la señora Christine vivió en casa de los Everwood. Durante todo ese tiempo sirvió como una figura materna para Edward y también para los pequeños Charles y Diana. Y mientras que a Beatrice le agradaba la idea de que en su casa viviese otra mujer con quien conversar sobre cualquier tema con mayor libertad –no despreciaba los consejos de Amelia y otras de las sirvientas, pero sentía que con la señora Christine tenía una mayor intimidad–, a Arthur en cambio la presencia de Christine le parecía poco tolerable. Era de esperarse, después de todo había perdido a una madre a quien amaba, y estaba seguro de que ninguna otra mujer lograría reemplazarla.

No fueron pocas las ocasiones en las que Arthur orquestaba planes para hacer quedar mal a Christine y que el señor Everwood la despidiera, planes que o bien no funcionaban o eran descubiertos por sus hermanos menores quienes le guardaban lealtad a ella. Enterado de las perversas maquinaciones de su retoño, el señor Everwood tuvo que ponerse firme con su hijo y conversar con él. Tras una larga charla, en la que el señor Everwood apeló al apego de su hermano por el pequeño Edward y le recordó que era él la principal razón de esa decisión, Arthur al final accedió y terminó por aceptar a Christine como figura materna sustituta.

Ahora bien, aunque ya había llegado el tiempo en que la señora Christine había cumplido sus servicios, aun le esperaba otra sorpresa. Durante esos tres años el señor Everwood comenzó a sentir cierto interés por la persona de Christine, a tal grado de declarar sus sentimientos hacia ella. Para beneplácito del señor Everwood, Christine correspondió a sus sentimientos. Fue la cercanía que mantuvo con los pequeños Everwood, en especial con Edward a quien llegó a considerar como su propio «hijo» y que le hizo cumplir su sueño de criar a un bebé, lo que hizo que se enamorara por completo de la familia, por lo que no puso reparos cuando el señor Everwood propuso entablar primero una relación formal y meses después contraer nupcias el día vigesimotercero del decimosegundo mes del año 1858.

A partir de ese momento, los Everwood volvieron a tener una vida de ensueño, y hubiera continuado de esa forma si no hubiera sido por los inesperados infortunios que acaecieron sobre ellos; esta vez con relación a Edward Everwood.


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[1]«Bongerfeuer» era el nombre que recibían las cremaciones en Couland. Su origen proviene de las palabras en coulandés para «pira funeraria».

[2] «Speinmory Stoin» se traduce como «Piedras de la Memoria»

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