Rainbow
Tras irse la noche, el día despertó con un sol totalmente abrasador; digno del campo.
En aquella hacienda el trabajo comenzaba desde temprano y Oliver estaba más que acostumbrado pues desde que cumplió cinco años siempre se ha dedicado a trabajar y ayudar a su padre en la granja. Ahora, contando con diez años de edad.
Era el único varón entre cinco hembras y mientras ellas jugaban con muñecas y ayudaban con las tareas de la casa, él se encargaba de cargar bultos de heno, ordeñar a las vacas, etc.
Un cierto día a la hacienda llegó la noticia de que habían comprado la hacienda vecina; a pesar de que los vecinos eran separados por un kilómetro de distancia las noticias y rumores siempre llegaban rápido.
Se decía que los nuevos vecinos eran citadinos pero al pequeño Oliver le importó poco y continuó trabajando.
Ese mismo día en la tarde, ya no había trabajo en la granja y los padres de Oliver habían ido al pueblo de compras. Lleno de fastidio, Oliver tomó rumbo a caminar los límites de la hacienda como casi siempre lo hacía pero, sin percatarse cruzó la cerca de púas y se adentró en el bosque.
Miró a su alrededor; aquel bosque era bastante espeso y lleno de flores silvestres adornando cada rincón, muy parecido a los que pintan en los libros de fantasía.
Continuó caminando y no muy lejos de él divisó a otro niño sentado a los pies de un árbol, Oliver se acercó y escondió detrás de un arbusto de bayas; aunque su cabello rubio era difícil de camuflar. Aquel niño parecía pintar algo en su libreta mientras los lentes resbalaban por su tabique.
El travieso Oliver quiso verlo mejor pero al moverse pisó, una ramita haciendo que el ruido sobresaltara al otro pequeño.
– ¡¿Qué fue eso?! ¡¿Quién anda ahí?! – Exclamó levantándose del suelo y apartando la atención de su pintura. Sus ojos zafiro chocaron con los esmeralda de Oliver.
Oliver salió despacio de su escondite con las manos arriba para no alarmar más al niño. Él no distaba mucho de la edad de Oliver.
– ¿Quién eres, niño? – Preguntó y el otro tragó duro.
– M-Me llamo Nathan. – Acomodó sus lentes y apartó un mechón de su cabello azabache que cubría su frente.
Oliver lo examinó de pies a cabeza notando su tembloroso cuerpo para luego soltar una carcajada.
– ¿Por qué estás tan asustado? – Preguntó entre risas. – Yo soy Oliver, ¡mucho gusto, Nathan! – Y extendió su mano con una amplia sonrisa.
Nathan dudó un poco pero la aceptó con una sonrisa.
– No suelo ver muchos niños por aquí. – Comentó Oliver.
– ¿Ah, no?
– Nop.
– ¿Y no vas a la escuela? – Continuó preguntando Nathan. – ¿Ahí no hay niños?
– Sí y sí los hay pero me refiero a estos lares. – Le explicó y se tumbó donde Nathan estaba sentado antes.
– Ya veo. – Nathan se sentó a su lado, sintiendo más confianza. – Yo acabo de mudarme.
Oliver abrió sus ojos con asombro.
– ¿Eres el citadino que se mudó a la hacienda Rose?
– ¿Cómo lo supiste?
– Las noticias corren rápido por aquí. – Oliver se rió un poco. – Oye.
– ¿Qué ocurre?
– Seamos amigos, Nathan.
El niño de ojos azules lo miró con sorpresa pero luego sonrió y asintió. Oliver sería el primer amigo que tendría.
– Está bien, Oliver.
El tiempo pasó y la amistad de los niños creció al mismo tiempo que un sentimiento tembloroso, raro y fuerte comenzaba a aflorar en el pecho de uno de ellos.
Todos los días, luego de la escuela o los trabajos de Oliver en la granja, junto con Nathan se encontraban en el bosque. Nathan le contó a Oliver sobre las pinturas que más le gustaban y Oliver sobre el queso que más se añejaba en la granja.
Así fue como un día mientras exploraban el bosque dieron con un río de agua bastante cristalina y al otro lado de éste una casucha abandonada. Había un puente, dañado por el tiempo y de seguro por las veces que el río crecía pero aún era sólido.
Los niños investigaron la casa y les pareció perfecta; esa sería su guarida secreta.
A los pocos días Nathan trasladó su pequeño taller de pintura a la guarida y Oliver su colección de insectos. Pronto descubrieron que, no muy lejos de la guarida, había un acantilado con una enorme roca en la orilla en la que hicieron costumbre sentarse a ver las primeras estrellas de la noche antes de regresar a casa.
Los años pasaron y los antes niños ya contaban con dieciséis años de edad. Con el tiempo adornaron más aquella guarida y sus alrededores; pronto ese lugar se convirtió en un refugio del aburrimiento y los problemas. Un espacio sólo para ellos dos.
– ¿Qué te parece esta pintura, Oliver? – Preguntó Nathan limpiando los pinceles.
Todo lo que vio Oliver fueron un montón de garabatos coloridos.
– Está bonita, Nathan. – Y continuó lanzando una pelota de goma contra la pared.
– ¿No tienes idea de lo que significa? – Parecía que Nathan quería que Oliver notara algo.
– Nop. – Habló sin dejar la pelota, con un toque de fastidio.
Nathan volteó los ojos y pasó por alto la ignorancia de Oliver. Se levantó del banquillo y colocó la pintura cerca de la ventana, junto a otras, para que se secara.
Oliver miró de reojo el mural que había al otro lado de la guarida; Nathan lo mantenía muy bien cuidado. Incluso en ese momento el de lentes se encontraba acariciándolo con un atisbo de tristeza en sus movimientos; no entendía por qué Nathan desprendía aquel sentimiento, quizá había tenido otra discusión en su casa o sus padres habrían vuelto a pelearse.
– Nathan, ¿estás bien?
– Lo estoy, Oliver. Es sólo que... – Ahí estaba de nuevo ese nudo en la garganta. – Ya sabes, todo suele ser muy pesado a veces.
– Nathan. – Lo llamó y éste volteó a verlo. – ¿Te gustaría caminar por el bosque conmigo? – Ofreció y los ojos azules de Nathan se iluminaron.
Asintió con una sonrisa.
Caminaron por la orilla del río y a un kilómetro, o más, de la casucha encontraron un árbol ya seco; parte de sus raíces y ramas yacían sobre el río. Tomaron asiento a los pies de éste y comenzaron a lanzar piedras al agua, rebotando una que otra vez sobre ella.
Oliver notó de inmediato algo muy peculiar en una de las ramas del árbol: una soga que colgaba sobre el río.
– ¿Crees que hubo un columpio ahí? – Preguntó Nathan.
– Posiblemente. – Respondió el de ojos verdes. – Pero hay algo raro...
– ¿Qué es?
Oliver se levantó y estiró su brazo para tomar la cuerda, atrayéndola. La examinó y la cuerda terminaba en un aro mediano.
– ¿Por qué tiene esta forma? – Se preguntó el campesino.
– Tal vez la otra soga se rompió. – Comentó el otro y Oliver alzó la vista a la rama.
– La rama no tiene rastros de una soga rota.
– Haces mucho alboroto por una soga, Oliver.
El chico examinó una última vez y soltó la soga, dejándola colgar tranquilamente de nuevo sobre el río.
– Tienes razón. Volvamos a la guarida.
Oliver y Nathan tomaron rumbo de regreso y al llegar a la guarida ya casi atardecía así que se sentaron en la roca a la orilla del acantilado.
– Ya se acerca San Valentín. – Comentó Nathan observando la lejanía y Oliver lo miró con fastidio.
– Cierto. Nunca he recibido nada. – Suspiró con pesar. – Espero que este año sea distinto.
– ¿Qué te hace pensar que será distinto?
– Pues, he estado trabajando bastante en mi abdomen, pectorales y brazos. Debí llamar la atención de alguna chica en el colegio este año.
– Ya veo. – Nathan sonrió débil y volvió su vista al atardecer.
– Ahora que lo recuerdo... – Habló Oliver, haciendo que Nathan lo mirara de nuevo. – Todos los años, desde que nos conocemos, has pintado un cuadro para San Valentín.
El de lentes enrojeció y fue dominado por el nerviosismo.
– No es nada. – Acomodó sus lentes. – Sólo me inspiro para esas fechas.
– Con esos cuadros construiste el mural de la guarida, ¿no? ¿Qué son ese montón de líneas y garabatos?
– ¡No son garabatos! – Le dio un pequeño puñetazo al rubio en el hombro. – Son... un tipo de código.
– ¡¿Un mensaje secreto?! – Gritó Oliver lleno de asombro. – ¿Qué dice?
– Aún no te lo diré. – Resopló Nathan.
– ¿Qué? ¡Quiero saber!
– Pronto lo sabrás. – Nathan había vuelto a parecer decaído y triste, quizá un poco pensativo –. Es hora de regresar a casa.
Llegó el mes de febrero y el colegio comenzaba a verse afectado por la llegada del gran día. Decoraciones y pancartas llenaban los pasillos de la institución.
Nathan buscaba en su casillero el libro que usaría en su siguiente clase y cuando lo halló divisó a lo lejos la cara malhumorada de su mejor amigo.
– ¿Qué te ocurre? – Preguntó y Oliver gruñó.
– Mañana es San Valentín, ¡y aún no veo indicios de algún regalo o carta! – Golpeó su casillero.
– Eres un caso perdido... – Comentó Nathan. – Oye, mañana podrás descifrar el código del mural.
– ¿En serio? El que me enseñes a leer pintura suena muy cool.
– Y lo es, amigo. – Dijo Nathan y Oliver chocó sus palmas con las de él.
"¡Feliz San Valentín!" era lo que más se escuchaba en el colegio ese día y, a causa de eso, Nathan se hallaba mareado pero en realidad era mejor eso que soportar las discusiones de su casa.
Durante la mitad del día Oliver aún no aparecía y cuando Nathan se dirigía a la cafetería, como si lo hubiese invocado, apareció con una sonrisa que no entraba en su rostro.
– ¡Amigo, mira esto! – Exclamó enseñándole un sobre rosa con corazones. – ¡Recibí una carta!
– Wow, eso es genial. – Habló Nathan sarcástico. – Recuerda ir hoy a la guarida. A las cuatro de la tarde, ¿bien?
– ¡Claro! Nos vemos allá.
Nathan se fue y dejó a Oliver con la emoción de punta debido a la carta. De inmediato la abrió y comenzó a leerla, pronto su sonrisa desapareció; la chica lo citaba en el pueblo a las cuatro de la tarde, la misma hora en la que quedó con Nathan.
Oliver inquieto no sabía qué hacer. Sin embargo, a las cuatro en punto de la tarde, se hallaba en la plaza del pueblo esperando a la chica de la carta.
En el fondo se sentía mal por haber plantado a Nathan pero ese pequeño remordimiento desapareció al ver a la chica. ¿Y qué si no pasaba ese día con Nathan? Ya lo han celebrado juntos muchas veces. Él no moriría por eso.
Ya de camino a casa, a las cinco cincuenta y uno de la tarde, Oliver repasaba la extraordinaria tarde de San Valentín que pasó. Al llegar y tumbarse en su cama, el celular sonó; era la madre de Nathan.
– Hola, señora.
– Oliver, querido. – En la voz de la mujer se notaba la preocupación. – ¿Estás con Nathan?
– No. ¿Pasó algo? – Se atrevió a preguntar.
– Desde que volvió del colegio, a las diez de la mañana, no ha vuelto. – Dijo ella. – Aparte, no contesta su celular.
La piel de Oliver se erizó al recordar dónde podría estar Nathan; de seguro esperó toda la tarde en la guarida.
Tras calmar a la mujer, tomó rumbo al bosque.
La noche ya había caído cuando Oliver llegó a la guarida y por las ventanas de ésta se podían ver las luces débiles de una vela. Se sintió aliviado pero esa sensación desapareció al abrir la puerta no ver a nadie dentro.
Buscó por toda la casucha y no halló nada, hasta que se topó con el mural; a los pies de éste reposaba una carta junto a una rosa a punto de marchitarse. Oliver la abrió con desespero.
"Tuve que improvisar una carta al ver que no llegabas. Te enseñaría a leer pintura para que tú mismo leyeras el mensaje del mural, pero no llegaste. Supongo que ir a ver a esa chica fue más interesante y divertido. ¡Felicidades por llamar la atención de una chica! Lo lograste, Oliver.
En fin, mira fijamente las pinturas, no te distraigas y el mensaje aparecerá."
El chico obedeció a lo que colocaba Nathan en la carta y observó con detenimiento el mural. Pronto, las ilusiones ópticas comenzaron a hacer efecto.
–"Me... gus..." – Leyó a duras penas. – "... tas." – Sus ojos se agrandaron. – "Tan... to tiem... po. Es... pero... poder ser... correspondido. ¿Po... de... mos... inten... tar?"
El corazón de Oliver se apretujó en su pecho al descifrar aquel mensaje que Nathan cuidó por tantos años. Con desespero salió de la guarida para buscarlo en la inmensidad del oscuro bosque. Buscó por todos lados pero en ninguno dio con él.
Pronto llegó al claro donde se hallaba aquel árbol seco a la orilla del río; la soga que colgaba estaba rota y el río había crecido. Nathan se había ahorcado y el río se lo había llevado.
O eso fue lo que Oliver imaginó, y se llenó de horror al llenar su mente de tal cosa, así que volvió a la casucha. Comenzó a buscar entre las cosas de Nathan y encontró una carta arrugada y dañada que trágicamente confirmaba su suicidio.
"No lo aguanto más. Voy a acabar con este amor no correspondido junto con mi vida. Quizá Oliver no venga a la guarida, lo sé, pero aun así lo esperé. Te amo tanto, Oliver.
Tanto que duele.
Todo el tiempo que hemos pasado juntos... lo atesoro, es lo más preciado que tengo en la vida, me hacía olvidarme de los malos ratos en casa, verte reír era mi medicina, pero ese tiempo en el que me dediqué a conocerte y estar a tu lado me hizo darme cuenta que jamás te fijarías en mí.
No me verías más allá que tu mejor amigo. A veces me dejaba golpear por papá cada vez que me decía marica, esperaba que uno de esos golpes me hiciera olvidar el amor que te tengo.
Sí, es algo cobarde apagar mi vida pero, siempre he sido débil. Sé que en realidad nunca hablé sobre lo que me pasaba pero, entre pintar y estar contigo en la guarida me hacía imaginar que estaba en el paraíso y todo lo demás perdía importancia.
Oliver, me gustaría volver a coincidir en otra vida, en otra reencarnación.
Una en la que nos volvamos a conocer tal cual como hace seis años, nos volvamos mejores amigos y ese sentimiento de amistad se transforme en algo más. Estoy seguro que en otra vida, me enamoraría de nuevo de ti.
Una vida en la que seamos felices juntos.
Con cariño, Nathan"
Las lágrimas, provenientes de los aguados ojos de Oliver, mancharon el papel y corrieron la tinta. Su pecho dolía demasiado. La rabia, el dolor, la impotencia, la confusión, todos estos sentimientos de golpe lo llenaron y comenzó a culparse. Si tan solo no hubiera asistido a la cita esa tarde Nathan seguiría con vida.
Sí... seguiría con vida, porque tras leer mural... habría correspondido sus sentimientos. Lo habría intentado por él, porque realmente no le desagradaría la idea, seguirían siendo los mismos de siempre experimentando cosas nuevas.
A la mañana siguiente fue realmente duro dar la noticia a su familia pero aún más decir que no se hallaban los restos.
Esa misma tarde Oliver fue al bosque, a la guarida, y ahí examinó las cosas de Nathan; sus pinturas y su pequeño taller. Entre las pinturas encontró una que recordaba muy bien, una que Nathan pintó a los trece: ellos dos mirando las estrellas desde aquella roca en el acantilado.
Su pecho se estrujó e hizo un intento inútil por no dejar salir sus lágrimas.
Tomó todas las pinturas y acuarelas del taller, junto a los pinceles y brochas y fue al río, ahí donde Nathan desapareció y vertió todo aquello en el agua. Las pinturas colorearon el agua del río y mientras la corriente fluía parecía un río arcoíris.
Recordando a su amigo, se echó a llorar.
Ahora, han pasado nueve años desde lo ocurrido. Oliver aún recuerda con pesar la pérdida de su amigo. Hoy, febrero catorce, se cumplen nueve años y ocho meses de aquello.
Oliver tomó rumbo a la guarida, su corazón se aprieta con cada paso que da. Tenía años sin visitar lo que alguna vez fue el escondite perfecto de su infancia y en el que compartió los mejores momentos de ésta junto con aquel chico.
Aún fantasea con un final alternativo en el que no toma las decisiones que dañaron su vida y acabó con la de su amigo.
Abrió la desgastada puerta de madera; todo está lleno de polvo y dañado por el tiempo. En una esquina polvorienta yace un pequeño taller de pintura viejo y deteriorado. Él mira hacia una de las paredes, ahí donde reposa, mugriento y viejo, aquel mural que su amigo tanto cuidó y atesoró.
Oliver retira un poco de polvo con su mano y lee aquel viejo mensaje; ahora que lo piensa, muy en el fondo, quizá también estaba enamorado de Nathan. No habría tenido problema en corresponderlo si él decidía decirle lo que sentía, habría aprendido a amarlo y a quererlo de la manera en la que él quería. Si no hubiera ido a verse con esa chica y en lugar de eso ido a la guarida en aquel tiempo, todo sería diferente ahora.
Sus ojos se humedecieron pero antes de llorar salió del lugar y respiró hondo. Le pareció haber visto algo moviendo los arbustos, buscó en aquel lugar y al ver a un pequeño conejo blanco decidió recorrer el bosque para despejar su mente.
Fue al acantilado y ahí se quedó un rato mientras observaba la lejanía.
Ya la tarde había caído y su recorrido lo llevó hasta aquel árbol a la orilla del río. Tomó asiento en las viejas raíces y ahí comenzó a arrojar piedras al agua; rebotando de vez en vez sobre la superficie, como lo hacían ambos tiempo atrás.
Sin percatarse se quedó dormido y al despertar el cielo ya estaba oscuro. Se levantó y, al dar media vuelta para ir a casa, algo se iluminó detrás de él.
Lleno de asombro y curioso a saber qué era, sus ojos casi se salen de su lugar al ver cómo el río brillaba tan colorido como un arcoíris, muy parecido a la vez que derramó las pinturas de Nathan. Era un fenómeno increíble, estaba en shock y confundido, ¿Cómo brillaba el agua de esa manera?
– Hola. – Escuchó. – ¿Anda alguien por ahí?
Oliver despegó sus ojos del río y buscó al dueño de la voz, encontrándose con su propio corazón acelerado.
– ¿N-Nathan...? – Habló con la voz quebrada y sin poder creerlo ya que parecía ser que el propio Nathan estaba frente a él.
– ¿"Nathan"? – El chico se rió. – No soy Nathan. – Aquel chico salió del umbral de la noche y la luz de la luna permitió verlo mejor; era parecido pero uno que otro rasgo lo hacía diferente. Tenía ojos azules pero no llevaba lentes además de que tenía una piel morena.
– Lo siento. – Oliver se disculpó y ladeó la cara para no dejar ver sus lágrimas. – Te confundí con alguien más.
– ¿Interrumpo algo? – Preguntó.
– No. Ya me iba.
– Ya veo. – El chico perdió su vista en el cielo unos segundos, parecía que ni él mismo entendía lo que estaba por salir de su boca, y luego volvió a Oliver. – Sé que sonará extraño pero creo que te conozco.
– ¿Conocerme? Es la primera vez que te veo. – Resopló Oliver.
– Pero estoy seguro de que te conozco. – Insistió. – Soy Kris. Vivo en la hacienda Rose. – Él extendió su mano hacia el malhumorado rubio.
Oliver no correspondió la mano de Kris.
– No sabía que había una nueva familia ahí. – Dijo.
– Me mudé hace ocho años.
– ¿Y bien? ¿De dónde dices conocerme? – Preguntó sin interés cruzándose de brazos.
– De mis sueños. – Respondió con tranquilidad pero un tanto incomodo por lo estúpido que sonaba eso, y Oliver lo miró incrédulo. – Siempre has estado en mis sueños, Oliver.
El nombrado se tensó.
– Desde que tengo memoria siempre he soñado contigo y es extraño; éramos mejores amigos. Yo un citadino y tú un campesino. – Explicó. – Mis sueños eran muy constantes y llegué a enamorarme del mejor amigo de mis sueños. No tengo talento alguno para la pintura pero en mis sueños, ¡era todo un artista!
Oliver no creía lo que escuchaba; los sueños de ese chico se asemejaban demasiado a su vida con Nathan.
– Un día, estaba decidido a decirte lo que sentía pero... no acudiste a nuestra cita en la guarida. – Continuó con melancolía.
– ¡Espera! – Intervino Oliver. – ¡¿Cómo sabes todo eso?! – Exclamó alterado y casi iracundo.
– Sólo estoy narrando mis sueños. – Dijo Kris. – ¿Acerté en algo? – Oliver permaneció callado. – Al ver que no llegabas me sentí fatal y me suicidé. No estoy seguro cómo pasó, ese sueño fue algo borroso. Al parecer acarreaba muchos problemas y emociones y como no fuiste a la guarida, me dejé llevar por mis malos pensamientos. De seguro mis sentimientos no serían correspondidos.
– ¿E-Estás seguro de que no eres Nathan? Ha pasado mucho tiempo... – Preguntó tembloroso y Kris negó.
– No soy Nathan, estoy seguro. Yo vivía en otro lugar y tuve mis propios recuerdos, mi propia vida, mis propios amigos. Entre sueños Nathan pensaba mucho en cuán posible sería reencarnar o si realmente existen las segundas oportunidades. Realmente no lo sé, eso es confuso.
"Me gustaría volver a coincidir en otra vida, en otra reencarnación."
Aquellas palabras chocaron contra Oliver.
– ¿Q-Qué?
– Estoy consciente de que aquellos sueños no me pertenecían, sólo era un espectador. Pero si los tuve fue por una razón. Nathan vive en mis memorias de alguna manera, su amor es tan grande que el universo le dio una segunda oportunidad en mí, supongo. – Kris se acercó de a poco a Oliver. – Queremos un final feliz para esta historia. Nathan quiere, yo quiero y ambos queremos estar contigo.
– ¿Cómo supiste que estaría aquí?
– Yo no pensé en encontrarnos nunca, ¿sabes? Los sueños son raros a veces. Pero se me hizo raro cuando decidimos mudarnos a la hacienda, era como si la conociera de algún lado.
– ¿También estaba en tus sueños?
–Supongo que si, ¿de donde más la conocería? – Kris se encogió de hombros. – Tenía vagos recuerdos de peleas, discusiones, al parecer Nathan no era muy feliz ahí.
Escuchar eso le llenó de pesar el corazón a Oliver. Nathan era como una caja llena de cadenas y candados, tenía sus problemas bajo llave y no quiso ventilarlos. Ver los ojos azules de ese chico que no era Nathan lo llenaban de confusión pero había algo en esos ojos que le decían que todo estaba bien. ¿De verdad estaba bien?
– Oliver. – El chico lo llamó. – Es raro, para los dos, pero a veces el universo funciona de maneras misteriosas. Nathan te amó y a través de mi te sigue amando. ¿No es suficiente?
Esa sonrisa que le mostró Kris, removió todo su ser. Las lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de Oliver; Nathan de alguna manera pudo reencarnar para estar con él. Sin pensarlo, se abalanzó sobre Kris y unió sus labios con los de él, cayendo sobre la grama del bosque.
– Perdóname, Nathan... – Susurró entre lágrimas.
Kris lo abrazó y cobijó entre sus brazos mientras acariciaba su cabeza.
– Ya estás perdonado. No llores más. – Dijo. – Ahora yo cuidaré de ti, como siempre lo quiso Nathan.
Ahí continuaron los dos, sobre el pavimento boscoso. Antes de darse cuenta, Oliver se quedó dormido sobre el pecho de Kris con cada palpitar tranquilo de su corazón.
Todo pareció detenerse en aquel instante, sólo estaban ellos dos. Lo único que seguía fluyendo era aquel brillante y hermoso arcoíris hecho río.
Su río arcoíris.
FIN.
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