Capítulo 50._ La batalla de un corazón roto
—¡Hey Isa! ¿Qué tan rápido puedes correr? —la retó su amigo sin detenerse, competitivos debería ser el segundo nombre de ambos
—¡Mucho más que tú! —le aseguró ella en un grito, sin dejar de perseguirle; estaba a nada de alcanzarlo. Un metro, cincuenta centímetros, si tan solo estiraba su brazo...
Boom.
Cayó.
Pero como siempre, él estaba ahí para sostenerla. La tomó entre sus brazos y la hizo caer encima de él, para amortiguar el descenso. Ambos hicieron una mueca.
—Lo lamento —murmuró ella mirando a ambos, sobando sus codos a pesar de no haber sufrido más que el golpe —En mi defensa, tú me retaste —dijo sacándole la lengua de manera divertida
—Sí, bueno, de cualquier forma gané —se elogió el pelinegro a sí mismo, picándole la frente a su amiga; al observar sus ojos café claro, no pudo evitar confirmar aquel constante pensamiento... sí que era demasiado hermosa —¿Puedes sonreír?
—¿Qué? —soltó ella desconcertada, entonces sintió ese flash y gruñó al notar lo que había hecho —¡No es justo! Estaba distraída y ¿has visto mi cabello?
—Isabella, siempre es una maraña —se burló de ella, enderezándose sobre sus codos; la chica se sonrojó, apenada por lo dicho
—Lo que sea, necesito comprar más rollos, se están acabando y a los recuerdos no les puede pasar eso —se tornó un tanto seria, desviando la mirada de él
—Hagamos como que soy ¿cómo dicen en las películas? ¿tu hada madrina? Pero en masculino, y muy guapo, puedes visualizarme con una espalda de cristal y armaduras —la castaña comenzó a reír, imaginando a su mejor amigo con alas rosas y una corona. Él sonrió ante aquel tan común gesto de ella, si algo amaba el chico, era hacerla feliz. Se incorporó lo suficiente para sentarse y sacar una pequeña caja negra con un listón fino de color dorado rodeándola —Feliz cumpleaños adelantado —dijo colocándosela sobre las manos de su mejor amiga, extendiéndole sus palmas
—Fue hace un mes, y me diste suficientes cosas José —sonrió enternecida apretando aquella cajita —Pero gracias, yo... te quiero —se acercó demasiado a él, y antes de apartar la mirada de sus ojos, besó su mejilla. Ella no sabía el poder que tenía ese "te quiero" en él —Jos ¿me prometes quererme toda la vida? —le pidió tomándolo por sorpresa
—Te prometo amarte toda la vida —le corrigió él con una sonrisa, contagiándole de esta. —¿Es un trato? —extendió un brazo en su dirección. La ojimiel, apretando los labios para esconder su alegría, aceptó la mano
—Trato hecho, vaquero, ajuuuuua.
.
.
.
El recuerdo se distorsionó en mi mente hasta desaparecer por completo, regresándome a la realidad, que, aunque era cruda y no deparaba nada bueno, seguía siendo real.
Ella ya no estaba.
Llenándome de recuerdos, continué sentado en el polvoso ático de la casa de los Castillo, con el álbum de fotografías en las manos; Isabella siempre cumplía cuando decía que algo sería perfecto, a pesar de que, quizá, esta vez se había equivocado. Y es que sin ella, nada podría serlo. Aquel fue uno de los momentos más tristes de mi vida, lo supe desde que me decidí por abrir el libro por la primera página, comenzaba con el "érase una vez... hace muchos años" y una foto de dos pequeños jugando; los conocía a la perfección. Jamás olvidaría los ridículos suéteres que mi madre me compraba, eran sosos y a ella le fascinaban... terminé obsequiándoselos a escondidas de mamá. Sonreí, acariciando la superficie del papel fotográfico, casi como si pudiera enterrar mi mano dentro de este, volviendo acuoso cada recuerdo; pensé en Clary de Cazadores de Sombras, y el poder de extraer algo en una imagen... ojalá yo pudiera traerla a ella de vuelta, donde pertenece. A mi lado.
—Hey —sentí pasos acercarse a mí, hasta que una sombra más alta que yo se posó a mi lado. Aunque sabía eran más que cercanos, no se sentía a cuando estaba con ella
—Hey —contesté de vuelta, con el mismo tono ronco en mi voz, y la vista sobre algún punto en la vacía pared. Me obligó a mirar sus ojos azules, se veía cansado, a pesar dé, aún conservaba un atisbo de esperanza en su mirada
Sacó de detrás de su gabardina negra una especie de libro decorado —Me dijo que te lo diera, terminó su re-edición. Quería que lo tuvieras —me lo tendió, estaba tan perdido que él tuvo que ponerlo en mis manos —Ella te quería, Jos. No te pierdas, Isabela siempre supo encontrarte y nunca se cansó de hacerlo.
Supe que no estaba solo en aquel pequeño lugar cuando una chica muy parecida a mí tomó asiento al lado vacío que ahora nadie podía llenar. Miré a mi hermana esbozar una tenue sonrisa.
—Hey —sonrió buscando mis ojos —¿En qué tanto piensas Canela? —¿acaso debía de pensar en otra cosa o persona que no fuera la castaña?
—Supongo que era tan fastidiosa conmigo, que nunca me dejará descansar de su recuerdo —gruñí cerrando el preciado libro, y echándole a un costado. Fernanda frunció los labios y tomó el libro, acomodando las páginas que se doblaron en su caída
—Para todos, era una pequeña a pesar de su edad, tenía el alma de una niña.
—Nunca olvidaré ese asqueroso olor a crisantemos y cera de velas derritiéndose —arrugué la nariz, asqueado. Se recostó en mi hombro sin necesidad de hablar, envolviendo su brazo al tiempo que yo colocaba mi mano sobre la de ella, mientras me reposaba sobre aquella cabecita de cabellos castaños. La única luz de la habitación, anaranjada, titilaba sobre su base. Miramos nuestros pies, recordando un viejo juego de niños "Zapatito blanco, zapatito azul".
—Dime cuántos años tienes tú —susurré como si le leyera la mente a mi hermana, ella cerró los ojos con melancolía y sonrió, apretando su agarre en nuestras entrelazadas manos
—Lo recuerdas —murmuró, dando un pequeño asentimiento —Soy más que una treintañera —me miró finalmente, con una sonrisa divertida
—Ha pasado tanto tiempo Fer, te extrañé demasiado —besé su frente con toda la ternura que podía mostrarle —¿Qué haces aquí?
—¿Qué haces aquí, mas bien tú, solo? —señalé el objeto que mantenía en su regazo. Fernanda soltó un débil "Oh" , volviendo a quedar ambos en silencio
—A veces es mejor dejar ir a las personas, aunque duela, ese es el precio de amar a alguien. —
—Ella estará bien —aseguré más para mí que para ella, mirando por la sucia ventana que daba al exterior de la casa. Las flores de las jardineras habían desaparecido, nada en esa casa me resultaba familiar, a excepción de la dulce esencia que quedó después de su partida
Palmeó mi rodilla y se levantó, sacudiendo el polvo de sus jeans —Alexander necesita apoyo moral, la pequeña por suerte es muy tranquila —sí, la nueva integrante de los Castillo, había sido niña. Al igual que mi hija, una cosita diminuta de poco cabello casi rubio, como era originalmente el de Camile, quien se encontraba destrozada, sin embargo el nacimiento de ambas bebés brindaban a todos un poco de consuelo. Juntos, como familia, como amigos, nos unimos para asegurar que a ninguna le faltara nada... para que su recuerdo, no fuera en vano
Oí cómo mi hermana me dejaba nuevamente en solitario, obligándome a sumergirme en mi tristeza, como me encontraba desde unos días antes. Las viejas vías del tren ayer por la tarde, habían sido mi despedida final; el sepelio de Isabela fue por la mañana... algo en mí me decía que ella ya se había logrado marchar de este mundo. No supo lo que ocurría, y eso en mi opinión era bueno, le ahorramos sufrimiento y se había ido feliz. Jamás olvidaría su apretón de manos, aún podía sentirlo en mi piel, con su cálido tacto.
Continué mirando las notas que había agregado en su último regalo para mí, entre ellas estaba una fotografía de nuestros viejos peluches de conejo. El Sr. Orejitas y Filomena se encontraban en mi regazo, en un intento de reconfortar mi pérdida. Sonreí con lágrimas en los ojos "Por cierto, Filomena es un gran nombre para una vaca, la que nunca me han dejado tener;)"
Con el cuaderno forrado aún en manos, silenciosamente bajé a la segunda planta de la casa, conociendo el camino a la perfección. Última puerta a la derecha, lo sabía. Para mi suerte, no tenía seguro. El pomo estaba brillante y helado, por lo que escalofríos recorrieron mi espalda. Todo estaba como la última vez. Las sábanas blancas perfectamente arregladas y limpias, el lugar olía a lavanda y limón.
—No sé si estoy en el camino correcto —admití con sinceridad, dejándome caer sobre la cama. Cuántas cosas habían pasado en esa habitación, lindas y tristes. Y sin embargo, todas se quedaban como recuerdos. Después de un rato, me asomé por el balcón del cuarto, alguien más llegaba a la casa. Era mi madre abrazando a Andrea, ¡hasta que se dignaba a aparecer! Me costaba entender que cada quien tuviera su forma de afrontar el dolor
—¿Piensas quedarte ahí para siempre? —dirigí mi borrosa vista al umbral de la puerta, una chica de piel trigueña y cabello lacio me miraba curiosa. Sin decir nada más, cerró detrás de ella y se sentó junto a mí. hundiendo más el colchón —Realmente lamento lo que te dije.
Sonreí de lado —No pasa nada, tenías razón.
—Por supuesto que no, Jos, debí entender que cambiaste. Pero me era tan difícil dejar ir el pasado...
—¿Solo venías a eso, Kat?
—En realidad... no —sentí movimiento a mi lado, mirándola. Con una pequeña sonrisa, estiró una Polaroid blanca hacia mí junto a una cajita de cartón. Mi boca se secó, y en mi garganta un nudo se formó —Ella la recuperó hace un tiempo, pero... me contactó, y quería que tuvieras esto. No estoy segura si ella se esperaba que algo le pasara, pero me pidió que te la entregara.
Tembloroso, la tomé; esa cámara siempre fue un tesoro para mí, pues lo compartía con una sola persona, y justo era mi favorita —Gracias.
—Saldremos de esta ¿sí? Te lo prometo. Dolerá, pero vamos a sanar, es lo que Isabela hubiera querido. —pero ¿dónde estaba ella?
Y de todo corazón, deseaba que ella tuviera razón. Porque se sentía como el mismísimo infierno que una pieza le faltara a mi rompecabezas; justo cuando la vida comenzaba estar en su punto, ahora todo iba cuesta abajo.
Me levanté con pesadez mientras me echaba en el sofá. Cerré los ojos, pero la paz me duró muy poco cuando alguien más entró. Supe de quién se trataba al recordar los momentos con ella y sonreí sin mostrar los dientes, ella masajeó con su pulgar mi mano, con cariño y ternura.
—¿Qué tal todo allá abajo? —murmuré con voz somnolienta, por lo que sonaba algo ronca
—¿Te puedo dar un consejo?
—¿Cuál? —abrí los ojos admirándola, era la primera vez que la veía más joven desde que la conocí
—Sé lo que piensas. Y quiero que sepas que estaré aquí para ti, en cualquier momento. —que Camile me alentara, daba fuerzas para superar lo ocurrido. Decidí bajar un rato para comer algo, mi estómago me lo exigía con fuertes gruñidos que parecían caballos desbocados. La gente más cercana a Isabela, incluyendo a Alex, se encontraban ahí. El viejo Castillo no había dejado de tomar whisky "Un gran talento perdido, era una persona excepcional", su conmovedor discurso en el cementerio rebotaba en las paredes de mi cabeza. La vida no le dio una oportunidad a Isabella de intentarlo.
No soporté mucho estando ahí, por lo que solo opté por tomar en brazos a mi hija y subir con ella al ático. Sus ojitos eran claros, la viva imagen de su madre. Pequeña, risueña y juguetona; al parecer la diminuta Canela tenía un gran afán en jugar con los dedos de las personas y reír por la más mínima cosa.
Apenas hablé, pareció que me prestó toda la atención —Isabela era la chica más desinteresada, honesta, generosa, dulce, tierna, cariñosa y todo lo que describa algo bello, que pude haber conocido jamás. Era la más leal de mis amigas, y el amor de mi vida —confesé en voz alta con una sonrisa triste —Me permitió conocer sus virtudes, defectos, secretos y ser su confidente, y eso, no se compara con nada. Espero esto te enseñe mucho, y me traiga ideas para tu nombre, eh Camile junior.
La única respuesta que recibí de ella, fueron balbuceos de bebé. Sonreí enternecido, pegando mi nariz con la suya.
—Me pregunto qué diría en este momento si te viera a ti y a su pequeña Ikia —dije pensativo, pidiéndola una opinión a mi hija, una que nunca me dio pues claramente no sabía hablar —Sé que ahorita podemos pensar que está en un lugar muy lejano de aquí, pero yo prefiero creer que en realidad está presente mirándonos. Solo quería hacerla sentir orgullosa, y creo que fallé. Pero eso no le bastó y nunca dejó de creer en mí —afirmé apretando los labios en una fina línea, sus manitas pálidas acariciaban mis mejillas, tranquilizando mi corazón —Nunca dejaré de querer tenerla de vuelta. Viajaría la distancia que fuera necesaria para volverte a ver pequeña, y traerte de vuelta —susurré para mí mismo. Unos minutos más tarde revisé mis redes sociales, encontrándome con un mensaje de Katia en su perfil
@KatiaJ: Jamás creí llegar a decirte que te extrañaba sabiendo que son palabras que nunca escucharás y que quedarán ahogadas en mi garganta por la pena y la desgracia que hoy nos azota a todos. Resumiré un poquito la vida que voy a añorar ahora que no estás. Te conocí cuando éramos unas niñas a las que les gustaba ser princesas (hasta la fecha) y hacer casitas de campaña entre los sillones con sábanas, lamparitas y lo que sea que encontráramos viendo la serie Milly y Molly en Discovery Kids. Crecimos (algo así, nunca maduramos para ser sinceras). Te gustaba leer hasta muy tarde, comer de todo, dormir en tus tiempos libres y la música lo fue todo para ti en tu vida, con una voz a veces horrenda y en otras estupenda... Dios, eras tan feliz, ¡y nos hacías tan felices! La alegría que te daba sostener una cámara para capturarlo todo... Cuesta mucho acostumbrarse a la idea de que no volveremos a ver esa felicidad, ni tu sonrisa traviesa. Pero... creo que hoy te dejo ir. A experimentar nuevas emociones y donde estés, terminar la vida que te faltó en este mundo. Te conocí como nadie, siempre fuiste muy reservada en cuanto a tus cosas personales pero aún así me abriste un espacio en tu corazón donde creo que encajé perfectamente. Dicen que el amor a veces puede doler, pero qué bonito fue amarte mejor amiga. Siempre me decías que cuando las cosas se ponían difíciles al final habría una luz, y ahora lo entiendo. Hasta siempre Isa.
—¡Hey! ¿Sabías que nunca me dejaron jugar con ellas en sus casitas? —fruncí el ceño fingiendo molestia, gesto que divirtió a la rubia
—¿Crees que ella esté aquí? —Alexander, con aspecto muy cansado, entró mirando todo con detalle. Un bulto pequeño en una sabanita rosa reposaba en sus brazos. Caminó hasta mí, la verdad era que busqué estar solo pero... con él, podíamos compartir nuestro dolor
—Seguro que sí, siempre lo ha estado.
—Supongo que en unos años podré al menos intentarlo —comenzó a decir de la nada, con sus ojos azules perdidos en Ikia —Ella quería esto... nos quería a nosotros. No quiero pensarlo ahora —admitió con voz decaída —Créeme que estoy intentando encontrar una y mil razones de por qué tenía que ser ella —continuó diciendo pasados unos instantes para controlar sus perceptibles ganas de llorar —Es duro imaginar un mundo donde ya no hay esa bondad y desinterés, lo que pocos tenían como ella. Es la niña más torpe que conocí, robó todos mis suspiros
—¿Sabes dónde quedó el collar? —señalé hacia la fotografía pegada en una de las hojas
—Se lo llevó puesto —contestó mirando conmigo el libro, uno que él se había encargado de darme justo en la mañana —Nos enfocamos tanto en cuidar de ella, y ahora... la perdimos.
—Alex, ¿fue mi culpa que le sucediera todo eso? —el ojiazul se mantuvo en silencio, causando una gran agonía en mí —Mierda —hubiera deseado estampar mi cabeza contra la pared, pero la bebé me miraba con ojitos brillantes. En un intento de calmarme, miré la frase que había debajo de la foto de Isabela con el lindo collar, justo a un lado unas florecitas secas y aplastadas se conservaban como una reliquia "Nunca te lo dije, pero este collar es mucho mejor que los anteriores que he tenido en toda mi vida. Ya no es un secreto, por favor, no seas tan jodidamente egocéntrico" PD: Dentro de estas páginas, solo me abrazas. Esta última parte casi pude leerla cantadita, tal cual Ed Sheeran lo hacía en su canción
Éramos felices, ¿qué nos había pasado? ...probablemente nunca lo sabría, y de cualquier forma ya no tenía caso, esos días de diversión y juventud se habían terminado para siempre. ¿Dónde quedó la magia que emanaba cada que sus manos rozaban las mías?
Solo quedaba una cosa. Cerré mis ojos y me permití llorar en silencio, después de todo, el amor no había ganado la batalla más dura del corazón. La primavera pronto empezaría, luego del frío invierno, y así pasarían las estaciones del año en su flujo natural. Flores nuevas, y en ellas nuevas esperanzas cuando reciben una gota de rocío.
Quizá alguna flor, algún día, podría florecer en el lugar que Isabela dejó.
MANAÑA SUBO EL EPÍLOGO.
¡Holaaaa! Omgg solo falta el epílogo💛 De verdad muchas gracias a las que me han aguantado desde el principio y siguen aquí, ¡también a las que llegarán en un futuro!
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—Su fiel escritora Frida :')
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